"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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La saga-fuga de J. B. - Gonzalo Torrente Ballester

 Gonzalo Torrente Ballester La saga/fuga de J. B. ePub r2.0 SoporAeternus 26.09.17Título original: La saga/fuga de J. B. Gonzalo Torrente Ballester, 1972 Diseño de cubierta: SoporAeternus Editor digital: SoporAeternus ePub base r1.2 A mis amigos de la Universidad de Albany A mis amigos de Marín y Pontevedra A Elena y Domingo García SabellRostros que sueñan pasmos en la niebla. Germán Bleiberg Una sesión de circo se iniciaba en la constelación decimoctava. Gerardo Diego Tin morín de dos pingüés, cúcara mácara chíchara fue. PopularI N C I P I T ¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo! En la mañana de niebla, casi al alba, las voces estremecen el aire como trompetas. Toca todavía la campana, a la primera misa; pero su sonido es tenue, precavido, como para entrar de puntillas en las alcobas oscuras, un sonido al que se da la espalda, que se esquiva o acalla metiendo la cabeza bajo las sábanas. “Pepiño, levántate, que ya son las seis y media.” Un sonido que sería impertinente si no fuera habitual; que sería íntimamente detestado si no actuara de despertador, a esa hora en que los que trabajan tienen que despertarse. ¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo! Aquella señora enlutada, que se llama la Tía Benita dos Carallos por los muchos que mete en la conversación, quizá para garantizar la veracidad de sus afirmaciones, y tiene una tienda de abacería en la calle del Rostro Mugriento; aquella mujer arrugada que, además del luto, muestra las canas del cabello, pega voces allá en lo alto de la escalinata, voces tremendas, voces desgarradas, voces despepitadas, en el mismo momento en que la niebla se esclarece un poquito porque el sol acaba de salir y le presta algo de su luminosidad; en el momento en que la niebla, allá abajo, en la Ciudad Nueva, se hace más espesa y gris por la parte del Mendo, más ocre y húmeda por la parte del Baralla: lento el uno, rápido y alborotado el otro; de aguas densas el Mendo, de aguas opacas; transparentes, ligeras, las del Baralla, que se cuentan las guijas relucientes de su lecho. El Mendo es atractivo y siniestro: invita a mirarse en él como un espejo, y hay que apartarse de prisa, porque en los adentros del que se mira nace en seguida un deseo incoercible de aniquilamiento. El Baralla invita, en cambio, a la aventura, a la evasión, al viaje: no descanso, sino camino ofrece; no tumba, sino vehículo. Los cuatro J. B. de que se guarda memoria, por él marcharon hacia la mar, si bien algunos aseguren que se cayeron al Mendo y fueron devorados de las lampreas. ¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo! Envía contra el cielo los brazos negros, los puños apretados; se le retuerce el cuerpo, le queda al descubierto la trenza escueta y grisácea. Se llama, ya se dijo, la Tía Benita, y nunca toma a mal el remoquete. Tiene una tienda de abacería en la calle del Rostro Mugriento, conforme se entra, a mano izquierda: una tienda muy limpia, en un bajo de dos habitaciones, y, en la que hace de sala, donde está también el mostrador y donde se acumula la mercancía —cestos, limones, quesos de la Illana, barras de pan, ristras de ajos—, preside el retrato de un sargento de las guerras coloniales, que fue su padre y que un pintor ambulante le sacó al carboncillo de una fotografía amarilla y gastada. “Tienes que levantarte, Pepiño. Ya es día claro.” “Mi madre, ¿no oye que gritan?” “Pues sí, parece que gritan. Pero, levántate, anda. Mientras, iré a ver.” Y aguza el oído para escuchar mejor, para enterarse de lo que dicen aquellas voces que llegan con el sonido de las campanas, pero sin mezclarse, sin confundirse, como si resbalasen por distintos planos del aire, sin que hubiera lugar a interferencias: una es la voz de la campana; otra, la de la Tía Benita. Cuando sale el sacristán, la agarra sin miramientos y pretende taparle la boca enfurecida con aquellas manazas negras, tan duras y ásperas que su mujer dice que la lastima cuando la magrea. La niebla está más clara, sí; por allá arriba, y detrás de la Tía Benita, se ve la mole de la Colegiata y el bulto estirado de la torre. El sacristán le dice: “¡Cállese la boca, puñetera beata!”; pero ella le muerde, y él la aparta de un empujón. Es ya tarde para las precauciones: se han abierto cuatro o cinco ventanas; mujeres en camisón y con los abrigos por los hombros se preguntan que qué sucede y que por qué aquellas dos sombras pelean, el sacristán y la señora Benita, una mujer de bien, que se gana la vida honradamente con su tienda de abacería (cestos, limones, quesos de la Illana, ristras de ajos, leche fresca todo el día). ¡Ah! Y empanadas de lamprea, grandes y pequeñas, enteras o en pedazos. Las empanadas las hace ella, que le viene de familia la buena mano para gramar la masa y sacarla delgadita y crujiente; pero las lampreas se las pesca el señor Florindo el Maricallo, que vive con ella, que con ella duerme, pero sin que pase nada. “¡Se lo aseguro, señor Deán, por la gloria de mis difuntiños! ¡Ni una vez me tocó el pobre el pelo de la ropa, y si una hija tuviera, se la dejaría con toda confianza, porque le aseguro que sus partes son más pequeñas que las de un niño, mejorando lo presente y perdone la manera de señalar! Si lo metí en mi casa, por caridad fue, nada más que por eso, y le juro que él se gana lo que come, porque las mejores lampreas van a parar a sus anzuelos y no a los de los otros. Cuando vuelvo de misa, ya me espera en la cocina, con el pescado limpio y cuarteado, y yo no tengo más que ponerme a amasar, y hasta en eso me ayuda.” Por respeto al lugar y al sacramento, la Tía Benita, al confesarse, omite los carallos, y eso le hace hablar premiosamente y con tartamudeo: un silencio en el lugar de cada taco, y son muchos silencios. Florindo el Maricallo madruga mucho. Cuando ella se levanta, ya está él dispuesto, con la cesta y los avíos: es tan listo, que él mismo los fabrica, y ¡hay que ver lo que ahorra! Da los buenos días como Dios manda, porque es educado como la gente de antes; bebe el café y marcha Rúa Sacra abajo, entre la niebla, cantando por lo bajinis las canciones que aprendió en Madrid cuando hizo el servicio: con una especie de contoneo de nalgas que parece una convulsión, pero que, en su tiempo, tenía su gracia, ¡ya lo creo!, y hasta sus parroquianos, y esto no es hablar mal de nadie porque lo sabe todo el mundo. Antes de la guerra, le llamaban de todas partes para animar las fiestas con la imitación de las artistas que había visto en los Cafés del Pecado, y todo el mundo se divertía porque lo hacía bien, si no eran algunos bestias que le insultaban. Pero eso era antes. Ahora, no le insultan ni tampoco la gente se divierte. Ahora, los tiempos son otros, y la gente ha cambiado. ¡Y lo que todavía cambiará! Por eso tuvo que acogerse al buen corazón de la Tía Benita y compartir con ella la cama y el pan, pero sin que pase nada. Se calientan el uno al otro, eso sí, cuando hace frío en invierno, pero en calentarse no hay mal alguno. ¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo! La gente ya sale de las casas: niños sin lavar, con las greñas revueltas; las madres, poniéndose las horquillas en el moño y hablando a voces unas con otras. También salen los maridos, con la chaqueta puesta y abrochándose los últimos botones de la bragueta. Y miran todos hacia arriba, hacia el cabo de la calle, donde ya no se ve el bulto del sacristán, donde la Tía Benita sigue vociferando, sigue enviando al cielo los puños crispados. Mientras, el sacristán avisa. Primero, naturalmente, al señor Deán, que para eso lo es; pero, en seguida, a don Acisclo Azpilcueta, por aquello de lo bien relacionado que está y de la autoridad personal que tiene, y porque sabrá lo que hay que hacer y a quién hay que dar cuenta del caso. Hasta por teléfono se nota la diferencia de las personas. El señor Deán, con telarañas de sueño en las palabras, se limita a decirle: “¡Voy, voy en seguida!”, y parece apurado. Don Acisclo, en cambio, le responde tranquilo, y le pregunta si ha hecho algo, y si la gente acude, y, cuando le responde que la Rúa Sacra está llenándose, le da una orden, cosa que al señor Deán no se le ha ocurrido: “Que no entre nadie en la iglesia. No se mueva del atrio, y, si gritan o le desobedecen, póngalos a rezar”. Así, cuando llega el Deán, va por el primer misterio, y no puede interrumpirlo, y el Deán entra corriendo —por la mejilla le resbalan gotas del agua con que acaba de afeitarse—, y comprueba en un periquete que el camarín del Santo Cuerpo está vacío. Y cuando llega don Acisclo —van por el segundo misterio, hacia el final—, el sacristán le saluda con la mano y recibe una sonrisa de aprobación. Don Acisclo viene pausado, cosa rara, diríase que contento. Antes de entrar contempla la multitud que, allá abajo, se incrementa por segundos, que es ya una masa apretada y oscura como la niebla, aunque un poco más compacta. “Y, ahora, ¿qué me dice?” “¿Qué quiere que le diga?” Están frente a frente, el señor Deán y don Acisclo, y se miran, y el señor Deán acaba por bajar la cabeza. “¿Qué quería usted? ¿Que pusiera a la Guardia Civil en la capilla día y noche?” A don Acisclo le sale una sonrisa torcida, una sonrisa de hombre enteramente superior a los acontecimientos, una sonrisa que desinfla la energía de aquel corpachón del Deán, tan fuerte y tan pesado, y le hace aflojar los brazos y caer las manos. Como si le dijera: “Usted gana”, lo que equivale a confesar: “Usted es más listo que yo, habla mejor que yo, es más elegante y más guapo, tiene más clientela, yo soy una verdadera mierda y ahora mismo presento la dimisión y marcho a mi casa de Magalofes, de donde ya no saldré más que con los pies para delante”. Pero, claro, no es tan explícito, ni piensa presentar la dimisión, sino aguantar, si es que puede, y a otra cosa. Por fortuna no hay que lamentar desgracias personales. Además, don Acisclo sabe ganar, qué caray, para algo es de familia antigua y educada, y por eso, sin decir más, entra en la iglesia y examina con atención el lugar del suceso, donde no hay fractura ni señal alguna de violencia, donde está todo como si no hubiera pasado nada, salvo que, debajo del altar de la Santa; tras el cristal empañado, hay un vacío oscuro. Y, como el Deán, mudamente obediente, ha venido detrás; como ha sentido sus pasos quedos en las losas del suelo, sin volverse, sin mirarle, le dice: “No tendrá usted la menor duda de quién fue”. “¿Yo? ¿Cómo voy a saberlo?” Entonces, don Acisclo se vuelve y le examina con esa sonrisa con que sabe mirar sin querer ofender, pero ofendiendo: “No hacen falta más que dos dedos de frente para comprenderlo, señor Deán”. Y el Deán levanta la mano y comprueba que su frente excede bastante de los dos dedos, mide lo menos cuatro, y no de los delgados, pero, a pesar de todo… “Fue don Jacinto Barallobre, y no hay quien pueda acusarlo de robo ante ningún tribunal, ni civil ni eclesiástico, porque ustedes llevan más de mil años aceptando el desafuero de que el Santo Cuerpo no sea propiedad eclesiástica.” Entonces, señala la piedra donde consta, en letras casi borrosas, el privilegio absurdo. El Deán apenas se atreve a murmurar: “Sí, claro…”, y don Acisclo concluye: “De manera que aquí ya no hay nada que hacer”; que es, aproximadamente, lo que el señor Juan el Evangelista acaba de decir al señor Florindo el Maricallo ante la evidencia de que en el río ya no hay lampreas. El Florindo y el Juan no son amigos, a pesar de que todas las mañanas pescan en vecindad y con parecido éxito. El señor Juan el Evangelista recibe este nombre a causa de su rostro lampiño y bello con aureola de rizos tirando a rubio, y también de que nadie sabe que haya catado fembra, aunque no al modo de Florindo, ni por las mismas razones, sino por la vía de la más casta indiferencia. El señor Juan tiene fama de santo, aunque nunca haya hecho milagros: un santo pobre y digno cuya virtud premia el Señor empujando dulcemente hasta sus artes las lampreas más sabrosas; pero como siempre sobra alguna, el excedente acude a los anzuelos del señor Florindo, reputado de pecador y no sin causa. Los que saben leer más allá de lo aparente, los que consideran la vida como un libro abierto, se paran muchas veces a contemplarlos, tan cerca el santo del demonio, próximos los cestos, coincidentes las artes en las aguas del río, y las lampreas vacilando entre el mal y el bien como meros mortales. ¡Ay, si la gente tuviera de esas miradas que penetran! No habría más que asomarse, por la mañana, al parapeto de la Alameda, para contemplar en espacio escaso, y reducida a dos figuras, aquella alegoría de la Vida. Pero la gente, ya se sabe, va a lo suyo, y ni siquiera se pregunta por qué pescan tan próximos el casto y el pecador jubilado. Es un espectáculo cotidiano. Uno termina antes que el otro, si, pero con muy pocos minutos de diferencia. Y el que primero termina se marcha antes, acaso para no tener que hablar al otro. Se limitan a decirse: “Buenos días”, al llegar y al marchar: sin desabrimiento, sin orgullo. El uno, con la humildad del santo, el otro, con la del pecador, que son iguales humildades. Pero esta mañana, cosa extraña, se han mirado. Han osado mirarse después de comprobar que las lampreas no acuden. Y han hablado, y han explorado juntos las aguas próximas y las lejanas, y al final de aquella operación conjunta y casi silenciosa, han exclamado al mismo tiempo que el río está vacío y que ya no hay nada que hacer. Aunque las cosas no sean en realidad tan fáciles, porque si el río se ha vaciado, ¿de qué va a comer la gente? ¿De qué van a alimentar, el uno, su santidad, y el otro, el recuerdo de sus pecados? Es el momento en que se escuchan, una detrás de otra, la sirena de la fábrica de gaseosas, y la de la serrería, y la de la fábrica de conservas. Todos los días, los trabajadores pasan de prisa, porque nada de lo que ven pertenece al orden de lo extraordinario. Pero lo es hoy el hecho de que el pecador y el santo se hayan juntado, y se hablen, y manoteen (aunque con mesura y dignidad). Por eso hay alguno que se acerca, y se detiene, y se entera sin preguntar de que el río ha quedado desierto. Así, empiezan a gritarse y a formar grupos, y las conversaciones suben de tono, y todas ellas se pueden resumir en una sola interrogación patética: “¿Qué vamos a comer ahora los pobres?”. La Colegiata está allá arriba, al otro lado del río, corona de la Cibidá. Puede verse desde la Alameda, y la Alameda puede ser vista desde la Colegiata. Pero las casas antiguas, encaladas, de ventanas verdes y tejados húmedos, ocultan la Rúa Sacra, ocultan la gente que la llena, que se apiña, que se pregunta y se queja: “¡Dios mío! ¿Qué va a ser de nosotros?”. Y van llegando los personajes, el Juez y el Presidente de la Audiencia los primeros, y, casi en seguida, el Poncio y el Comisario. El Poncio viene tan pincho como siempre, con su traje gris, su sombrero negro de gran barandilla y su caña de Ceylán, que sustituye al bastón de mando en las ocasiones de trapillo. También con sus gafas oscuras, que ocultan al espectador la realidad de su mirada. El Comisario, en cambio, es menos aparente, pero no necesita galas; y se viste de tal manera que nadie se fija en cómo viste, y actúa siempre de modo que nadie se dé cuenta de lo que hace; por eso el Poncio, sin confesárselo, confía y descansa en él: “Usted, Comisario, que tiene tanta experiencia, ¿quiere venir conmigo a la Colegiata, donde creo que han robado algo?” Pasan entre la gente, ascienden la calle pina, hablan por fin con el Deán y con don Acisclo, y los que llenan la calle enmudecen poco a poco, sin más que suspiros sueltos y la inevitable información somera, en voz muy baja, a los nuevos que van viniendo: “Nada, mujer, nada, que robaron el Cuerpo Santo. ¿Qué va a ser ahora de nosotros?”. Miran a los personajes, que no suspiran, que no gimen; esperan sin saber qué, pero lanzan miradas tímidas a la fachada muda de la Casa del Barco, la fachada de piedra con el bergantín encima de la puerta cerrada, entre dos ventanas también cerradas. “Y ahí no puede haber nadie, porque, si alguno de los hermanos estuviera, ya habría acudido.” El Deán da explicaciones al Magistrado y al Juez; don Acisclo, al Poncio y al Comisario. Otros clérigos y otros personajes se unen a un grupo o al otro conforme llegan. Y hay un momento en que los grupos se confunden, forman uno solo, como una de esas curvas que tienen dos centros, don Acisclo y el Deán. No se hará nada hasta que los centros secundarios sean eliminados en beneficio de uno solo, que ocupará precisamente el Juez. Pero las circunstancias del caso, que obligan a decir siempre “la desaparición” y nunca “el robo”, excluyen la posibilidad, al menos inmediata, de que el Juez llegue a ocupar el puesto que, por derecho y en circunstancias normales, le correspondería. También en la Alameda se han formado dos grupos, alrededor del santo, alrededor del pecador, y cada uno explica con sus palabras que en el río no hay nada, lo que se dice nada. La Alameda nunca vio tanta gente, ni los días de la verbena del Cuerpo Santo, allá por el veinte de agosto, cuando se queman los fuegos artificiales con la gran lamprea mítica, casi dragón y no lamprea, que empieza siendo roja, luego verde, y, por fin, amarilla, y acaba deshaciéndose en millares de lampreítas que vuelan por el aire y después caen, y los chiquillos se colocan debajo a recibir aquella lluvia de peces encendidos. Las lampreas se han ido. Es, parece ser, una súbita catástrofe sin causa prevista, y, por supuesto, inevitable como un terremoto o un ciclón. Ante la Colegiata, el nombre de Barallobre está en todas las lenguas, y el sacristán se encarga de comunicarlo a la masa silenciosa que espera algo, no sabe qué. El nombre desciende hasta las últimas filas, se suma a la información escueta de los que llegan. Pero no levanta gritos, sino sollozos. No protestas, sino conformidad resignada y llorosa. Barallobre es el dueño del Cuerpo Santo: un día u otro se lo tenía que llevar. Si no él, sus hijos o sus nietos; pero ¿adónde?, pero ¿cómo? Don Acisclo se aparta descaradamente con el Poncio, lo lleva por debajo del arco de la capilla hasta el parapeto sobre el abismo del Baralla, y señala la escalerilla que, desde la terraza de la Casa del Barco, conduce a las aguas tumultuosas. “¿Ve usted? Allí había siempre una barca, y ya no está.” “Pero ¿es posible?” “Pues, ¡ya ve!” “¿Y se han ido los dos?” “No. La hermana, no. La hermana se había marchado ayer, pero no definitivamente. Hubo cosas, ¿sabe?”, y guiña el ojo. “¿Hay que esperar entonces a que regrese?” “No queda otro remedio.” “El Juez hablaba de abrir la casa con mandato legal.” “¿Quiere decir echar la puerta abajo?” “Otra manera habrá.” Don Acisclo se queda pensando: “Quizás haya una, aunque no es segura. Barallobre tenía un secretario, un tipejo raro, a quien, a lo mejor, ha dado una llave”. “¡Que lo traigan en seguida!” Antes de reunirse con el grupo, el Poncio retiene a don Acisclo: “Por cierto, no le agradezco nada el consejo que dio a mi mujer el otro día. ¿No comprende que arruinaría mi carrera?” “Pues, del otro modo, pienso que va a arruinar su matrimonio.” “Para evitarlo, precisamente, la he mandado a una casa de reposo. Lo que necesita es eso, tranquilidad, y dejar quieta la imaginación.” Don Acisclo se encoge de hombros y, en su fuero interno, se desentiende del caso particular del señor Poncio. Aquella sonrisa rápida, casi secreta, quiere significar que muera el cuento. Pero el señor Poncio desconoce las claves que permiten interpretar la sonrisa de don Acisclo, que siempre es la misma, pero con matices y significaciones múltiples. “No se fije en la mueca de los labios, sino en lo que sucede en las comisuras.” Como el Poncio no lo hace, como piensa que don Acisclo, con la mueca, asiente, le echa la mano al hombro, lo aparta del parapeto y lo conduce al atrio, desde donde se ve la muchedumbre que llena la Alameda, se ven las cabezas asomadas al río, pero a nadie llama la atención hasta que unos niños se desnudan y se arrojan al agua. Hace cientos de años que nadie se ha bañado en el Mendo, el río que no devuelve los cadáveres, pero también el río en que uno podría bañarse dos veces si no fuera por las lampreas. Las lampreas se han encargado de impedir que Heráclito fuera empíricamente contradicho, que es lo que hacen ahora esos muchachos desnudos que se bañan en el río: contradecir a Heráclito sin saberlo. Porque el Mendo no fluye, las aguas del Mendo son aguas quietas, o, al menos, tan lentas que no parecen moverse. Los niños que se arrojan desde el parapeto de la Alameda rompen la superficie de espejo oscuro, cruzan de una orilla a otra, ríen, se zambullen, bucean y sacan piedras limosas; a veces, huesos humanos carcomidos, roídos por dientes menudos y voraces. “¡Que vayan a buscar a un tal Bastida!”, ordena el Poncio; y el Comisario, al recibir la orden, sonríe: “¡No conozco otra cosa!”. Pero alguien, uno de los clérigos anónimos que rondan silenciosos, le advierte que el tal Bastida no vive, desde ayer, en la fonda del Espiritista, sino en lugar ignorado, porque el Espiritista lo ha cogido en la cama de su hija y los ha echado a los dos de casa. “¡Búsquemelo debajo de la tierra!” El Comisario empieza a abrirse paso entre la gente, en el momento mismo en que alguien ve a los niños bañarse y los señala asombrado. “¿Y las lampreas?” “¡Oiga, mire allá abajo!” Hay un movimiento unánime de clérigos y personajes hacia el balaustre de piedra, más allá del cual empieza la pendiente suave que termina en la orilla. El Deán da al señor Presidente de la Audiencia una nueva explicación, pero don Acisclo no explica nada al Poncio: contempla los niños que se están bañando, la muchedumbre congregada en torno a otro suceso que no le fue explicado, pero que ya adivina. ¡Es listo, muy listo, extremadamente listo don Acisclo Azpilcueta! Y, cuando se vuelve para informar al Poncio de la complejidad de los acontecimientos, el del río y el de la Colegiata, y, ante todo, de su conexión sobrenatural, la muchedumbre que llena la Rúa Sacra no mira hacia arriba, no espía los movimientos de los personajes, no intenta interpretarlos, porque las dos muchedumbres, al crecer, se han juntado, y los de abajo saben que han robado el Cuerpo Santo, y los de la Rúa Sacra saben que han huido las lampreas. Y hay como un apaciguamiento inmediato, como cuando se explican con todas las de la ley las causas de una catástrofe: al Santo Cuerpo Iluminado se lo llevó don Jacinto Barallobre porque era suyo, y las lampreas han huido siguiéndolo —al Santo Cuerpo, no a don Jacinto—. Todos, los de arriba y los de abajo, sabían que a una cosa seguiría la otra: inexorablemente, y con esa certeza por encima de cualquier contingencia, como la de la muerte. “Hombre, ¿y a usted quién le asegura que tiene que morir?” “Mire, hasta ahora, no se sabe de nadie que no lo haya hecho.” “Pero bien pudiera suceder que, de pronto, usted…” “¡No sea imbécil!” Pudiera suceder, eso sí, que el Santo Cuerpo permaneciese siglos y siglos más en la urna de cristal y bronce, y entonces las lampreas se mantendrían en el río, unas veces gruesas, grasientas, de vender a buen precio, y otras flacas, pajizas, melancólicas, de ir tiradas, según que hubiera o no cadáveres, y no de suicidas, ni tampoco de gente forastera que arrojemos al río, todo eso son leyendas inventadas por la envidia, todo el mundo lo sabe, por eso siguen viniendo los viajantes de comercio, y los funcionarios públicos, y los curiosos de la Colegiata y los aficionados a la buena mesa; pero, si por alguna razón, o, al menos, por alguna causa aunque no fuese razonable, desapareciera, las lampreas irían detrás, y, ese día, sin Santo Cuerpo y sin lampreas, ¿qué va a ser de nosotros, Dios del cielo?BALADA INCOMPLETA Y PROBABLEMENTE APÓCRIFA DEL SANTO CUERPO ILUMINADO No lo sabemos, no, no lo sabemos ni lo sabremos nunca: por qué hay un silencio en la mar y en el aire, un silencio redondo de cielos acerados rodeado de vientos y de olas tremebundas, y del ruido que el agua fabrica en sus entrañas como si protegiera la paz de aquel espacio. No lo sabemos, no, ni lo sabremos nunca. Ni sabremos tampoco por qué una noche, hace ya mucho tiempo, una noche cualquiera en un tiempo remoto, de estrellas y sin luna, apareció la Barca Iluminada, tranquila en medio del silencio como una fuente de luz, o como una mecida claridad, o como un tierno sol salido del abismo. ¿Y por qué no como una estrella? Porque también las estrellas se bañan, dicen los viejos marineros; se bañan más allá del horizonte, ese lugar de músicas y cánticos, de peces voladores, de islas que navegan, de sirenas que engañan, de claridad que ciega el ojo humano y de penumbras que lo confunden y lo ahogan: porque por eso el Misterio es el Misterio, la mar se llama Tenebrosa, y quedan excomulgados los que se arriesgan más allá de los límites. ¡Ay, marineros, ay! En los ojos azules, en la sangre que os corre por las venas lo lleváis encerrado, y por eso, como la cosa más natural del mundo, decís sencillamente: “Más allá de las Islas, en el recodo tranquilo de la corriente (que a veces trae pájaros muertos, de plumaje metálico, y plantas ignoradas, y coronas de reyes crueles), una Luz se ha encendido”. Y vais todos a verla, todos; aparejáis de noche vuestras barcas y navegáis hacia el Poniente hasta llegar al borde mismo de las olas, allí donde remansan y enmudecen, y esperáis a que la Barca Iluminada, dulcemente llevada por la brisa, ante vosotras pase (aunque a distancia razonable). Y os santiguáis, marineros de Bueu y de Combarro, de La Puebla, de Cangas del Morrazo, de Muxía, de Muros, de Bayona y de Vilagarcía; pescadores de altura y de bajura, buenos cristianos todos, aunque alguno no crea en los Primeros Viernes. ¿Si será un Cristo nauta que llegue de otro mundo, o el cuerpo de un Apóstol, como el de Santiago, en su barca de piedra en demanda de huesa sosegada? “Señor obispo de Tuy, venga allá con nosotros en la nave más nueva y más segura. Traiga ceniza y óleo por si es cosa del diablo, y agua bendita y bendiciones por si es cosa de Dios. Señor obispo de Tuy, padre de los cristianos, de los malos igual que de los buenos: venga con nos al mar, con todo su poder episcopal, poder que ata y desata y confina al infierno al demonio rebelde; el poder que perdona el pecado a los pobres y la virtud a los ricos. Por San Telmo bendito, que también fue de luz, venga con nos.” Y allá se fue el Obispo, con báculo y con mitra, de pontifical revestido (pues no era para menos la ocasión) y un presbítero y un diácono que llevaban el agua y el hisopo, el óleo y la ceniza, la espada y la cruz de Cristo. Navegaron al Norte, todo un día, porque partieron de La Guardia, que está bastante al Sur, y en las Islas Sisargas hubieron de esperar a que la escuadra pescadora de todas las aldeas de la costa se reuniese con ellos, turbada de temor y de esperanza. “En el nombre de Dios (dijo el prelado), y de Santa María, naveguemos, armados de la Cruz, hacia el Poniente, en donde el sol se cae, sin miedo y sin cautela, porque está escrito que contra Ella (se refería a la Cruz, naturalmente) no prevalecerá el Infierno. Vamos a ver qué pasa en la mar del silencio, en ese redondel donde no entran los vientos y en cuya linde las olas se detienen.” Los cómitres silbaron, los remos se metieron en las olas y apuntaron las proas al horizonte oscuro, ensangrentado, donde el sol acababa de ponerse. “¡Hip! ¡A bogar! ¡Hip! ¡A bogar! ¡Qué hermosa es esta vida de la mar! ¡Hip! ¡A babor! ¡Hip! ¡A estribor! ¡Sigamos nuestro rumbo sin temor! ¡Qué bueno es navegar! ¡La mar es lo mejor! ¡En tierra nos espera nuestro amor!” Le pareció al Obispo que la canción aquella no era del todo adecuada para ocasión de tanta compostura. “Cantemos, buenos cristianos, los Salmos Penitenciales, para que el diablo, si anda próximo, no nos coja en pecado.” “De profundis clamavi ad Te”, entonaron cien voces varoniles, y algunas, más delgadas, de grumetes. El diácono los dirigía a todos con el hisopo en la mano; y el Obispo de Tuy, erguido, de pie, en la proa, adelantaba la confesión de sus pecados entremezclada de rotundos vade retros y de otras invocaciones al Señor y a los Santos: hasta que en el horizonte se hundieron los colores del crepúsculo y la cóncava noche cerró al cielo la luz. Entonces, solo entonces, empezó a fungar el viento, se estremecía el aire de luces misteriosas como si aquella noche se abriera el Purgatorio y las Benditas Ánimas clamasen al Señor sobre las aguas. ¡Ay, Dios nos valga! ¡Ay, Jesucristo, Señor nuestro! ¡María, Virgen del cielo! ¡Apóstoles benditos! ¡loanne, Stephano, Mathia, Barnaba, Ignatio, Alexandro, Perpetua, Agatha, Lucia, Caecilia, Agnete, Anastasia! ¡Ayudadnos a pasar los peligros nocturnos! ¡Libradnos del pecado y de la muerte eterna! Y todos, temerosos, remaban y clamaban: “Santo señor Obispo, tenemos miedo de este mar agitado, de este viento del Norte que empuja nuestras barcas a lo desconocido contra la voluntad de nuestros timoneles. Señor Obispo, padre de todos los cristianos, no eres un navegante, sino un santo. El Remanso del Mar queda ya a barlovento; nos vamos alejando de la ruta y el viento nos impide enderezar el rumbo y volver a la aldea donde el niño pregunta por qué el padre se tarda. Si la nortada sigue, señor Obispo, puede absolvernos a todos y rezarnos la recomendación del alma, porque el copo de muertos será grande esta noche”. “¡Hombres de poca fe!”, gritó el Obispo, “¿por qué clamáis al cielo vuestro miedo?” “¡Déjate de preguntas y reza por nosotros!” Entonces, el Obispo se arrodilló en la barca; inclinó la cabeza hasta tocar el fondo, y humillado ante el cielo, oró de esta manera: “Señor de lo más alto y lo más hondo: Tú, que dispones de cielo y mar y desafías la tempestad, manda callar el viento, retira de los aires los signos de tu ira; envíanos la luz que nos guíe en la noche y nos lleve a buen puerto, porque estos hombres no andan tras las riquezas ni yo dejé mi sede procurando el poder: ellos y yo queremos, Misterio del Misterio, que tu Gloria reluzca y tu Grandeza asombre. ¡Ten de nosotros, Señor, piedad, y envíanos señales de tu benevolencia!”. Y, así, postrado en la barca, manchándose de brea los encajes del alba, oró en silencio, y lloró. La luna asomó entonces por los montes lejanos, bandadas de arroaces brincaron por la proa. Una racha de vientos hizo gemir las jarcias como diciendo adiós, y la mar encrespada se fue quedando quieta, reluciente, ondulada, como de una piscina. “¡Milagro, es un milagro!”, decía todo el mundo, y en las pobres aldeas lejanas, las mujeres cantaban a sus hijos canciones de esperanza: “Xa vira o pai, meninho, xa vira. Si non é pol-a noite, pol-a i-alba será”. Y siguieron remando, la proa al horizonte, en un mar que la luna clareaba, en un mar rizado por la brisa salada de la noche. Delante va el Obispo, incensando los aires; el diácono queda traspuesto, e iba soñando que era rey en un reino remoto y soleado, y las tripulaciones, para remar, cantaban: “¡Quem che me dera en Lobeira, quem en Lobeira me dera! ¡Quem che me dera en Lobeira, Lobeiriña, miña terra!” Y, de pronto, cuando al Norte apuntaban las afiladas proas para tomar el rumbo de las playas lejanas, uno de Santa Comba gritó: “¡Una luz veo!”. Y otros gritaron luego: “¡Una luz! ¡Una luz!”. Apuntaban los brazos extendidos hacia un lugar en el espacio, hacia un lugar que apenas se veía, hacia una luz como un destello débil, hacia una luz purísima y temblona, hacia un deseo que fuera como un sueño. ¡Una luz, una luz! Y el Obispo: “In tenebris, lux scintillat!” Y el Presbítero: “In tenebris, lux una!”. Y el Diácono: “¿Qué pasa?”, mientras se restregaba los ojos soñolientos. “¡Vamos allá, muchachos! ¡Redoblar el esfuerzo! ¡Al que llegue primero le daremos un premio!” Los marineros bogan, los arroaces saltan, los cómitres animan, los clérigos salmodian y la luna se asoma a una nube delgada para ver la regata y aplaudir al primero. La luz está ya cerca, es más grande y más clara. Se adivina una barca dulcemente movida; pero, a medio camino, las olas en barrera hacen un remolino rugiente y tremebundo contra el que los delfines inútilmente ensayan un salto y otro salto. “¡No podremos pasar!”, dice una voz oscura, y otras voces añaden: “¡Es el círculo mágico de la Sierpe del Mar! Nadie lo ha atravesado, ni nadie, que se sepa, lo pasará jamás. Los vientos se detienen como ante una muralla, y las olas más grandes se estrellan al llegar”. “Santo señor Obispo, ¿qué pretende que hagamos?” El Obispo responde: “Ante todo, rezar”. Y rezan de rodillas, todos, un nuevo paternóster; el Obispo bendice nuevamente la mar, las barcas se congregan formando semicírculo, las antorchas comienzan el aire a iluminar. “¿Qué ves?” “Veo una barca” “¡Y un ataúd en ella!” “Dentro, hay un cuerpo muerto.” “La caja es de cristal.” “La luz sale del cuerpo, no de vela encendida.” “Una mujer parece.” “Una santa será.” “Padre y señor, ¿qué hacemos? ¿Dejarla abandonada? Porque no hay quien se atreva el círculo a pasar.” El buen Obispo escucha, medita, y alza al cielo una vez más los brazos. Oiréis lo que dirá: “Escuchar, marineros: es, sin duda, una santa que el cielo nos envía para nuestra piedad. En el nombre del Padre que rige el Universo y en nombre de la Iglesia, que me da autoridad, yo concedo ese cuerpo, la barca y el sudario, las anclas si las tiene y la urna de cristal al hombre que se atreva a saltar la barrera, sea a vela o a remo, solo o en sociedad, sin más obligaciones, esto se sobreentiende, que a la santa una iglesia de piedra edificar”. La voz del santo obispo, llevada por la brisa, a los últimos barcos acaba de llegar, pero nadie se mueve ni nadie le responde: todos miran al cielo, o al aire, o a la mar. Sin embargo, allá lejos, en las últimas filas, una barca se mueve, bien se le ve bogar al hombre que la ocupa, un marinero solo que pretende al costado del Obispo atracar. “¿Qué quieres, marinero?”, le pregunta el prelado; y el nauta le responde: “Acercarme y hablar”. “Acércate, te escucho.” “Me llamo Barallobre; mi mujer es Columba; mi único hijo, Juan. Si muero en la demanda, ¿quién se cuidará de ellos?” “La mitra, por supuesto, los alimentará.” “Gracias, señor Obispo. No esperaba otra cosa. Pero hay otros extremos que quiero precisar: el cuerpo de la santa, ¿lo heredarán mis nietos?” “Será, mientras exista, de tu posteridad.” “Si levanto una iglesia, será con las limosnas que los buenos cristianos a la santa darán. Y, una vez levantada, ¿de quién son las limosnas? ¿Mías y de mis hijos? ¿De la Iglesia serán?” “Eres un puñetero gallego desconfiado, pero yo soy Obispo, y tengo autoridad para hacer un contrato aquí mismo contigo: las limosnas que caigan, de vosotros serán; pero, bien entendido, cuidaréis de la iglesia, que esté limpia y decente. La habréis de retejar cada vez que la lluvia descubra una gotera, y si pasan tres días lloviendo en el altar, la capilla, y la santa, y todas las limosnas a la administración de la mitra vendrán.” “Muy bien, señor Obispo. Acepto este contrato. Lo escribirán en piedra los canteros de allá, no porque desconfíe de su santa palabra, sino por garantía de mi posteridad. Porque, señor Obispo, no somos inmortales; vendrán otros obispos que nos gobernarán; las palabras de ahora, el viento se las lleva; los testigos presentes, en la huesa estarán. Escrito en pergamino, delante de notario, ese contrato puede cinco siglos durar; pero ¿y después? Por eso, sin ofender a nadie, quiero que conste escrito en piedra de sillar, que se pondrá en un sitio visible de la iglesia para que mi derecho nadie ose pleitear.” El santo Obispo alarga la mano bienhechora. Bendice a Barallobre. “Acepto el trato, ¿estás dispuesto a dar el salto? ¿O piensas que bogando el cerco de esas olas tu proa romperá?” “Iré a nado. Las olas no hay barca que las pase.” “Sube.” “Absuélvame antes.” “De rodillas, rapaz.” Murmura unos latines, su mano cruza el aire, libre de sus pecados el marinero está. Los presentes escuchan y miran en silencio. Algunos corazones la envidia sienten ya: Este, en cinco años, rico. ¿Por qué seré cobarde? Otros temen su muerte y empiezan a rezar. Barallobre se yergue; su cuerpo salta y brinca el círculo rugiente de las olas. Un “¡Ah!” en todas las gargantas resuena. El marinero hiende las aguas negras. ¿Se lo tragará el mar? ¿Quedará sin marido y sin amor Columba? El Obispo, anhelante, se olvida de rogar a Dios por Barallobre. Una brazada, otra, la cabeza ha surgido, el cuerpo avanza ya. La santa ya está cerca…CAPÍTULO I MANUSCRITO O QUIZÁS MONÓLOGO DE J(OSÉ) B(ASTIDA)Evidentemente yo hubiera podido escoger como interlocutores particulares al Obispo Bermúdez y al Canónigo Balseyro, al Almirante Ballantyne y al Vate Barrantes, bien uno a uno, o por parejas, o, digamos, en equipo. Pero es el caso que no se me ocurrió escoger, acaso porque entonces no estuvieran de moda todavía. Hablando con propiedad, no se me ocurrió absolutamente nada, es decir, que aquello no fue cosa de mi voluntad consciente. No niego que haya existido, desde mucho tiempo atrás, el oscuro deseo de hablar con alguien, que me acosaba por etapas como oleadas, refrenado una vez y otra por la imposibilidad de hallar con quién. Bueno. Tengo que hacer justicia a Julia. Julia hablaba conmigo: una, dos, tres veces cada día; pero, por decirlo de alguna manera, yo era plato de segunda mesa, aunque en el buen sentido de la palabra. Yo era el receptáculo de sus confidencias porque Julia necesitaba de un recipiente mudo como yo, una especie de pozo donde sus palabras se perdiesen hacia abajo, se hundiesen en el silencio, o, al menos, en algún lugar tenebroso y callado de donde el Espiritista no pudiera sacarlas. Hubiera sido estúpido, claro, por parte de Julia, ponerse a hablar al pozo a gritos, sobre todo sabiendo que, en ese aspecto, yo me parecía a un pozo y podía echarme dentro montañas de confidencias, una detrás de otra. “¿Sabe usted, don Joseíño, por qué Manolo se marchó hoy tan pronto?” Yo no sabía ni siquiera que don Manolito se hubiese marchado, aunque, de haberlo pensado un poco, hubiera comprendido, sin preguntarlo, que había pasado allí la noche, porque era sábado, y porque los sábados don Manolito hacía noche en Castroforte, camino de su aldea. “Pues porque ha decidido plantear a sus padres la cuestión: dejar el seminario y casarse conmigo.” La idea de que el cuarto de don Manolito pudiese quedar libre me resultaba penosa y acrecentaba hasta extremos intolerables mi sensación de impotencia y miseria: estaba en el primer piso, era claro y espacioso, no olía a letrina, tenía buenos muebles anticuados y un mirador que daba a la Plaza de los Marinos Efesios. Sus ventanas caían justamente encima de las copas de los magnolios, y, cuando los podaban, emergía en el centro, como un susto, la cabezota del Almirante, la cabezota de la estatua, quiero decir, con el bicornio puesto y la mano sujetándolo, más o menos verde según que el tiempo fuese seco o lluvioso. “¿Y qué va a decir tu padre cuando lo sepa?” Julia se encogía de hombros. No lo había pensado. No le importaba. “A lo mejor, al principio, coge un berrinche; pero ya le pasará. Y si no le pasa…” Creo recordar que aquella mañana los ojos de Julia estaban más luminosos que de costumbre, pero eso puede haber sido una apreciación parcial, sobre todo si insisto en pensar, como pensé entonces, que aquel incremento de luminosidad ocular, aquel verdadero estallido de luz, guardaba cierta relación con la esperanza de que los padres de don Manolito autorizasen el matrimonio. Cierta vez, alguien dijo que mis ojos eran bonitos, cosa que no he podido comprobar por falta del espejo mágico adecuado; también lo decía mi madre, no sé si para consolarse ella o para consolarme a mí, cuando alguien comentaba en su presencia o en la mía lo esmirriado y enteco de mi figura, la torpeza de mis pies o las extrañas dimensiones de mis brazos, que, ya de niño, rozaban las pantorrillas con las puntas de los dedos. “¡Orangután, pies planos!”, me chillan los muchachos desde el tercer piso del colegio, enmascarándose valientemente en las imprecisiones de la altura. Y añaden luego la canción del triunfo: José Bastida, hombre inmortal que a los cosacos dio libertad y los cosacos, agradecidos, le regalaron un orinal. ¡La madre que los parió a los angelitos! Pero no dejan de tener razón, si bien se olvidan de añadir que mis ojos son bonitos, aunque no como los de Julia, sobre todo cuando relampaguean con luces de esperanza o se adormecen en el recuerdo de un momento dichoso. “Nos iremos a la aldea, a vivir con sus padres, ¿sabe? A Manolo le gusta el campo.” No sé si le dije que a mí me gustaba también, quizás porque ni los árboles, ni las vacas, ni las mieses tienen conciencia de la longitud de mis brazos y de las restantes circunstancias físicas de mi escuchimizada figura. Aquel verano, antes de la guerra, que pasé en casa de mi madre, remediando con tocino los efectos del hambre, no sentía la necesidad urgente de interlocutores, y no porque me dirigiese a las vacas o a los árboles, testigos de mi presencia silenciosa, sino, creo yo, porque los habituales no me satisfacían y los nuevos no habían aparecido. Se trata, evidentemente, de un caso típico de función creada por el órgano, o de necesidad de un objeto engendrada por la existencia del objeto mismo. Pero no hubiera podido sospecharlo la primera vez que escuché la voz de José Barbosa Bastideira, una voz que se parecía extrañamente a la de don Annibal Mario McDonald de Torres Gago Coutinho Pinto da Cámara da Rainha, pero que me hablaba con palabras que hubieran podido pertenecer a don Antero de Quental. Ni siquiera fue, entonces, un coloquio. Si me apuro, no llegué a darme cuenta de que me hablaban. Solo cuando dejé de oír aquella voz radiada, con dengues de fado, comprendí que me hubiera gustado seguir oyéndola. Pero esto tampoco tiene nada de raro, ni siquiera en mi caso, pues siempre que Julia se marchaba después de haber charlado un rato, me sucedía otro tanto. “¿Ya te vas, Julia?” “¡Tengo que hacerlo, don Joseíño! Mi padre ha de andar ya escamado.” Y se iba, y la conciencia del Espiritista, al verla llegar a la cocina, se aquietaba. Así emigraba también, de mi espacio interior, la voz de Bastideira. Pero Julia regresaba, con precisión astronómica, todas las mañanas, y me traía el desayuno en una bandeja de peltre: el café en una taza esportillada, la nata de la leche en un plato de barro, el azúcar en un papel de estraza, el pan al lado de la taza. “Mire, don Joseiño, qué buena nata le traigo. Tiene un dedo de gordo. Me costó levantarme antes que mi padre.” “Un día vas a tener un disgusto por mi culpa, Julia.” “Más lo tendré si se me muere de una tisis.” Julia llevaba a mis interlocutores secretos la ventaja de su buen corazón. A pesar de ser fuerte y saludable, o quizás precisamente por serlo, paraba mientes en la delgadez de mis brazos, y aspiraba a remediarla robándole a su padre la nata de la leche. A ellos, en cambio, la posibilidad de una muerte por insuficiencia alimenticia no parecía preocuparles. Precisamente el día en que encontré en mi cuarto a monsieur Joseph Bastide, me había costado sudores subir las escaleras, porque pasaba de una semana que el Espiritista me tenía a dieta, y los efectos comenzaban a ser inaguantables. Monsieur Bastide se había sentado en el borde de la cama, y hojeaba algo así como un cuaderno manuscrito. Sin decir buenas tardes, me dejé caer y tardé bastante tiempo en recobrar el aliento. Él empezó a hablar como si estuviera solo. Al principio, no le entendía. Después, le escuché con atención, porque su monólogo respondía a unas cuestiones gramaticales que me habían preocupado los días anteriores. “¿Por qué la mala alimentación empujaba mi mente hacia las cuestiones gramaticales? ¿Existe alguna relación entre el caldo aguado, el bacalao chirle, el pan de la víspera y las manzanas pasadas, con el problema de las relaciones entre objeto y sujeto?…” M. Bastide exponía con palabras claras y monótonas, pero, eso sí, cargadas de sabiduría, las diversas respuestas de las diversas escuelas a mis diversos problemas. Y, al terminar, como epifonema de su discurso, añadió con elegante desmayo de profesor cansado: “De todo lo cual está perfectamente enterado don Jacinto Barallobre”. Y cuando yo iba a decirle que ya lo sabía, pero que don Jacinto Barallobre era algo así como un dios inaccesible, irrumpió Bastideira, pálido de amor incomprendido, con toda la tragedia de su saudade en las ojeras, y, sin mediar explicación, se puso a discutir con el francés acerca de la superioridad de la Palabra Poética y de lo bien que los poetas pueden pasarse sin las teorías científicas que aspiran a destrozar la Verdad de la Palabra. Me hubiera gustado interrumpirles y gritarles: “Pero ¿no comprenden que lo que tengo es hambre, y que la importancia de esa disputa solo puede calibrarla un estómago razonablemente satisfecho?” Pero no, no me atrevía, en parte por carencia de energías, en parte por el respeto que me causaban, en parte finalmente porque —pese a la debilidad de mi organismo— me interesaba enormemente la disputa. ¿O será acaso que en esas tres razones se enmascaraba mi cobardía? Da lo mismo. El caso es que tardé algún tiempo en meter baza en aquellos coloquios, de calidad intelectual tan levantada; en atreverme a preguntar o a interrumpir, y mucho más en airear la mano y echar mi cuarto a espadas, con ideas propias, por todo lo largo. Debió de ser hacia la época en que se armó el lío aquel tan gordo a causa de la estatua del Almirante, que el Alcalde y algunos concejales pretendían retirar de la plaza y enterrar en los almacenes del municipio. Joseph Petrovich Bastidoff se había incorporado recientemente al cuarteto (Míster J. Bastid lo había hecho, con su habitual discreción, muy pocos días antes), y la operación de su llegada bien puede ser descrita en términos de música: si se acepta la comparación del francés a un oboe, y del inglés a un trombón de varas, el portugués era el saxofón, y yo, pobre de mí, una tímida flauta. Pero nos concertábamos bien, y, al escuchar al ruso, temimos el desconcierto. Bastidoff era resueltamente anarquista, tenía aspecto de anarquista, y no recataba el anarquismo de sus palabras. “¿Y a usted qué más le da que retiren la estatua o la dejen en su sitio? Personalmente, lo único que deploro es que no la desplacen mediante una buena bomba de trinitrotolueno, que, de paso, podía llevarse por los aires la ciudad entera.” Aquello era una salvajada, no cabe duda, pero lo decía con voz tan convincente y grata que hasta el mismo Míster Bastid no pudo menos que sonreír y responderle: “Mi única objeción, y no sé si también la de estos caballeros, respecta, no a la bomba, sino al ruido. El trinitrotolueno es especialmente ruidoso, ¿no le parece?”. “Pero eficaz”, le respondió el anarquista, “de potencia solo superada por la escisión del átomo”. Monsieur Bastide torció entonces el morro en la medida permitida o tolerada por su excelente educación. “¿Por qué ha puesto el dedo en la llaga sin advertírnoslo?”, dijo; y se metió en una larga peroración, inteligente y patética, acerca de los efectos morales que la escisión del átomo estaba causando en las jóvenes generaciones. “Nada de eso tiene importancia”, le objetó el ruso; “el único inconveniente del procedimiento es su carestía, y, sobre todo, la imposibilidad de fabricarlo por procedimientos artesanos. No es de esperar que nosotros, los francotiradores, lleguemos jamás a poseer aunque solo sea una pequeña muestra de esa clase de bombas; pero, fijándose bien, el resultado final, es decir, la destrucción de la Humanidad y de su soporte astronómico, se alcanzará de todas maneras, aunque el instrumento lo fabriquen, posean y manipulen las potencias burguesas”. En las palabras de Bastidoff, quizás a causa de su voz tan bien timbrada, hallé no sé qué de tranquilizador que me empujó al diálogo. Comprendí que el anarquista era hombre de buenos sentimientos, al menos hacia mí, a juzgar también por el modo que tenía de sonreírme y de mirarme mientras hablaba, y que si me veía obligado a monopolizar el uso de la palabra durante un tiempo que en cualquier otra ocasión y ante otro concurso se hubiera considerado descortés, él me apoyaría. Por eso me atreví entonces a defender lo estatuido en todo lo referente al monumento del Almirante, no solo porque me gustaba como tal, sino también porque, al enterarse de los proyectos municipales, el pueblo entero había manifestado su callado desacuerdo llenando durante varias horas la Plaza de los Marinos Efesios; y no todos de una vez, claro, que no hubiesen cabido, sino grupo tras grupo, hombres, mujeres y niños, un verdadero plebiscito silencioso a lo largo de las horas de una tarde soleada, la misma en que se supo la noticia. A mí me lo había dicho Julia aquella misma mañana. Estaba arreglando la habitación de don Manolito, cuyo regreso de la aldea camino del seminario esperaba. Le pedí permiso para entrar y ver en la luna del armario si los flecos de mis pantalones, que acababa de recortar, se notaban mucho. Y se notaban, ¡ya lo creo! Como que Julia, inocentemente, me dijo que había que pensar en ir comprándome un traje. No me miraba, sino que alisaba el embozo bordado de la sábana, mientras yo permanecía como un tonto ante el espejo. Estaba abierto el mainel, el viento meneaba las cortinas, y la cabeza del Almirante, por encima de los magnolios, oteaba el horizonte más allá de la ría, y, seguramente, Más Allá de las Islas. Se me ocurrió decir: “El traje de ese, como es de bronce, no se gasta por los bajos”, lo cual es, evidentemente, una tontería, de esas que se dicen por decir algo. Julia, entonces, sin mirarme, me respondió: “¡Pues poco tiempo le queda al pobre!”, y empezó a contarme lo que había contado un cliente del bar, que lo sabía por referencia directa de un concejal o de un teniente de alcalde. “¡Es un amigo más que pierdo!”, suspiré, y ella: “¡No me dirá que habla con él por las noches, cuando le da por pasear por la plaza!”. “¿Me has visto alguna vez, Julia?” “¡Vaya! No digo todas, pero casi.” “Está feo espiar al prójimo, sobre todo cuando el prójimo soy yo.” “¡Bien sabe Dios que nunca lo hice por mal! Pero, ya sabe, cuando estoy aquí con Manolo, y él se me duerme, me gusta asomarme un poco; y muchas veces le vi a usted paseando, o quieto junto a los cañones, como si fuera a dispararlos.” “Es lo que debía hacer usted” —intervino entonces Bastidoff—; “dispararlos todos juntos, en batería, sobre esos tejados inmundos”. “Pero, querido amigo, ¿qué daño le hizo Castroforte del Baralla para desearle un fin así?” Julia seguía arreglando la cama, y ahora quitaba las arrugas de la colcha. “No crea, que yo también lo siento. Así como así, el Almirante Valentín sabe más que nadie de ciertas cosas mías”; y me contó que, cuando don Manolito la había derribado por vez primera comiéndosela a mordiscos, estaban abiertas las ventanas, como ahora, y se veía la cabeza del Almirante. “Pero desde la cama no puedes verla.” Julia pareció ruborizarse. “Es que no fue en la cama, ¿sabe?, sino en la alfombra. Me cogió como un bruto y me tiró ahí, y me dijo: “Te dolerá al principio, pero ya verás como luego te gusta”.” De modo que Julia participaba, en virtud de sus recuerdos, del general sentimiento por la supresión de la estatua, siempre tan sola y, sin embargo, querida. Bastideira, al enterarse, aseguró que se trataba de un acto flagrante de tiranía, y M. Bastide, que era una prueba de mal gusto urbano, porque la estatua tenía fuerza y movimiento y era enormemente decorativa. “En mi país, intervino Mr. Bastid, no hubieran podido hacerlo sin el consentimiento de todos los ciudadanos, aunque, en el caso de Ballantyne, a nadie se le hubiera pasado por la cabeza levantarla, porque era un enemigo de Inglaterra.” Él lo sabía, yo también, pero no creo que el Alcalde tuviera del Almirante y de su vida siquiera una idea vaga. Aquella tarde, en el colegio, en el café, la gente cuchicheaba, y de los cuchicheos, aquí y allá, salía repetido el nombre de Valentín, deformación local de Ballantyne. Parecía como si el pueblo, habitualmente dormido, se hubiera despertado a causa de la picadura de un mosquito, o de todo un enjambre de tábanos; y del nerviosismo o de la superioridad con que pasaban por la calle, se averiguaba inmediatamente si el transeúnte era nativo o godo. Los godos, aquella tarde, llevaban en la mirada resplandores de victoria, como si privar al pueblo de la estatua del Almirante equivaliese, más o menos, a ganar la batalla de Austerlitz. No sé por qué, yo, aun no siendo de Castroforte, sino de Soutelo de Montes, en la provincia de Pontevedra, me sentía también como un poco apabullado, como un poco despojado. Más exactamente como si don Celso Taladriz, el Director del Colegio Academia León XIII, donde yo trabajaba, me hubiera puesto el pie encima del cogote hasta la asfixia. Don Celso Taladriz, que tampoco era nativo, gustaba de polacadas como aquella para que resplandeciera su poder omnímodo sobre los profesores. Con cuánta frecuencia, mientras yo me retiraba con el rabo entre las piernas y buenas ganas de acogotarlo, me gritaba Bastidoff: “¡Ahora es el momento! ¡Clávale un puñal en la barriga y remeje bien la hoja, para que no le quede una tripa sana!”. Pero, sí, sí. La posición de Bastidoff era muy cómoda; ante todo porque, si era cierto, como decía, que todas las bombas regicidas de los últimos cincuenta años las había puesto él, había vencido ya esa dificultad, esa especie de muralla que hay que salvar para dar muerte a un hombre; y, en segundo lugar, porque sabía manejar el puñal, “el pulgar en la hoja y pinchar hacia arriba”, como él decía, y a mí me faltaba el más elemental entrenamiento. Por último, Bastidoff, pese a su brillante curriculum de pistolero, incendiario y terrorista (él decía que también había asaltado bancos, pero no se lo creíamos), nunca había estado en la cárcel; y a mí, al solo recuerdo de los tres años pasados en el Lazareto de San Simón, convertido en prisión provisional para condenados políticos en espera del salto en el vacío, se me ponían de punta los pelos de las piernas. De modo que todas esas circunstancias coincidían en impedirme, no solo asesinar a Taladriz, sino incluso pensar en el asesinato. Alguna vez, desvelado en mi bohardilla, desvelado por el frío y por el ruido de la lluvia en las tejas inmediatas, intenté imaginar su muerte a mano airada, sin que el protagonista fuese precisamente yo: pues ni así lograba pasar de los trámites preparatorios, como la adquisición del arma y la elección del momento favorable. Sin embargo, el día en que don Celso me echó de la Academia, ayudado por la oratoria de don Acisclo Azpilcueta y después de haberme puesto como un trapo, los hubiera matado a los dos de buena gana; pero ni un mal cortaplumas llevaba en el bolsillo, de modo que cogí mi sombrero y marché en silencio. La expulsión debía de haberla previsto desde el momento en que acepté dar clases particulares de Gramática a la señorita Vieites, de La Estrada, que vino a verme a casa del Espiritista y a pedirme por todos mis muertos que la preparase de análisis sintáctico, porque las oposiciones a Magisterio se echaban encima y ella no distinguía bien la subordinación consecutiva de la causal. Julia vino a avisarme de que una señorita me esperaba abajo, en el bar. “Tenga cuidado con ella, don Joseíño; me da en las narices que es una lagarta.” Y yo bajé prevenido. Pero la señorita Vieites era tan alta, y tenía unos pechos tan bien puestos, y me los enseñaba tanto, y me suplicaba con voz tan triste, que accedí a pesar de que nos estaba prohibido dar clases particulares sin permiso del Director y sin abonar a la caja del Colegio el cincuenta por ciento de lo contratado. Confieso que pensé hacerlo, pero desistí en seguida, porque la señorita Vieites y yo convinimos en que me pagaría por mi servicio mil quinientas pesetas, que era justamente lo que yo necesitaba para añadir una buena chuleta con sus patatas y su sangrante jugo a mi ración diaria, y restaurar así mis fuerzas decaídas. “Don Joseíño, no me haga el primo. Dígale que le pague por adelantado. Tiene dinero, bastante más que ese: yo se lo vi cuando adelantó a mi padre un mes entero de pensión.” Porque la señorita Vieites, para tenerme más a mano, se acomodó con el Espiritista y ocupó un cuarto vacío en el segundo piso, con ventana a la Rúa Sacra, y allí me esperaba a las nueve de la noche para escuchar mis explicaciones gramaticales y para hacerme sufrir, porque la condenada, por aquello de que era ya de noche y no pensaba salir después, me recibía siempre en bata, y muchas veces pude advertir que iba desnuda por debajo. Si yo fuera tan elegante como Mr. Bastid o tan fino y románticamente atractivo como Bastideira; tan buena facha como M. Bastide o tan imponente como Bastidoff, es casi seguro que la hubiera conquistado. Pero, con mi figura de rana enderezada, no podía ni atreverme a mirarla cuando, al moverse, dejaba al descubierto cualquiera de sus poderosas ratoneras. Muchas veces vengué en ella mi rabia de macho enrabiado llamándola burra (lo cual, en el fondo, no era más que una manifestación algo agresiva de mi sinceridad, ya que, si no burra, era bastante distraída, o, para ser más exacto, prestaba atención mayor a su postura, a la caída de sus cabellos o a la amplitud del escote que a mis explicaciones). La Gramática le importaba un rábano y, además, lo decía. “¿Piensa usted, señor Bastida, que si no fuera por las oposiciones, iba yo a perder el tiempo en escucharle a usted? ¡Hay más de siete que pagarían porque les escuchase!” Y la muy puta llegó a contarme que, en La Estrada, andaba con tres casados, y que los había encelado hasta hacerlos llegar a las manos, y que si no se mete el cura en el asunto, uno o dos hubieran muerto. “Y yo lo hubiera sentido, créame, porque con los tres lo pasaba muy bien, porque cada uno tenía su gracia y su manera de hacer las cosas, pero uno solo que me hubiese faltado estropearía el conjunto y haría inservibles a los otros dos.” Y decía todo esto mirándome como si yo fuese un escarabajo o algo todavía inferior, como si yo no estuviese sufriendo cada vez que, a causa de su distracción, se le salía un pecho de la bata. Ponía entonces carita de inocente, daba un gritito y se lo metía con la mano mientras chillaba: “¡No mire, no mire!”. Salvo una vez que, habiéndosele salido el izquierdo, sacó también el derecho —cosa de un instante nada más—, y, sin mirarme, dijo como para sí: “Después de todo, el pobre también tiene derecho a saber cómo son unas tetas”. Muchas humillaciones sufrí en mi vida, y las que me quedan, pero pocas como aquella: como que me aturulló de tal manera, que confundí un objeto directo con un predicado nominal. ¿Habrase visto vanidosa? ¡Pensar que un hombre bien pasado de la treintena, aunque fuese tan feo como yo, no había visto jamás unos pechos de mujer! La hubiera mandado a paseo en el mismo momento si no fuese por la esperanza de cobrar el dinero de las clases y abonarme a chuleta diaria al menos por un mes. Por cierto que a Julia debo el no haberme comprometido irremisiblemente; porque, en cuanto lo de la señorita Vieites y yo hubo quedado concertado, dije a Julia que comunicase a su padre lo de la chuleta extraordinaria, y Julia me dijo: “Don Joseíño, ya que no quiso cobrarle por adelantado, yo, en su caso, esperaría a tener los cuartos bien cogidos”. “Es una chica de dinero”, le respondí. “Sí, pero eso no quiere decir que sea buena pagadora.” “¿Y por qué piensas que puede dejarme el pufo?” “Pues por esa cara de bueno que usted tiene, ni más ni menos.” ¡Qué razón tenía Julia! Cuando la señorita Vieites tuvo el aprobado en la mano, se llevó sus cosas de la pensión y, si te he visto, no me acuerdo. Aunque no marchó sin una buena agarrada con Julia, que le arrebató la maleta de las manos y se negaba a dársela si no depositaba previamente las mil quinientas de la clase. Y la hubiera llevado a la Comisaría si no se mete el Espiritista y deja a la señorita Vieites marcharse en paz. Parece un contrasentido que el Espiritista, siempre quejoso de mi pobreza, no me hubiera ayudado en semejante ocasión, pero él tenía sus razones. El Espiritista me atribuía, desde el principio de nuestra amistad, grandes aptitudes mediúmnicas, y el Círculo al que pertenecía se hallaba descabalado desde que, al principio de la guerra, le habían dado el paseo al medium, que era excelente al parecer, y que nada más caer en trance lo mismo se incorporaba a Robespierre que al Moro Muza, si bien los componentes del Círculo prefiriesen, con mucho, al Revolucionario. “Usted, señor Bastida, debe de ser un gran medium”, me dijo una vez el Espiritista, y razonó su sospecha apoyándose en la escasez de materia física encerrada en mi cuerpo y en la extraordinaria potencia espiritual que revelaban mis ojos. Me había ofrecido muchas veces tenerme gratis en la posada si me prestaba a transmitir mensajes de los espíritus y a promocionar materializaciones y otras experiencias de parecida dificultad; pero yo nunca había aceptado, no solo porque quedaría bajo su dependencia, y no era precisamente un dictador paternalista, sino porque hubiera seguido dándome poco de comer, ya que la abundancia de condumio, decía, embotaría mis facultades. A pesar de todo, cuando Taladriz me puso en la calle, no tuve más remedio que cantar la palinodia y aceptar sus condiciones. Un sábado por la noche me llevó a una habitación del segundo piso donde había media docena de personas, que no pude reconocer a causa de la penumbra. Antes, me había aleccionado. Empezó la sesión. Invocaban a un tal Schmidt, que les había servido de intérprete con el espíritu de Goebbels, dócil siempre a las llamadas, pero incapaz de entender una jota de español. Al Espiritista, convencido de que el Führer no había muerto y de que estaba escondido en España, le preocupaba hasta la obsesión la idea de que apareciese un día por la puerta de su posada y se alojase en ella con nombre supuesto. “Porque, en tal caso, ¿cómo voy a denunciarlo a la Policía, sí la Policía estará completamente en el ajo? Y si escribo una carta a los Cuatro Grandes, lo más probable es que no llegue a su destino.” Solo Goebbels estaba, según él, en el secreto, y solo Schmidt podía servirnos de truchimán. En la oscuridad de la habitación, de cuando en cuando, dicho por este o por el otro, se oían voces como susurros: “¡Manifiéstate! ¡Si eres mujer, da un golpe; si eres hombre, dos!”. Pero no acudían más que kamarrupas y algún que otro residuo de tormenta que hacían temblar la mesa y levantar el cabello. Yo estaba sentado en un sillón antiguo bastante cómodo, y me entraba el sueño, pero no de la clase que ellos deseaban. Había, delante de mí, un montón de cuartillas y varios lápices. “Si fracaso, pensé, también este me pondrá en la calle. Y, en ese caso, ¿adónde iré?” Sin moverme, sin apenas respirar, con los ojos dulcemente cerrados y las manos distensas, mi cabeza buscaba solución. No me atrevía a incorporarme al tal Schmidt porque era persona conocida y podían advertir inmediatamente la superchería. Tenía que inventar algo que me permitiese moverme en terreno sólido. Y, de pronto, lo inventé. Seguían rogando al espíritu rebelde que se manifestase, cuando mi mano cayó encima de los lápices y, como autónoma del cuerpo, empezó a escribir. Inmediatamente cesaron las invocaciones; se dieron codazos de aviso, y algún índice resuelto entró en el escaso círculo de luz que daba un farol velado, y me apuntó. No se movieron. Yo estaba como muerto, pero mi mano, con vida propia, trazaba en las cuartillas, con letra grande y rápida, palabras y más palabras. Hasta que, con una convulsión de los dedos, dejé caer el lápiz, y el brazo y la mano quedaron colgando fuera de la mesa, como muertos. Hubo una conmoción. Encendieron las luces, y el Espiritista, al verme como desmayado, trajo un vaso de agua, que ni siquiera fresca estaba. Me golpearon las mejillas, me humedecieron las sienes, me sacudieron los hombros, hasta que, harto del vapuleo, decidí despertarme. Se trató entonces de dar lectura al mensaje. Lo intentaron sin lograrlo, porque estaba en lengua extraña. “A ver si usted lo entiende…” Lo examiné, con mucho y desmayado teatro. “Está en latín.” “¿En latín? ¿Habla latín Schmidt? ¿O será Goebbels directamente? Goebbels era un hombre culto. Etc., etc.” “A ver sí puede leerlo.” Claro que podía y lo hice. “Ego, Hieronimus Veremundi, aepiscopus sedis tudensis…” “Es del Obispo Bermúdez”, les expliqué. “¿Del Obispo Bermúdez?” “Sí, del Obispo Bermúdez.” “Pero nosotros no habíamos llamado al Obispo Bermúdez, sino a un tal Ernst Schmidt.” “Sí, pero vino el Obispo Bermúdez.” “¿Y por qué habrá venido?” “Quizá porque pasaba por ahí. Hice mal en no preguntárselo, pero, como esta es la primera vez…” “¿Y qué dice en el mensaje?” Lo releí, y empecé a traducirlo. Era un fragmento de Cicerón dolorosamente recordado, y ni por los pelos podía relacionarse con el caso del Führer ni con el propio Obispo; pero ellos lo escucharon en silencio, lo interpretaron a su modo, trabajosamente, y acordaron hacer constar en acta que el Obispo, indignado por el ultraje que se intentaba inferir a la estatua del Almirante Ballantyne, había acudido para manifestar su protesta. Lo difícil era que la protesta del obispo pudiera unirse a la del pueblo amordazado, al pueblo sin libertad para gritar su opinión ante la incalificable polacada del señor Irureta, funcionario de Hacienda y alcalde de la ciudad, godo recalcitrante aunque casado en segundas nupcias con una nativa de familia intachable. Cuando el señor Parapouco Belalúa, director de La Voz de Castroforte, me dejó recado en el café para que fuese a verle aquella misma noche a la redacción del diario, una de las cosas que me dijo el camarero, mientras yo tomaba mi café, fue que la señora del alcalde pertenecía a una familia nativa, aunque bendañista en los tiempos en que la ciudad se dividía en bandos y los barallobristas reclamaban para sí, por derecho de tradición, todos los honores y todos los deberes de la más acendrada ciudadanía, no con exclusión de los bendañistas, pero sí con cierto desdén hacia ellos, partidarios, al fin y al cabo, de una familia que había servido siempre a los arzobispos de Villasanta de la Estrella y de cuyas últimas intenciones cabía siempre sospechar. Por cierto que el alcalde, en un discurso memorable, había sancionado la venturosa desaparición de los bandos y la unidad actual del pueblo, integrado por fin en la superior unidad del país; pero esto era cierto solo a medias, y no por las razones aducidas con oratoria de alcalde por el señor Irureta, que también tenía calva de alcalde, panza de alcalde, prosopopeya de alcalde y que probablemente era ya alcalde en el vientre de su madre. Me lo decía Pepe, el camarero, después de preguntarme si quería otro café y de haberle respondido que no, que a lo mejor me invitaban en el periódico, y que, con tres cafés al coleto, no había después dios que durmiera tranquilo: “Si todos en el pueblo somos ahora bendañistas, no fue porque hayan ganado quienes ganaron, sino por aquella sucia traición del señor Barallobre y por haberse portado el señor Bendaña como nadie hubiera esperado. ¡Ahí lo tiene usted, triunfando en Norteamérica y dejando bien plantado el pabellón de Castroforte del Baralla! Oí decir que le darán el Premio Nobel”. ¡Cómo me dolía cada vez que oía llamar traidor a Barallobre! Me lo notó en seguida Belalúa, al referirse a él, aquella misma noche, sin nombrarlo, sino llamándole a veces “El Viejo de la Montaña” y, a veces, “El Traidor”. “Confieso que le admiro, ¿qué quiere usted? Mi fuerte es la gramática, y el señor Barallobre sabe más gramática que nadie, sabe gramática como si la hubiera inventado. Como que le publican artículos en revistas extranjeras.” Belalúa pareció entristecerse. “Sí, es cierto. Fue nuestro orgullo durante muchos años, según he oído contar a mi padre, que yo ya no cogí esos tiempos. Pero ¿no le hubiera sido mejor saber un poco menos y ser un poco más leal?” Yo le pregunté en qué había consistido su traición. “¿Es que usted no lo sabe?” “No. Nadie me lo explicó a las claras.” El señor Belalúa pareció entristecerse todavía más. “A ciencia cierta, solo conocen la historia unos cuantos ancianos, los que pudiéramos llamar supervivientes. Pero, por lo que pude colegir, el «Viejo de la Montaña» tenía que haber ido al Mendo con los demás, y compró la vida con dinero.” Reconocí que, aunque explicable, era una clase de traición bastante grave, pero cuyas consecuencias afectaban solo a los nativos, porque yo, natural de Soutelo de Montes, en la provincia de Pontevedra, no tenía por qué sentirme entristecido por aquel comportamiento, tan lamentable, del señor Barallobre, y, así, mi alma sin trabas podía libremente admirarlo a causa de su sabiduría. Entonces fue cuando Parapouco Belalúa (cuyo verdadero nombre era el de Pepe Rey) me explicó la necesidad en que se veía de solicitar mi ayuda, o, más bien, la de mis conocimientos del pasado local, a causa de un artículo que quería publicar a la mañana siguiente, un artículo oponiéndose a la decisión de un municipio que no representaba la voluntad popular, y cuya enérgica tesis podía resumirse en estas palabras: “Si bien es cierto que los pueblos opresores han impuesto siempre sus dioses a los pueblos oprimidos, no lo es menos el que, cuando el oprimido es de superior cultura que el opresor, la sustitución de los dioses no ha podido llevarse a cabo sin violencia, y no se recuerda que haya terminado con éxito, sino que en cualquier caso se ha llegado, o a una adopción de los dioses locales por el invasor, o, todo lo más, a un sincretismo pacífico”, por lo cual pedía que la estatua del Almirante permaneciese en su lugar acostumbrado al menos mientras el bronce de que estaba hecha resistiera la tenaz, lenta e implacable acción corrosiva del viento y de la lluvia: “Unos mil años, más o menos, ¿no le parece?”. Como tiempo de duración resultaba razonable y así se lo manifesté. Y él me explicó que elegía aquella cifra redonda porque no creía que el recuerdo del Almirante fuese a mantenerse mucho más. “Sobre todo, si tenemos en cuenta que cada milenio se produce en Europa una conmoción histórica con tendencia visible al borrón y cuenta nueva.” Le dije que compartía su opinión, aunque, bien mirado, como ahora los tiempos iban más de prisa, era posible que la conmoción aconteciese un poco antes, e incluso estuviese ya en marcha, sin dejar, sin embargo, de tener en cuenta que, como los medios de que ahora disponemos permiten perpetuar los recuerdos durante siglos incalculables, era también posible que la conmoción se retrasase algún milenio más. Nada de lo cual, sin embargo, tenía mucho que ver, al menos directamente, con la cuestión de la estatua, menos aún con el artículo que Belalúa había ya esbozado, o más bien garrapateado, en unas cuartillas de papel malo y a falta de datos históricos concretos. Me contó que se había puesto de acuerdo con el secretario particular del Poncio, hombre de buen gusto en materia de arte y de mujeres, compañero suyo de cuchipandas secretas y con aficiones históricas reconocidas, como que había publicado un artículo acerca de las corridas de toros en tiempos de Fernando VII que le había valido muchos elogios: convinieron por teléfono que el dicho secretario particular hablase con el jefe de la censura, aficionado también a la fiesta taurina y a las francachelas sin ruido, para que dejara pasar el artículo siempre que este fuese redactado en términos respetuosos para la autoridad constituida, “…aunque no constituyente”, añadió Belalúa en voz baja y apicarada, mientras me guiñaba un ojo. “Y lo que ahora quiero consultar con usted es algo referente a la vida del Almirante.” “Pero ¿no se lo enseñan a los niños de las escuelas?” “Eso era antes. Ahora, se les oculta cuidadosamente.” Yo iba a responderle, pero él me mandó callar con un movimiento brusco de la mano, bajó la voz y me dijo: “Usted, como no es de aquí, no sabe hasta qué punto han cambiado las cosas, o, más bien, hasta qué punto se han agravado. Yo, como todos los que teníamos quince años cuando empezó la cosa, ignoro la mayor parte de lo que al pasado se refiere. Pero sé vagamente que algo sucedió, no solo con el Almirante, sino con los demás. (Se refería, como comprendí en seguida, al Obispo Bermúdez, al Canónigo Balseyro y al Vate Barrantes.) Por eso le he llamado a usted. De usted se dice que, como no tiene novia, dedica su tiempo libre a hurgar en los archivos, y que lo ha averiguado todo”. “Hasta cierto momento, le respondí; porque, a partir de la Restauración, en los archivos hay muy poco, y en la colección de su periódico, que tengo bien papeleteada, no mucho más.” “Entonces, no sabrá lo que pasa con la ciudad.” “Lo que pasó, lo conozco, más o menos. Lo que pasa, desde luego, no.” “Acérquese.” Agarró el brazo del sillón en que me hallaba hundido, y tiró de él hacia sí. “Yo tengo una teoría… Fíjese bien: una teoría que no puedo demostrar, pero por cuya veracidad me dejaría cortar el brazo. La tengo y me la callo, como puede suponer. Es usted la primera persona a quien se la cuento, si me da palabra de olvidarla inmediatamente.” “Téngalo por seguro.” “Le exijo, fíjese bien, no el secreto, sino el olvido, porque usted, dada su condición de persona sospechosa…” “¿Se refiere a la policía?” “No la nombre, por favor.” “La policía y yo nos llevamos muy bien. Cada vez que voy a presentarme, el Comisario me dice: «Pero hombre, Bastida, ¿de dónde habrán sacado en Madrid que es usted peligroso?» Y yo le respondo siempre: «Eso es lo que me gustaría saber, señor Comisario»”. “Pues imagine, dijo Belalúa, que un día no tienen otra cosa que hacer y se les ocurre aplicarle el tercer, grado.” “No pasaría del segundo”, le respondí con melancólica seguridad. “Pues bien —Belalúa aprovechó el momento para ofrecerme un pitillo—, a los niños de las escuelas, y usted lo sabe mejor que yo, porque da clases en una academia, se les enseña, aquí, que hay cinco provincias gallegas, y que Castroforte del Baralla es capital de la quinta; pero, fuera de aquí, las provincias son solo cuatro, y Castroforte no figura en los mapas.” “De eso ya me había dado cuenta, pero siempre lo creí error u olvido de los cartógrafos.” “¡Error u olvido por decreto-ley, amigo mío, un decreto-ley que viene reiterando calladamente su vigencia desde la Restauración, y gracias al cual se mantiene con nosotros una situación tan original como increíble!” “Las cosas de Castroforte siempre lo fueron.” “Pero esta se pasa de la raya. Se trata ni más ni menos que de mantener en secreto nuestra existencia. Si usted, por ejemplo, va de Vigo a Santiago, verá que las carreteras que parten de la general están convenientemente rotuladas: «A la Estrada», «A Villagarcía», «A Cambados». Pero no hay ningún ramal que diga: «A Castroforte del Baralla», aunque nuestra carretera parta también de la general. No hay más que un número, que tampoco figura en los mapas de carreteras y cuya clave solo tiene el Registro central… y nosotros, cuando vamos o venimos. Pero aún hay más todavía. En Castroforte tenemos todas las oficinas que tienen las capitales de provincia. Pues bien: todos los funcionarios, hasta el bedel del Instituto, que es de Cuenca, pertenecen a la Policía.” Me quedé de una pieza. “¿Está usted seguro?” “Ya le dije que me dejaría cortar el brazo derecho.” “¡Pero, entonces…!” “No solo ellos, sino también los directores de los bancos, el Jefe y los Oficiales de Correos y Telégrafos. Son policías juramentados. No me sorprendería nada que perteneciesen a un Cuerpo especial, seleccionado entre los de más confianza. Y esto no es nuevo. Esto viene sucediendo desde el tiempo de Cánovas. ¿No oyó usted nunca el chiste de que Cuenca la había inventado Cánovas en el papel para disponer de una provincia más para sus combinaciones? Pues lo que ese chiste oculta es que Cánovas inventó una provincia menos y suprimió de golpe de la conciencia nacional la existencia de Castroforte del Baralla. Yo, que he estado en varios congresos de periodistas, cuando me preguntan que de dónde soy y respondo que de Castroforte del Baralla, ponen cara de extrañeza, y sí les añado que es una capital de provincia como La Coruña o Ciudad Real, me dicen que si pretendo tomarles el pelo. Todas las veces que asistí a esos congresos, y en virtud de un error que jamás conseguí subsanar, mis credenciales estaban extendidas a nombre del director de La Voz de Monforte de Lemos, periódico que no existe.” El señor Belalúa creó entonces, en su despacho, ese silencio que sigue a las declaraciones trascendentales, si bien no fuese un silencio perfecto, porque, lejano y apagado, se oía el rumor de las linotipias. Me era muy conocido, de todas las veces que, con permiso de alguien ignorado, me encerraba en la biblioteca y estudiaba, uno a uno, los números de la colección del periódico, en cuya cabecera campeaba todavía el lema “Decano de la prensa de Galicia”. Al principio me había costado trabajo y horas de espera conseguir la autorización necesaria, pero, después, el portero ya me dejaba pasar, e incluso me daba la llave y me decía: “Abra usted mismo, señor Bastida. Usted es como de la casa”. Y llegó a ofrecerme pitillos, y a contarme lo mal que lo pasaba su mujer, aquejada de bronquitis crónica. “Le aseguro que hay noches en que llego a casa y me la encuentro sin respiración, y más negra la cara que el culo de una vieja, con perdón.” En la biblioteca solían visitarme algunos de mis interlocutores habituales, si no los cuatro juntos, y fue precisamente allí donde por primera vez se comportaron de modo sospechoso e incluso sorprendente. Por lo pronto, el francés mostró deseos de conocer los canards relativos a La Comuna que don Torcuato del Río había redactado y publicado sistemáticamente: aquellos despachos fechados en París por los que los lectores de Castroforte estuvieron minuciosamente informados de la sublevación de los burgueses contra el proletariado, de las heroicas, legendarias barricadas, y de la masacre final de tenderos, abogados y agentes de Bolsa por las balas implacables de los trabajadores. Los volúmenes de aquella época estaban en lo alto del anaquel. Le indiqué cuáles eran y me desentendí de lo que hacía; pues cuando se me ocurrió levantar la mirada, vi que se había encaramado a lo más alto, sí, pero sin que sus pies pareciesen necesitar el apoyo de una mínima escalera. Me quedé pálido, me levanté, y a Bastidoff, que estaba cerca y me miraba, le hice señal, y, entonces, los ojos del ruso se salieron de su cara y, lentamente, sin dejar de mirarme, fueron a instalarse debajo de las cejas de Mr. Bastid, cuyo frío e inexpresivo rostro se transformó en aquel momento en una cara de expresión tan apasionada que daba risa, aunque no a mí, más bien muerto de miedo. Pero la cosa no acabó en esa metamorfosis por emigración, sino que Bastideira, que recitaba a media voz su poema a la libertad de los pueblos ibéricos, lo estaba haciendo, no con la voz acostumbrada de don Annibal Mario MacDonald de Torres Gago Coutinho Pinto da Cámara da Rainha, que ya era la suya, sino con la del ruso, de modo que sus endecasílabos no sonaban como un violoncello triste, sino como toda una orquesta en que el metal resoplase de modo desconcertado y rabioso. La gravedad de la situación se impuso a mi conciencia. Superé el miedo que me causaban aquellas bromas y les dije: “Caballeros, les suplico que se comporten con corrección, y, sobre todo, con prudencia. Si entra alguien y les sorprende de esa manera, lo más seguro es que no me dejen volver a la biblioteca”. Ellos me miraron y, sin decir nada, salieron. El silencio, entonces, estaba rodeado, allá a lo lejos, por el rumor de las linotipias. Dos silencios idénticos, si bien los ojos de Belalúa permanecían en su lugar acostumbrado, bien protegidos por sus gafas y clavados en los míos. “Le sorprende lo que le digo, ¿verdad?” “Es sorprendente, y le da miedo a cualquiera.” “Miedo. Esa es la palabra. Afortunadamente, nadie lo sabe en nuestra ciudad. Si no, andaríamos todos por la calle como alucinados.” “O no saldríamos de casa.” “Pues también es posible. Pero ¿qué iba a ser de nosotros si diéramos en encerrarnos? La vida sigue, hay que trabajar para vivir…” “¡Y que lo diga!” “Pues con estos antecedentes, no le extrañará que, antes de mandar este artículo a la censura, incluso antes de escribirlo, tome mis precauciones. Por ejemplo…—y cogió las cuartillas de donde estaban—, por ejemplo, aquí digo que el Almirante Ballantyne era un marino inglés que ayudó en la defensa de la ciudad contra las tropas de Napoleón. Es así, ¿verdad?” Me encogí en el sillón, asombrado. “Todo lo contrario, señor. El Almirante Ballantyne era un irlandés al servicio de Napoleón que ayudó a defender la ciudad contra el Batallón de estudiantes de Villasanta de la Estrella, que acababan de vencer a los franceses en Puentesampayo, y venían contra Castroforte borrachos de la victoria.” “Pero ¡eso no es posible!” “Como lo oye. Castroforte fue una ciudad afrancesada y partidaria de Pepe Botella.” Belalúa remiró las cuartillas y, de pronto, las apretujó violentamente. “¡Al carajo mi razonamiento! ¡Si los godos se enteran de esto, no solo retiran la estatua del Almirante, sino que la mandan fundir!” “Es lo más probable.” “Entonces, ¿tenemos que resignarnos a que hagan lo que se proponen? Porque, amigo mío, lo de la estatua, con ser grave, no es más que el comienzo de algo todavía peor. Nuestra destrucción, es decir, la de la ciudad. Y no porque piensen arrasarla y sembrarla de sal, sino porque la privarán de lo mejor que tiene, de lo más característico, de lo que nos da personalidad: la ciudad vieja. Yo sé que el alcalde acaricia la idea de demolerla y de sustituir las casas antiguas por edificios de apartamentos.” “¿También la Colegiata?” “¡Quién sabe! Esos bárbaros no se arredran por colegiata más o menos.” “Pero la Colegiata es monumento nacional.” Belalúa me miró con sorpresa. “¿Está usted seguro?” “El decreto es de 1866. Resultó de una campaña muy violenta de La Tabla Redonda.” Belalúa abrió los ojos una cuarta. “¿La Tabla Redonda?” “Bueno. Supongo que sabrá lo que era.” Se sintió un poco avergonzado. “Sí, sí, claro, pero no muy bien. Ya le dije antes que esas cosas no las saben más que los viejos, pero no quieren contarlas.” “Pero ¿por qué?” “Por miedo, naturalmente. Todos los de La Tabla Redonda murieron ahogados.” “Todos, no. Don Jacinto Barallobre está todavía vivo, y de don Carmelo Taboada, aunque no se volvió a tener noticias, consta que se le juzgó en rebeldía.” El señor Belalúa apartó su asiento del mío y lo dejó encajado en la mesa metálica de que se servía. Las cuartillas con el esbozo del artículo quedaron, arrugadas, encima. “¡Pues sí que los argumentos de mi artículo van a conmover a las autoridades!” “Le queda a usted uno bastante bueno. ¿No sabe que don Miguel de Unamuno estuvo en la ciudad a principio de siglo?” “¡No irá usted a decirme que habla de ella en sus libros de viajes!” Le resplandecía de esperanza la mirada. “Por supuesto que sí. Pero, además, se le hizo una larga entrevista que fue publicada en La Voz de Castroforte. Si no recuerdo mal, menciona en ella, muy elogiosamente, la Plaza de los Marinos Efesios.” Belalúa dio un salto en el asiento. “¡Búsquemela inmediatamente! Si es como dice, estamos salvados. Aunque…” “¿Tampoco le sirve el argumento?” “Depende. Como usted sabe, de vez en cuando los curas de Madrid y los frailes de Salamanca se meten con Unamuno. Y no recuerdo cuándo fue el último ataque.” “Yo, tampoco.” “Sin embargo, es nuestra tabla de salvación. Búsqueme esa entrevista.” Hubiera podido hacerlo con los ojos cerrados: así conocía yo la colección de La Voz de Castroforte. Pero me gustaba la biblioteca del periódico, siempre silenciosa; cerrada y, sin embargo, con olor a tinta de imprenta que, no sé por qué, fue de mi agrado desde la primera vez que mis narices lo cataron, aunque no tanto como el pachulí con que Julia se perfumaba los sábados, cuando esperaba a su seminarista: una fragancia suave y delicada que parecía desprenderse de su piel como propia emanación. Lo descubrí un día en que Julia advirtió que en la punta de mis narices —decir punta es una inexactitud, porque son romas—, crecían pelitos como maleza en un jardín. “¡Se los quito, don Joseíño, se los quito!” Y fue a su cuarto y trajo de él unas pinzas. “A ver, estése quieto y no se queje. Le dolerá un poquito, pero quedará más guapo.” Yo estaba sentado en el borde de la cama, y ella, inclinada, empezó a dar tironcitos, y estaba tan cerca de mí que nada más sentir el primer dolor me llegó el perfume de sus brazos; tan atractivo, que no me enteré de que mis narices habían quedado mondas, aunque sembradas de orificios grandes como esos conos que abre la artillería en los sembrados. Se marchó porque su padre la llamaba, pero quedó en mi buhardilla, bajo las tejas desnudas, aquel olor, y permaneció allí todo el tiempo que mis interlocutores se divirtieron jugando a intercambiar sus ojos, sus voces y otros adminículos más o menos caracterizadores. Yo creo que lo hacían para demostrar lo equivocado que yo estaba al decir —como una vez les había dicho— que carecían de verdadera personalidad humana; que no eran más que “caracteres sostenidos”, por no decir abstracciones, y que estaban prisioneros de aquella manera de ser, de modo que Bastidoff no podía hablar más que de bombas y atentados; Bastideira, recitar versos y quejarse e amores imposibles; M. Bastide, hacer citas de los lingüistas más famosos y repetir sus lecciones en la Sorbona, y, Mr. Bastid, jugar al conformismo cínico y escandalizar a Bastidoff con la afirmación de que, en el Golfo de Bengala, varios miles de indios trabajan hasta morirse para que él pueda darse la gran vida. Su propósito quedó claro en aquella ocasión en que M. Bastide, con voz de Bastidoff y vocabulario de Bastideira, me contó una aventura galante de Mr. Bastid: querían aparecer ante mí como hipostasis del mismo ser, generalmente autónomas, pero capaces, si se terciaba, de reintegrarse a la unidad originaria, aunque con el propósito de que yo viera que se trataba de una multiplicidad. Todo lo cual me admiraba bastante y me traía desconcertado, como un rompecabezas cuyas piezas se uniesen o separasen por su cuenta y riesgo, hasta la noche aquella en que mientras me fingía en trance y estrujaba el cerebro para inventar un mensaje que contentara, o quizá que asombrara, de ser posible, a los del Círculo Espiritista y Teosófico de Castroforte del Baralla, actualmente en clandestinidad —el padre de Julia y siete amigotes más—, se me abrió de pronto el fondo de la conciencia, o, mejor, se perforó como la hoja de lata de un rallador, o acaso lo estuviese ya hacía mucho tiempo sin que yo lo advirtiera, más o menos como me sucedía con los calcetines, y por los mil agujeros entraron mil luces de otro mundo al que me asomé con terror y entusiasmo y de cuya apasionante pululación quedé asombrado. Cuando se lo describí a mis interlocutores, quedaron como resentidos. “¿Es que vas a renunciar ya a nosotros?”, me preguntó Bastideira, y yo les dije que no, y que si llegaba a familiarizarme con los mil agujeros y con lo que pasaba detrás de ellos, en aquel país iluminado cuyas luces percibía, se lo relataría ce por be y juntos intentaríamos comprenderlo. Pero aquellas viruelas de luz que me habían salido en el alma iban a dar más juego de lo que yo mismo hubiera esperado, un juego tan dramático al menos como el que la alcaldada del señor Irureta había puesto en marcha entre los nativos de Castroforte, y, de rechazo, entre los galios —yo me cuento entre ellos— y entre los mismos godos. Sobrevino en forma de repentina revelación, cuando, con el pesado volumen encuadernado de La Voz de Castroforte, segundo trimestre del año 1900, cogido con ambas manos, me dirigía al despacho de Belalúa, por mal nombre “Rascaconas”. Lo encontré con la segunda redacción del artículo iniciada. Al verme llegar, abandonó la pluma. “¿Lo encontró?” “Naturalmente.” “¿Y qué dice?” “Véalo usted mismo.” Le señalé un pasaje de la entrevista en la que Unamuno afirmaba textualmente que la Plaza de los Marinos Efesios contaba entre las más bellas de España, y que, para él, significaba nada menos que la confrontación del más exaltado romanticismo con el más exigente rigor: “Es regularmente cuadrada y, en tres de sus lados, edificios de la misma altura abren sus ventanas, ni tan iguales que resulten monótonas, ni tan desequilibradamente colocadas que parezcan anárquicas. Los magnolios, tres filas de magnolios alrededor…” Belalúa no escuchó más: derribó el tintero y, con las manos manchadas de violeta, pidió comunicación con el secretario particular del Poncio. “¡Oiga, escuche a ver qué le parece esto!”, y le leyó las palabras de Unamuno. A juzgar por la media conversación que siguió, al secretario le convencía el texto, mas no el autor, y sugirió que se atribuyese la entrevista a don Ramiro de Maeztu, por ejemplo, por ser persona de reputación más intachable. “Pero, hombre, ¡si Maeztu no estuvo nunca en Castroforte!” “Y eso, ¿qué importa?”, debió de decirle el secretario, porque Belalúa comenzó a asentir, y el artículo salió al día siguiente con la atribución a Maeztu de las frases de Unamuno. Pero esto no quiere decir que su redacción hubiera sido fácil. Comenzaba la primera versión con esta frase, que Belalúa calificó de lapidaria: “Solo los nacidos en Castroforte del Baralla entendemos y amamos la ciudad, y solo este amor, cargado de entendimiento y lucidez, nos facilita su conocimiento y valoración”. La frase debía de llevar gatos en la barriga, porque únicamente después de seis viajes de ida y vuelta que el artículo hizo, a lo largo de aquella noche febril, pudimos entre todos lograr el texto en su forma definitiva, por supuesto, sin gatos: “Conocidos son los desvelos del señor Alcalde por nuestro pueblo, y la elevada estimación, de la que ha dado repetidas muestras, en que tiene sus tradiciones, sus costumbres y su valor artístico”. Después de lo cual se analizaban las declaraciones que don Ramiro de Maeztu había hecho durante un viaje de propaganda en tiempos de la Dictadura, y se recordaba que la Cibidá, que es como llamamos aquí a la Ciudad Vieja, había sido declarada Recinto Monumental por un Decreto de 1864 y que, por tanto, cualquier modificación que se llevase a cabo requería el previo visto bueno del Ministerio de Instrucción. Que, a pesar de tanta coba, el artículo haya reventado al Alcalde, solo prueba que el señor Irureta era de natural testarudo y picajoso. “Pues, o poco he de poder, o les dejaré sin estatua”, dicen que dijo; pero, para evitarlo, ya nosotros habíamos tomado algunas precauciones. Sería como la una de la mañana, y el artículo iba ya por su tercera versión, cuando aparecieron, convocados por Belalúa, don Argimiro Reboiras y don Celso Painceira, los concejales que habían votado en contra del Alcalde, quizá por ser los únicos nativos de toda la Corporación. Los habían nombrado, primero, porque no estaba bien que absolutamente todos sus componentes fuesen godos (y pertenecientes al Cuerpo Especial de Policía, de ser cierta la tesis de Belalúa) y, cuando los asuntos a tratar eran de poca monta, sus compañeros solían escucharles y aprobar su consejo; luego, porque eran dos caballeros jóvenes y emprendedores, alma de la Comisión de Festejos; en último lugar, porque su condición de excombatientes les hacía merecedores de confianza. Venían acompañados, respectivamente, de su padre y de su suegro: don Perfecto Reboiras, llamado también “La Tumba”, porque cuando se le preguntaba por algo anterior a la guerra o perteneciente a los primeros tiempos de ella, solía responder: “Soy una tumba”, y don Arsenio Peleteiro, último gran representante del clan de los Peleteiros, famoso por el gran número de bastardos de que había dotado a Castroforte, hasta el punto de que poca gente podía decir con veracidad que no era hijo, nieto o biznieto de algún Peleteiro. Se contaban al menos tres dinastías legítimas, de las que partían, identificables o no, innumerables ramas espúreas, cruzadas igualmente entre sí hasta el enmarañamiento, es decir, hasta el incesto: que hermanos se habían casado entre sí lo sabía todo el mundo, no solo primos y tíos carnales, de modo que los hechos consumados habían creado en las conciencias una tolerancia tácita para los enlaces consanguíneos, fueran o no legalizados y santificados. Don Perfecto Reboiras, hijo único de hijo único, y padre de un hijo único, aunque tonto, era propietario de un loro y de una botica, que le venían, por parte de su madre, de la familia Montenegro. La botica había sido fundada en 1849, y, entonces, el loro ya estaba allí y ya era viejo. Sobre la ancianidad del loro corrían varias leyendas. El loro, a veces, sobre todo en las noches oscuras del estío, dejaba escapar frases en gallego medieval, frases guerreras de aliento, órdenes de ataque y de defensa; otras veces se dirigía a personas desconocidas u olvidadas: las llamaba por su nombre y les preguntaba por su salud y por su fortuna. Se decía que la inmensa memoria del loro de Reboiras había almacenado los recuerdos de la ciudad desde su fundación, y que no era imposible, teóricamente al menos, conseguir que los recitase todos, a condición de encontrar la palabra capaz de suscitarlos. Se decía también que el loro de Clotilde Barallobre, que hablaba en latín y al que llamaba su dueña Obispo y don Jerónimo indistintamente, no era más que copia sin valor, verdadero pastiche del de Reboiras. El cual se columpiaba en su percha junto a la jamba de la puerta los días de sol, o en su rincón de la tienda los de lluvia, y avisaba a su amo: “Perfecto, tienes clientes”, o bien, cuando a las chicas del Pasaje de la Violada les tocaba inyectarse su Neosalvarsán primaveral, gritaba: “Perfecto, las putas”, y, si hacía sol, les decía chicoleos, y, si viento, las insultaba. Durante los primeros tiempos de la guerra se había pensado seriamente en dar al loro el paseo, porque, durante los desfiles, cantaba los himnos con voz potente, aunque no exenta de cachondeo; pero, cuando lo fueron a buscar, el loro había volado a los tejados y aunque le dispararon y llegaron a creer que lo habían matado, no se encontró su cuerpo, y el loro reapareció cuando las cosas perdieron virulencia. Desde entonces, su voz se hizo más comedida, y anunciaba por ejemplo: “Perfecto, un caballero de uniforme oscuro, con cierto sabor italiano, viene a comprar bicarbonato”, y, a continuación, se balanceaba en el columpio y salmodiaba: “El miedo es libre, el miedo es libre”. Yo no se lo escuché nunca, y, a lo mejor, nada de esto es verdad, pero, en cuanto a lo del miedo, estoy de acuerdo. Don Arsenio Peleteiro también sabía cosas y, como don Perfecto y su loro, se las callaba, aunque no hubiera por ello merecido mote alguno. Solo la gravedad de la situación justificaba que hubieran comparecido, uno y otro, en La Voz de Castroforte, dispuestos según todos los indicios a la confidencia histórica. Pero lo que les sacamos en limpio aquella noche fue, primero, que el loro de don Perfecto se sabía de memoria el discurso que don Emilio Salgueiro, último “Rey Artús” de la última Tabla Redonda, había inútilmente intentado pronunciar ante el tribunal que iba a condenarlo: se le acusaba, y era cierto, de haber puesto a don Manuel Azaña, presidente de la República, un telegrama en términos inconcebibles y, por supuesto, delictivos: “Castroforte del Baralla indiferente ante situación y posibles consecuencias Stop Acabamos de proclamar ciudad Cantón independiente título de República Stop Envíe plenipotenciarios para negociar condiciones federación Stop Salúdale… etc.”. Contándolo, a don Perfecto Reboiras se le salían las lágrimas. “Ya no me acuerdo cómo llegaron a mis manos aquellos papeles, quizás por el pánico pasado mientras los tuve en mi poder. Los leí con entusiasmo y rabia, pero eso no me impedía comprender que, conservarlos, resultaba peligroso para la salud en unos tiempos en que los registros, seguidos de detención, estaban a la orden del día. Destruirlos, sin embargo, hubiera sido criminal, pues, aparte su valor histórico y patético el discurso de mi viejo amigo Salgueiro es una pieza oratoria comparable solo a las de Salmerón. Cada noche lo escondía en lugar distinto, ninguno me parecía seguro, y pasaba un miedo cerval. Hasta que, por fin, se me ocurrió que si el loro lo aprendía de memoria, podría después destruir el texto escrito. Era una gran idea, pero no fácil de llevar a cabo. Había que evitar que el loro, después de aprenderse el texto, lo recitase por su cuenta o sin venir a cuento. Muchas vueltas le di en la cabeza a la cuestión, hasta que decidí enseñárselo al mismo tiempo que una música cualquiera, de modo que, al oírla, y solo al oírla, lo repitiese. Así lo hice. Ahora, no hay más que poner en el gramófono la Marcha Turca de Mozart, y el loro comienza la perorata, y como yo, al leérselo, imitaba a Castelar, pues resulta una pieza de gran valor histórico.” Todos admitimos que había sido una idea muy ingeniosa, por lo que fue felicitado, y el señor Reboiras, propicio aquella noche a la confesión intermitente, nos contó que le había costado verdadero trabajo y muchas noches en vela, él leyendo el discurso y el gramófono tocando a Mozart, porque, al principio, el loro se aprendía la música, y la silbaba. “Lo malo fue un día de desfile, que les dio a los de la banda militar por tocar la Marcha Turca mientras los soldados pasaban. Solíamos, el loro y yo, presenciarlo desde la puerta, y lo más que hacía el loro era repetir lo que había oído una vez a una gitana en ocasión semejante: «¡Míralos qué guapos van! ¡Y todos con sus pollicas!» Pero, aquella vez, la banda se instaló delante de mi farmacia, en la acera de enfrente, y nada más empezar la música, comenzó el loro la declamación: «Señores del Jurado, a quienes únicamente de manera aproximada y metafórica puedo llamar mis Jueces: ¿están seguras Sus Señorías de que este acto, y ustedes mismos, y yo, tenemos existencia real? Nos encontramos, según parece, en Castroforte del Baralla, capital de la provincia de su nombre. Pero ¿existe esta ciudad? A mano tendrán ustedes un mapa del País. Háganlo examinar por un perito cartógrafo, examínenlo ustedes mismos. ¿Figura en él esta provincia? ¿Figura Castroforte? Y si no aparecen en el mapa, ni en los libros de texto, ni en los registros de la Administración, ¿cómo es posible que se haya sublevado? ¿Cómo es posible que yo y estos dignos caballeros que me acompañan en el banquillo de los acusados hayamos cometido ese delito cuya configuración ha magistralmente descrito el señor Fiscal? Para que exista delito, hace falta una base material. No solamente un Quién, sino un Cómo y, por supuesto, un Dónde. Al Quién y al Cómo se ha referido el señor Fiscal con bastante detalle, pero el Dónde lo ha pasado por alto. Pero el Dónde tiene aquí una doble importancia. Ante todo, si no existe Castroforte, mal puede ser teatro de un delito y del juicio en que el delito se sanciona; pero, además, si el delito consiste en haber proclamado su independencia, ¿cómo diablos quieren Sus Señorías que se haya proclamado independiente una ciudad que no existe? No solo, pues, nos falta el Dónde indispensable, sino el Cómo más indispensable todavía. Veamos ahora el Quién. O, mejor dicho, el Quiénes, porque cuatro somos los encartados, delincuente plural, y aún me atrevería a decir que colegiado; porque aquí se ha nombrado a La Tabla Redonda, y sobre ella en conjunto, y sobre sus miembros uno a uno, se ha hecho recaer la responsabilidad. ¿Qué es, según el sumario, La Tabla Redonda? Un grupo humano sin consistencia jurídica, una tertulia sin estatutos y sin bases, es decir, algo sin personalidad. En estas circunstancias, ¿cómo puede delinquir? Para amarrarse bien, el señor Juez que instruyó el sumario tuvo presentes a los miembros de La Tabla Redonda. A mí y a estos caballeros. Pero los miembros de La Tabla Redonda no son Rafael Ruibal, Ricardo Abraldes, Jacinto Barallobre (que no ha comparecido), Carmelo Taboada (que tampoco está presente), José Luis Díaz y Emilio Salgueiro, servidor, sino Merlín, Tristán, Lanzarote, Galván, Bohor y el Rey Artús. El telegrama de que se nos acusa iba firmado por el Rey Artús en nombre de La Tabla Redonda. Pero ¿no advierten Sus Señorías la primera y grave contradicción? ¿Cómo va un Rey a proclamar la República? Y, si lo hace, ¿no será porque es un ente de ficción, y no una persona real? El ente de ficción puede ser contradictorio consigo mismo, puede consistir en una contradicción, pero no el ente real, Sus Señorías, estos caballeros o yo. El ente de ficción, además, no puede delinquir más que ficticiamente y solo ficticiamente puede ser juzgado y sentenciado. Ahora bien, de lo que aquí se trata es de juzgarnos y sentenciarnos a nosotros, que no somos ficticios, sino reales y bien reales. O, dicho de otra manera: el señor Fiscal, en sus conclusiones, ha pedido que esos caballeros y yo seamos enviados al vacío a causa de un telegrama que el Rey Artús mandó a don Manuel Azaña proclamando la independencia de una ciudad que no existe. Lo cual, señores del Tribunal, a estos caballeros y a mí no nos parece serio.» Estábamos a la puerta, él en mi hombro, como de costumbre. Hacerlo callar o retirarnos hubiera sido sospechoso. Decidí permanecer allí, con el pico del loro pegado a mi oreja izquierda, confiando en que el ruido de la banda militar, con su predominio del metal estridente sobre la madera, y su carencia de cuerda por definición, apagaría sus palabras. Y así fue. Pero no faltó quien se diese cuenta y viniera después a pedirme que le hiciese escuchar el discurso con menos bulla. No tuve más remedio que hacerlo, claro”. En cuanto al señor Peleteiro, de lo que estaba más informado era de La Tabla Redonda en sí, en la que había estado a punto de ingresar con el puesto de Bohor, si no hubiesen hecho trampa en la votación. “Fue una verdadera suerte. Sin aquella cacicada, no estaría ahora contándoselo a ustedes.” Al señor Belalúa, lo de La Tabla Redonda le interesaba especialmente, aunque no conseguía hacerse una idea clara de lo que hubiera sido; pero el hecho de que a sus miembros se debiese la conservación de la Cibidá le hizo concebir, aquella misma noche, la idea de una restauración o refundación de la extinguida tertulia, que, según explicó el señor Peleteiro, se reunía todas las noches en un rincón del Café Suizo, en torno a una mesa oval que todavía se conservaba, y bajo la presidencia de un busto de Coralina Soto y de un retrato del Vate Barrantes que habían desaparecido. El señor Belalúa era sujeto de rápidas determinaciones, un verdadero hombre de acción dinámico y moderno. Me hizo escribir un suelto para el diario, en el que explicaba lo que La Tabla Redonda había hecho por el pueblo, para que la gente fuera enterándose, y mandó recado de que viniese incontinenti a don Annibal Mario MacDonald de Torres Gago Coutinho Pinto da Cámara da Rainha, en quien pensó como futuro Rey Artús, no por nada, sino porque don Annibal, aunque emigrado político, no estaba mal mirado a causa de su profesión de fe monárquica y a causa también de que se había casado con una hija de don Fernando Pereira, de la familia de “Los choscos”, gente de orden y de derechas de siempre: aquella señorita que, a causa de la desviación rabiosa del ojo diestro, era conocida en el pueblo con el nombre de “La chosca”. A don Annibal le pareció excelente el proyecto, entre otras razones porque el sobrenombre de Rey Artús cuadraba estupendamente a su prestancia de rey sin trono. La mención de Coralina Soto y de su busto en madera polícroma, tallado y pintado medio siglo atrás por el escultor Baliño, el mismo que había hecho la estatua de Ballantyne, pasó inadvertida a todo el mundo menos a mí, que sabía bastante a qué atenerme acerca de la famosa bailarina; de modo que, aprovechando un compás de espera mientras la cuarta redacción del artículo iba camino de la censura, pregunté al señor Peleteiro qué había sido del busto presidente, y él me respondió que el propietario del café lo había hecho desaparecer durante los primeros días de la guerra, no por nada, ya que él no era persona suspecta, sino por miedo de que le causase algún enojo, ya que los pechos desnudos de la bailarina se le antojaban pornográficos a mucha gente pudibunda, y ya era sabido que al comienzo del asunto se había sufrido un ataque colectivo de castidad, y también porque la corona mural, que cercaba como una diadema de gloria el moño de Coralina, convertía al retrato en alegoría de la República, mucho más antipática entonces que la propia pornografía. Belalúa había escuchado con atención. Don Perfecto Reboiras describió la pieza con detalle —se veía que la había estudiado detenidamente—, y el resultado fue una nota de mano de Belalúa enviada al dueño del Café Suizo por el chico de la redacción para que, después de echar el cierre, nos esperase dentro para una importante diligencia. De suerte que, cuando el artículo hubo alcanzado su forma predefinitiva, y mientras lo componían, allá nos fuimos al Café. Advertí, durante el camino, que todos, menos yo, se consideraban ya componentes de La Tabla Redonda, incluso componentes por derecho propio, y, como tales, habían adoptado un continente especial y un modo de marchar solemne. De dos en dos bajo los soportales de la Plaza, se les hubiera tomado por silenciosos conspiradores románticos si no fuera porque hablaban en voz alta, en voz más alta que de costumbre, y la de don Annibal se había engolado hasta anular toda similitud con la de Bastideira, hasta semejar una verdadera voz de rey que hablase con voz de rey, lo cual apenó bastante a mi interlocutor cuando se lo conté, porque sentía por el emigrado discreta admiración, a causa, quizás, de su fidelidad a una causa perdida, por mucho que Bastideira fuese republicano y monárquico don Annibal. Cuando llegamos al café, las puertas estaban cerradas y el salón a oscuras. El dueño, y Pepe el camarero, esperaban medio dormidos bajo una lámpara rojiza situada encima mismo de la cafetera. “Ya me iba a marchar”, dijo el dueño, bostezando; y ordenó a Pepe que sirviese café y copa por cuenta de la casa. Sin habernos puesto de acuerdo, yo creo que por instinto, nos acercamos a la mesa del rincón, a la grande, brillante y gastada mesa oval, y allí nos instalamos: el dueño del Café con nosotros, y don Annibal en el lugar que podía presumirse presidencial. Tomamos el café en silencio. No sé por qué, todos, hasta yo mismo, habíamos acariciado la superficie de la mesa y habíamos mirado al lienzo de pared, vacío y con algunos desconchados, que se alzaba detrás de don Annibal. Parapouco Belalúa se echó la copa al estómago de un solo trago, y dijo: “¿De manera que ahí es donde estaba el busto de Coralina Soto?” Y don Perfecto le respondió: “Ahí, encima de la cabeza de don Annibal. Y, un poco más abajo, el retrato del Vate”. El dueño del Café les miró escamado. Tardó, sin embargo, en preguntar: “¿Qué se proponen?” “Queríamos saber qué fue del busto y del retrato.” “El retrato se lo llevaron para el museo de la Diputación.” “¿Y el busto?” El dueño del Café, que se llamaba don Emiliano Estévez, inclinó la cabeza hacia el suelo. “Pues… no sé. Lo retiramos de ahí cuando la guerra… ¡Como era tan sicalíptico!…” “¿No lo tendrás por algún rincón, Emiliano?” “A lo mejor.” “Habría que buscarlo.” Entonces, Peleteiro intervino: “Si no hubieran hecho trampa, yo me habría sentado ahí, donde está ahora el señor Bastida. Era el puesto de Bohor”. Y me miró, y me señaló con el dedo, aunque no a mí, claro. Pero yo me sentí repentinamente transformado, fue como si mi raído traje desapareciera, como si el cuerpo me creciera, como si se endureciesen mis músculos y me saliese la rubia melena de caballero celta; fue como si me envolviese un ancho manto de púrpura y aljófar, colocado unas horas antes sobre mis hombros por hermosas doncellas que acaso aquella misma noche dejarían de serlo en virtud de mi intervención directa y en cierto modo apasionada. Pero nadie se dio cuenta, claro, de mi metamorfosis. “Y ahí, donde se sienta Belalúa, instalaba su silla Lanzarote, que era entonces «El Viejo de la Montaña».” Belalúa rio. “¿Lanzarote? No está mal. Desde ahora, lo seré yo.” “Eso no vale, apuntó don Perfecto. Los cargos fueron siempre por elección o, en ciertos casos, por insaculación”. “¿Habrá quien le discuta a don Annibal el de Rey Artús?” “Ese cargo fue siempre privilegiado, y lo ocupó el de más destacada personalidad.” “Entonces, don Annibal, sin más que hablar.” El dueño del Café, de mal nombre Pito Bebendo, porque movía la cabeza, hacia arriba y hacia abajo, como los polluelos de la gallina cuando beben agua, dirigió la mirada al techo y la palabra al vacío. “Pero ¿qué se proponen?” “Tenías que haberlo adivinado, Emiliano. Vamos a restaurar La Tabla Redonda.” A don Emiliano se le estremecieron las manos y la mirada. “Pero… ¡si los ahogaron!” “A todos, no, Emiliano, te consta.” “Bueno. Menos al «Viejo de la Montaña».” “Y menos a Carmelo Taboada.” “A ese le dieron el paseo.” “No, Emiliano.” Nadie, menos don Perfecto probablemente, se explicaba la razón por la que don Emiliano empezaba a sudar. “Yo no sé nada, nada.” En la voz pastosa, de vocales muy abiertas, de don Perfecto, bailaba una miajita de cachondeo. “Aquella noche, Emiliano, Carmelo Taboada vino a verme muy apurado. «¡Estoy perdido!», me dijo. «Me andan buscando para llevarme al paredón. ¿Dónde me meto?» Entonces, yo le dije: «Mira, Carmelo: Emiliano, el del café, aunque de derechas, fue siempre buena persona, y tiene un sótano. Nadie lo sabe, pero él y yo sí lo sabemos. Vete allá con precauciones, entra en el café por la puerta trasera y mándale recado. Arrójate a sus plantas si hace falta. No creo que te niegue ese favor». Y vino a verte.” La cabeza de don Emiliano, entre el arriba y abajo, encontró una postura equilibrada. “¿Y qué queréis ahora? ¿Que os lo devuelva? Murió del berrenchín al enterarse de la toma de Barcelona. Jugándome la vida, saqué de noche el cadáver del escondite y lo arrojé al Mendo.” “¡A engordar lampreas!”, chilló Argimiro Reboiras, que hasta entonces no había dicho ni mu; y rio de una manera ofensivamente juvenil. Su padre le miró, murmuró “¡Cretino!” entre dientes, y dijo: “Fue una pena, lo comprendo. Pero nosotros no queremos para nada lo que quede de Carmelo, si es que queda algo, que no lo creo. Lo que queremos es el busto de Coralina Soto. Sin busto ahí colocado no hay Tabla Redonda posible”. En este momento, llamaron a la puerta del café; don Emiliano se echó otra vez a temblar, pensando si sería ya la policía, pero Belalúa lo tranquilizó. “Es el chico de la imprenta, que me trae las pruebas de un artículo que vamos a publicar mañana como protesta por lo de la estatua.” “¿Lo vais a hacer?”, preguntó don Emiliano con cierta alegría. “¡Hombre! ¡No vamos a dejar que los godos nos la quiten!” La llegada del muchacho, la lectura y corrección de las pruebas, nos distrajeron durante unos minutos, aprovechados por don Emiliano, alias Pito Bebendo, un hombre más bien cuadrado que había heredado el café y el hotel de sus antepasados, quien se levantó después de decir a media voz: “Voy a buscar algo”, y se perdió en las sombras detrás del mostrador. Oí sus pasos, escaleras arriba, hacia el hotel. Como Belalúa requirió mi ayuda para dar nueva forma a una frase que el Secretario particular del Poncio consideraba ambigua (según la nota que acompañaba a las cuartillas), no advertí el regreso de don Emiliano. El caso es que, al marchar el muchacho, había encima de la mesa hasta seis u ocho linternas eléctricas, de formas y de tamaños distintos. “Coja cada cual la suya, y vamos. Tú, Pepe, dijo al camarero, te quedas aquí de guardia.” Nos llevó a un cuartito casi a oscuras; allí se abría, en el suelo, una trampa de la que arrancaba una escalera, ya iluminada por una luz que no veíamos. Don Emiliano bajó delante. La escalera terminaba en un almacén lleno de cajas de vino y de botellas vacías. “Ayúdenme a separar esto”, y cuando lo hubimos hecho, quedó al descubierto una puerta sucia, pequeña. Pito Bebendo la empujó, la abrió, y del rectángulo tenebroso salió un olor a viejo, a humedad y a letrina. “Huele a cadáver”, comentó Parapouco, pero no era a cadáver, no. Aquel olor lo conocía yo muy bien, lo tenía pegado a las pituitarias desde que el Espiritista, lleno de conmiseración por mis desgracias, me había alojado en la habitación de la bohardilla, que no sé por qué, estando tan alta y tan lejos del retrete, olía de aquella manera, a pesar del aire que entraba por las tejas, con gotas de lluvia muchas veces: gotas que me despertaban de noche, me desvelaban y, en alguna ocasión, me habían obligado a utilizar el paraguas. Por eso temía tanto al mal tiempo: porque no podía dormir y porque me obligaba a combatir el insomnio escribiendo versos. Una vez que me dormí bajo el paraguas, me descubrió Julia por la mañana, cuando venía a traerme el desayuno. “Pero ¡don Joseíño!… Mi padre es un miserable.” Entonces no había aparecido aún el seminarista, y Julia no me hacía confidencias, pero ya le gustaba hablar conmigo, y siempre recogía el ejemplar de la Gramática de Bello y Cuervo que se caía invariablemente cuando alguien abría desde fuera: la puerta se encasquillaba, había que forzar, y, ¡zas!, el libro al suelo. Y era mi único tesoro, rarísimo ejemplar de la primera edición, bastante caro en los catálogos. Mientras yo desayunaba, Julia se sentaba en el borde de la cama y me sostenía la bandeja. “Ande, don Joseíño, coma, que está muy delgado.” Entonces yo me había enamorado de doña Bárbara Velasco, la catedrático de Latín del Instituto, desde una vez que había tenido que visitarla a causa del suspenso de un alumno. Era una gran moza y pronunciaba el latín a la alemana: “Kaesar” y no “Zesar”, como lo hacíamos en el seminario. Me habló desde tan alto, que casi no se veían sus palabras; me despreció de tal manera, que me sentí propiedad suya. No me miró, y me creí espíritu puro. Pero el amor que sentía por doña Bárbara, en el caso de que fuera amor, no estorbaba mi admiración por Julia. “No diga que soy guapa, don Joseíño. ¡Con estos dientes tan grandes!” Lo que ella no sabía era que sus dientes grandes y un poco saledizos daban a su boca la gracia de un desequilibrio romántico. Creo, además, que no se sentía vanidosa a causa de sus dientes, y que, gracias a ellos, no estaba tan alta como doña Bárbara, me miraba al hablarme, me veía y, ante ella, mi carne escueta resultaba tangible, aunque escasa en calorías. Una vez empecé un “Soneto a las apariciones matutinas de Julia”, aquel que decía: Volgá panora bi colmán tan daire, Volgá son daire mur cilogal vira… pero se me encasquilló también, como la puerta corredera, o acaso porque su recuerdo se asociaba inevitablemente al olor de letrina. De modo que, cuando don Emiliano abrió, en medio del silencio, la puerta del sótano, yo recordé el soneto, las caderas de Julia, las gotas de la lluvia cayendo espaciadas y gruesas encima de mi paraguas. “No es a cadáver —dije—, sino a letrina”; y don Emiliano tuvo a bien explicarme: “¡Imagínese! Tres años ahí encerrado, el pobre, sin otro lugar donde hacer sus necesidades; y yo, todas las noches, cambiándole las bacinillas”. “¡Lo que se hace por los amigos!”, comentó alguien, quizá el yerno del señor Peleteiro, que tampoco había abierto el pico en toda la jornada y que, siempre arrimado a su colega en el Municipio, parecía transitar por un mundo entre siniestro y seductor, a juzgar por la cara de asco y dicha que alternativamente ponía. Don Emiliano nos invitó a entrar. Las luces de las linternas perforaban la oscuridad, se aplastaban contra las bóvedas de sucia cal, y, cuando no las detenían las pilastras, se perdían en infinitudes de tinieblas, a pesar de lo cual no creo que nadie esperase que surgiera de ellas el cuerpo astral de don Carmelo Taboada, sino precisamente el de Coralina Soto en su más íntegra materialización. “¡No me digas que Carmelo se pasó tres años en este antro!” “¡Como lo oyes! Y mi trabajo me costó mantenerlo encamado, sobre todo en una temporada en que quería que le trajera putas. Yo le decía que cómo iba a traérselas, que lo denunciarían, y él me contestaba que alguna quedaría de las republicanas, capaz de guardar un secreto político en que le iba la vida a un correligionario; pero que si resultaba enemiga, con acogotarla entre los dos y tirarla después al río, listo. ¡Imagínense ustedes, encima de encubridor, puticida! Carmelo no las pensaba bien, pero hay que hacerse cargo de su situación. De modo que, cuando apareció el busto de Coralina Soto, que andaba por ahí perdido, fue como si el sol hubiera entrado en este sótano. Lo encontré sentado con el busto delante. «Ya ves, me dijo: desde muchacho tuve deseos de tocarle las tetas, porque, ¿te has fijado?, tiene un pezón hacia delante y el otro mira contra el gobierno»; y los acariciaba. «¡Que te vas a volver loco, Carmelo!» «¡Déjate de cuentos! Esta noche dormiré con ella»” “¿De modo que el busto andará por aquí?”, preguntó don Perfecto. “Sí, por alguno de esos rincones.” Nos repartimos el campo, y cada uno exploró su parcela. Tuvo más suerte don Celso Painceira, que, de pronto, empezó a tartamudear. “¡Aquí está, aquí está!” Corrimos todos. Las linternas, la mía incluso, apuntaron al busto de Coralina, que emergía de un nenúfar y veíamos de espaldas. Todos callamos. Las linternas alumbraban temblorosas, como guiadas por manos estremecidas. Hasta que don Emiliano dio la vuelta al busto y le pudimos ver el rostro y los pechos que habían torturado la mente del difunto señor Taboada, que en gloria esté, y cuyos restos, trasmudados en carne sabrosa de lamprea, quizá hubiera comido alguno de los presentes, menos yo, que en aquella época no estaba todavía en Castroforte, porque vine cuando me retiraron del frente a causa de mis pies planos y me dieron una escuela en la localidad. “¡Es de verdad hermosa!” Pero estaba sucia, le había caído la pintura en algunos lugares, y a la corona mural le faltaba una almena. Belalúa sacó el pañuelo y fue quitándole el polvo con la misma ternura que si quitase el maquillaje a una mujer con la que fuese a acostarse luego. “¡Por esta mujer dicen que se suicidó el Vate Barrantes!” “No, le corregí; el que se suicidó fue el escultor Baliño”. “¿Usted lo sabe todo?”, me inquirió don Perfecto; y era la primera vez que me prestaba atención. “Todo, no, claro.” “Pero más que nosotros, sí. ¿Sabe usted, don Perfecto, que lleva años leyendo los números atrasados de mi periódico?” “Pues aquí había uno que hacía lo mismo, intervino Peleteiro. Ustedes lo recordarán. Leía los periódicos con veinte años de retraso, de modo que, cuando hablábamos de la batalla del Ebro, él se refería a la del Marne. Se llamaba don Adelardo Comesaña. Ustedes lo recordarán.” “¡Claro! Se murió de repente y me dejó un pufo en el café de más de mil pesetas.” “Y a mí en la botica. La suma la he olvidado, que es lo que se hace con los pufos de los amigos.” Aquella vez, a don Emiliano le tocó bajar la cabeza, lo cual se justificaba por el busto de Coralina. “Esos chorretones, señaló don Perfecto, deben de ser recuerdos de las juergas de Carmelo.” “Pues nadie lo diría, porque cuando se encerró aquí tenía lo menos sesenta años.” Don Annibal se puso trabajosamente en cuclillas: “Habrá que restaurarla, porque, así como está, no podemos colocarla en ningún lugar público. Fíjense que le falta la pintura del ojo diestro. ¡Aún si fuera la del siniestro! Pero, como todos ustedes saben, mi señora también es de ese ojo chosca y se sentiría aludida”. “¡No va usted a decirnos que le tiene miedo a su señora!” “Un emigrado político, caballeros, debe andar siempre con muchos miramientos, incluso con su esposa si esta es ciudadana del país donde uno está acogido. La mía, por lo menos, tiende a considerar mis deslealtades como ofensas a España y muestras palmarias de ingratitud cívica.” “Ahora tendríamos que recobrar el retrato del Vate.” “Eso va a ser más difícil, porque el museo no creo que lo suelte.” “Al menos, una fotografía.” “Pero ¿ustedes piensan seriamente en volver a lo de La Tabla Redonda?” “¡Por supuesto! Y a valernos de ella para defender de los godos a la ciudad.” “Los tiempos han cambiado mucho, y son los godos los que mandan.” “Siempre hay manera de arreglarse.” “Usted, Belalúa, fue siempre un optimista.” Yo no sé si fue allí mismo, o, más tarde, en la redacción (incorporado a la trinca Pito Bebendo), donde se acordaron las líneas generales de la estrategia a seguir, en la que a mí me tocaba nada menos que un artículo diario —firmado J. B.— por el que se informase a la gente, ignorante u olvidadiza, de lo que La Tabla Redonda había sido y hecho, y de lo que podía en el futuro ser y hacer. Belalúa llamaba a aquello “una campaña”, y yo, no sé por qué, entendía la palabra al modo de Napoleón, y me sentía no solo orgulloso del papel de mariscal literario que me había correspondido, sino casi condecorado con la Legión de Honor. Paralelamente, Belalúa inventó un procedimiento democrático para cubrir los cargos, incluido el del Rey Artús, pues si bien se había acordado que lo sería don Annibal, Belalúa no dudaba que la masa de los votantes aceptaría el nombre sin oposición. Comenzó proponiendo una lista de notables en la que figurábamos, más o menos disimulados, los seis de aquella noche y un montón de caballeros de derechas, reclutados con el propósito de engañar a la autoridad constituida y desechar toda sospecha de que La Tabla pudiera conservar el color político de antaño. “¿Y si los eligen a ellos?” “No pase usted cuidado: el pueblo no se equivoca y, en último caso, aquí estamos nosotros para corregir sus yerros.” Con la lista se publicaba cada día una serie numerada de seis cupones con el nombre de los cargos escrito, y, en línea de puntos para cubrir por el votante, espacio para el nombre del designado, y cada día también se daba el resumen de votos recibidos. Al principio, los de derechas presentaban una mayoría abrumadora; pero, al cabo de dos semanas, poco a poco nuestros nombres iban equiparándose, hasta acabar en franca mayoría. Y fue entonces cuando don Acisclo Azpilcueta se presentó en el despacho del Poncio —lo supimos por nuestro protector, el Secretario Particular, que andaba entonces más devoto que nunca de Belalúa a causa de que este le había descubierto, en La Coruña, una casa de menores en que las chicas eran menores verdaderamente—; se presentó, digo, don Acisclo Azpilcueta, y, con la autoridad que le daban sus hábitos, sus años y su adhesión incondicional a todo lo que la postulase, armó un pitote oratorio y rimbombante cuya miga pudiera resumirse en el recuerdo de que los componentes de la anterior Tabla Redonda habían sido, en general, masones, y habían muerto, en general, de muerte involuntaria, y que no había razones para pensar que la nueva Tabla Redonda fuese a ser un equivalente de los Caballeros de la Adoración Nocturna. El punto fuerte de su razonamiento, sin embargo, lo constituyó la restitución, al lugar que antaño había ocupado, del busto de Coralina Soto: “Una indecencia, una provocación, un sacrilegio”. El Poncio se vio cogido entre la espada y la pared, pues había dado el permiso tácito para que La Tabla Redonda se restaurase, después, eso sí, de consultar a Madrid, donde, al parecer, habían juzgado que la defensa del patrimonio artístico local era un propósito laudable, sobre todo en el caso de Castroforte, donde solo a la mente utópica del alcalde podría habérsele ocurrido que derribar la Cibidá y convertirla en zona residencial constituía un buen negocio. Domingo tras domingo, don Acisclo tronaba en la iglesia contra la inminente filtración del ateísmo y de la anti-España en forma de inocente tertulia de buenos ciudadanos, y llegó a decir que los que participasen o hubieran participado en la votación popular incurrirían en excomunión latae sententiae. Bastantes de los de derechas retiraron entonces públicamente sus candidaturas, aunque dando en privado explicaciones; pero no por eso los votos dejaban de afluir a la redacción de La Voz… y ya se podía profetizar sin gran esfuerzo que a mí me tocaría el puesto de Merlín, de lo que me sentía muy contento, aunque no lograse explicarme cómo alcanzaba tantos votos, siendo de poquísima gente conocido. Pero lo cierto es que no insistía demasiado en hallar explicación, porque la esperanza de que un día me llamasen Merlín me halagaba, y mucho más aún de que, con el nombre, llegase también mí Bibiana. “Y, ahora, don Joseíño, ¿podré seguir llamándole como siempre, o tendré que llamarle con ese otro nombre, que parece de gato?”, me preguntaba Julia; y los chicos del colegio empezaban a olvidar lo de “Orangután, pies planos”, para llamarme don Merlín, y hasta me sacaron coplas. Coincidió el jaleo con las oposiciones a Magisterio. Isolina Vieites me decía que estaba muy orgullosa de haberme escogido como profesor, y que desde luego se veía que, aunque feo, yo era una persona de campanillas, y que seguramente llegaría al menos a alcalde de Soutelo de Montes, y que, siendo alcalde, no faltaría una moza a la que le gustase el puesto de alcaldesa, una moza que no tenía por qué ser vieja y demasiado fea; y como si ya la boda se hubiese celebrado, y yo, además de mis prendas personales, tuviera la de casado, Isolina Vieites se apretaba la bata con la mano izquierda y hurtaba a mi mirada la vista de los pechos que hasta entonces tan generosamente me había otorgado. Al día siguiente de examinarse de Gramática y de dejarme con un palmo de narices respecto a las mil quinientas, un chico vino a decirme que don Celso Taladriz me llamaba a su despacho. Creí que sería para felicitarme, pues únicamente los alumnos de la Academia y la señorita Vieites habían pasado el examen de sintaxis. De modo que entré muy sonriente, pero, cuando vi que don Acisclo acompañaba a don Celso, se me cayó la sonrisa, y juraría que la sentí romperse a mis pies. Don Celso, muy tranquilo, me dijo que había una denuncia contra mí. Pensé que, por alguna conjetura fácil, habrían descubierto que Isolina Vieites había sido mi alumna clandestina, pero no se trataba de eso, o, al menos, no se trató al principio, sino de que, según el denunciante (que después supe que había sido un chico de sexto, mariconcita como don Celso), yo compraba cada día diez o doce ejemplares de La Voz…, recortaba los cupones y me votaba a mí mismo para el cargo de Merlín. Les dije que no, pero don Acisclo no me dio tiempo a defenderme, menos aún de explicarme. Sacó a relucir mí pasado de extremista peligroso. Que solo un concepto mal entendido de la caridad había llevado a don Celso a admitirme de profesor en la Academia. Que el propósito secreto de La Tabla Redonda era el de hacer saltar los fundamentos de la Religión y de la Patria. Que únicamente la ceguera de las autoridades había permitido que las cosas llegasen al punto en que estaban, pero que él se sentía dispuesto a lo que fuese para aniquilar aquella subversión, aquel intento de levantar la cabeza la hidra judeomarxista. A don Acisclo, cuando hablaba, se le movían de arriba abajo las cejas grises y enormes, que casi hacían remolinos en el aire, y don Celso asentía con movimientos de cabeza o diciendo: “Sí, sí, sí…”. Cuando le llegó el turno a los insultos personales, me vi calificado de perro, sabandija, babosa, tití, serpiente de Lucifer, etc., y cuando, de pronto, el discurso de don Acisclo se deslizó del plano del dicterio al de la teología, me vi inmediatamente trasmudado en demonio de especie repelente, si bien maniatado ante aquel desbordamiento de palabras. Pero lo peor fue lo que me dijo don Celso cuando don Acisclo, fatigado y asqueado, le pasó el uso de la palabra como se pasa un garrote. “Al dar clases particulares sin conocimiento de esta Dirección, ha contravenido usted una de las reglas fundamentales del Colegio, por lo cual puede considerarse despedido desde ahora mismo. Pase por Secretaría y que le hagan la cuenta.” Cosa que yo no hice, aunque solo me quedaban cincuenta y siete pesetas en el bolsillo. Salí de allí con una idea de mí mismo bastante confusa, si bien peyorativa, y la cosa no era para menos, y durante el trayecto desde la Academia al Café Suizo, donde me refugié, me sentí insultado: por don Tancredo Ramírez, el de la Camisería Inglesa, que me llamaba cerdo; por don Joaquín Limeses, el de la Joyería Moderna, que me llamaba asqueroso; por don Carlos Montenegro, el de La Novedad, Tejidos Finos, que me llamaba bicho; por el señor Paco Rodríguez, de La Riveirana, Vinos y Comidas, que me llamaba tío mierda; por doña Inmaculada Blázquez, Viuda de Penedo, de “Mano di fata”, quincallería y lanas para tejer, que me llamaba hereje; por el cartero de la calle de la Alameda, que me empujó y casi me derriba… Creo que, de haber seguido caminando, todos los vivos y los muertos de Castroforte me hubieran llamado cosas feas, y por eso me metí en el café, donde no era probable que don Emilio ni Pepe el camarero me insultasen. Pero allí estaba Monsieur Joseph Bastide, cargado de sintagmas, de morfemas, de series y de rupturas de sistema, y, sobre todo, con una risita entre benévola y burlona que me desconcertó y que a poco me hace mandarlo al carajo. No lo hice por este buen corazón que Dios me dio y que me hace sentirme compasivo ante los yerros de los superiores. Y como no me decía nada, pues me senté y me puse a escribir un soneto que, desde que había salido de la Academia, y a pesar del plebiscito contrario, me andaba bailando entre la frente y el colodrillo, con ramificaciones que llegaban al corazón: Velmá, nora tilvó, noscamor leca Había empezado, como siempre, con un balancé, balancé: hasta que se hicieron más fuertes ciertas cadencias y se marcaron los acentos en la segunda y en la sexta. Como un molde vacío, como un lecho caliente que espera la carne de las palabras: Fos madele se gáspel ganco cía Es una cosa que comienza como la resaca de una borrachera, como la expulsión trabajosa de los últimos vapores, por un camino que no conduce al raciocinio, sino a la música. Y esto fue seguramente lo que hizo que M. Bastide, siempre propicio a los consejos, abandonase el trazado trabajoso de sus estemas —por otra parte convincentes y claros— e intentase detener con argumentos ad hominem la corriente tumultuosa de mis metáforas, solo porque, aunque no hubiera una que se le resistiera —las cogía, las descomponía, las destripaba y dejaba encima de la mesa un montoncito insignificante de líricas cenizas—, quizás por eso mismo las odiaba: de prasla xelvetá regal betía “Ya está, Bastida. Ya no pondrás fuego al mundo por los cuatro costados, muera Sansón con los filisteos, porque la furia, el rencor y la humillación, al ser puestos en palabras escandidas, pierden la virulencia. Olvídate. Más importante es el verso inmediato. Lo que escuchas, lo que estás a punto de escribir, trae también acento en la segunda, pero no hay por qué marcarlo. Es un acento secundario.” Mor ásluacan xirgós colpí delbeca “Y suena bien, enlaza con lo anterior, enuncia una idea poética y contiene una emoción, de modo que ya no hay remedio, ya estás arrebatado, ya giras en medio del torbellino, ya no eres más que ritmo endecasílabo y estructura ascendente de soneto. Y, sin embargo, si fueras capaz de dominarte, si tuvieras al menos voluntad suficiente para apartar la mirada de las musarañas en que se mece, enredada, y la dirigieras a tu alrededor, a tu derecha, verías las hermosas piernas de una señorita que, o no se ha dado cuenta de tu presencia, o la desprecia; pero que, en cualquiera de los casos, las está mostrando hasta la liga. ¡Unas piernas preciosas! Más reales que ese soneto que ya tienes en la cabeza y mucho más importantes. Unas piernas de mujer son un camino excelente para regresar a la realidad, ante todo a la tuya propia de sin trabajo, escupitajo, paria.” Bañó delcoprapá ventamireca Vintila mastrilmó liacón quosnía. “Qué bonito, ¿verdad? Patética y al mismo tiempo serena expresión de tu vida miserable. Aunque, la verdad, ese liacón quosnía parece algo así como el intento de trascender los límites estrictamente económicos de tu miseria y hacer de ellos el símbolo transitorio, aunque universal, de nuestra miseria metafísica, que es lo bueno. Liacón quosnía. Está bien. Sigue siendo patético, y, cualquiera que lo lea, llorará. Pero ¿qué es lo que piensas ahora? ¿De dónde te ha salido esa referencia a las piernas de aquella señorita? ¡Si yo había creído que la parte de tu alma entregada al balancé ignora lo que veo y lo que digo! ¿Cómo es posible? Una poesía de buena ley no puede dar ese salto desde la angustia hasta la vulgar cachondería. ¿Que no sé por dónde me ando? Espero, espero…” Fajan madén ilsá malagu’stía Ibérder espelmer loarey ben neca. “Totalmente en desacuerdo. La unidad patética del soneto acaba de quebrarse. El que estaba a punto de llorar, se siente irritado porque le invitas a reír. Y el conmovido por la miserable condición del hombre, no acepta que unas piernas de mujer sean motivo razonable para esta proclamación de la alegría. La unidad interior, Bastida, es condición de la buena poesía. Y la vida no tiene dos vertientes, sino una sola. Los ojos están hechos para ver lo que aparece y comparece, no lo que está detrás. O estás desesperado porque Taladriz te echó, o alegre porque esa chica tiene las piernas bonitas, no ambas cosas a un tiempo. No es serio, y si no es serio, nadie te tomará en serio, nadie se compadecerá de ti, nadie te dará trabajo.” Falja’stién bodunclós visonta pido, men, taske ulcor abán loscué goalcado, kúrkula’skeán molrió talmén teán vido. “¡Indecente! Y, tú, tranquilo; tú, creciéndote y sintiéndote un hombrecito. Pero ¿no te das cuenta de que sigues siendo feo y, además, miserable? Me resulta intolerable que por saber escribir un soneto te sientas superior a mí, te sientas superior a todos, te sientas cima del hombre. El orden es el orden, y para que haya un orden, tienes que estar debajo. Pretender que por haber puesto unas palabras al lado de las otras te has encaramado encima del Universo, es un acto de subversión, y la subversión es el puro pecado, el pecado contra el Espíritu, el que no se perdona. Las cosas están bien como están, y al que pretenda cambiarlas, leña. ¿Cómo puede extrañarte esa ficha que guarda la Policía? La Policía defiende el orden que tú pretendes destruir con esa conciencia de ti mismo que te sale cuando escribes un soneto. Es natural que estés fichado. Cállate…” Usquem vo vel norám noscamor cado terán velí, zamasterán geldido, moltó terán, banó vol ma goldado. “Mierda, Bastida. Cuando mueras de hambre no te quejes.” Lo cual, dicho en francés, provoca siempre asociaciones históricas que dilatan al infinito el espacio de la conciencia, que le borran los límites y en su lugar sitúan las tinieblas, de modo que asemeja un espacio interminable aunque sea mera ilusión óptica, como lo era sin duda la infinitud de aquel sótano en que nos habíamos metido persiguiendo algo más tangible de Coralina Soto que la simple mención de su nombre y algún que otro recuerdo. “¿Y dice usted, señor Bastida, que fue contemporánea de Castelar?” “Año más o año menos.” “¿Y era en Madrid donde cantaba?” “Con preferencia en París y en otras grandes capitales. Rivalizaba en belleza y en popularidad con la Emperatriz Eugenia.” “Pues, ya ve, de esa Eugenia no he oído hablar.” La conversación, en realidad, era superflua, y si servía de algo, era de tapadera a los pensamientos, o, más bien, a las imágenes que nuestras fantasías aceleradamente iban sacándose de las tenebrosidades mudas. Apostaría a que todos habíamos aniquilado el nenúfar en que los pechos de Coralina se asentaban, y habíamos prolongado aquel pedazo de cuerpo hasta la misma punta de los pies, sin vegetales interpuestos, menos aún superpuestos: y una vez en su presencia, llevábamos a cabo operaciones de dilatada duración, desde antiguo reputadas de placenteras, aunque amargamente dolorosas y frustradas cuando el cuerpo dorado de la imagen no pasa de fantasma. Si fue esto o no lo que nos aconteció en el espacio incalculable de un minuto, lo ignoro y no me atrevo a conjeturarlo, pero doy testimonio de que siete suspiros de morfología varia pusieron a aquel silencio patético remate. “Hay que tratarla con los debidos miramientos. Después de la limpieza, la restauración. Más tarde la colocaremos en su sitio: los gastos corren de mi cuenta”: así era de expedito y generoso Belalúa. “¿Sabe usted, le dije, que si, como pretende, sale usted nombrado para Lanzarote, le tocará ser amante de la Reina Ginebra?” “¿Y quién es esa dama?” Don Annibal metió la mano en la zona iluminada, la mano larga, temblorosa y noble de quien sostenía los derechos de un Braganza que ya había renunciado a ellos. “Les suplico que anden con pies de plomo en todo lo que a una Reina se refiera. Es un aspecto de la cuestión en el que soy intransigente.” “Según la Historia, le dije, y perdone que ofenda sus sentimientos, Ginebra no se anduvo con escrúpulos y le puso los cuernos a su marido, el Rey Artús.” “¿Cómo? ¿Es que, además, tendré que ser cornudo y va a ser Belalúa quien me corone?” Se había puesto colorado, y, a cada palabra, perdía su voz la dignidad real. “Metafóricamente.” “Ni en metáfora lo aguantaré. De modo que renuncio.” “En situación como esta, don Torcuato del Río prefirió desafiar al Destino.” Belalúa aprovechó la ocasión para cambiar de tema. “Nos convendría saber de esos señores, don Torcuato del Río y los otros, algo más de lo que sabemos. ¿Por qué no nos lo cuenta?” “Habría mucho que contar.” “Pues escríbalo, entonces.” “¿Para publicar en su periódico?” “¿Por qué no? Procuraría incluso que se le pagase.” “No me vendrían mal, se lo confieso, unos duros al mes; pero, de lo que sé, muy poco es publicable.” “¿Por razones políticas?” “Por razones de todas clases. La historia de La Tabla Redonda, al menos hasta donde se me alcanza, es una historia política y una historia pornográfica.” Don Annibal Mario abrió los ojos golosos. “¿Pornográfica, dice? ¿En el sentido exacto de la palabra?” “Y en el inexacto también.” “¿Es que hay un sentido inexacto de la pornografía?” “De la palabra, todos los que usted quiera darle. Pero, en lo que respecta a La Tabla Redonda, nos basta con el que todos entienden. De modo que, si la gente lo sabe, por ejemplo, don Acisclo Azpilcueta, ya podemos renunciar a la tertulia.” “De todas maneras, insistió Belalúa, convendría que supiésemos… ¿Por qué no nos lo escribe, aunque solo sea para leerlo en privado?” No aquella misma noche, pero sí a la siguiente, me puse a escribir, a mi manera, lo que había averiguado de La Tabla Redonda, pero también de otra institución, más o menos con ella relacionada, El Palanganato, de la que aquellos caballeros no tenían noticia. Nunca había oído hablar de ella a nadie, de modo que la he considerado siempre como descubrimiento personal. Arrancado a los archivos del fondo de los tiempos, yacía en mi memoria, pero su naturaleza me impedía dar publicidad excesiva a mi descubrimiento. Callé, entonces, pero pocas noches más tarde les leía la siguienteDISERTACIÓN HISTÓRICO-CRÍTICA SOBRE LA TABLA REDONDA Y EL PALANGANATO; Y SOBRE ALGUNAS PERSONAS Y ALGUNOS HECHOS CON ELLOS RELACIONADOS, por J. B. “El doctor Amoedo aseguraba que todo comenzó con la llegada de Argimiro el Efesio, pero eso sería tomar las cosas desde muy atrás y, sobre todo, sería como dotar a un sistema irreprochable de causas y efectos de una causa primera evanescente, o, al menos, vacilante. Porque ¿quién nos demuestra que Argimiro el Efesio haya estado alguna vez en Castroforte, y que se llamase Argimiro, y no, pongamos por caso, Tales el Milesio? Las verdades como piedras, a lo largo de dos mil años, pierden mucho de su fuerza de persuasión, y más en un clima como este, de tantas nieblas, que las hace (¿las verdades?, ¿las piedras?, más bien las piedras) porosas e inconsistentes. Don Ignacio Castiñeira, más cauto, prefería escoger como punto de partida la destrucción de la ciudad por Celso Emilio el Romano, que está algo más documentada y puede usarse como hipótesis de trabajo; pero la cosa queda también bastante lejos, y los efectos de la niebla siguen siendo los mismos. Don Torcuato del Río, en cambio, se mostró siempre partidario de entender las cosas a partir de sí mismo como realidad indiscutible y palpable, aunque quizá con la intención de que se diera su nombre a una época, lo cual, quiero decir sus pretensiones, se puede discutir desde varios puntos de vista, e incluso rechazar por excesivo, pero tiene la ventaja de ofrecer algunas precisiones cronológicas sin las que no hay manera de entenderse. Ahora bien, la vida de don Torcuato nos suministra tal cantidad de fechas importantes, que la elección es difícil. Podríamos incluso admitir que todos los días de su vida fueron trascendentales, al menos para él, si se exceptúan los pocos que pasó en la cama con el sarampión cuando era niño, y una gripe muy fuerte que padeció en la madurez, lo cual, en una vida tan larga, no significa nada. Dejemos la de su nacimiento a un lado, porque ni sus padres ni sus padrinos podían sospechar la importancia futura de aquel recién nacido, pequeñísimo de cuerpo, pero raramente dotado de símbolos viriles. «Este niño va a ser cura», dicen que dijo su abuela. Y algunas otras fechas de significación privada, reservada o secreta. ¿Elegiremos la de su matrimonio o la de su temprana viudez? ¿O bien la del día glorioso en que, desde el balcón del Ayuntamiento, proclamó el Cantón Federal e Independiente de Castroforte del Baralla? Personalmente, me siento atraído por aquel 4 de marzo de 1864 en que convidó a merendar a sus amigos en el comedor de su casa. El pretexto era la publicación reciente —los ejemplares olían todavía a tinta— de su monumental Historia de la rivalidad milenaria entre Castroforte del Baralla y Villasanta de la Estrella, con un apéndice documental y una cronología rigurosa de los obispos de Tuy. Hasta entonces, solo había escrito y publicado artículos de divulgación científica y folletos pornográfico-satíricos. Aquella era, entre las suyas, la primera obra de empeño: mil años de historia de la ciudad quedaban, impepinablemente, fuera de toda duda, y el enigma de las lampreas, esclarecido para siempre. Del Santo Cuerpo Iluminado trataba solo de paso —aunque la puntual relación de su arribada por mar se consignase con claridad—, pero esto no extrañó a nadie, dado que don Torcuato era ateo militante. Cuando llegaron los de la trinca —estaban el señor Castiñeira y el escultor Baliño; el doctor Amoedo y, por supuesto, Barallobre; estaba el Vate Barrantes, neófito, como si dijéramos, en la estimación de aquellos ciudadanos imponentes—; cuando llegaron, digo, esperaban hallar los siete volúmenes de la obra encima de la mesa, y lo que se encontraron fue una monumental empanada, vino a granel, y toda clase de confites en un aparador a mano. Como era su costumbre, don Torcuato tenía la chistera puesta, así que ellos no se quitaron las suyas, sino solo las capas y los gabanes, que, entregados a uno de los artefactos de su invención de que don Torcuato tenía la casa llena, desaparecieron camino de las perchas como por arte de birlibirloque. Había noticias frescas de Madrid, donde la cosa no andaba del todo bien, a causa, como siempre, de los intelectuales, y referencias de una criada que había venido a casa de los señores de Ruiz Armado procedente de Villanueva de Arosa: temas dignos, uno y otro, de que aquellos caballeros ejercieran sus dotes de adivinación y comentario. Esperaban que don Torcuato les mostraría el libro después de los confites, pero en aquel momento se hallaban metidos en disputa por si la criada de los señores de Ruiz Armado era morena o rubia y por si la criaturita que había traído consigo era de su marido, que la habría abandonado, o si era hijo de soltera. Baliño, mejor enterado que nadie de aquel caso, cerró la discusión diciendo: «No se hable más. El marido se fue a vivir con otra: lo sé de buena tinta». Y como tenía reputación de verdadero y cabal —era hombre de pocas palabras—, todos quedaron en silencio. Y don Torcuato aprovechó la ocasión para decir: «¡Bueno, bueno, bueno, bueno…!» Un estremecimiento colectivo sacudió los meollos presentes, como siempre que don Torcuato pronunciaba, con aquel tono, aquellas importantes palabras en número de cuatro, porque en número de tres prologaban simplemente la relación de su última aventura. El guiño de Barallobre a Castiñeira quería decir, exactamente: «Ahora nos va a sacar desnuda a la criada de los Ruiz Armado»; y el de Amoedo al Vate no quería decir tanto, no era una afirmación, sino más bien una asustada interrogante. Pero lo que hizo don Torcuato fue salir del comedor y regresar cargado de unas bolsas de arpillera de las que empezó a sacar tubos; y cuando las hubo vaciado, y los tubos estaban en el suelo, se quitó la chistera. La cosa era tan excepcional como inesperada. Ni siquiera hubo guiños, sino temblores, y todos se acordaron, bien a su pesar, del veneno de que se había hablado algunos años antes. El doctor Amoedo, para quien el placer gastronómico no consistía tanto en comer como en eructar, advirtió que las sucesivas emisiones de gases enviadas por la empanada de lampreas ofrecían ciertas sospechosas variantes de olor y de sabor, y Castiñeira, que no había hecho testamento, no pudo menos que imaginar a sus sobrinos matándose unos a otros por la herencia. Entre tanto, don Torcuato había cogido uno de los tubos, el mayor de los que estaban a la vista, y lo colocaba ceremoniosamente en la repisa de la chimenea, sobre un soporte de madera de mucho peso y de notable labor. Carraspeó. Bebió un sorbo de vino. «Caballeros…» De la empanada, quedaban restos; de los confites, ni raspa. «Caballeros, hoy es un día importante, y no por lo que ustedes piensan, me refiero a ese libro que acabo de publicar, sino porque lo he elegido para la inauguración privada de lo que con propiedad absoluta pudiera denominarse Homenaje Tubular al Sistema Métrico y también Fantasía Matemática de Tuberías Proliferantes y Polimorfas.» Con lo cual ya queda claro por qué me pareció esta fecha más atractiva que las otras. Don Torcuato aseguró siempre que su gloria, más que de sus trabajos de historiador, más que de sus invenciones mecánicas, más que de sus venenos indetectables, le vendría del «Homenaje Tubular» y de la proclamación del Cantón Federal e Independiente de Castroforte del Baralla (acontecimientos, por lo demás, relacionados). Durante muchos años, lo que se enseñaba a los forasteros en la ciudad, era la Basílica del Cuerpo Santo y el «Homenaje Tubular», que todavía se conservaba visible cuando don Miguel de Unamuno nos visitó a principios de siglo. Quedó perplejo don Miguel ante el tejado erizado de tubos, ante las ventanas que arrojaban tubos, ante los tubos que asomaban por las tapias del jardín, y aunque no fuera aficionado a la música, no pudo menos de sorprenderse al escuchar, a la primera ráfaga de viento, el concierto que el aire, al pasar, sacaba a aquellos orificios. «Era una mente extraña la que inventó este artilugio», comentó; y no falta quien sostenga que, al escribir su ensayo La locura del doctor Montarco, tenía en la mente el recuerdo de don Torcuato. Lo cual quizá sea cierto, pues de Unamuno podía esperarse cualquier extravagancia, pero la verdad es que nada hay más diferente, en orden a fantasías, que la del imaginativo doctor Montarco, y la rigurosa, racionalísima y, sin embargo, disparada al infinito irracional y autónomo, de don Torcuato. Quien continuó su discurso de esta manera: «Esto que ven aquí es un tubo de zinc que mide exactamente un metro, perforado en su superficie por diez agujeros que distan entre sí otros tantos centímetros. Lo llamo el Tubo-madre y también el Primer Arquetipo, y el basamento en que reposa lo abraza fuertemente. Delante de ustedes, y con su venia, voy a introducir, en cada uno de los mentados orificios, un tubo de estos otros, menores en diámetro. Les llamo Tubos-tipo, y su dimensión, de veinticinco centímetros de largo, no es caprichosa, como algún día se sabrá. Véanlos ya, apuntando a los techos, que es como si a los mismísimos cielos apuntaran. Introduzco un nuevo tubo en cada uno de los ya instalados, con lo que el “Homenaje…” levanta ya medio metro por encima del arquetipo: es una dimensión que considero suficiente como esbozo de la obra, aunque su función no sea precisamente la de cimentar, sino más bien la de orientar y, más exactamente, la de Destinar, si damos a la palabra Destino el grave sentido con que los antiguos la tomaban. He aquí, pues, los veinte tubos, erguidos, oscuros, interrogantes. ¿Adónde irán a parar? Ni yo mismo lo sé. Las direcciones del espacio son infinitas; y aunque estos tubos, tal como están, podrían crecer y crecer hasta arañar el Trono del Altísimo, la introducción de un tercer elemento nos permite esperar que también puedan llegar a los Infiernos y acariciar las costillas de Satán. (Del Río no dijo “las costillas”, sino exactamente “las pelotas”, pero a mí me repugna el uso de palabras malsonantes cuando no son indispensables.) Vean. Estos son angulares simples (los muestra) y, estos, dobles. Su diámetro es ligeramente mayor que el de los tubos, y van reforzados de anillos en los extremos, anillos a un tiempo decorativos y funcionales, porque lo mismo que abrazan la entrada y la salida, introducen una rítmica variación de superficie en la monotonía de los tubos uniformes. Sus curvaturas están calculadas matemáticamente, habida cuenta de la media y extrema razón, que es la clave del Cosmos, número de oro, etc., etc. Voy a instalar estos tres en los tres tubos de la derecha, con salida hacia ese lado, y estos otros en los tubos de la izquierda, mirando a la misma parte. Con lo cual el Destino unánime y monótono queda alterado y, por decirlo así, tripartido. Los cuatro tubos centrales, de momento, seguirán su camino hacia los cielos: ya veremos si algún día los alcanzan. A los de la derecha, con más angulares y más tubos, los envío, de momento, al suelo; en cuanto a los de la izquierda, como está previsto que den la vuelta al corredor, que festoneen puertas y ventanas, y que emigren de una en otra a todas las habitaciones de este piso, dejémosles que permanezcan en la horizontal y que crezcan». Don Miguel de Unamuno no fue capaz de calcular el número de tubos que subsistían en la época de su viaje, y las cifras de miles que se dieron en diferentes ocasiones no pasaron nunca de conjeturales, calculadas a grosso modo y sin otra base que la experiencia visual de una cantidad abrumadora. Yo, sin embargo, estoy en posesión de la clave, pero, desgraciadamente, puesto que el «Homenaje Tubular» desapareció hace años —sus últimos vestigios fueron machacados y fundidos cuando la guerra en señal de patriotismo—, la cifra que yo pudiese dar sería enormemente discutible. Alguna vez los vi —a los vestigios me refiero—, pero los recuerdos de entonces me fallan desde que pasé tanta hambre el tiempo que estuve preso: cuatro años y medio, uno tras otro, en el Lazareto de San Simón, que es lugar desde donde pueden contemplarse los atardeceres más hermosos que vi en mi vida. Sobre todo el color de las aguas del mar: que son de plomo, a aquella hora, de plomo oscuro con bordes de clara púrpura, y un poquito de rosa y de azul en el aire, y las montañas negras con el perfil tan nítido. ¡Si, además de crepúsculos, hubiera buena comida, o, al menos, esperanza! Don Prudencio Pedrosa se divertía jugando con la nuestra, a darla o a quitarla: hombre enterado que era, con amigos hasta en el enemigo, y con fuerza de persuasión en las palabras, como que nos convencía de que íbamos a ser indultados o de que nos iban a acogotar a la mañana siguiente. ¡Y uno sin más consuelo que los atardeceres! Pues, como iba diciendo, aunque tenga la clave, la cifra exacta es imposible de calcular. Porque ¿quién me asegura que don Torcuato, a pesar de sus buenos propósitos, no haya exagerado un poco? «Me propongo añadir tres tubos diarios, al menos durante algunos años, no puedo predecir cuántos, pero desearía que fuesen muchos. Habrá, después, que rebajar a dos, y, más tarde, a uno; y vendrán inexorablemente los tiempos de tres, de dos, de uno por semana; luego por mes. ¿Me veré algún día en la situación humillante de no añadir más que uno cada año? ¡Nadie lo sabe! Tres tubos diarios, en un año, suman mil noventa y cinco, o sea, doscientos setenta y tres metros de crecimiento real, que, repartidos entre los tres sistemas, confieren a cada uno de ellos la verdaderamente exigua posibilidad de aumentar noventa y un metros anuales (les hago a ustedes gracia de unos centímetros que sobran). ¡Ni siquiera la centena! Para una ambición como la mía, apenas nada. Porque yo desearía, si mi sentido de la realidad no me lo impidiese, ver cómo los tubos convertían mi casa y sus contornos en una selva inextricable y al mismo tiempo rigurosa.» Aunque los acontecimientos de aquel año cambiaron el curso de muchas cosas, no influyeron en la voluntad tenaz de don Torcuato, que añadía tubo tras tubo (no siempre tres, no siempre uno, nulla dies sine tubo). Tardaron, sin embargo, en asomar por las ventanas sus inquietantes orificios. El primero apuntó por los días del Cantón Independiente, y la leyenda que se había formado al propósito añadió a sus muchas conjeturas la de que don Torcuato había sacrificado el desarrollo lógico, diríamos también orgánico y, por supuesto, estético, de uno de los tres sistemas, con el fin de inmortalizar de alguna manera visible desde el exterior su alegría por la independencia política de Castroforte —que, entonces, recobró su verdadero nombre al decidir el Gobierno Provisional que toda señal viaria en que figurase el de Castrofuerte fuese inmediatamente retirada—. Por entonces ya había revelado don Torcuato a sus amigos que, además de su finalidad oficial, el Homenaje Tubular encerraba una significación simbólica, aunque no dijo cuál, sino que se explayó largamente acerca de las propiedades estéticas y de la condición de cabeza de un arte nuevo, precisamente el que correspondía a la sociedad futura. Ya entonces la triple hilera de la derecha había llegado al estrado; la de la izquierda asomaba al zaguán, y la del centro estaba a punto de perforar el techo e invadir el cuarto de trabajo de don Torcuato, que estaba en el segundo piso. Las Actas Oficiales de las Reuniones se databan ya «A tantos de tantos de la Era del Homenaje Tubular», si bien con la oposición de don Ignacio Castiñeira, para quien, según su Teocosmogonía, no era más que un efecto entre muchos, un efecto perdido en una inmensidad de efectos derivados de aquella proposición que dice (primera página de la Teocosmogonía): «En el principio fue la Nada. La Nada será en el fin. Nada sería también el intermedio si la Nada no se hubiera doblado sobre sí misma, engendrando, así, el fulgurante protoátomo del que surgieron los Dioses». Comienzo, como se ve, poético además de científico y, sobre todo, adecuado a las especulaciones religiosas en que se funda el Culto al Vaso Idóneo. Que todos los de La Tabla Redonda participaron en él se infiere de los Himnos y Odas escritos por el Vate Barrantes y publicados, póstumos, por sus amigos. Si admitimos con el señor Castiñeira y sus secuaces que el momento original del Todo fue el Coito de la Mitad Macho de la Nada con su Mitad Hembra, y si, razonablemente, usamos de este principio general como base, entre teórica y dialéctica, de esta disertación, entonces queda claro y sin vuelta de hoja que la causa que andamos buscando hay que encontrarla e identificarla, no en la instalación del Homenaje Tubular, sino en el instante mismo en que Lilaila Souto Colmeiro, moza de Gunderiz en el alfoz de Castroforte, hija de Rosa y de padre desconocido, fue violada por un vecino suyo, de mal nombre o Coneiras, autor probable de otras fechorías similares. Pero, aquí, la documentación proporciona dos versiones que, sin embargo, conducen al mismo fin, es a saber, la desaparición de Lilaila, crecidita ya, como que tenía dieciséis años, porque el proceso fue largo y no faltó quien se interesara en alargarlo más; la desaparición, digo, de Lilaila, semirraptada o cosa semejante por el Director del Gran Circo Ecuestre que actuaba por aquellos días en Castroforte con gran éxito. VERSIÓN A[*] O Coneiras, bien aconsejado por su defensor, cuyo nombre no consta, tomó pasaje en un barco que marchaba a la Argentina, y no volvió a saberse de él. Y como no había por qué continuar el proceso, falto de delincuente, ya que no de víctima, fue sobreseído, y Lilaila puesta a servir en una casa de Castroforte, gracias a que don Torcuato del Río la había recomendado a las señoritas de Vilela, que necesitaban por aquellos días una fregona más bien barata (su condición de violada influía, sin duda, al menos en la estimación de aquellas señoritas, en la calidad de su fregoteo). La Lilaila, el primer domingo que tuvo libre, acudió a dar las gracias a don Torcuato, de acuerdo con las instrucciones que de su madre había recibido. Y, entonces, el Ilustre Procer (que así se le llamaba siempre a don Torcuato), llevó a cabo con ella un lento y minucioso ejercicio del Culto al Vaso Idóneo, del que tanto ella como él quedaron satisfechos. Lilaila prometió volver cada domingo; don Torcuato comunicó el hallazgo a los contertulios del Café Suizo, todavía no constituidos en Tabla Redonda. «¡Una diaconisa como no hay dos, caballeros! ¡Un bombón, un primor, un cachito de cielo! Pero si todos estos elogios pueden predicarse de ella en estado de reposo, ¿con qué palabras podré describirla cuando se siente sacudida del Baile de San Vito, o de la Sacra Dynamis, como ustedes prefieran? Su armonía es de tal calidad, que hay que pensar en Pítágoras, en el Arpa de David o en cualquiera de esas concepciones optimistas del Universo que lo interpretan como conjunto de ritmos correlativos, etcétera, etc.» Y quedaron en reunirse el domingo siguiente en casa de don Torcuato con el fin de participar en los cultos comunitaria y mancomunadamente. Pero, en el ínterin, Lilaila tuvo que fregar el portal de las señoritas de Vilela, y lo hizo cantando, como lo hacía todo: intérprete inconsciente que era, la criatura, de la música cósmica. Lo hizo también de rodillas, porque así lo exigía el menester, y ofreciendo al paseante, además de sus trinos, el espectáculo sideral de sus posaderas, acometidas de un movimiento lento y perturbador. Y fue entonces cuando pasó por allí el Director del Gran Circo Ecuestre… La escuchó, la contempló y se la llevó sin darle siquiera tiempo a cambiarse de ropa. Las señoritas de Vilela comentaron, asombradas, la calidad moral de aquella muchacha, que prefería cantar por los escenarios, como una pindonga, al honesto servicio doméstico de criada para todo. VERSIÓN B Don Torcuato actuaba de abogado defensor del Coneiras, quien, en un rapto de entusiasmo dionisíaco, aunque retrospectivo, describió tan a lo vivo las excelentes cualidades de su víctima, quizás buscando con ello una justificación ante sus futuros jueces, que don Torcuato se creyó autorizado a imaginarla como criatura excepcional, no solo por los atractivos que ofrecía a los cinco sentidos —ni uno menos—, sino por la sospecha que le vino de que en aquella muchacha pudiera haber encarnado, graciosa y milagrosamente, alguna de las Diosas fertilizantes que la Cosmoteogonía de don Ignacio Castiñeira enumeraba y describía. Sirvieron de base a sus sospechas ciertos matices de lo que el Coneiras le había confiado, singularmente la existencia de un lunar moreno, rodeado de siete lunares rubios en la parte más eminente del anca izquierda de Lilaila. «¿Un lunar rodeado de siete, dices?» «¡Como lo oye, don Torcuato, y es para volverse loco! ¡Se lo aseguro por la memoria de mi madre, que en gloria está ya va para veinte años!» Don Torcuato preguntó a Castiñeira la significación esotérica de semejante señal, y el señor Castiñeira, después de haberlo consultado en sus textos, le respondió que persona así marcada tenía a todos los astros de su parte, y que del lugar de la señal se colegían indubitablemente deleitables triunfos en menesteres venéreos y en ejercicios similares, equivalentes o acompañantes. Don Torcuato mandó llamar a Rosa, madre de la violada, y le propuso una compositio, de acuerdo con las más viejas tradiciones jurídicas, así romanas como germánicas; y ella aceptó, por lástima que tenía del Coneiras, encarcelado: el virgo de Lilaila Souto fue evaluado y tasado en cuatro ferrados de labradío que poseía el Coneiras, casualmente colindantes con ciertos predios de Rosa Souto y especialmente aptos para redondear una finquita rentable. El acuerdo se firmó. Rosa retiró la acusación. El Coneiras entregó las tierras e incluso cortejó a Rosa, por aquellos días vacante de un sacristán que había muerto, y Rosa lo recibió en el lecho para que viese que no había habido rencor de su parte ni mala voluntad, sino estrictamente espíritu de justicia. Don Torcuato le envió nuevo recado. Ella compareció rozagante. «Ya sé que te has amancebado con el Coneiras. Me parece muy bien.» «Como que no es mal hombre.» «Le gustan las mujeres como a todos, y por eso no se le puede culpar. Lo de Lilaila fue un mal momento.» «¡Claro, como ella es tan mujer…!» «Malos momentos como aquel se pueden repetir, y más viviendo todos en la misma casa y durmiendo él en tu cama. Lo mejor será que me traigas a la niña: cabalmente estoy necesitado de alguien que friegue de vertedero.» Así vino Lilaila Souto, con su macuto al brazo y al viento sus rubias trenzas. Su madre la había aleccionado: «Sobre todo, sé obediente con el señor, y agradecida al bien que nos ha hecho». Don Torcuato la inició en el culto al Vaso Idóneo la tarde misma de su llegada, y ella encontró que, si bien coincidía fundamentalmente con lo hecho por el Coneiras, los trámites variaban y el conjunto era más atractivo. No fue, pues, el portal de las señoritas de Vilela, sino el de don Torcuato, el lugar en que el Director del Circo descubrió a Lilaila. Don Torcuato perdió así a su diaconisa, blanca a la vista, olorosa a heno, deliciosa de escuchar cuando cantaba, agridulce a los labios y suave a la mano estremecida que la exploraba, según comunicó a sus amigos, compungido, desolado por la pérdida. Y aquí se juntan los divergentes caminos, porque la perorata en cierto modo indignada y en cierto modo política de don Torcuato, puede resumirse en la frase, pronto convertida en lema, propaganda y cartel de desafío: «No podemos permitir que los godos nos roben nuestras hembras»; y el adjetivo posesivo estaba usado en un sentido más amplio y algo más enérgico que el aceptado por la legislación vigente. El Vate Barrantes compuso entonces un himno gigante y extraño, en urgentes octavas italianas, y posiblemente las aleluyas que las comparsas de Mayo cantaron aquel año: todo sobre el mismo asunto, más o menos. También, entonces, don Torcuato del Río, ante el desamparo en que los godos quedarían a causa de su campaña reivindicadora, inventó su famoso «Consolador a vela para godos solitarios», que una compañía catalana estuvo a punto de adquirir y explotar: si no lo hizo fue porque aquel año apenas sopló el viento. El artilugio es ingenioso y complicado como puede verse en el diagrama que publicó La Tabla Redonda. Ofrece una eficaz sustitución del Vaso Idóneo, con la ventaja de recibir del viento, y no del antebrazo, la fuerza propulsora. Los conocimientos de mecánica poseídos por don Torcuato eran vastos y profundos. Su casa estaba llena de artefactos, elementales, sí, pero utilísimos, que le permitían ponerse el sombrero sin levantar la mano, colocarse el abrigo sin abrir el armario y coger el bastón sin inclinarse. Tampoco eran escasos sus saberes de química, y corría la voz de que en el sótano de su casa escondía un laboratorio clandestino en el que obtenía sutiles e indetectables venenos: como que, cuando los de Villasanta de la Estrella dieron jicarazo a un arzobispo liberal, despacharon a Castroforte una comisión secreta para que obtuviera de don Torcuato el bebedizo. Esto fue, por supuesto, antes de que los tres catedráticos de la Facultad de Medicina de Villasanta dictaminasen que la antigüedad del Santo Cuerpo Iluminado no pasaba de los trescientos años, pero después de haberse corrido la fama de que la mujer de don Torcuato había sido enviada al otro mundo mediante una sencilla taza de café con leche. Los que suponen que la fortuna de don Torcuato procedió de la industria clandestina de venenos y no de su herencia materna, le atribuyen la idea de que todo el mundo tiene ganas de matar a alguien y de que siempre hay alguien que le quiere matar a uno, lo cual, comercialmente explotado, puede producir en un período de tiempo relativamente corto un número de muertes cuyo cálculo resulta en apariencia arduo, pero que estudiado a la luz de la estadística, da como resultado la fórmula n-1, siendo n igual al número de personas que forman el grupo que se estudia. Pero ¿por qué razones no quedó don Torcuato como único habitante de Castroforte? La respuesta pertenece sin duda al orden de lo Imponderable, de lo Arbitrario y de lo Incierto, y si bien hoy disponemos ya de códigos mentales de eficacia comprobada en la investigación de las Variantes y de los Variables, en la época en que don Torcuato obtenía sus elixires por simple destilación de hortalizas comunes —el repollo, la zanahoria, la lechuga, el guisante— y de plantas espontáneas —llantén, manzanilla, berro y la simple hierba de los prados— se creía en la inmutabilidad de las leyes cósmicas y en su inexorabilidad, lo que valía tanto como creer en la Fatalidad. Por eso, el sistema interpretativo del Universo y del Hombre en Sociedad de don Torcuato, lógico en todos sus trámites, llega a un punto, más que oscuro, misterioso; a una interrogante sin respuesta que le atormentó en secreto y que da a su figura ese matiz de inquietud verdaderamente romántico que le envuelve como un halo. En cualquier caso, esta época de su vida fue la de los Envenenamientos Atípicos: doña Mercedes Fandiño mató a su amante para, sobre su cuerpo muerto, reconciliarse con su marido; don Armando Valeiras se deshizo limpiamente de su hijo con el mismo veneno que este tenía preparado para enviarle al otro mundo y heredarle; la octogenaria doña Micaela Vizoso, ya que sus fieles criados Fermín y Pepa no la precedían en el uso de la muerte, forzó el Destino y les pagó un entierro de primera; la señorita Piluca Cerdido, hija única de don Tomás Cerdido, del Comercio, dio el pasaporte definitivo a su novio Carlitos porque la quería demasiado y era una lata; el sereno nocturno Celedonio Dacuña Prego envió al otro barrio a su colega Cresconio Dapena Dorrego sin motivo aparente o real, así, por las buenas, porque había luna aquella noche y Cresconio no se había dado cuenta. Celedonio le invitó a un carajillo y se supone que, en una distracción de su compinche, le echó el veneno en la taza. Etc., etc. De todo esto se le acusó en Villasanta; pero los documentos de procedencia villasantina distan mucho de ser irrefutables, aunque para los historiadores de aquella Universidad, tocados siempre de apasionado localismo, sean los únicos válidos. Todavía en 1936, la Revista de Estudios Regionales, patrocinada y en su mayor parte escrita por el profesorado de Filosofía y Letras, publicó un estudio serio y embarullado, que cualquiera puede leer y que se titula Castroforte del Baralla: orígenes, desarrollo y fin de una leyenda, y se aplica a demostrar: 1, que la existencia de Castroforte había sido inventada por el arzobispo Ramírez, en el siglo XII, por motivos socioeconómicos; 2, que mientras subsistieron dichos motivos, la existencia de Castroforte se mantuvo como una realidad geográfica, demográfica y administrativa, y 3, que solo al centralizarse la política eclesiástica y al cambiar las condiciones de la producción, sobre todo de las lampreas, decayó la leyenda, hasta su desaparición en los últimos años del siglo XIX. En 1864, dice el autor del trabajo, se dio a la luz en una revista clerical el informe de los tres profesores universitarios negándole antigüedad, y por tanto autenticidad, al cuerpo de Santa Lilaila de Éfeso, llamada también de Barallobre. No es muy seguro que, por entonces, el Homenaje Tubular hubiera llegado ya a la cocina. Sin que se conozcan las causas, don Torcuato se había desentendido temporalmente del segundo sistema, para entregarse por entero al incremento del primero, que, después de haber recorrido el zaguán, inició la invasión de los sótanos. Poco después, El Eco de Villasanta dio la noticia de que un equipo de ingenieros topógrafos, que se ocupaba en la triangulación geodésica, había buscado en vano el emplazamiento de Castroforte y había regresado con la convicción de que a la ciudad se la había tragado un cataclismo. «¡Qué cataclismo ni qué niños muertos!», comentaba el diario; «lo que pasa es que Castroforte no ha existido nunca»; y enumeraba unas cuantas razones, desprovistas, es cierto, de valor científico, pero no por eso menos cargadas de intuición histórica. Lo que nunca podrá saberse es si la intervención de don Torcuato en el jicarazo al arzobispo liberal fue anterior o posterior a la publicación del informe médico sobre el Cuerpo Santo y a la noticia de que los topógrafos no habían hallado a Castroforte en su emplazamiento acostumbrado. El arzobispo Gómez falleció en 1862 y el cardenal Esteso en 1865. Ambos eran masones. ¿Quién de ellos fue el envenenado? Si bien los catedráticos vinieron a Castroforte durante el arzobispado de monseñor Gómez, el informe de los topógrafos se publicó durante el pontificado del cardenal Esteso. ¿Se debió la participación de don Torcuato en la muerte de uno de ellos a deseo de venganza, o, como quieren algunos, la campaña contra Castroforte fue dirigida desde la sombra por los villasantinos liberales como revancha por la intervención de un castrofortino en la muerte de un prelado de mente tan esclarecida que amenazaba con no dejar en toda la región reliquia que pudiera considerarse verdadera? En cualquier caso, la conducta de don Torcuato obedeció al resentimiento, explicable y legítimo por otra parte, contra quienes negaban autenticidad al Cuerpo Santo y existencia a Castroforte. En la histórica alocución contra los godos a causa del rapto de Lilaila Souto, una mitad al menos de la argumentación se dirigió contra Villasanta de la Estrella, la enemiga, la rival multisecular de Castroforte, y muchas de las frases en que se contienen sus invectivas rezuman sarcasmo. Por ejemplo, aquella en que dice: «… ellos, que veneran los huesos de un raposo por los de un apóstol de Jesucristo…»; o esta otra: «Ni siquiera la aplicación sistemática de los métodos más modernos de piscicología ha conseguido que sus lampreas sean medianamente sabrosas». ¡Otra vez las lampreas, por las que Celso el Romano, seducido por la reina Lupa, destruyó el primitivo Castroforte, arruinó sus pesquerías y arrojó al Mendo a todos sus habitantes! ¡Otra vez las lampreas, verdadera y casi única razón socioeconómica por la que el arzobispo Ramírez, según dicen, inventó el mito de Castroforte del Baralla! La Oda anacreóntica a la lamprea, del Vate Barrantes fue, con toda seguridad, escrita poco después de estos sucesos, pero por algo permaneció inédita hasta la aparición de La Tabla Redonda, en cuyo primer número figura en cursiva, a toda página y con orla de lampreas estilizadas. Don Argimiro Amoedo, que no era un historiador a la moderna, quiero decir positivista, sino un verdadero poeta que utilizaba la intuición como instrumento epistemológico, bien merece ser traído aquí como formulador afortunado de la triple alegoría de las lampreas, Diana y Santa Lilaila de Éfeso, con lo cual no hizo más que poner en figuras claras lo que estaba en la mente de todos. Cómo, más adelante, relaciona el Triple Mito con el culto, a todas luces posterior, al menos en sus términos actuales y en su actual liturgia, al Vaso Idóneo, es quizás el fallo de su tesis y de su intuición, que no vio en ese caso las verdaderas conexiones, aunque, sospechando que existían, las inventó. Da lo mismo. Hacia 1864, el culto al Santo Cuerpo, si popular y extendido, no incluía entre sus fieles a los contertulios del Café Suizo, que, si no ateos, eran al menos librepensadores; lo cual, sin embargo, no impidió que, cuando el Informe de los Tres Sabios Doctores fue publicado, don Torcuato del Río se personase, sin quitarse el sombrero de copa, en casa del Deán de la Colegiata y le dijera: «Al señor obispo de Tuy le han engañado como a un pardillo; pero es un anciano, y accedió por disciplina a lo que el arzobispo de Villasanta le pedía. Usted, en cambio, hizo resueltamente el bobo, al permitir que esos mediquillos examinasen el Santo Cuerpo, ya que nadie le obligaba a hacerlo, porque el Santo Cuerpo no es suyo». Al Deán le sorprendió que un impío confeso, público y peligroso como don Torcuato se metiese apasionadamente en un asunto que, a primera vista, solo afectaba a los creyentes. Pero es que el Deán ignoraba el alto valor simbólico y esotérico que el Santo Cuerpo encerraba para los iniciados en el culto del Vaso Idóneo. Pensó, y no le faltaba también razón, que a don Torcuato lo que le movía era la pasión localista y el odio a Villasanta, y que solo por eso, siendo ateo, reprochaba a dos eclesiásticos apesadumbrados, el señor obispo de Tuy y el mismo Deán, su negligencia o quizá solamente su buena fe. Todo lo que siguió fue para el señor Deán una serie de manifestaciones de la pasión localista de don Torcuato, y también de sus amigos, y en ese sentido se sintió unido a ellos: como que figuraba en la tribuna presidencial y en lugar bien visible cuando se inauguró la estatua del Almirante Ballantyne. (Esto aconteció cuando don Torcuato introdujo en el triple sistema Tubular el Segundo Arquetipo, que era otro tubo de un metro con diez orificios, pero no dispuestos en línea recta como los del primero, sino en espiral. Lo instaló precisamente en su cuarto de trabajo, en el que el ya Sistema Ascendente dio pronto origen a un nuevo sistema, disparado en cuatro direcciones: Norte, Sur, Este y Oeste, con algo de Tiovivo y algo de Veleta.) Había que ver qué estatua, de bronce auténtico, bronce verdadero de verdaderos cañones: para fundirla, se habían utilizado seis de los doce que quedaron en la ciudad, bastante abandonados, eso es lo cierto, después de que el Batallón Literario, ebrio de gloria por su triunfo sobre las tropas de Napoleón, había hecho inútil el heroísmo del Almirante y de todos los que mantenían el derecho a la independencia frente a la tiranía absorbente de la Junta Central, y el de permanecer en la obediencia de Bonaparte contra el borbonismo a la fuerza que querían imponer los patriotas. Había sido aquel un acto cívico conmovedor, un acto en que los godos no habían intervenido ni siquiera en sus aspectos materiales, ya que la estatua la había proyectado, esculpido en barro y fundido después con la ayuda de unos artesanos locales, el escultor Baliño, y aún se dice que, para la figura del Almirante, don Ignacio Castiñeira había servido de modelo a causa de su excepcional gallardía, aunque en la cara se retratase al Vate Barrantes, quizás porque, descendiendo como descendía de Ballantyne, alguno de sus rasgos habría heredado. Por cierto que hubo piques entre Barrantes y Barallobre. Barallobre había aspirado a ser él el retratado, pero Baliño lo rechazó a causa de su chata nariz: «Un Almirante enérgico no podía tener esa cara de lechuza triste que usted tiene, Rogelio»; y Barallobre faltó a la tertulia del Café Suizo por espacio de una semana o dos, y si después volvió y continuó figurando en La Tabla Redonda (a lo que nadie le negaba el derecho, naturalmente) con el puesto de Govén, se debió a los buenos oficios del doctor Amoedo y de don Ignacio, que en cuestiones de honor picado se las pintaban solos. El reparto de puestos fue por insaculación, y a Barrantes le tocó limpiamente el de Lanzarote: quedó contento, claro, por lo lucido y por lo bien que iba a su condición de Vate. Pero, inmediatamente después, comenzó una campaña solapada y urgente, de la que don Torcuato quedó molesto, encaminada a que don Rogelio Barallobre fuese proclamado Rey Artús. Y nadie pudo convencerle de que el cargo pertenecía a don Torcuato casi por derecho propio. «Don Torcuato», dicen que le dijo el Vate en voz baja, después de la proclamación, «sin Reina Ginebra no hay verdadera Tabla Redonda. Ginebra fue la esposa del Rey Artús y le puso los cuernos con Lanzarote. ¿Quiere usted empujarme al trance de estropear nuestra amistad, obligándome a engañarle con una mujer de la que esté usted enamorado?» No se demostró nunca que estas palabras hayan sido pronunciadas por el Vate y escuchadas por el Rey Artús, ni lo está tampoco que, cuando el pique de la tribuna presidencial el día de la inauguración de la estatua, Lanzarote hubiera hecho a Govén un corte de mangas sin el menor disimulo; un corte de mangas en el que los dedos imitasen cuernos. En aquel momento, don Torcuato comenzaba su famoso discurso, que puede leerse completo en el segundo número de La Tabla Redonda, el mismo en que se publican el trabajo del doctor Amoedo sobre el Canónigo Balseyro, y el Segundo Canto de la Teogonía, de don Ignacio Castiñeira que, por cierto, lo dedica entero a los Dioses Menores y a sus metamorfosis en astros aislados o en conjuntos siderales; de modo que es ahí donde, por primera vez, se enumeran las trece, no doce, Constelaciones del Zodíaco, según la nomenclatura celeste de Castroforte: el Palo, el Sombrero, las Tres Hijas de Eva, el Gato con Botas, la Siempreviva, la Sota de Oros, la Cachimba, la Lamprea, los Tres Pies para un Banco, la Gran Flauta de Pan, el Totumrrevolutum, la Corona y los Testiguillos. Don Torcuato apuntaba con la mano derecha a la estatua, cubierta todavía de una enorme arpillera decorada que, por cierto, no se cayó del todo cuando tiraron de ella, sino que quedó colgada de la parte de atrás, enganchada en un pico del bicornio del Almirante. «Cumplimos, decía, un grato deber cívico…», y Barallobre, sin hacer caso de la solemnidad del instante, intentaba situarse en primera fila, justo al lado del orador, y desplazar así al Vate del lugar privilegiado que ocupaba, no en cuanto Vate, sino como Lanzarote del Lago, segundo cargo en honor y preeminencia de La Tabla Redonda, que, como entidad promotora del progreso ciudadano y de la erección de la estatua, comparecía corporativamente en la tribuna presidencial. «Quédate en tu sitio, Govén», dijo Lanzarote a Barallobre. «Tengo derecho al lugar de honor porque soy el único descendiente legítimo del Almirante», respondió Rogelio. Lo cual no era cierto, precisamente a causa de haberse casado Benigno Barallobre con la Criolla y no con su prima Luisa, nieta, ella sí, de Ballantyne. A las palabras añadió Rogelio un nuevo empellón bastante violento, como resultado del cual, Barrantes se quedó en segunda fila. «Bueno, ¡a mí, plin!», respondió el Vate entonces, y por debajo del brazo izquierdo hizo aparecer la mano diestra con los cuernos bien visibles. Lo cual sirvió para que Merlín, es decir, el doctor Amoedo, corroborase sus sospechas de que Lanzarote se entendía con la mujer de Barallobre, si bien no pasó entonces de conjetura o acaso de cómoda hipótesis de trabajo que permitía explicar ciertos hechos anteriores e incluso posteriores, como la muerte de Lanzarote a mano oculta y violenta, pero que solo muchos años más tarde halló comprobación al ponerse a la venta los enseres, libros y papeles de un cura de Villasanta que había muerto abintestato y, además, bastante chocho, pues de otra manera no se explica que la colección de cartas que hoy figuran en el Archivo Provincial, Sección de Manuscritos, bajo el marbete «Conspiración de las Damas», no fuese destruida o, al menos, entregada a quien pudiera interesarse en ella, y no dejada al albur de un remate que pudo haberla puesto en manos peligrosas. Las compró por cuatro cuartos el doctor Lis Carballo, sucesor de Amoedo, Merlín de la segunda generación de caballeros, pero no es seguro que haya sacado mucho en limpio de ellas a causa del desorden cronológico en que aparecen (ninguna tiene fecha); del uso caprichoso de los tiempos verbales (nunca se sabe si se refieren al pasado, al presente o al futuro) y, sobre todo, de que las personas en ellas mencionadas no figuran nunca con sus nombres verdaderos, sino con seudónimos cuyas claves resultan de elucidación alucinadoramente problemática. Que yo prefiera llamar a estos testimonios femeninos «La Conjuración Epistolar» y no «de las Damas», según consta en el registro, no supone por mi parte desconocimiento de la intervención de las mujeres en estos negocios de Castroforte del Baralla, y menos aún comporta menosprecio por lo que a la presencia e importancia del otro sexo atañe. Me libraría bien de hacerlo. Por si alguien lo pensara, me apresuro a declarar lo contrario, es decir, el convencimiento de que la participación de las mujeres, si oculta o disfrazada, fue mucho mayor de lo que se sospecha, hasta el punto de hacerme creer en una verdadera ginecocracia que no deja de estar relacionada con el Culto al Vaso Idóneo, pero que, como él, se mantuvo en la sombra y solo se manifestó en forma críptica y casi pudiéramos decir que metafórica. Hay que retrotraerse a los tiempos de don Godofredo Barallobre, el fundador de la biblioteca de la Casa del Barco, corresponsal de Buffon, de Linneo y más tarde —inexplicablemente, por cierto— de Cagliostro; don Godofredo, que enviaba al Norte sus barcos con vinos y lampreas y los traía cargados de libros prohibidos, armó un lío genealógico solo comparable al maremágnum de ideas que organizó en toda la región al convertirse en agente distribuidor de cuanta literatura racionalista, impía o francamente atea se publicaba en Londres, en París y en Amsterdam. Pues bien: para entender el laberinto de las Cartas, hace falta primero familiarizarse y no perder de vista las complicadas relaciones de parentesco de los descendientes de don Godofredo, según las muestra el árbol que en las cartas figura, cuya fisonomía es más bien enmarañada, como la de cualquier otro árbol. Pero incluso cuando uno consigue entender y recordar sin confundirse las implicaciones de Barallobres, Barrantes, Elviñas y Heliotropos, todavía falta, para alcanzar el meollo del asunto, la clave de todo este movimiento demográfico, de todas estas pasiones reprimidas, de todas estas maniobras ocultas. Una de ellas está en «los secretos» que don Godofredo transmitió a su hija Lilaila, como era de rigor, pero que esta ocultó a su marido y a su hijo Claudio, aunque no a su nieta Celinda, nieta también del Almirante y precisamente por eso. «Los secretos» eran fundamentalmente dos: el primero se refería a los modos de entrar en «La Cueva» desde el interior de la iglesia o desde la Casa del Barco, y tener así acceso a la Sala del Tesoro, donde se guardaba el oro en barras acumulado por varias generaciones de Barallobres navieros; el segundo revelaba las estructuras elementales del parentesco entre aquellas cuatro familias; aclaraba quiénes eran y quiénes no los hijos de don Godofredo, y ponía a disposición de sus descendientes las reglas necesarias para evitar el incesto. La transmisión de «los secretos» se hizo de mujer a mujer. Ni Benigno, hijo de Claudio, ni Rogelio, hijo de Benigno, los poseyeron, y lo que pretendían las Tres Damas Conspiradoras no era otra cosa sino excluir, por cualquier procedimiento, de la herencia y posesión de «los secretos» y de la Casa del Barco, a la descendencia de Claudio, e instalar allí a la de Cristal, abuela de una de las Damas y tía de las otras dos. Pero quizás lo que acabo de decir resulte demasiado claro y, por ende, racionalizado y distante de la verdad. El problema de las claves lo complica y oscurece un tanto. Estoy convencido de que el «Garzón predestinado» y, a veces «Palingenesio», no es otro que Barrantes, aunque a veces parezca no serlo. Pero ¿quién es «El Bello Garzón»? «El Hombre Malo del Sombrero Negro» puede ser, o Claudio, o Benigno Barallobre, pero «El Hombre Negro del Sombrero Malo» lo mismo es aplicable a Benigno que a su hijo Rogelio. «La Palma que en el aire se mece gentil» conviene, unas veces, a La Goda, doña Araceli del Llano y de Ampudia, la mujer que Claudio se trajo de La Habana, y, otras, a Clotilde, Clota, la esposa que Benigno se trajo de Madrid después de deshacer su compromiso con Luisa Heliotropo; pero «El Aire que se mece gentil en la Palma» lo podemos aplicar indistintamente a Clota y a Ifigenia, la mujer de Rogelio. Como, por otra parte, en las cartas se cuentan, no una, sino varias historias, según se ordenen los distintos fragmentos narrativos y según la clave que apliquemos a los seudónimos, el lío resultante es monumental. Lo mejor será que los exponga y que después procedamos conjuntamente a ordenarlos e interpretarlos. Sin embargo, no quiero callarme la sospecha de que «El Bello Garzón» pueda haber designado al famoso Capitán Bermúdez, que durante su corta estancia en la ciudad (no más de un año), destrozó los corazones de las castrofortinas, deshizo varios matrimonios y dejó más hijos bastardos que don Godofredo Barallobre. Le va lo de «Bello Garzón», a juzgar por una miniatura suya que se conserva, vestido de capitán de coraceros. 1. El Hombre Malo del Sombrero Negro se casó con La Palma que en el Aire se mece gentil.2. El Hombre Negro del Sombrero Malo se casó con El Aire que se mece gentil en la Palma. 3. El Bello Garzón estaba enamorado de La Palma que en el Aire se mece gentil.4. El Garzón Predestinado estaba enamorado de El Aire que se mece gentil en la Palma. 5. Los negocios navieros del Hombre Malo del Sombrero Negro iban bastante mal.6. El Hombre Negro del Sombrero Malo era impotente. 7. El Hombre Malo del Sombrero Negro encontró a La Palma que en el Aire se mece gentil, en la cama, con El Bello Garzón.8. El Hombre Negro del Sombrero Malo accedió a que El Garzón Predestinado engendrase un hijo en la persona de El Aire que se mece gentil en la Palma, a cambio de cierta cantidad de oro. 9. Cuando La Palma que en el Aire se mece gentil se casó con el Hombre Malo del Sombrero Negro, iba ya embarazada.10. El Aire que en la Palma se mece gentil y el Garzón Predestinado, continuaron sus amores a sabiendas del Hombre Negro del Sombrero Malo. 11. El Hombre Malo del Sombrero Negro amenazó de muerte a La Palma que en el Aire se mece gentil y al Bello Garzón12. El Aire que en la Palma se mece gentil dijo al Hombre Negro del Sombrero Malo: «¿Qué vas a hacer, desgraciado? Si me matas, morirás de hambre». Mi criterio al agrupar los fragmentos atendió a la función de cada seudónimo y a su repetición sistemática. Si leemos, pues, los de numeración impar, tenemos una historia de adulterio que puede atribuirse, o a Claudio, La Goda y el Capitán Bermúdez, o a Benigno, Clota y al mismo Capitán (porque el Vate Barrantes no había entrado todavía en escena). Si leemos, según el mismo orden, los fragmentos pares, hallamos una segunda historia de adulterio que puede atribuirse, o a Benigno, Clota y el Capitán, o a Rogelio, Ifigenia y el Vate. Lo cual arroja un total de cuatro historias. Pero cabe la posibilidad de una tercera lectura (que es la que yo prefiero), sugerida, no por un orden objetivo, sino por mi personal intuición y también por cierto sentido que tengo para la lógica de los adulterios. Reunamos, por este orden, los fragmentos 6, 4, 5, 2, 9, 10, 7, 11 y 12. A primera vista, resulta un galimatías, aunque solo por la oscuridad engendrada por los seudónimos. Pero el galimatías se organiza y la oscuridad se aclara si convertimos en personajes de la narración a Rogelio Barallobre, al Vate Barrantes y a Ifigenia Heliotropo. Lo encuentro perfectamente legítimo, y el resultado lo justifica. Mi tesis viene reforzada por la queja, expresada por la madre de Ifigenia, de que su hija tuviera que verse con su amante en las profundidades incómodas de La Cueva, que no tenía nada de incómoda: don Godofredo, en los últimos años de su vida, había traído de fuera canteros, albañiles y otros artesanos juramentados; reconstruyó los pasadizos que estaban bastante viejos; rehízo la escalera que asciende a la capilla del Santo Cuerpo, gastada por los siglos y peligrosa de subir; sustituyó por otros más modernos los resortes de entradas y salidas secretas, y amuebló con decoro, con lujo incluso, La Cueva propiamente dicha, en la que acostumbraba a pasar largas horas nocturnas absorto en sus libros de magia y en sus experiencias de nigromante: que en esto había desembocado su inicial racionalismo. Espiritista avant la lettre, buscaba el procedimiento de obligar a las almas del Obispo Bermúdez y del Canónigo Balseyro a que compareciesen en La Cueva, que, por lo demás, guardaba el recuerdo de uno y de otro; o, al menos a que la bola de cristal ante la que se ensimismaba, revelase los hechos, ya que no las palabras pasadas. Pero no parece que los espíritus de los ilustres muertos hayan respondido a sus conjuros, quizá porque él nunca había logrado creer en las almas ni en los espíritus, a pesar de que Lilaila, su hija, al regreso de su viaje a Europa, había traído, involucrada en la idea general de la «palingenesia», aquella y otras creencias; y contaba con pelos y detalles los trámites de una sesión o «tenida» Rosa-Cruz en que había habido materializaciones. Ya entonces era Lilaila una mujer e influía en las decisiones de su padre, que la adoraba; pero ni aun así consiguió atraerlo a la mística de Swedenborg, a uno de cuyos discípulos amados había ella conocido durante su viaje en una reunión celebrada en Viena, en la que Lilaila fue introducida a los misterios Rosa-Cruz y autorizada a fundar en Castroforte una Logia femenina. Todas las mujeres de la familia, en todas sus ramas, pertenecieron a ella, con exclusión de La Criolla que, por goda, y por haber frustrado las combinaciones matrimoniales de Lilaila, había sido siempre mal mirada. Signos Rosa-Cruz aparecen en todas las Cartas de las Tres Corresponsales; y, en cierto modo, Rosa-Cruz presidió el destino del Vate, quien no perteneció jamás a la masonería, como se dice un poco ligeramente, como dicen ligeramente los mismos masones, ni tampoco todos los miembros de La Tabla Redonda, sino solo algunos: don Torcuato, por supuesto; Rogelio Barallobre, por tradición familiar, y quizás el doctor Amoedo, no por pruebas, por barruntos; pero en modo alguno Castiñeira, que era un místico panteísta sin filiación determinada, ni tampoco el escultor Baliño, ni ninguno de los otros. Don Godofredo Barallobre sí lo había sido, aunque al final de su vida no estén muy claras sus relaciones con las logias; y lo fue también Claudio, pero, de ciertos síntomas, se colige que el pensamiento de la «Logia Santa Lilaila de Éfeso» evolucionó desde un racionalismo radical a un misticismo intenso, muy pronto simbolizado por el Vaso Idóneo, lo cual debe ser interpretado, ante todo, como desviación local, como verdadera heterodoxia y, después, como muestra de la influencia femenina, ya que las mujeres, en la «Logia Santa Lilaila de Barallobre», cultivaban la esperanza y al parecer el místico contacto con el Varón Liberador mediante un ritual profético, orgiástico y lustral, cuyos orígenes remotos hay que buscarlos en el viaje educativo de Lilaila Barallobre por los países que podían entonces ser recorridos sin verse empantanada por las guerras del Emperador. Lilaila trajo también de Viena la costumbre de tomar café con nata por las tardes en vez de chocolate; las mujeres de las cuatro familias la adoptaron en seguida como señal de distinción y partidismo político. Fue una de las causas menores de la impopularidad de La Criolla, que tomaba el té a las cinco como los ingleses sin que hubiera manera de conseguir que sopeara con los bollos, las magdalenas y los picatostes. Sin embargo, sin aparente relación con el café a la vienesa, trajo también Lilaila la terapéutica del baño de asiento, y ciertas ideas, quizás algo confusas, pero muy profundamente sentidas, sobre la palingenesia. Don Godofredo, metido hasta el cogote en el ocultismo, se apasionó por ellas y por el baño de asiento: por las ideas, porque proporcionaban una base racional y en cierto modo científica a sus esperanzas de que, de una manera o de otra, los dos J. B., el Obispo y el Canónigo, a quienes creía manifestaciones de la misma persona en distintos tiempos, resucitasen o reencarnasen en un nuevo J. B. que llevaría a cabo la liberación definitiva de Castroforte y su constitución en entidad política independiente; por el baño de asiento, porque revigorizaba sus debilitados nervios, gastados en el amor, el estudio y el gobierno de su negocio. Poco a poco, en largos, en secretos, en fértiles coloquios con su padre, le imbuyó Lilaila el convencimiento de que la entidad metafísica del Varón Liberador coincidía precisamente con la de J. B. La llegada por la mar del Almirante Ballantyne, Rosa-Cruz como ella, presentaba el cúmulo de circunstancias necesarias para una identificación, que aconteció de manera fulminante y un tanto sorprendente para ambos. Por desdicha, como los otros J. B., Ballantyne no pudo llevar a cabo la esperanza secular de Castroforte, y, como los otros, marchó vencido hacia ese lugar Más Allá de las Islas donde esperan no se sabe bien si la reencarnación o el Eterno Retorno. El caso fue que la epifanía, reconocimiento y apoteosis del Varón Liberador se difirió sine die; su esperanza se convirtió en el meollo de los cultos más íntimos y esotéricos de la Logia Rosa-Cruz, como que solo las que alcanzaban el grado de Maestras conocían su homologación futura con un J. B. En la correspondencia de las Tres Damas hallamos que, no se sabe cuándo, la Logia había introducido entre sus prácticas, con carácter litúrgico de comunicación, el baño de asiento. No debió de ser en vida de Lilaila, quien, en medio de su misticismo, parecía mujer bastante razonable, sino más tarde, obra probable de la segunda generación, en que la Logia perdió todo contacto con Europa, dejó de ser visitada por misteriosas inspectoras, y sus ritos quedaron al albur de las interpretaciones de tía Celinda. En las Cartas tantas veces citadas se habla de la Logia con frecuencia, así como del baño de asiento, aunque llamado «palanganesis», palabra que debemos entender engendrada por contaminación de «palingenesia» y «palangana», con los derivados «palanganato», «palanganoso» y «carbonato de palanganeso». El último es, salta a la vista, el nombre que daban a alguna sal mezclada al agua de las abluciones o acaso al propio jabón; «palanganoso» presenta más bien caracteres de insulto: lo encontramos aplicado como adjetivo al «palanganoso del Hombre Malo del Sombrero Negro» y a «la palanganosa de La Criolla». El primer derivado no es una sal, como pudiera creerse por el sufijo, sino que designa una asamblea, el «palanganato», las personas que lo componen, «las palanganatas», y su jurisdicción. No creo errar cuando pienso que el Palanganato estaba constituido por la totalidad de las Rosa-Cruz, donde cada una de ellas era, como tal adicta, una «palanganata». También de «palingenesia» sacaron algunos otros términos de su vocabulario, puesto que hallamos «poligimnasia» entendida como conjunto de ritos; «polingenesia», abreviada casi siempre en «polinesia», con que se aludía a la Logia de los hombres, los «polinesios», y también algunas veces «poligonasia», que quiere decir claramente poligamia. Se trata, insisto, de modificaciones pertenecientes a la época en que tía Celinda se hizo cargo de la dirección de la Logia y de la administración de «los secretos»; fruto además de su disconformidad con el idioma o de su convencimiento de que la Logia necesitaba lenguaje propio. (Me recuerda esta manía o esta preocupación suya la de don Prudencio Pedrosa, que, en el Lazareto, se entretenía en la invención de un idioma para uso de los reclusos; un idioma que nos permitiera comunicarnos delante de los guardianes sin que ellos lo entendiesen. Don Prudencio, con mi colaboración y la de algunos otros, consiguió crear el número de palabras necesarias para nuestro propósito, pero su utilización resultó arriesgada, ya que, en cuanto nos oían, los guardianes nos daban de bofetadas o nos castigaban sin postre. Aquel ejercicio filológico, sin embargo, y sus consecuencias, despertaron en mí el deseo de crear una lengua para mi uso personal, por lo que no puedo menos que poner aquí de manifiesto mi admiración por tía Celinda como inventora de un idioma esotérico.) Lilaila las había formado también en la idea de que el Varón Liberador, el J. B. esperado, había de nacer de un matrimonio o de una coyunda extralegal (daba lo mismo) en que se juntasen las herencias dispersas del Obispo Bermúdez y del Almirante Ballantyne. El candidato, de una manera o de otra, tenía que contar a Cristal Barallobre entre sus abuelas más o menos remotas. Abundaban los nietos varones de Cristal, seis o siete, pero a ninguno de ellos correspondían, por derecho y sin forzar las cosas, las iniciales J. B. Hasta que un día, Eugenia Heliotropo Barallobre, nieta de Cristal por su madre, se casó con Eduardo Barrantes, capitán de infantería, perteneciente a una familia de Castroforte que, a causa de su enemistad con Godoy, había tenido que emigrar. Eduardo vino a celebrar con ciertos armadores de buques unas conversaciones conspiratorias encaminadas al derrocamiento del régimen vigente: se trataba nada menos que de traer de Inglaterra, a cencerros tapados y con armas modernas, a todos los emigrados que hambreaban por las calles de Londres y esperaban la caída del Narices. No logró convencerlos a causa de que el dinero disponible no cubría los fletes de retorno, pero conoció a Eugenia, se casó con ella y se la llevó a Murcia, donde estaba de guarnición su regimiento. Nadie esperó de aquel matrimonio nada bueno, porque Eduardo no pensaba más que en conspiraciones y en mujeres, en lo que halló su perdición, pues una de ellas le denunció y murió fusilado, aunque con todo el honor: muerte de valiente, mandando el pelotón y con gloria póstuma de aleluyas de ciego. De modo que Eugenia tuvo que regresar a Castroforte desamparada, y acogerse al calor de su familia. Traía consigo un niño de pocos meses, habido cuando el padre, en la cárcel, rechazaba el indulto. «¿Cómo se llama la criaturita?» «Joaquín María.» Eugenia, casada a los dieciocho años, no había sido iniciada en la Logia, ni siquiera en sus grados inferiores. Tía Celinda tuvo una ocurrencia comparable a una revelación. O quizás lo fuera, ¡vaya usted a saber! Aquel niño, Joaquín María Barrantes, era el J. B. esperado. Pero no cayó en trance, ni se puso a pegar gritos ni a atribuirse la gloria del descubrimiento. Por el contrario, tranquila y minuciosa, estableció la genealogía del candidato, averiguó que no solo Eugenia, por su madre, descendía del Almirante y de don Godofredo, sino que también la familia de Eduardo, el mártir liberal, como le llamaban las aleluyas, había entroncado antaño con los Barallobre y descendía por tanto del Obispo. En aquel niño, de manera natural e imprevista, se juntaban las prosapias requeridas; sus iniciales eran J. B. Tía Celinda hizo las cosas por sus pasos y sin precipitarse. Invitó a Eugenia a ingresar en la Logia, y cuando la viuda alcanzó el grado de formación necesario, ella misma cayó en la cuenta de que su hijo era o debía ser el Varón Liberador. Un frenesí de entusiasmo conmovió al Palanganato, hasta el punto de que en la ciudad se pensó que aquellas mujeres se habían vuelto locas: tal era el fuego de sus ojos y el calor de sus palabras más inocentes; tal era asimismo el talante de su comportamiento, que parecían no pisar el suelo y ver arcángeles en las esquinas. Como que se llegó a pensar que la culpa era de un presbítero joven recién llegado de coadjutor a la Colegiata, de quien todas ellas se hubieran enamorado; pero la idea se descartó ante el hecho de que las viejas pasadas de calores sintieran el mismo entusiasmo que las jóvenes. El niño fue traído a la Logia, colocado encima del Ara de Diana y, casi casi, venerado. No se llegó, como creen algunos, a hacerlo objeto de un verdadero culto fálico o, al menos, en las Cartas de las Tres Damas no hay nada que nos autorice a sospecharlo, menos aún a asegurarlo, ni siquiera a insinuarlo. Lo más que puede haber pasado es que alguna vez, en el calor del manoseo, a la criaturita se le hubieran caído los pañales y quedado sus partecitas al descubierto, lo cual siempre provoca alboroto en las mujeres, rosa-cruces o no. «¡Mira sus cositas, qué chiquititas son!» «Mujer, lo de chiquititas lo dirás tú, porque, para la edad que tiene, más bien parecen enormes.» Y cosas como esta. Pero conocida es la tendencia moderna a exagerar y, sobre todo, a desvirtuar los datos objetivos de la realidad cuando se prestan al uso de palabras aureoladas por el prestigio de la ciencia. Tiene una madre desnudito a su hijo. Siente un arrebato de cariño. Lo besa donde cuadra. ¡Cátatela incursa en el culto fálico! Por eso, precisamente por eso, he desconfiado siempre de las Memorias, papeles secretos y demás documentación procedente de don Torcuato del Río, siempre proclive al gerundio, al neologismo y a cambiar el nombre de las cosas sin más razón que hacerlo. Así, cuando propuso sustituir los de las trece constelaciones del Zodíaco por otros más modernos, tomados de la Historia de las Ciencias, con lo que pretendía rendir homenaje a los sabios del pasado y del presente, según su declaración, cuando la realidad de su propósito era sustituir por su punto de vista particular algo en que habían colaborado el pueblo y los siglos. El Teorema de Pitágoras, la Pila de Volta, el Tren Expreso, la Dinamo, el Principio de Curvoisier (a quien seguramente confundía con Lavoisier), las Lentes de Galileo, la Pira de Giordano, la Palanca de Arquímedes, la Ley de las Proporciones Múltiples, el Bisturí, el Preservativo, el Termómetro de Farenheit y la Carabina de Ambrosio: esta última simbolizando la vacua inutilidad de la ciencia anterior a Copérnico. Pero la idea no prosperó. Con el culto a las partecitas de quien después fue el Vate sucedió, sencillamente, que en una de las tenidas a las que fue llevado —por la causa que fuera—, acordaron iniciarlo en el rito de la palangana y hacer de él digamos un palanganito catecúmeno, y pura y simplemente le dieron un baño público, quiero decir en presencia de la Logia, y eso fue todo. En los poemas que el Vate escribió cuando se aproximaba al cumplimiento de la treintena, abundan los versos de intención rememorativa, nostalgias de la infancia pura y feliz, ni más ni menos que los de cualquier otro poeta que se siente íntimamente desgraciado; y esto le sucedía en la época en que tuvo amores con Coralina Soto. Sin forzar mucho las cosas, podemos interpretar el verso «El bautismo del agua tentadora» como referencia a lo que quizá se hubiera convertido en rito suplementario o costumbre inocente de bañar a la criaturita coram populo, cosa que se hizo también con Ifigenia, aunque sin tanta ceremonia complementaria (al fin y al cabo, ella no era el presunto Varón Liberador, sino su posible amada), solo porque a la tía Celinda se le ocurrió, después de bien examinada la genealogía de la niña, que era la mujer adecuada al Vate o, más probablemente, la que los Hados, de quienes ella era intérprete, le tenían destinada. Y si más tarde cambió de idea y dispuso las cosas para que se casara con Rogelio Barallobre, fue solo a causa de la necesidad de recobrar para la descendencia de J. B. la Casa del Barco, sus bienes y el apellido Barallobre, que Ifigenia llevaba solo en tercero o cuarto lugar. Es curioso que toda esta conspiración de finalidad enmascaradamente económica, coincidiese con la época en que el tema casi único de las reuniones en la Logia Masculina era la adquisición de los bienes desamortizados de la Real Colegiata de Santa Lilaila, que acabaron incrementando el patrimonio de la Casa del Barco, aunque para ello hubieran de recurrir a la tía Celinda, única poseedora entonces de «los secretos», quien se avino a entregar unas barras de oro para el pago del primer plazo de la adquisición, pero mediando un contrato de cláusulas severas en que los Barallobre se comprometían a constituir, con los bienes así comprados, un fideicomiso que no podría ser tocado ni aun en caso de ruina. Por esta razón, cuando el negocio de los barcos empezó a ir mal, tuvo Rogelio que recurrir de nuevo al préstamo, pero, entonces, tía Celinda era ya una vieja y la situación había cambiado mucho. Además, la Logia de los caballeros se había desperdigado y de la Rosa-Cruz solo quedaban una docena de adeptas. Cuando, decidido el matrimonio entre Rogelio Barallobre e Ifigenia, fue necesario e incluso urgente llevar a cabo los trámites encaminados a la introducción en la Casa del Barco de un vástago de contrabando, el negocio estuvo a cargo de las Tres Damas: tía Celinda, la madre de Ifigenia y la del Vate. Entraron en la cueva secreta por el camino que solían usar las adeptas a la Logia: primero, la Viuda de Barrantes con su hijo; después, tía Celinda con Ifigenia, y, por último, la viuda de Elviña. Habían sido instruidos con cuidado en lo que tenían que hacer, porque la finalidad secundaria del acto era nada menos que conjurar la posible o quizá inevitable muerte de J. B. hollando de sangre virgen el Ara de Diana, que se conservaba en medio de la Cueva tal y cómo allí la había instalado, cerca de tres mil años antes, Argimiro el Efesio, y cuyo estado de conservación y limpieza era tan admirable como inexplicable: cosa de la calidad del mármol, seguramente. De dónde les vino a aquellas mujeres la creencia de que con tal operación la muerte de J. B. iba a ser evitada, es cosa de averiguación relegable. Fue, en cualquier caso, precaución inútil, ya que el Vate murió sin haber completado la misión liberadora que, desde siglos atrás, le venía pronosticada. Los muchachos quedaron, pues, solos, quizá con miedo, en lugar tan solemne y de tanto misterio como aquel. Mientras se entregaban a los trámites indispensables para que el Ara de Diana fuese manchada, las tres mujeres rezaban ante el Altar del Santo Cuerpo Iluminado de Santa Lilaila de Éfeso, dicha también de Barallobre, para que, desde su lugar en el cielo, se cuidase muy especialmente de que los fines primarios y secundarios de lo que se estaba verificando llegasen a término cabal; si no fue la madre de Ifigenia, que pidió con fervor a la Santa que su hija no se acatarrase, ya que, de los dos oficiantes, era el suyo el cuerpo que verosímilmente se mantendría durante un tiempo más largo en contacto directo con la fría piedra del Ara. De que la finalidad principal de la ceremonia se haya logrado o no en aquella escogida ocasión, nada puede decirse con certeza: los amantes siguieron viéndose en la Cueva durante todo el tiempo que precedió a la boda de Ifigenia, y si bien no volvieron a utilizar el Ara como lecho, los restantes requisitos del ceremonial fueron realizados a conciencia, cada día con más destreza y afición, e incluso reiterados. (Estos hechos parecen contemporáneos de la inserción del Tercer Arquetipo, del mismo tamaño que los dos anteriores, pero con los orificios orientados al mismo viento, aunque en zigzag. Lo emplazó don Torcuato en el cuarto de plancha, donde el Segundo Sistema se había empantanado y donde, sobre todo, a falta de puertas y ventanas, había caído en cierta monotonía. El Tercer Arquetipo dio movimiento al conjunto, y aunque el Sistema tuvo que salir por el mismo lugar por donde había entrado, morfológicamente había cambiado mucho: ahora se parecía a la lluvia cuando sopla viento cambiante.) Los poemas del Vate anteriores a la llegada de Coralina Soto y a la fundación de La Tabla Redonda, aluden con frecuencia a estas circunstancias: «Nuestro amor, protegido por la luna…»; «Tu luz, entre tinieblas encendida…»; «La luna es el testigo de tu sangre…», y otros más. Pero también es verosímil que el Vate, desde entonces o desde antes, se sintiese prisionero de un sortilegio, por cuanto en más de una ocasión se dirige a Coralina Soto como a persona de quien recaba o recibe la libertad: «rompiste las cadenas de tinieblas»; «me sacaste del piélago mefítico…»; «… mis manos, libres — de antiguas, tenebrosas ataduras», y otros de este jaez. No es que la llegada de Coralina Soto apagase el amor del Vate por Ingenia, sino que desde algún tiempo atrás se pueden rastrear, en la documentación poética que en este momento utilizamos, señales de fatiga, asco de sí mismo y deseos de libertad; y quizás no tanto del amor de Ifigenia en sí, como de la carga que a tal amor acompañaba, sobre todo de la Alta Misión Libertadora atribuida al Vate, aunque sus relaciones con la señora de Barallobre no pareciesen ya entusiasmarle mucho. En la serie de décimas del Poema XXII, Canciones del desengaño, suplica específicamente a los dioses que le devuelvan a su vida personal, que le permitan escoger su destino, y sus acentos son tan patéticos y apremiantes que bien podemos pensar que el Vate estaba harto de su condición de J. B. y del halo de elegido que le rodeaba. Solo al final de su vida, durante sus últimas horas, la inminencia de una muerte tan parecida a la de otros J. B. que casi era la misma muerte le hizo comprender la ineluctabilidad de los designios trascendentes cuando tres mujeres se empecinan en colaborar con los dioses que ellas mismas han inventado y obedecerles al dedillo. ¿Se arrepintió, aprovechó las circunstancias para quedar bien ante Castroforte y deshacer el posible mal efecto que algunas de sus andanzas habían causado a sus amigos y a todos los que esperaban mucho de él? «No hay remedio, y lo que tiene que ser, tiene que ser», dijo entonces, y la frase está grabada con letras indelebles en el plinto del busto que se le erigió en un rincón de la Rosaleda, en esa poética esquina lindante ya con La Tierra de Nadie donde los pájaros suelen detenerse y cantar sus mejores canciones. El propio don Torcuato, tan suspicaz en cuanto concierne al Vate y, sobre todo, tan cicatero en palabras amables, no se atrevió jamás a negar heroicidad y grandeza moral a los últimos instantes, quizás a las últimas horas de la vida de Barrantes, y hasta es posible que tan bella muerte hubiera redimido a Lanzarote a los ojos del Rey Artús, en cuyo corazón, según ciertos indicios, confluían y pugnaban sentimientos contrapuestos de amor y de odio. Bueno. Estas palabras resultan bastante fuertes, y, lo que es peor, inapropiadas, porque no hay pruebas de que don Torcuato haya odiado o amado nunca. Sustituía esa clase de sentimientos por la tolerancia benévola o el desprecio altivo. El Vate fue la única persona que adelantó un paso más en su afecto, solo por las ilusiones que don Torcuato había puesto en él, aunque nunca en su condición de «Esperado», «Deseado», «Escogido» y todo lo demás. Don Torcuato creía en los J. B. pasados e incluso colaboró como el que más a su exaltación y gloria, como lo prueban: la limpieza de la fachada de la Colegiata, realizada a sus expensas, solo para que no hubiese duda de que la efigie de un obispo que figura en la portada, a la mano izquierda conforme se entra, era la de don Jerónimo Bermúdez; su trabajo sobre los sucesos de octubre de 1609 y la parte habida en ellos por el canónigo Balseyro y, finalmente, el impulso que dio a la idea de levantar una estatua en bronce a Ballantyne. Pero, de ahí a participar en la esperanza de unas cuantas viejas y de un pueblo fácilmente sugestionable, y creer con ellos que J. B. había de regresar, reencarnado o no, y liberar a Castroforte de los godos, mediaba un abismo, y la mente lúcida de don Torcuato no se arriesgaba a empresas irracionales. ¿Qué era, pues, lo que don Torcuato pretendía del Vate, y en qué el Vate le había defraudado? Pura y simplemente: don Torcuato creía necesario que el Vate se consagrase a la creación de un poema didáctico sobre la explotación de la lamprea, en el que, si lo deseaba o si se lo exigía su conciencia profesional, podría incluir libremente todos los mitos presentes y pasados que le viniesen en gana; y el Vate comenzó a escribirlo, pero sin didactismo y apenas sin lampreas. «Le está corrompiendo el alma la funesta doctrina del Arte por el Arte, que, por muy francesa que sea, es una doctrina reaccionaria. El Arte, o sirve al progreso humano, o no sirve para nada. ¿Por qué pierde el tiempo en inventar sufrimientos de amor y ponerlos en verso, si sus amores solo a usted le conciernen? Aparte, amigo mío, de que uno de los daños peores que pueden infligirse a las generaciones futuras es mantenerlas en la creencia de que el amor es cosa cuasi divina. Al amor hay que desacralizarlo, y a los jóvenes hay que imbuirlos en la idea de que eso que hasta ahora se llamó Amor, con A mayúscula, no es más que el despliegue coaccionado, cuando no impedido, de la sexualidad, actividad natural que los hombres nos hemos empeñado en mixtificar por el procedimiento de hacerla difícil o imposible. Si usted, en vez de abstenerse de todo contacto con hembras en nombre de la fidelidad imaginaria a una mujer que no existe, participase en las metódicas, casi diría en las científicas orgías a que, en fechas fijas y con sincronismo gimnástico, nos entregamos sus amigos, comprobaría que eso que llama Amor no es otra cosa que el resultado de las perturbaciones cerebrales causadas por la acumulación de semen en las vesículas de Graaf, las cuales, una vez vacías, dejan de enviar venenos al cerebro hasta que vuelven a llenarse. No niego que el ejercicio del sexo sea una actividad placentera, pero también lo es merendarse una empanada de lampreas, y no por eso se nos ocurre inventar una metafísica de la merienda, menos aún considerar que la secreción de jugos gástricos, la masticación, la deglución, la digestión y la defecación sean operaciones trascendentales y misteriosas que unas veces conducen al hombre a la ataraxia y otras a la tragedia. No, amigo mío, no hay que desquiciar las cosas, ni, como vulgarmente se dice, mear fuera del caldero. El Amor no existe, existe el sexo. Y el sexo ocupa un lugar importante dentro de las actividades normales del hombre natural, pero de las meramente fisiológicas. Lo que llamamos Amor podría muy bien denominarse una complicación artificial añadida por cientos de generaciones de cerebros ociosos a la cosa más natural del mundo. Y cuento entre ellos, ante todo, a los poetas, que se han apoderado del sexo como de cosa exclusiva, han causado con ello a los hombres un daño irreparable y han pretendido, por ello mismo, constituirse en ciudadanos excepcionales, en intérpretes del Misterio Universal, en mensajeros de la Divinidad. ¿Y qué han logrado? Formar, ni más ni menos, parte de la caterva reaccionaria del oscurantismo, aun en aquellos casos eminentes en que se declaran progresistas, con la sola excepción de Lucrecio, que tuvo valor para ver la realidad como es y hacerla objeto de su Poesía. Le faltó, eso sí, confesar la nimiedad de su Arte, pero no podemos acusarle por ello, ya que en su tiempo la Ciencia no había alcanzado la prepotencia del nuestro, y, quiérase o no, la Poesía aparecía entonces como única actividad superior. Pero ¿y hoy? ¿Podemos afirmar que Víctor Hugo sea superior a Darwin? Nadie, con dos dedos de frente, se atrevería a decirlo en voz medianamente alta. Y al hablar de la Poesía, incluyo a todas las Artes, y, por supuesto, a la Música, que es algo porque es una Ciencia, pero que por sí misma tiene escaso valor, por mucho que los músicos proclamen su equivalencia a la más alta Filosofía. No se dan cuenta los pobres de que la Alta Filosofía bien poca cosa es, que no hay más verdadera Filosofía que la positiva, y que, a los hombres razonables y realistas, la única música que nos importa es la que se toca con las trompas de Falopio. Si alguna vez, en mis escritos y en mis conversaciones privadas, he manifestado preferencia, entre todas las Artes, por la Poesía, se debe solo a que es, entre todas ellas, la única que puede enseñar, la única realmente apta para ayudar al progreso, al modo quizás como las fanfarrias militares ayudan a la marcha regular de los ejércitos. Por eso le propongo a usted, no una Poética, sino una Didáctica…» Estas palabras figuran todas, y algunas más, en la Carta a un joven poeta que don Torcuato publicó en el número quinto de La Tabla Redonda. Su tono, en general, es afable y condescendiente, pero la carta está escrita con evidente conciencia de superioridad, que, por otra parte, don Torcuato no perdió jamás ni se cuidó de disimular. Su condición de Rey Artús, y el ingenio, la eficacia, la seriedad y la prosopopeya con que vestía el cargo, le ayudaban. De pocos medios disponía el Vate para defenderse, y ninguno directo. Los conceptos de su Respuesta del joven poeta, que tardó algún tiempo en escribir y más en publicar, son tan distintos de los de don Torcuato, pertenecen a un mundo, diríamos, tan distante del suyo, que ni el propio Vate pudiera esperar que le convenciesen. ¿Por qué, pues, los publicó? Porque su respuesta estaba encaminaba a la persuasión, no de don Torcuato, irreductible, sino de los demás: ante todo, de ciertos miembros de La Tabla Redonda, como el escultor Baliño y el señor Castiñeira, quienes, por sus actividades (artista el uno, mitoteólogo el otro), le parecían más afines; después, del pueblo, que se sentía más cerca de los versos del Vate que de los trabajos de Mecánica Humorística y de Química Casera de don Torcuato, y no porque entendiera mejor los versos, sino precisamente porque no los entendía. La lucha entre el Rey Artús y Lanzarote fue larga y rica en episodios, y hay que reconocer a los contendientes la elegancia que les permitió seguir siendo aparentemente amigos, a pesar de que el Vate no dejó de proclamar (durante seis o siete años) la necesidad de que el puesto vacante de la Reina Ginebra fuese ocupado por alguien particularmente amado de don Torcuato, con el fin de ponerle los cuernos, como estaba escrito. Y con esto tocamos un aspecto muy delicado de la cuestión y una serie duplicada de informaciones paralelas y contradictorias, de las que, de momento, escogeremos solo las procedentes de don Torcuato, es decir, las que figuran en sus Papeles privados y en sus Memorias, inexplicablemente inéditas todavía. Por una parte, después de la muerte del Vate, se hizo, por suscripción entre amigos (hoy diríamos a escote), la edición de su Opera Omnia, con prólogo del Rey Artús; se le erigió el busto de la Rosaleda («En este rincón que el Poeta amó…»), bronce fundido y piedra tallada por el escultor Baliño, y se escribieron sobre él tantos artículos en La Voz de Castroforte que, reunidos en volumen, pasarían del medio millar de páginas nutridas. En todo este proceso, nadie más cuidadoso de la gloria, diríamos del mito, de Barrantes, que don Torcuato. Su pluma acude a puntualizar datos dudosos. Su palabra exalta el recuerdo del héroe la tarde en que se inaugura el monumento. Cuando «cierta distinguida dama de la localidad» fue detenida y procesada por supuesto homicidio en la persona del Vate, la campaña en su defensa la dirigió don Torcuato. Y no he podido hallar una sola frase pública suya en que rectifique, o al menos aluda con retintín, a los amores de Barrantes con Coralina Soto. Más aún: a ellos se refiere «como acontecimiento extraordinario, como hecho digno de perdurar en bronces y perpetuarse en la memoria de las gentes» en el discurso inaugural del busto de la Rosaleda. Ni una sola pista que pudiera revelar un resquemor oculto, como si siete años de rivalidad manifiesta no hubiesen pasado de ser divertido juego de caballeros, una broma entre las muchas bromas de La Tabla Redonda. Abramos, sin embargo, sus Memorias. Durante mucho tiempo, no se nombra en ellas al Vate sino con el remoquete de El Niño Bonito. Incluso en momentos tan solemnes como la proclamación del Cantón Independiente —el día de gloria de don Torcuato, podríamos decir— los términos en que se refiere a él no son otros: «El Niño Bonito me ha precedido en el uso de la palabra, y leyó ante el pueblo un discurso en verso que no sé si calificar de estúpido o de lamentable. Confunde la República Federal con la Constitucional, y a Castelar con Pi y Margall. Y ha prometido al pueblo una clase de felicidad que ningún gobierno del mundo medianamente discreto podrá ofrecer jamás a pueblo alguno. Su falta de espíritu positivo es casi tan grande como su carencia de sentido político. Estaba muy gallardo, eso sí, y las mujeres le aplaudieron a rabiar». Y, en otro lugar: «Ha entrado en la rueda una rubia de diecinueve años, de nombre Felisa, de cuya virginidad me beneficié el sábado pasado, aunque en circunstancias adversas, pues tuvo que ser en un rincón de su portal. Al sortear el turno de aprovechamiento, El Niño Bonito renunció a su derecho, pero esta vez más ostensiblemente que otras, e insistió en la disculpa de que su respeto al amor no le permite faltar a la fidelidad. Sorprendí una mirada verdaderamente asesina de Barallobre, respuesta a la sonrisa que El Niño Bonito acababa de enviarle. Y no sé por qué me parece que esto va a acabar mal. No creo, ni he creído nunca, que el Vate tenga una amante, menos aún que lo sea la mujer de Barallobre: forma parte, diríamos, de la serie de ficciones con que intenta montar su personalidad pública de Poeta Desdichado. ¿Cómo podría serlo sin amores dramáticos? A los efectos del honor de Barallobre, lo mismo da que sea cierto o falso. Barallobre acabará por pegarle un tiro». Y esta fue la tesis que siempre don Torcuato defendió, a partir de la tarde aquella en que al Vate le dispararon un tiro a quemarropa en el portal trasero del Café Suizo. «Se dice que fue asesinado por una mujer celosa. Nosotros sostenemos oficialmente que fue alcanzado por una bala perdida de las pocas que el invasor disparó aquella noche funesta. Decimos que le mató esa bala perdida y que, moribundo, marchó río Baralla abajo, hacia la mar, y que allí, en ese Círculo de Aguas Tranquilas donde antaño apareció el Santo Cuerpo Iluminado, espera, con el Obispo, con el Canónigo y con el Almirante, la hora de regresar y redimirnos. Decimos, decimos… ¿para qué analizar lo que decimos? Forma parte de una leyenda mayor, que se apoderó de la muerte del Vate como un río hace suya la mierda que en él arrojan. Pero lo de que al Vate lo asesinó una mujer por celos es otra cosa, es pura y simplemente falso. Lo inventaron los godos en su deseo de destruir la imagen heroica de Barrantes, que el pueblo había formado y nosotros completado. Para ello se comenzó por detener y procesar a cierta dama. ¿Por qué a ella y no a otra? ¿Porque medió una denuncia anónima, quizás? Esa mujer fue acusada; faltos de pruebas, acabaron por absolverla. Claro. Al Vate le habían disparado un tiro, es verdad, pero no una amante sino un marido. El doctor Amoedo y yo tuvimos en las manos —y la hicimos desaparecer después en las aguas impenetrables del Mendo— la pistola con que se cometió el atentado. La tuvimos en nuestras manos y la reconocimos. Yo encontré al Vate, el pecho bañado en sangre, en las tenebrosidades del portal trasero del Café Suizo, el portal por donde entraba la servidumbre del hotel, que los jugadores de la ciudad utilizaban también para llegar al salón donde se jugaba a los prohibidos, un salón discreto. Barrantes usaba aquella puerta para hacernos creer que visitaba a Coralina a cencerros tapados; en realidad, para jugarse los cuartos. Le dispararon cuando salía de perder. Yo entraba…» ¿A qué entraba don Torcuato por aquella puerta trasera y tenebrosa? ¿A jugar también? Pero ¿entraba de verdad, fue él de verdad quien halló al Vate envuelto en sangre? No son estas interrogaciones caprichosas, sino cuestiones de planteo inexcusable cuando se tiene presente el propósito constante de don Torcuato, su empeño en reducir a términos vulgares cualquier acto de Barrantes, cualquier episodio de su vida que pudiera rozar lo extraordinario, lo heroico o lo poético. “Las tropas del Gobierno estaban a menos de dos millas. Nosotros habíamos llegado a la conclusión de que no había defensa posible: teníamos, por junto, seis escopetas de caza, nueve pistolas, dos trabucos del año de la Pera y unas cuantas navajas. Acordamos recibir al invasor cada cual en su casa, vacías y oscuras las calles, cerradas todas las puertas. Dejarles que desfilaran triunfantes de un enemigo fantasma, dejarles que el silencio y la soledad les acusaran claramente de sinrazón. «Pero ¡un símbolo, siquiera un símbolo!» El Niño Bonito yacía en la cama, bastante repuesto ya de su herida gracias a los cuidados del doctor Amoedo, y con bastante brío para hablar gracias al aguardiente que había ingerido. «¡Un símbolo que nos deje con color ante la Historia!» «¿Qué entiende usted por símbolo, Barrantes? Aunque, como poeta que es usted, los símbolos deben de serle familiares.» Entonces, afectando más dolor del que sentía, se incorporó, se levantó… Me recordó, por la expresión de su rostro, una litografía que había en mi casa, cuando niño: «Rouget-de-l’Isle chantant la Marseillese». (Sic en el manuscrito de don Torcuato.) Estaba como si las Nueve Musas se le hubieran metido en el corazón y le saliesen por las mejillas y por los ojos. «Un símbolo, caballeros, puede ser un único disparo.» Propuso un plan: que se llevase al río Mendo una de las dos barcazas que habíamos armado con cañones de los abandonados por Ballantyne; que uno de ellos fuese cargado. Él, solo él, tripularía la barcaza. Y cuando por la carretera de Villasanta apareciese la artillería, dispararía el cañonazo simbólico y arrostraría las consecuencias. Se discutió el plan, salieron las razones y las contrarrazones. Por fin, no sé por qué, sin mi anuencia, aunque también sin mi oposición, se concedió que el Vate hiciese el disparo y respondiese de él ante los invasores. Y allá lo dejamos a bordo de la barcaza, cuando ya se escuchaban las trompetas: envuelto en su capa, tiritando de frío y de fiebre, con la mecha encendida en la mano. Nos retiramos, después de desearle buena suerte. Todavía faltaba un buen espacio para que las tropas apareciesen en lo alto de la carretera. Pero el cañonazo sonó antes de tiempo, sonó cuando todavía no habíamos llegado a nuestras casas; creo que oímos también —al menos creo haberlo oído yo— el golpetazo del proyectil contra la carretera, vacía y desnuda. ¿Qué le sucedió al Vate? Nadie le volvió a ver. Nosotros inventamos lo de su huida río abajo, pero la verdad, según las más verosímiles hipótesis, es que se haya caído al Mendo al bambolearse la barcaza con el disparo y que se lo hayan comido las lampreas.” ¡Comido de las lampreas, como los peregrinos que el mariscal Bendaña hartaba y emborrachaba, allá por los tiempos del arzobispo Ramírez, y arrojaba luego por la pendiente de la colina, a cuyo final las aguas quietas del Mendo, las bocas ávidas de las lampreas, les esperaban! ¡Comido de las lampreas, como los suicidas anónimos, como los mendigos ebrios, como los cuerpos de los efesios que los ártabros vencieron, como los cuerpos de los ártabros aprisionados por Celso el Romano! Siempre que alguien desaparece, en Castroforte se dice: «¡Lo habrán comido las lampreas!» Don Godofredo Barallobre afirma en una de sus cartas, y lo afirma con orgullo, que durante el tiempo que fue Corregidor, nadie había muerto ahogado, ningún cadáver se había tragado el Mendo; con lo cual la calidad de las lampreas había bajado mucho a cambio de que subiera la reputación de la ciudad. «Ilustre, esclarecida, próspera», reza el lema que, gobernando el conde de Aranda, le fue concedido a Castroforte. «Lo único decente que nos dieron los godos; lo demás, lo hemos hecho nosotros.» El propósito de don Torcuato, al pretender que Barrantes escribiese un poema didáctico sobre las lampreas, era, precisamente, deshacer la leyenda del río que no devuelve los cadáveres y demostrar que la carne humana es la alimentación menos adecuada para las lampreas, las cuales crían una carne más delicada si se las embute de gallinas, faisanes, corderos y pescado blanco. «¡Quiero un poema en pareados, que se lo puedan aprender fácilmente los niños en las escuelas! No importa que cuente usted la leyenda de que las lampreas ascendieron al Mendo en seguimiento del Santo Cuerpo Iluminado, a condición de que cuente también la historia de que estaban aquí cuando, un milenio antes de Cristo, llegó a nuestras costas Argimiro el Efesio…» Pero el Vate se sintió ofendido y menoscabado en su dignidad de Poeta, se sintió humillado por aquel oficio didáctico a que el que se decía su mejor amigo quería destinarle. Los términos de la carta en respuesta a la de don Torcuato —Carta del joven poeta a su Maestro— no dejan lugar a dudas, y tuvieron, además, la virtud de tranquilizar a Ifigenia, al menos durante algún tiempo, pues andaba entonces muy escamada de la fidelidad del Vate, quien, en sus versos, se refería a usos de amor que no habían pasado entre ellos, y no había manera de convencerla de que no era un don Juan. Le había gustado leer, en la carta de don Torcuato, que su amante renunciaba al beneficio de las conquistas fáciles por amor a ella, y le complacían más los términos en que el Vate, en su respuesta, hablaba del amor. Fueron, aquellos, días de exaltación. El entusiasmo duró semanas, al cabo de las cuales Barrantes andaba escuchimizado y casi ético, como que don Torcuato y los demás de La Tabla Redonda llegaron a alarmarse, y el Rey Artús asumió la responsabilidad de traerle al buen camino; pero como él no creía que el Vate de verdad tuviera amores ocultos, su sermón versó más bien acerca de los placeres solitarios; como que lo remató diciendo: «Deje usted esa timidez, impropia de un varón barbado, y véngase con nosotros esta noche. Tenemos cabalmente apercibidas una cena y varias mozas que nos la servirán y de las que, más tarde, nosotros nos serviremos». Pero el Vate prefirió quedarse en casa. Estaba cansado, sobre todo de Ifigenia. Le andaba por la cabeza la idea de marcharse a otra ciudad, pero sabía que era incapaz de hacerlo si algo o alguien no tiraban de él, no lo sacaban del marasmo en que la ciudad e Ifigenia lo tenían aprisionado. Sus versos de aquellos días son especialmente enternecedores, tristes, diríase empapados de un pesimismo negro: la serie de décimas Me está pesando la vida y el soneto La muerte debe ser encantadora son los más elocuentes. Andaba también mal de dinero, y, no sabía por qué, tía Celinda metía mano a los fondos del «tesoro» con más parsimonia que en otras ocasiones: le había dado por preocuparse del porvenir del hijo de Ifigenia, y como los negocios navieros iban cada vez peor y a Rogelio no se le ocurría con qué sustituirlos, pensaba que si ella no le dejaba heredero de un caudal razonable, el niño llegaría a hombre en la pobreza. «Me gustaría que fuese médico», solía decir Ifigenia, «porque los médicos ganan siempre para vivir». Y, a esto, oponía el Vate que el doctor Amoedo no había ganado un real en su vida, aun siendo un gran médico. Pero el ejemplo de Amoedo no podía traerse para convencimiento de nadie porque, ante todo, era rico por su casa, y podía permitirse el lujo de no cobrar a sus pacientes o de no hacerles puñetero caso cuando alguna otra cuestión le preocupaba, como cuando comenzó a apasionarse por las piedras y las historias de Castroforte, y a estudiarlas una a una, y a publicar frecuentes artículos en el diario local o trabajos concienzudos en La Tabla Redonda sobre si la Colegiata la había comenzado o no el obispo Bermúdez, sobre si la Torre de Bendaña había sido abandonada antes o después de la revuelta de los Mareantes, dirigida y animada por el Canónigo Balseyro, etc., etc. Y es curioso que estos años de su pasión arqueológica hayan coincidido con la época en que el Vate se sentía deseoso de marchar, aprisionado, él decía que por las piedras y las cadenas del amor, como ya queda escrito más arriba; pero mientras a las tales cadenas dedica escasos versos, y siempre desabridos, las piedras, unas y otras, las va repasando y reconstruyendo en versos descriptivos, de tal suerte que con dos o tres docenas de poemas suyos podría confeccionarse una buena Guía de Turismo de la Ciudad: el color verde-dorado de los sillares, los jaramagos y verbenas que crecen en los aleros; las losas grises, gastadas, del pavimento; las calles empinadas, la curva plateada del Mendo en las noches de luna, el silencio oscuro de la Colegiata vacía, la hoz del Baralla y, sobre todo, la Plaza de los Marinos Efesios, donde iba a pasear en soledad sus murrias: todavía entonces la estatua de Ballantyne no había oscurecido, y el bronce rebrillaba aquí y allá, entre el verdor de los magnolios y el blanco apagado de las fachadas. Desde allí, de codos en las almenas de la muralla, donde los últimos cañones de la francesada asomaban sus morros inofensivos, Barrantes enviaba su alma por encima de las montañas, hacia la mar remota, hacia las nubes azules que balizaban, aun con buen tiempo, el lugar Más Allá de las Islas donde las aguas del Océano se remansan y rodean, dijérase que con mimo, el Círculo Tranquilo del Misterio. Las tardes de luz cernida y tiempo dulce, el Vate se preguntaba si en aquel lugar habría de esconderse su alma y esperar un tiempo incalculable, según de niño le habían enseñado. Dos ideas contrapuestas peleaban entonces en su corazón: la de ser fiel al destino que le habían trazado y la de oponerse a él con todo el esfuerzo de su voluntad, que era poca. «¿A dónde está la blanca, dulce mano – que me ha de conducir a las alturas – de mí mismo, ya libre y soberano?» No concebía el Vate que nada pudiera hacerse en este mundo sin la guía y la ayuda de una mujer, probablemente porque siempre una mujer —su madre, Ifigenia, la tía Celinda— le había conducido y ayudado. «¿Cómo podré —escribe en su Carta de un poeta joven a su Maestro— acompañarle en sus opiniones y en sus orgías, si pensamos tan diferentemente de las mujeres? Para usted son objeto de placer; para mí, ángeles o demonios, ocupan siempre un lugar superior y sobrehumano. Usted goza con ellas, yo las amo. Usted envuelve a todas, genéricamente, en un deseo sin matices; yo veo en cada una un ser tan singular que no concibo cómo se puede hablar de géneros y especies. Y el placer que me dan, créame, Maestro, se debe a ser quien son, no a que una y otra estén constituidas del mismo modo. Lo que para usted es mera fisiología, es para mí… el Amor, y si usted me pregunta qué cosa es, malamente podré responderle, porque no se parece a nada y a nada puedo compararlo. Pero, si lee usted mis versos —que no son ficciones, sino expresión de sentimientos reales— comprenderá que el Amor es el único modo de vida posible entre dos personas que se pertenecen la una a la otra; que se pertenecen por entero y sin cautelas, robándose el uno al otro lo que por derecho y naturaleza pertenece a Dios. Y no se ría si lo menciono, porque Dios es siempre el tercero en todo amor, o los dioses, si lo prefiere. A mí me da lo mismo ver el Uno que es Todo como unidad y totalidad, o comprobar sus diversas, sus innumerables manifestaciones en cada persona y en cada cosa, o, más bien, detrás de ellas. Dios, o los dioses que sumados hacen Uno, son siempre el tercero en el Amor, porque, robándole los amantes lo que es Suyo, queda en cada uno de nosotros como una llaga doliente, huella de algo que fue arrebatado, y por esas llagas es por donde los que se aman quieren unirse, siendo dios el uno para el otro, pero sin alcanzarse jamás. Por eso hay siempre dolor, un dolor en que el amor se nutre e incrementa hasta la infinitud, una sed que el agua no satisface, una ausencia que el otro nunca puede llenar, pero que tampoco Dios llenaría, porque nos apartaría del otro, que es el verdaderamente anhelado. A su mente racional, esto le parecerá un poco oscuro; pero, créame, lo que es Realidad y Vida es siempre oscuro, por mucho que la Ciencia intente esclarecerlo. Porque la Ciencia se contenta solo con lo aparente, lo que se puede ver con los ojos y tocar con las manos, es decir, la materia, y su fin último no es conocerla, sino dominarla. En tanto que los Poetas van más allá de lo que sirve y de lo que aparece, de lo que puede escribirse en fórmula y definirse con palabras de teoremas. Para nosotros, cada cosa, como cada persona, es un ser único. Por mucho que se parezca a otros, hay un momento en que es él mismo, sin semejanza, el Dios de cada cosa. Y a los dioses, querido maestro, no se les reduce a fórmulas de álgebra, sino que se les ama o se les odia. Nuestro especial menester empieza, precisamente, donde acaba el de ustedes: las puertas del Espíritu se abren allí donde acaban de cerrarse las de la Razón. ¿Qué es un camino oscuro? ¿Quién lo duda? Pero es, al menos, un Camino de Vida, y el de ustedes conduce a la muerte. Créame, Maestro: cuando ustedes hayan hecho el mundo inhabitable; cuando los hombres, a fuerza de Ciencia, hayan alcanzado el colmo de la infelicidad, únicamente los sacerdotes y los poetas podrán restituirlo a lo verdaderamente humano.» Nada de lo cual había entendido bien Rogelio Barallobre, pero sospechaba que en palabras semejantes se encerraba una gran pasión, y por eso las había ocultado a Ifigenia: inútilmente, porque la Carta de Barrantes había tenido enorme repercusión entre las mujeres de Castroforte, y por sus amigas había llegado a manos de Ifigenia; quien probablemente tampoco entendió gran cosa, pero supuso que, cada vez que el Vate escribía Amor, a ella se refería, y por eso le creció el entusiasmo, y llegó a decir, en un momento de exaltación, que le gustaría tener al Vate en su vientre, no como hijo, sino para que, como amante, no se apartara jamás de ella misma, de lo cual Barrantes en su fuero interno se horrorizaba. «Espelunca carnal, sangriento espacio – de mugre mensual y blanca baba», escribe una vez, y no hay que comentarlo; lo cual no le impidió desear, cuando ya Coralina estaba en Castroforte, «entrar en tus entrañas, diluirme – en la sangre caliente de tus células…» (verso que, al tiempo que revela la extraña concepción biológica del autor, le obliga a decir, más adelante, que sus almas, juntas, «volarán como libélulas»). Y es precisamente en esta doble serie de poemas donde se manifiesta a las claras la condición esferoide de su sentimentalidad. Uso la expresión «sentimentalidad esferoide», así como su gemela «sentimentalidad cicloide», en el sentido que le da el Departamento de Psicología Experimental de la Universidad de Indiana, Estados Unidos. Y ya que me he visto en el trance de cometer digresión, lo aprovecho para exponer aquí mis conclusiones acerca de las personalidades del Vate y de don Torcuato, a la luz de las doctrinas sostenidas por el dicho famoso Departamento y su Escuela, no menos famosa, que sigo a pies juntillas y sin desviación ni interpretación personal alguna, por parecerme enormemente convincentes. Aunque todo el mundo los conoce, no estará de más traer aquí alguno de sus principios y alguna de sus clasificaciones, sobre todo el «esquema de componentes de la personalidad humana» a que se llegó por vía estadística tras una complicada operación de homologaciones, ecuaciones y exclusiones. El número de componentes básicos se reduce a diez, designados por una mayúscula de nuestro alfabeto, y completados en algunos casos por minúsculas o números arábigos: Inteligencia especulativaAInteligencia sentienteB EspírituC Coeficiente PaulusD Sexo (sublimado o abismado;Es (o a) m monovalente o polivalente)Ea (o s) p Voluntad pragmáticaF Volición fantásticaG Complejo de RickettH Complejo de MarsdemI Sentimentalidad (cicloideJc o esferoide)Je Del carácter cicloide o esferoide de la sentimentalidad se deduce el establecimiento de dos grupos de reacciones homogéneas (llamadas también «composiciones») de las cuales la levógira corresponde a la sentimentalidad esferoide, y la dextrógira a la cicloide. Pero quizás lo más importante sea el orden en que los componentes se muestran al constituir la personalidad concreta y la gradación de cada uno (contada de una a diez unidades). Imaginemos, more pedagogico, a la personalidad misma dividida en diez compartimentos sucesivos: es fijo el orden de los diez componentes, pero no siempre se corresponde cada uno con el mismo compartimento, sino que puede variar su colocación, a condición de que el orden se mantenga, como cangilones de una noria que girase. Sea, en posición teórica estática, este orden de los componentes de una personalidad instalados en los compartimentos: DI CII AIII BIV FV ComponentesIVICompartimentos HVII EPVIII JCIX GX Si suponemos que una fuerte conmoción orgánica pone la noria en movimiento, el nuevo sistema de situaciones llegaría a ser, por ejemplo: JCI GII DIII CIV AV ComponentesBVICompartimentos FVII IVIII HIX Es PX si bien, al cesar la causa, se vuelve a la correlación primera. El quid, pues, de la nueva teoría consiste, a mi ver, en reconocer, no la existencia de una misma estructura básica para cualquier personalidad, sino la de estructuras variables que dependen de la ordenación de los componentes básicos: teóricamente cien (diez por diez), con algunas subclases excepcionales. A esas cien estructuras básicas se les llama «arquetipos», pero como pueden ser levógiras o dextrógiras, su número se duplica, lo cual nos proporciona una variedad tal que resulta de aplicación prácticamente infinita, que no excluye, sin embargo, la posibilidad de dos personalidades idénticas (personalidades geminadas). A mí me atrajo esta doctrina, no solo por la habilidad con que, de evidencia en evidencia, nos conduce a conclusiones indiscutibles, sino porque me permitió librarme de la estrechez de mi anterior concepción empírica, que dividía a los hombres en listos, torpes y mulatos. Pues bien: el análisis de los documentos a que vengo refiriéndome me proporciona datos de sobra para una reconstrucción de las personalidades del Vate y de don Torcuato, de acuerdo con los citados esquemas. Formular cuantitativamente algunos de los componentes no ha sido demasiado fácil, sobre todo los que integran el «Coeficiente Paulus», acerca de cuya consistencia sus mismos inventores están en desacuerdo. Ha sido, en cambio, mollar la precisión numérica de los «complejos» Rickett y Marsdem, que en otros casos causan tantos quebraderos de cabeza y tantas discusiones inútiles. En cuanto a la ordenación de los componentes no ha habido problemas; de modo que los esquemas, una vez computados y comprobados, han quedado así: Vate Barrantes Reacción levógira * I. Espíritu9* II. Inteligencia sentiente5 * III. Coeficiente Paulus2 * IV. Volición soñadora9 * V. Sexo sublimado monovalente8 * VI. Complejo de Marsdem1 * VII. Voluntad pragmática1 * VIII. Complejo de Rickett3 * IX. Inteligencia especulativa0 * X. Sentimiento (esferoide)10 La escasa puntuación alcanzada por el «Complejo de Marsdem» —el examen de sus poemas nos llevaría a ciegas a la atribución de una cantidad negativa absoluta— se apoya en un texto no sé por qué razón excluido de su Opera Omnia —quizás por lo que su metatexto insinúa—, aunque conservado en la colección de La Tabla Redonda, en cuyo primer número figura como pieza importante de la fundación. Es un texto —esto es lo que cuenta— en que el Vate acredita amplia comprensión del prójimo y no menor capacidad de ironía. Cuando don Torcuato del Río decidió que la reunión de amigos en un rincón del Café Suizo tuviera un carácter por así decirlo institucional, atribuyó desde el principio la mayor importancia al nombre que había de dársele, probando así que, en el fondo, creía que el nombre hace la cosa (por esta razón, solo por esta, el índice numérico de su Voluntad Pragmática alcanza la cifra inusitada de 10). Pero, ni se creyó jamás capacitado para buscarlo, ni pensó nunca que cosa tan humilde fuera de su incumbencia: para tales menesteres disponían de un Poeta. Así fue como el Vate se vio comprometido, empujado, al hallazgo nominal. De los textos fundacionales, sobre todo de la Crónica de los orígenes, redactada, evidentemente, por don Ignacio Castiñeira, se deduce que la operación duró lo suficiente como para que los futuros caballeros de La Tabla Redonda dudasen de la capacidad poética del futuro Lanzarote del Lago, quien, sin embargo, se entregó a la tarea con espectacular ahínco, hasta el punto de adelgazar visiblemente y de faltar a las reuniones hasta tres noches consecutivas (algún maldiciente pensó entonces que, en vez de cumplir con su obligación, aprovechaba las ausencias nocturnas de Rogelio Barallobre para acostarse con su mujer en el propio lecho conyugal; la especie es absolutamente falsa, porque hay una Silva amorosa en que confiesa que el único, el exclusivo testigo de sus amores era la Cueva…). El caso es que se pasó bastante tiempo sin encontrar el nombre, mientras que don Torcuato comentaba con ironía, y aun sarcasmo, la pobreza imaginativa de Barrantes. «¡Yo soy mucho más poeta que él!», aseguraba, y adujo como prueba el Cuarto Arquetipo, para cuya colocación organizó una fiesta. Las perforaciones se habían practicado sin una ley previa, aquí y allá, solo guardando la distancia de diez centímetros. Colocado en posición vertical, como una lámpara que pendiese del techo, recibió un solo tubo del Primer Sistema, pero devolvió nueve en otras tantas direcciones. Combinados con angulares dobles y sencillas, en poco tiempo su contorno adquirió fisonomía romántica, como expresión de la rebeldía humana, del inconformismo radical, del “no” a todas las afirmaciones. Se dijo que don Torcuato andaba aquellos días algo febril y bastante disparado de palabra, como si con las incoherencias que decía quisiera rectificar la racionalidad de su conducta y de su Obra de Arte; pero él explicó cierta vez que todo hombre, aun el más racionalizado, conserva en el fondo del alma un poso al que la razón no alcanza, y que si se deja sin salida, acaba creciendo como un forúnculo e invadiendo la personalidad completa. «Eso fue, seguramente, lo que le sucedió a don Godofredo Barallobre, ilustrado toda su vida, escéptico y volteriano, que, de viejo, se entregó a la cábala y al misticismo swedenborgiano. Sin duda, su ración de irracionalidad no había sido suficientemente disciplinada y, sobre todo, purgada, y acabó dominando su elevada inteligencia…» De este modo, el Arquetipo Cuarto, que don Torcuato llamaba «La Loca de la Casa», se desarrolló sin trabas, creció como lianas en la selva, recorrió los caminos que quiso, y a poco embaraza la escalera, de tal modo que el ascenso llegó a resultar difícil. Una noche, Barrantes apareció, pálido, desmelenado, con mirada triunfante y un sí es no es impertinente. Después de beber, ante la expectación irritada de los presentes, su acostumbrado vaso de espadeiro, requirió silencio (nadie había hablado) y atención, y pronunció, con voz muy bien matizada, el siguiente discurso, que Castiñeira transcribe textualmente: «Los Dioses son veleidosos, caprichosas las Musas, y quien depende de ellos se ve obligado a ejercitarse en la paciencia como en la esperanza el místico. Igual que el místico, el Poeta sufre períodos de sequedad, camina por tierras áridas y frías, y llega a dudar de que el sol le alumbre y le caliente, en todo lo cual se echa de ver la verdadera naturaleza de la poesía, don de los Dioses, soplo eventual que llega de la altura sin que la voluntad cuente, sin que la disposición del intelecto influya. Se es Poeta porque un Dios lo quiere y solo cuando a él le acomoda. Yo vengo de atravesar un desierto. Mis pies hollaron arenas, y el aire que alimentaba mis pulmones era absolutamente insuficiente. Llegué a desesperar. Más de una vez pretendí desandar el camino, y, si no lo hice, fue porque daba igual, fue porque hacia atrás y hacia adelante no se veía más que el desnudo horizonte, el monótono círculo blanco de las praderas quemadas. El silencio que me rodeaba era tan espeluznante como la misma oscuridad. Pero el silencio y la oscuridad de mi alma eran aún mayores. ¡Ustedes no pueden comprender hasta qué punto aniquila esa oquedad interior, ese vacío! Ocasiones hubo en que me dejé caer, en que besé la tierra y pedí a los dioses la muerte. Y en una de ellas fue cuando surgió el milagro, porque de milagroso podemos conceptuar el acontecimiento, aunque mentes demasiado rígidas sonrían ante semejante proclamación. Pero, seamos sensatos, pensemos libres de prejuicios: ¿no es milagroso que el agua surja de la roca? ¿No lo es que estalle en luces la oscuridad y en voces el silencio? Y, sobre todo, ¿no es siempre milagrosa la presencia de un Dios? Pues bien: músicas, luminarias y las palabras de un Dios coincidieron en el excepcional instante. Y yo permanecía anonadado, sin fuerzas para erguirme y mirar cara a cara la luminosidad presente. Fue lo mejor que pude hacer. A los dioses no se les puede afrontar, aunque las Musas, en casos semejantes, puedan ser sofaldeadas. Hubiera sido la Musa, y la hubiera violado; pero el Dios me hablaba con palabra terrible, y no osé levantar la mirada de la arena. No me es dado describirlo. Pude escuchar tan solo, y recibir después, el beneficio de aquella presencia, que enriquecía mi alma, que la fertilizaba. Sus palabras, más o menos, fueron estas: «Joaquín María, eres un poco idiota. Perdona que te hable así, pero quien como tú tiene ojos y no ve, no merece otro nombre. Andas buscando uno, te devanas los sesos, inquieres en el allende y más allá; juntas palabras y no te gusta la coyunda; te desesperas y dudas de ti mismo. Y, todo eso, ¿por qué? ¿Qué razón hay para que abandones, en el ejercicio de una operación poética, tus métodos acostumbrados? Nunca has hecho otra cosa que cantar lo inmediato y poner medida y ritmo a tu experiencia. Y, si de tu propia vida has hecho la materia de tus versos, ¿por qué investigas en otros horizontes? A cada hombre le es dado un mundo, y pierde el tiempo fuera de él. Busca en el tuyo, derrama la mirada por las cosas cercanas, y pregúntate a ti mismo por su nombre». Manteniendo la cabeza en el polvo, me atreví a preguntar: «¿A qué cosas te refieres? ¿A esta arena en que me humillo, a la luz que me rodea, a la trompetería de tus palabras? ¿Quieres que bauticemos nuestra tertulia con el nombre de Arenas atronadoras? ¿O encuentras más acertado el de Luz tronitonante? La conveniencia y aun la oportunidad de ambos podría ser razonada». El Dios me respondió con una carcajada indescriptible, porque no hay nada a que pueda compararse la risa de un Dios de buen humor: «Le quito el poco al idiota, Joaquín María». «¿Es necesaria mi humillación en este trance, o basta con mi humildad?» Sentí que el Dios, entonces, sonreía, y algo así como una mano suave pasó rozando mi cabeza. «Pero, vamos a ver, hombre de Dios: ¿en dónde se reúnen tus amigos?» «En el Café Suizo», le respondí. «¿En qué os sentáis?» «En sillas.» «¿Alrededor de qué?» «De una mesa redonda.» «Y, ahora, ¿no se te ocurre nada?» «Como ocurrírseme…» «¿Qué es lo que tienes delante, cabeza de alcornoque?» «Una mesa redonda del Café Suizo.» «Y, a eso, ¿cómo le llamas en francés?» «Une table ronde». Volvió a sonreír el Dios… «Une table ronde, une table ronde!» Y comenzó a tararear la canción de los bebedores de Borgoña. «Pero, objeté, si bien es cierto que ninguno de nosotros hace ascos al vino, de ninguno se sabe que le guste emborracharse.» «Sin embargo, os confesáis adeptos de cierto culto.» «El culto al Vaso Idóneo. Es el nombre técnico con que acordamos llamar al…» «¡Cállate!» «¡Perdón!» «Pero, vamos a ver otra vez: una mesa redonda y el culto a un vaso, ¿no despierta en tu estulto cerebro toda una serie de recuerdos?» «Así, de pronto…» «¡Te doy cinco minutos para acordarte!» ¡Cinco minutos nada más! Y yo permanecía inmóvil y humillado, y, al respirar, el polvo de la arena me resecaba el interior de las narices. Inmediatamente mi corazón se constituyó en reloj, y, en medio de aquel silencio, sus latidos hacían avanzar las agujas de un cuadrante invisible. Fueron los cinco minutos del condenado a muerte —así habrán sido los de mi padre, a quien entonces recordé. ¿Fue, por ventura, su voz nunca escuchada la que me susurró al oído el nombre inimaginable: «¡La Tabla Redonda, asno, y el Graal!»? «¡Ya lo tengo!», grité; y levanté la cabeza, pero el Dios había desaparecido con la oscuridad, el silencio y el desierto; yo me encontraba en mi cama, y amanecía. ¡La Tabla Redonda! ¿Habrá algo más sencillo? Pero yo no recordaba bien, sino solo vagamente, los nombres y la historia. Esto me sucedió anteayer. Las últimas horas de mi vida las dediqué a refrescar mis recuerdos y a enterarme más a fondo. ¡El Rey Artús, Merlín, Govén, Lanzarote del Lago, Galván y todos los demás!, Parsifal entre ellos, pero no creo que ninguno de nosotros se atreva a llevar su nombre, porque era casto. De modo que el título ha sido hallado. Fue inventado por hombres que, como nosotros, mezclaban en sus venas la sangre helena a la celta; que esperaron el regreso del Rey Artús como nosotros el de J. B.; que ponían en un Vaso su corazón y sus anhelos…». Continúa el discurso de Barrantes, pero aquí se le agota la sustancia. Y no es aventurado suponer que don Torcuato, aunque aceptó desde el primer momento la idea y la denominación, no dejó de presentar objeciones. «De todos es conocido, caballeros, mi respeto por cualquier clase de mitos y creencias sinceramente creídas, salvo cuando el creyente intenta compararlos a la fe en la ciencia positiva. Por esa razón, me permito advertirles que la equiparación del Graal de la leyenda al Vaso Idóneo que constituye el núcleo de nuestro celo, puede parecer sacrílega a la consideración de una cristiana conciencia escrupulosa.» Sin estas palabras, hubiera yo vacilado a la hora de cuantificar el «Complejo de Marsdem» de don Torcuato; ellas solas bastaron, sin embargo, para rebajarlo a la cifra de cuatro, excepcionalmente halagüeña. Queda siempre la duda de que estos u otros datos los hayan falseado. El discurso de Barrantes más parece, por su estilo, pertenecer a la pluma de Castiñeira, siempre propenso a deslizar endecasílabos en la prosa. Pero es inevitable que, en su raíz, los materiales con que trabajo sean discutibles. Aparte esta cuestión, limitándome a la normal hermenéutica, el esquema de la personalidad de don Torcuato resulta: Don Torcuato del Río Reacción dextrógira * I. Sentimiento (cicloide)1* II. Complejo de Marsdem5 * III. Coeficiente Paulus8 * IV. Volición soñadora1 * V. Inteligencia sentiente2 * VI. Inteligencia especulativa9 * VII. Sexo abismado polivalente9 * VIII. Complejo de Rickett7 * IX. Voluntad pragmática10 * X. Espíritu0 Un mero vistazo basta para advertir la enorme diferencia entre las personalidades del Vate y de Del Río; pero un estudio atento permite estatuir, no ya una simple diferencia, sino toda una oposición sistemática, sin otra coincidencia que el puesto ocupado en una y otra series por el «Coeficiente Paulus» (atribuible al hecho de haber nacido ambos en la misma ciudad). Las denominaciones de «actuante» y «oponente» se imponen con energía abrumadora, a causa, sobre todo, de su utilidad instrumental; pero, en trance ya de aplicarlas, ¿a quién las adjudicamos? Porque ninguno de ellos deja de ser «actuante» y «oponente» al mismo tiempo y casi de manera alternada; como que la naturaleza de sus relaciones funcionales pudiera muy bien homologarse a esa clase de fluido eléctrico que cambia constantemente de signo. Pero la cosa se complica todavía más cuando las sometemos, una y otra, a la “Prueba Dickinson” y al “Reactivo Ford”. (“Reactivo” se usa aquí, como es obvio, en un sentido tan lato que casi no puede considerársele como un término verdaderamente científico, y su propio autor, al proponerlo, lo advirtió, y rogó que se mantuviera la denominación solo hasta que apareciese otra más adecuada.) La “Prueba Dickinson” asombra por la sencillez con que los esquemas de la personalidad son reducidos a gráfico. Aplicada a nuestros casos, daría los siguientes resultados: No deja de ser curioso que se llame “levógira” la personalidad que, en el gráfico, se despliega de izquierda a derecha, y “dextrógira” la contraria; sus razones habrá, yo las ignoro como ignoro tantas cosas. En cualquier caso, no debemos incurrir en el error de confundirlas con los términos políticos de “izquierdas” y “derechas”; porque no eran usuales en la época de nuestros protagonistas, y porque si de algún modo hubiera que calificar políticamente a don Torcuato sería de izquierdista, y de integrista al Vate, a causa de sus posiciones contra o proclericales. La noche, precisamente, que precedió a la proclamación del Cantón Independiente de Castroforte del Baraña, hubo entre ellos una disputa muy agria acerca de la conveniencia de expulsar o no a los curas. “¡Pues puñetera falta que nos hacen!”, dicen que concluyó don Torcuato; y el Vate le respondió que él, pese a su vida de pecador, no pensaba morir sin los Auxilios de la Iglesia. Añadió, parece, que el trato a dar a los curas habría que pensarlo mucho, ya que los peregrinos que acudían a visitar al Santo Cuerpo Iluminado se abstendrían de hacerlo si la Iglesia quedaba desafectada del culto, y perdería con ello la ciudad sus habituales ganancias, que eran muchas los días de la Fiesta Grande, así como el ingreso por limosnas, que Rogelio Barallobre, en un arrebato de generosidad cívica, había cedido al Tesoro del Cantón, aunque con la promesa de un trato fiscal favorable a sus futuras importaciones: estas razones, por lo prácticas, convencieron a don Torcuato, cuyo índice de «Complejo de Rickett» acusa rápida comprensión ante las situaciones reales. Pues volviendo al «Reactivo Ford», que yo propondría llamar «la prueba por los dieces», consiste en sumar los índices numéricos correlativos de los componentes de dos personalidades en pugna —«actuante» y «oponente»—; si cada una de las parejas suma diez, forman lo que Ford llama «el número redondo» —diez por diez—, lo cual carecería en absoluto de utilidad científica si Ford no hubiera demostrado previamente que, cuando las cualidades de dos personas en pugna se complementan tan a la perfección, dichas personalidades no existen sino como entes ficticios, mitos, personajes de leyenda o protagonistas literarios. Es verdaderamente fascinante el estudio que Ford lleva a cabo sobre gran número de parejas históricas, cuya inexistencia demuestra con razones matemáticas tan abrumadoras en su rigor que uno no sabe qué hacer, si creerle a pies juntillas o mandarle a paseo. Los índices numéricos de Judas y de Cristo suman diez. También los de Rómulo y Remo, los de César y Cleopatra, los de Gregorio VII y la condesa Matilde, los del Rucio y Rocinante y, lo que es más admirable, los de Mussolini y Hitler. Pues bien: aplicada a los esquemas verbonuméricos del Vate y de don Torcuato la prueba por los dieces, resulta que sus personalidades son tan absolutamente complementarias, que, no solo suman diez todos los componentes correlativos, sino que, superpuestos los gráficos, encajan: ¿Qué pensar, ante tal evidencia? ¿Que el Vate y don Torcuato jamás han existido? Al menos, no es posible probar científicamente lo contrario, aunque yo esté convencido, por razones empíricas, de que vivieron y murieron. Por eso, al principio de este estudio, se me deslizaron ciertas dudas que ahora hallan clara confirmación teórica. Pero son dudas personales que nadie tiene por qué compartir y que a mí no me impiden continuar el examen de los documentos, auténticos o falsos, en los que bastante endiabladamente se narra la fundación de La Tabla Redonda y los acontecimientos que condujeron a ello. El título fue aceptado, y, de la larga nómina de Caballeros, transmitida por las distintas versiones, se eligieron siete, como que otros tantos eran los contertulios del Café Suizo: el Rey Artús, Merlín, Lanzarote del Lago, Galván, Galaor, Govén y Bohor. El resultado de la insaculación fue, al mismo tiempo que espectacular —medio pueblo se hallaba en el café, y el otro medio, fuera—, altamente satisfactorio, ya que el doctor Amoedo salió nombrado Merlín, como correspondía a su ciencia. Se instituyó La Silla Peligrosa, que, al principio, estaba siempre vacía, pero en la que más tarde dieron en depositar abrigos y sombreros, y la espinosa cuestión de la Reina Ginebra fue aplazada sine die e incluso silenciada, por cuanto su mención hería susceptibilidades secretas y levantaba ronchas incurables. La tertulia funcionó regularmente, y en vez de perder el tiempo hablando de una cosa y de otra, como hasta entonces, se acomodaban a un orden del día, las cuestiones se discutían y votaban, y muy pronto la ciudad comenzó a conocer las consecuencias y a comprender la utilidad de una institución como aquella. Por lo pronto, se consiguió en muy poco tiempo que la ciudad vieja —la Cibidá— recobrase su antiguo aspecto, y que las muchachas nativas rechazasen el cortejo de los funcionarios godos que Madrid se empeñaba en seguir enviando. Nadie ha dudado jamás que el Arquetipo Quinto, entonces aplicado al Sistema Ascendente, hubiera sido concebido como punto de arranque de todo un Complejo Irónico. Tenía, como los otros, diez agujeros: los nueve, colocados en tres series de tres, una encima de la otra y formando ángulo, como los galones de un sargento; el décimo, un poco más arriba y ligeramente desviado de la vertical. Que las tres primeras series formasen tres triángulos equiláteros, no lo discute nadie; que, así dispuestos, pudieran originar tres Sistemas Secundarios de racionalidad ejemplar, tampoco; porque, ¿quién dudó jamás del triángulo equilátero y de todas las figuras que de él derivarse puedan? Pero el desarrollo subsiguiente era, más que geométrico, caprichoso. Los tramos paralelos eran ya largos, ya cortos. Miraban al cielo, torcían hacia abajo, rectificaban hacia la izquierda, volvían a la derecha, siempre sin alejarse del Arquetipo más de un metro; con lo cual la maraña de tubos alcanzó un grado de tupidez tan grande que a primera vista aquello se asemejaba a un lío. «No, amigos míos. No un lío, sino todo un laberinto. El laberinto es la razón que se ríe de sí misma y desarrolla las posibilidades de oscuridad que su naturaleza le permite. A primera vista, claro. Si ustedes lo observan bien, mi Laberinto de Tubos no abandona en un solo momento de su trayecto el principio matemático. Quiere decir que el genio no está al alcance de todas las conciencias.» Lo que no explicó nunca don Torcuato, ni aun en sus Memorias, fue la función del tubo saliente del décimo orificio: recto, monótono, solitario, oblicuamente enviado contra un ángulo de la pared hasta que tropezó en ella y allí quedó para siempre. El primer número de la revista mensual La Tabla Redonda apareció al mismo tiempo, poco después de las golondrinas, pero, desde mucho antes, La Voz de Castroforte otorgaba cada semana a la Tertulia una página especial desde la que hacían sus campañas y en la que publicaban sus decisiones y aquellos trabajos eruditos que requerían más amplia difusión que la que la revista —naturalmente minoritaria— podía ofrecerles. La influencia de La Tabla Redonda en la prensa local fue cada vez mayor, y La Voz… vio acrecentado el número de sus lectores y aun el de los suscriptores foráneos, singularmente a partir del episodio del Estornudo Gigante, según otras versiones el Magnífico Estornudo, al mismo tiempo triunfo personal de don Torcuato y profesional de La Voz… Tan sonado, que al cruce de calles que antaño se llamaba la Plazuela del Aire, por lo que allí soplaba, y que hoy se acoge, por decisión municipal, al nombre de un varón galio al servicio de los godos, se le conoció durante varios lustros por Plazuela del Estornudo Seismopoion, nombre con que se quiso conmemorar el que, cierta noche de otoño, se le escapó sin poderlo atajar al señor Castiñeira: con derribo de las más próximas chisteras y alteración del reposo en que la gran lámpara central se mantenía. Y el ruido fue tan súbito, redondo y estentóreo, que todo el mundo quedó en silencio, como en espera de consecuencias mayores. Que llegaron, es lo cierto, pero al día siguiente y en forma de noticia de que un tifón de fuerza incalculable, un tifón de tamaño tan grande que los más grandes de la mitología resultaban, a su lado, chiquitos, había devastado las costas del Japón, con más de cincuenta mil muertos en Yokohama y aldeas próximas. La gente dijo en seguida: «Fue el estornudo del señor Castiñeira, que es gafe», y con esta explicación mágica, que aceptó todo el mundo, se quedaron tan panchos y sin la menor inquietud intelectual referida a la verdadera naturaleza del fenómeno. Lo cual sacó de quicio a don Torcuato, quien publicó inmediatamente un artículo en que venía a decir que la visión mágica de la meteorología, a que tan propensos eran los castrofortinos, pertenecía indiscutiblemente a una etapa superada del pensamiento europeo, y que lo que ahora privaba era la visión científica, en nombre de la cual, él, don Torcuato, ofrecía a los lectores la verdadera explicación, que era como sigue: el estornudo del señor Castiñeira se había producido en condiciones excepcionalmente favorables de calor y elasticidad del aire, por lo que se había convertido en brisa nada más salir del café, y de brisa en viento, y de viento en tempestad, y de tempestad en tifón, y como los cimientos del Archipiélago Japonés sean frágiles de suyo, como que están hechos de piedra pómez, pues aquella enorme masa de aire que se movía a velocidad increíble los había sacudido y roto en varios lugares, con la consiguiente catástrofe de vidas y haciendas. La cosa era tan lógica que todo el mundo la admitió, y el señor Castiñeira se vio compelido por su honestidad a escribir una carta al Mikado declarándose responsable, pidiendo perdón y ofreciéndose a cumplir en las prisiones japonesas los años de condena que los jueces estimasen oportuno. Pero la carta, dirigida al Embajador más próximo, había sido interceptada por los godos, por si traía consecuencias diplomáticas y reclamaciones económicas a las que el Tesoro de doña Isabel Segunda, felizmente reinante, no podía hacer frente aquel año. Se dijo también, lo dijo don Amerio, el canónigo de Villasanta, que La Tabla Redonda cultivaba adrede el lenguaje procaz. Exageraba. La procacidad de La Tabla Redonda no estuvo nunca en lo dicho sino en lo sugerido. ¡Pues bueno era el señor Castiñeira, secretario de redacción y corrector de estilo! Don Torcuato, en sus Memorias, le llama con frecuencia ratoncito, y no como tropo más o menos peyorativo, puesto que, según él, cuando era niño y le llamaban Pepino, no era tal niño, sino verdadero ratón, y que la metamorfosis se había operado entre los seis y los siete años, a causa acaso de los muchos rosarios rezados por su madre, a quien ver un ratón sentado a la mesa (después de haberlo mantenido a sus pechos), hacía poca gracia, y también porque su reputación de madre normal se había menoscabado mucho. De aquella niñez múrida, conservaba el señor Castiñeira la afición al queso, a meterse por todos los agujeros y a masticar constantemente un palillo de dientes, pero también la minuciosidad, la agilidad y los bigotes. Esta, como otras afirmaciones de don Torcuato, jamás han sido probadas, claro; pero la escrupulosidad del señor Castiñeira en materia verbal queda fuera de dudas. Aplicaba su maestría gramatical y sus conocimientos de la lengua al circunloquio y a la amfibología, de modo que decía con las palabras más honestas las cosas más espinosas: de lo que pudiera traer aquí una copiosa antología. Pero voy a reducirme a un solo ejemplo, tomado del número 13 de la Revista (vol. V, año II, págs. 26 y 27):De Sociedad Un muy estimado amigo nuestro, famoso por su ciencia y por el calibre y potencia de fuego de su artillería, fue visitado, el martes por la tarde, en su domicilio, por una comisión de damas de las que ejercen en el Pasaje de la Violada la antigua y acreditada industria de proporcionar a los varones paraísos efímeros a precios accesibles. El acontecimiento no merecería esta reseña, ni la más leve mención, si no concurriesen en él circunstancias que lo segregan del monótono curso de las horas y lo envuelven en el resplandor de lo insólito e incluso de lo poético: razones ambas por las que lo traemos aquí. La visita, como puede sospecharse ya, no era de cumplido, y nuestro amigo lo comprendió cuando, después de los saludos de rigor, una gordita de Monforte, de nombre Paca la Rubiales, especializada en soluciones urgentes a base de morcillona, constituyéndose en portavoz del grupo, y, según dijo, del barrio entero a que pertenece, expuso con bastantes dengues y rubores la situación en que se encuentra una de sus cofrades, bisoña en la profesión, a quien cierta malformación congénita del instrumental básico ha hecho merecedora del sobrenombre de La Estrecha. Creyó nuestro amigo, al escucharla, que venían en demanda de una intervención quirúrgica, y se apresuró a aclararles que él era abogado y aficionado a las ciencias recreativas, pero en modo alguno médico facultativo ducho en el manejo del bisturí. La respuesta de nuestro amigo fue precipitada y, por ende, equivocada, pues las peticionarias no buscaban un médico, sino el sustituto de ciertos profesionales, llamados «floreros» en el argot del barrio, y de los que no había existencias en plaza. Parece que el oficio de los tales consiste en reducir a términos convenientes la impenetrabilidad de las muchachas aquejadas de ese defecto mediante su instalación y permanencia reiterada en lo que pudiéramos llamar la horma, ya que el principio físico que hace posible la operación no es otro que la dilatabilidad de los cuerpos (en este caso, de los tejidos), principio que nos permite calzar unos zapatos que por error hemos comprado de uno o dos números menos. En resumen: que dada la reputación de nuestro amigo e incluso la experiencia de muchas colegas de la suplicante, venían a proponerle que sacara de apuros a La Estrecha (a punto de ser despedida del taller en que trabaja), favor por el que le vivirían eternamente agradecidas y le otorgarían de por vida determinados privilegios en orden a precios, frecuencias y variedad de los servicios. Parecía tan sinceramente acongojada La Rubiales, fueron tales las tintas con que pintó la situación de su compañera, corroboraron las coreutas con tal sinceridad lo que la Voz Cantante aseguraba, que nuestro amigo, conmovido, accedió a la petición. Por lo cual nos ruega comuniquemos a sus amistades que durante un mes no se hallará en su casa de seis a siete de la tarde, los días laborables, ni de once a doce de la mañana, los festivos, aunque seguirá concurriendo a las reuniones de La Tabla Redonda como si nada. ¡Pues no faltaba más! Preguntado por nosotros en qué piensa consumir ese tiempo de quietud a que la función de horma le sujeta, nos respondió que la ocasión es la más favorable para el estudio de ciertos poetas franceses cuyos versos acaban justamente de recibirse en la Biblioteca de la Casa del Barco, un tal Verlaine y un tal Rimbaud, poetas de expresión más bien extraña. Se nos ocurrió entonces, y fue ocurrencia bastante ingenua, hacer la misma pregunta a La Estrecha (quien, por cierto, es una chica monísima, dotada además de la mejor voluntad profesional): pensábamos que, a lo mejor, empleaba su tiempo libre en estudios matemáticos o gramaticales; pero ella nos dijo que no; que, como no sabe estarse nunca quieta y es tan hacendosa, se entretendrá en tejer abriguitos de punto para los niños de la Inclusa, que pasan tanto frío en el invierno, los pobrecitos. La Redacción. Don Torcuato sostenía la utilidad política del canard, y una de las tareas a que la trinca se entregaba con mayor entusiasmo era a su concepción, elaboración y redacción. De este modo, Guillermo I, Emperador de Alemania, entró en París prisionero de Napoleón el Pequeño; el Papa Pío IX fue ahorcado en la Plaza de San Pedro, y Garibaldi proclamado Rey de las Dos Sicilias. Así también La Commune, sublevación de los burgueses, fue inmediata y pacíficamente sofocada por el proletariado de París, y el Canal de Suez lo inauguró el Zar de todas las Rusias con una representación a todo tren de Boris Godunov. Especial atención concedían a la vida y milagros de cuanta cantante, bailarina o vedette conseguía la fama en Francia o aledaños; como que en la contraportada de la revista se publicaban sus retratos, sucintas biografías y párrafos de exaltada pornografía en elogio y propaganda de sus cualidades específicas. Allí se habló, por vez primera, de «senos turgentes», de «miradas picaronas», de «traseros despampanantes» y de otras lindezas muy pronto incorporadas al lenguaje coloquial; desde allí se adiestró a los varones castrofortinos en la práctica de variedades sexuales de las que en la Península no tenían noticia, pero que los de La Tabla Redonda conocían por las publicaciones y revistas especializadas que Rogelio Barallobre seguía recibiendo del extranjero. «Nuestra primera obligación, después del rescate de la Cibidá de manos ignorantes, y de la defensa y beneficio de las mozas locales —sostenía, en privado, don Torcuato—, consiste ni más ni menos que en liberar a nuestros conciudadanos de sus ancestrales hábitos eróticos. ¿Qué puede esperarse de un pueblo que no conoce otra postura que la normal, y además a oscuras y con el camisón puesto? La sagrada idea de la libertad tiene que comenzar por la liberación de la carne; el ejercicio de la imaginación, sin el que la ciencia no puede desarrollarse cumplidamente, ha de disciplinarse en la invención de refinamientos carnales. La decadencia histórica de los godos no obedece a otra cosa que a la monotonía y pobreza de sus costumbres amatorias y a la extraña moral a que dieron origen. El godo que se estime se porta de manera que su esposa desconozca el placer; pero si ella, razonablemente, va a buscarlo a otra parte, arma el marido la de San Quintín. ¿Y quién de ellos se atreve a pensar que su madre haya podido gozar de los legítimos placeres conyugales sin considerarse inmediatamente hijo de puta? Allá ellos. Porque nosotros, mientras no podamos hacerlo de otra manera más efectiva, manifestaremos nuestra independencia fornicando en la postura que nos dé la gana.» Y aconsejaba, para mejor información, la lectura de los tratadistas católicos de Moral, que se las sabían todas en aquella materia, si bien más por ciencia que por experiencia, aunque ofrecieran el inconveniente de estar en latín. Pero el doctor Amoedo se encargó de traducir aquellas partes de los capítulos de Del matrimonio más ilustrativas, y de formar con ellas una antología a la vez excitante y pedagógica. No faltó quien atribuyera el origen de esta campaña de saneamiento y corrección de costumbres a la necesidad de añadir un matiz escandaloso a La Tabla Redonda con el fin de enjugar la pérdida que arrastraba desde su primer número; pero la noticia, por proceder de Villasanta, es poco fidedigna. En lo del escándalo no andaban, sin embargo, descaminados, aunque sería más exacto denominarle alboroto, o quizás reacción colectiva, que era lo que se pedía en aquella Santa Novena. Por lo pronto, los dos bandos no tardaron ni horas en constituirse, hombres y hembras mezclados y coincidentes en la opinión. En el contra, figuraban los godos y sus esposas, con la Gobernadora a la cabeza; su número y vocerío se incrementaba con las Hijas de María, aunque no todas, y con alguna que otra fea de las nativas. Se les llamó en seguida Las Gaviotas, por lo frías, y ellas, a las otras, las Calientes. «Doña Fulana, ¿es usted Caliente o Gaviota?» «¿Y a usted qué le importa, doña Mengana?»: esto se oía en la calle, en el mercado, en el atrio de la iglesia, en los estrados y salones. No hacía falta, sin embargo, preguntar: a Las Calientes se las conocía por la manera leve del andar, por el brillo encendido de los ojos, por la cálida esperanza de las palabras, como esclavas a las que se les hubiera prometido la libertad. Pero Las Gaviotas manejaban los resortes del Poder y carecían de prejuicios locales: ellas fueron las que invitaron a don Amerio, Canónigo Magistral de Manila con residencia en Villasanta, a que viniera a poner orden en las conciencias desde el púlpito y quizás desde el confesonario. Don Amerio, que ya estuviera en Castroforte unos años antes, acompañando a los tres catedráticos que habían dictaminado la excesiva modernidad del Santo Cuerpo, y que en privado sostenía la inexistencia de Castroforte, llegó, una tarde lluviosa, en la diligencia, armado de entimemas y de excomuniones latae sententiae. Le esperaban las damas más estiradas, y, sin carácter oficial, pero con entusiasmo manifiesto, sus maridos. Los sermones fueron en la Colegiata, por ser la iglesia más capaz: a las seis de la tarde, tres días consecutivos. A un lado, los caballeros; las mujeres, al otro, y, en el fondo, disimulados en las sombras, los de la Tabla Redonda en Corporación. Imprecaba, denostaba, desafiaba, acusaba don Amerio. Frente a él, con caracteres casi visibles, iba surgiendo el maniqueo, inmediatamente destruido después de abofeteado. Y, en el maniqueo, todo el mundo contemplaba el retrato moral del Rey Artús; y el mismo Rey Artús podía verse, como un pelele inane, colgando de la lámpara central, blando blanco de todos los disparos en aquel pim-pam-pum dialéctico. «Nos lo están dejando hecho unos zorros», fue el comentario. Pero quienes le observaban —a pesar de las sombras—, advirtieron en su rostro una sonrisa leve y fugaz, como si le quedasen en reserva veinte escuadrones de húsares. Al terminar el último sermón, don Amerio fue abrazado por los godos y casi besuqueado por las godas y por las Hijas de María adscritas al bando frío y volátil. Se le ofreció una cena en los altos del Suizo. Debajo, justamente debajo, La Tabla Redonda celebraba sesión, casi consejo de guerra. El doctor Amoedo aportó la quintaesencia de su sabiduría: textos de Santos Padres que añadir a los ya manejados de moralistas, de teólogos. «Un verdadero arsenal para que bata usted al enemigo en su mismo terreno.» El Rey Artús veló sus armas, quiero decir, los leyó con atención. Y, de allí mismo, partió un cartel de desafío a quien arriba celebraba prematuramente su triunfo. «Mañana, señor Canónigo, La Voz de Castroforte publicará una carta abierta en la que se le invita a usted a una polémica pública en el local del Café Suizo.» El señor Castiñeira, silencioso y sarcástico, había preparado la escenografía. La carta la entregó un camarero en el mismo momento en que los aplausos finales acariciaban la tonsura rosada del Canónigo. Su discurso de agradecimiento había sido breve, como inspirado en la prosa sobria de Tácito, pero agresivo y contundente; sólido de doctrina, y con esta proposición como epifonema: «Si se me hiciera caso, las cosas en España marcharían mejor». Leyó la esquela con desdén y la pasó al Gobernador. El texto hizo un periplo rápido, y un silencio preocupado cayó sobre los restos del banquete. «¿Qué pensarán hacer esos caníbales?» «Morder mi último anzuelo.» «¿No será complicar demasiado las cosas, don Amerio? A veces, vale más el desprecio…» «¡Nadie me ha provocado que no se haya llevado el merecido!» «¡Mire que esa gentuza es capaz…!» «¡Los desharé a golpes de lógica escolástica!» «¡A lo mejor, ellos no han estudiado esas cosas tan profundas, y le atacan con volterianismos!» «¡Al mismísimo Voltaire lo dejaría en paños menores!» Y todo el mundo vio al señor Arouet, despelucado y en calzoncillos, escapar por las calles mojadas de Castroforte, golpeadas sus espaldas por los argumentos proyectiles de don Amerio: los rasgos del señor Arouet coincidían aproximadamente con los del Rey Artús. Don Amerio escribió en la misma esquela: «Acepto», y la devolvió a su lugar de origen. La noticia salió del Café Suizo disparada en todas direcciones, y en todos los hogares levantó, o la esperanza del triunfo, o el temor a la derrota. Las Calientes ofrecieron numerosas novenas al Santo Cuerpo Iluminado, lo mismo que Las Gaviotas, y los curas locales, molestos de la soberbia con que don Amerio los trataba, enviaron a don Torcuato discretos ofrecimientos de bibliografía idónea. Se pasó el día como si todo el pueblo anduviese con la gripe, o, al menos, con tercianas. Llegó la noche. En el café no cabía un cliente más. El excedente masculino se apretaba bajo los soportales. En las casas, las mujeres rezaban y se consumían en la espera. Las ventanas del café habían sido abiertas, no solo por ventilarlo, sino porque algo de la polémica llegase al exterior. La Tabla Redonda entró por la puerta trasera y ocupó su rincón acostumbrado. La Silla Peligrosa se reservaba al Canónigo, y el dueño del café había colocado un círculo de sillones, en lugar preferente, para las autoridades y funcionarios de más viso. Fue el Gobernador en persona quien acompañó, en su coche, al orador. Era este un hombre bajo, de figura torcida, pero nervioso, como si todos sus músculos y tendones estuviesen hechos de materia vibrátil e indestructible. Le arrastraba el manteo al caminar; debajo de la sotana se adelantaban, rápidos, sus zapatos con hebillas de plata, sus calcetines purpúreos. De color cardenalicio eran también sus guantes, y era tan apropiada su facha clerical, que pudiera pensarse que había entrado el Vaticano en pleno. Hizo una seca aunque elegante reverencia. El Vate le señaló su asiento. Don Amerio se descalzó los guantes con parsimonia tal, que inmediatamente los partidarios de del Río se echaron a temblar, porque aquella calmosidad presagiaba el triunfo. Les parecía como si la figura apacible y menuda de don Torcuato hubiera de enfrentarse con un sistema de garfios acerados, unos garfios que esperaban la señal para lanzarse al ataque y morder, múltiples, en las carnes liberales del oponente. El Vate abrió la sesión. Hizo el elogio de los campeones, y anunció su esperanza de que el torneo intelectual que iban a presenciar pudiera calificarse de incomparable. Don Torcuato, aun sin venir a cuento, brindó el toro a don Amerio: «Tirez les premiers, messieurs les anglais!» Y el Canónigo le respondió secamente: «Usted, yo soy el desafiado». Don Torcuato aparecía tranquilo, como indiferente, incluso como divertido: rebuscó en el bolsillo, sacó un montón de papeles… «Quisiera, ante todo, hum…, conocer su opinión acerca de ciertos textos ortodoxos, hum…; ciertos textos en contradicción con sus ideas, hum…, supongo que personales, hum… Comenzaré por aquel de San Cipriano, hum… en que autoriza a masturbarse a la mujer casada que no encuentra placer en el coito conyugal, hum… y que dice a la letra…» La mano abandonada del Canónigo se apretó en convulsión inmediatamente rectificada. Don Torcuato leía con calma y al modo inglés, interrumpiéndose, intercalando un «hum…» tras otro. Pero, en la conciencia del Gobernador y de las ilustres autoridades presentes, nacidos todos ellos más allá de Villafranca del Bierzo, se precisaba una irritación oscura contra los Padres de la Iglesia, contra los teólogos, contra los moralistas que, con calma, ajustándose los espejuelos, iba citando don Torcuato. Al terminar, ofreció el montón de papeles al Canónigo: «Compruebe usted, si lo desea, la corrección de las citas». Y se sentó. Había bocas abiertas de una cuarta, manos estupefactas, ojos pasmados. Don Amerio rechazó los papeles con movimiento que por sí solo valía una victoria. «La Iglesia, efectivamente —dijo sin levantarse—, reconoce el derecho de las mujeres casadas al placer; pero no es conveniente que ellas lo sepan.» Y dio entonces un fuerte puñetazo en la mesa, se levantó casi de un salto —se levantó como una cosa que se levantase rápida, eléctrica, inesperadamente— y dijo con voz apabullante: «¡Y menos aún en este pueblo, Castroforte del Baralla, en este pueblo dejado de la mano de Dios, donde las lampreas se alimentan de cadáveres humanos, donde las mujeres se reúnen en tenidas masónicas y adoran al diablo en forma de miembro viril!» Pero solo los muy próximos pudieron oírle. Fuera, alguien había gritado: «¡Viva don Torcuato del Río! ¡Vivan el Rey Artús y La Tabla Redonda!», e inmediatamente se escuchó, cantada por mil gargantas conmovidas, la primera estrofa del Himno de Riego: Si los curas y frailes supieran la paliza que van a llevar, subirían al coro cantando: ¡libertad, libertad, libertad! El Gobernador se removió en su asiento, y el párpado derecho empezó a estremecerse. El Jefe superior de Policía desapareció. Las autoridades presentes cuchichearon. Don Amerio, en su enumeración de los vicios, defectos y otras imperfecciones de la ciudad y sus gentes, iba por la mitad. Cerraron con estrépito los vidrios del café, y el tumulto pareció quedar lejano. Pero, en el interior, alguien chillaba: «¡Fuera, fuera!». El Gobernador se levantó para proteger con su cuerpo grande, pomposo, el escueto, esencial, del Canónigo, y este, interrumpiendo su perorata, apostrofó: «¡Un día no lejano, Castroforte del Baralla será tomado militarmente, y yo estaré con las tropas que lo humillen, como estuve con los sabios que destruyeron esa impostura del Santo Cuerpo!». Y fue una verdadera profecía, porque, efectivamente, desde Villasanta llegó la artillería a apoderarse del Cantón Independiente e incorporarlo al Estado Central, con ella vino don Amerio, constituido en capellán honorario, pisando más fuerte que nunca; y pronunció un sermón apocalíptico en la Plaza del Comercio, adonde la gente había sido llevada a puro güevo. Pero en el ínterin, había hecho otra visita, aunque de tapadillo: había venido a convencer a Coralina Soto de que, en vez de regalar sus alhajas al Santo Cuerpo Iluminado, como tenía prometido, como había anunciado que iba a hacer, las donase a la Catedral de Villasanta de la Estrella, iglesia de mayor jerarquía y de más lúcida historia. Todo el tiempo que Castroforte permaneció sub militari manu, lo pasó don Amerio instalado en el Hotel Suizo, en la mejor habitación, por la que no le cobraban. En un principio, con la intención de que Coralina fuese procesada por colaboración con los rebeldes; pero, al enredarse ella —brevemente, es lo cierto; cosa de pocos días, ya que llegó el barco que había de llevarla a América, y el idilio se deshizo en lágrimas ardientes a la orillita del mar— con el coronel del Regimiento de Artillería que ocupaba la plaza: un buen mozo originario de Castroforte, de la antigua familia de los Bendaña, don Amerio se dedicó a investigar la moralidad del negocio de la lamprea, si se alimentaban o no de carne humana, y a punto estaba de pronunciar la excomunión colectiva, cuando, de pronto, sin que nadie del pueblo lo esperase, sin que ningún nativo lo desease, se abrió el proceso por la muerte de Barrantes. Fue don Amerio, según consta, el denunciante, aunque no de motu proprio, sino impulsado por delación anónima (o quizás no). Don Torcuato dedica al caso en sus Memorias más de cuatro folios por el anverso y el reverso. Da por cierto que el autor de la carta anónima fue Rogelio Barallobre. Ifigenia, a falta de una cárcel de mujeres, y en consideración a su calidad, fue encerrada en el convento de las Clarisas, que ya entonces se estaba viniendo abajo sin que La Tabla Redonda pudiera socorrerlo, por ser de patronato de los Bendaña. A Ifigenia la metieron en una celda en mediano estado de conservación, donde pasaba frío, y le daban de comer lo de las monjas, que era poco y malo, y no tenía un mal espejo donde mirarse la cara, bastante pálida, medrosa y triste. Luego, las visitas e interrogatorios del Juez, que eran una lata. Pero, todas las tardes, sus amigas acudían al locutorio, y ya que no podían remediar su estado, la informaban al menos de cómo iban las cosas en la ciudad, lo que se decía de ella, y otros chismes y noticias. Esto la consolaba. Su marido no iba a verla; sí su hijo, en compañía de tía Celinda, que le prometía sacrificar los últimos lingotes para verla pronto en la calle, libre de calumnias y restaurada en el honor y en la estimación de todos. Pero las visitas con más impaciencia deseadas eran las de don Torcuato, su abogado desde el primer momento. Don Torcuato le sugería las respuestas al Juez y le ayudaba a mantenerse en su encastillada negativa. Y aquellas entrevistas fortificaban su voluntad y le permitían afrontar los interrogatorios con entereza. No fue posible arrancarle una confesión medianamente comprometedora: aquella tarde, a aquella hora, había ido a rezar a la capilla del Santo Cuerpo. Nadie la había visto, era cierto, pero tampoco nadie podía testimoniar en contra. Al mismo tiempo, en la calle, la gente leía los artículos inflamados de caballerosidad, cargados de intención maligna, a veces francamente acusatorios, que publicaba cada día La Voz… Las Calientes estaban de su parte; Las Gaviotas, en contra. Don Amerio iba y venía, intrigaba, encontró a una mujer que decía haber visto, la tarde de autos, a una enlutada salir con prisa y precauciones del portal trasero del hotel; pero su testimonio no pudo utilizarse por cuanto la hora que dio no coincidía con aquella en que, según la declaración del doctor Amoedo, se había oído el disparo y habían encontrado al Vate malherido. El juicio fue un gran triunfo para don Torcuato. Su defensa hizo llorar a las mujeres y temblar a los hombres de indignación. Describió la conspiración tenebrosa de la que aquella mujer, la acusada, era víctima inocente y meramente funcional, porque la maniobra iba en realidad dirigida contra la Memoria Inmarcesible del Inolvidable Vate, símbolo ya de tantas cosas amadas; el hombre que todas las mujeres de Castroforte llevaban en su corazón, el que todos los varones reverenciaban en su alma. «¡¡¡Yo acuso!!!» Lo malo fue que acusaba sin nombres, que trazaba en el aire gris de la Audiencia una silueta torcida y fácilmente identificable, pero que, por innominada, pasaba a los autos como mero fantasma. Ifigenia fue absuelta. Don Torcuato no le quiso cobrar, pero ella le regaló, como recuerdo, los manuscritos de Barrantes que guardaba. «Fue un delicado obsequio», comenta don Torcuato en sus Memorias, pero no se pregunta por qué los tenía Ifigenia, ni parece tampoco habérselo preguntado a ella. ¿Esperaba, tenía la certeza, de que la respuesta confirmaría la leyenda del adulterio? Aquí don Torcuato obró con cautela desleal, esa deslealtad radical y escondida, quizás celosa o envidiosa, que el índice de su «Complejo de Rickett» acredita. Pero ¿qué hay detrás de este silencio: discreción o voluntad deliberada? Porque don Torcuato no pudo ignorar la verdad. Si no a partir de la primera entrevista, en la cárcel —llamémosle así—, con Ifigenia, tuvo al menos que descubrirla poco a poco, indicio tras indicio, certeza tras certeza. Por un camino o por otro, quizás por el de la paladina confesión, la poseyó enteramente, acaso en medida mayor que sus mismos protagonistas. Ciertos pormenores de sus Memorias sobre la vida íntima del Vate, dichos de paso y sin darles importancia, tienen todo el sabor a confidencias arrancadas a una mujer de la intimidad de Barrantes. «Joaquín María era un flojo en la cama»; «Al Vate no le preocupaba que la mujer gozase o no»; «Las ternezas con que entretenía el tedio de su amante eran especialmente cursis»; «El Vate no era un varón normal. Se pasaba el tiempo en divagaciones poéticas, mientras una mujer de carne se abrasaba a su lado. Para encandilarlo, tenía ella que pasearse con las medias y las bragas puestas, el cubrecorsé desabrochado y los pechos asomándole por la abertura: solo así conseguía ponerlo en forma»; etc., etc. Pero ¿qué hombre obtiene de una mujer confidencias de esta índole? Ni siquiera el confesor, pero quizá sí el amante nuevo que trae consigo el olvido de una gran decepción. ¿Fue este amante don Torcuato? Ni lo dice, ni lo da a entender por alusiones. ¿Por qué no se envanece de este triunfo como de otros, ya que no deja de referir con pelos y señales la conquista de criadas de servicio, de aguadoras, de menestralas y de alguna que otra zarrapastrosa? ¡Y no digamos sus relaciones con Lilaila Souto, cuando volvió a Castroforte trasmutada en Coralina! Si enfocamos el estudio de las Memorias como documento expresamente escrito para dejar a la posteridad la imagen de un Barrantes mediocre, podremos explicarnos la elocuencia, la abundancia de datos, el regodeo descriptivo, la fidelidad de la memoria en todo cuanto se relaciona con Coralina, que, según el Rey Artús, nunca tuvo relaciones con Lanzarote, a pesar de haberla proclamado este su Ginebra, y el silencio en cuanto se refiere a Ifigenia, porque ella sí las había tenido. La técnica de don Torcuato es hábil. En sus Memorias traza su autorretrato como si estuviera delante de un sistema de espejos que le permitiera verse al mismo tiempo por detrás y por delante. Sus referencias al Vate son fragmentarias y distantes, incluso disimuladas, como si intentara esconderlas en los pliegues de su vestidura. No impresionan la conciencia, pero quedan clavados en algún lugar de la memoria, que, de pronto, nos presenta un retrato completo y organizado, no un puzzle. El Vate eratonto vanidoso charlatán caprichoso infantil mentiroso narcisista miedoso plagiario tímido supersticioso sablista pelmazo quisquilloso meticón lameculos robaperas antipático petulante celoso Lanzarote no sabíahablar con elocuencia escribir correctamente ponerse el sombrero recitar sus propios versos conquistar a una mujer hablar francés respetar la opinión ajena hacerse la corbata aguantar el tipo Barrantes no teníadinero ilustración dignidad vergüenza mano izquierda sentido del ridículo discreción diplomacia energía educación garbo clase Y, entonces, el misterio de la muerte de El Hombre Malo del Sombrero Negro empieza a aclararse. Rogelio Barallobre se puso enfermo poco antes del aniversario de Barrantes, y murió poco después. En la correspondencia de Las Tres Damas hay datos de sobra para identificar su mal: parálisis progresiva de los músculos voluntarios de la micción, espasmos estomacales seguidos de vómitos; éxtasis —finalmente— de la válvula mitral. ¿No es este el síndrome, descrito por Pass en 1927, de envenenamiento por ingestión continuada y metódica de sulfato de dimetil-2-propanoamilbenzol-4-proanoamida cristalizada? ¿Y quién se lo pudo administrar, sino Ifigenia? Y, a esta, ¿quién se lo proporcionó sino el mismo don Torcuato? Esta hipótesis ilumina con luz irresistible muchos acontecimientos anteriores y posteriores: justamente aquellos que a don Torcuato importa oscurecer, ocultar, dar por no sucedidos, en los que actúa como instigador. «Al Vate lo mató tu marido», luego, también Rogelio debe morir. «El Vate te engañaba», luego, debes odiar su recuerdo. «¿Lo pasas mejor conmigo que lo pasabas con el Vate?», luego, cuéntame sus deficiencias. La única finalidad de don Torcuato fue la obtención de noticias que le permitieran trazar ese perfil de Barrantes en que su venganza se ejercita hasta la perfidia. Pero ¿por qué inducir a Ifigenia al envenenamiento de Rogelio? Sencillamente, para tener asegurado su silencio. Creo que el razonamiento es irreprochable y que la hipótesis se sostiene con el vigor de una certeza. Pero don Torcuato no sospechaba la existencia de esas cartas que las Tres Damas Conspiradoras se escriben durante muchos años (¿por qué, estando tan cerca unas de otras? ¿No es una correspondencia tan lujosa que parece inútil?), esas cartas de cuya lectura se infiere la autenticidad dolorosa de tantos poemas de Barrantes, los mismos que don Torcuato no duda en calificar de «ejercicios teóricos de un adolescente incurable, San Juan Evangelista de nuestra Tabla Redonda». Don Torcuato intenta presentarse como campeón invencible, aunque único, en el deporte amatorio. El comienzo de sus Memorias no hace pensar otra cosa; «Esta tarde he estado con una moza virgen. Pude llegar hasta el final a duras penas y después de mucho tiempo y esfuerzo. Quedé tan fatigado, que hube de regresar a casa en coche. Trabajo me costó añadir al Homenaje Tubular el tubo correspondiente. No estoy triste. Tengo setenta y cinco años, a los quince empecé, y aunque renuncie, que me quiten lo bailado. Tengo para perderme en los recuerdos. Pasaron tantas mujeres por mi piedra, que entre todas forman una, y un solo orgasmo feliz la serie innumerable de los orgasmos sucesivos. Me acordaré del último como de una brillante despedida. La moza gozó en mis brazos como no volverá a gozar. “¡Mira el vejete!”, exclamaba, asombrada. Y yo veía en sus palabras la coronación de mi triunfo. Ahora estoy en la cama, fatigado. No podré levantarme en cuatro meses, que espero emplear en la redacción de estas Memorias. Por si la Parca me reclama antes de tiempo —la Parca, esa reseca y siniestra dama que no gozó en la vida—, quiero contar aquí mis experiencias. No tuve un hijo ni planté un árbol, pero, con mi simiente dilapidada se podría poblar una provincia. No planté un árbol ni tuve un hijo, pero inventé una república independiente y reformé la sociedad de Castroforte. Será difícil que se extinga el recuerdo de mis hechos. Lo intentarán, no lo dudo, y lo conseguirán en apariencia. Pero estas páginas bastarán para que mi nombre y mi figura resurjan de las tinieblas del pasado. Don Torcuato del Río, hermano de Renato y de Viriato, barítono de ópera el uno, ingeniero de Caminos con ejercicio en Murcia el otro. Los tres pies para un banco, nos llamaban de muchachos. El barítono murió de un empacho de gloria y de una pulmonía doble cogida en San Petersburgo la noche que cantó ante el Zar. El ingeniero se ahogó en la presa que él mismo construía. ¡El muy asno! Quedo yo, con mis setenta y cinco años fácilmente llevados hasta aquí. Fui señor de mi vida, hice mi ley y me burlé de las leyes. Para que no se asombre nadie, confesaré que envenené a mi mujer, una criatura estúpida llena de ansias celestiales. “¿Gozas, vida?”, le preguntaba; y ella me respondía: “Sí, pero más se goza en el cielo”. ¡Pues al cielo de una vez, imbécil! Si el cielo existe, mi mujer me habrá agradecido aquella taza de café que la envió prematuramente al lugar de sus anhelos —aunque bien confesada y comulgada, como ella apetecía. Era un cuerpo sin sal, un montón insufrible de músculos y vísceras cubiertos por la piel más áspera que he tocado jamás. El aliento le olía a mierda ajena…». Etc., etc. Pero no dejo de pensar que todo esto, y lo que sigue, pudiera ser mentira; y que las cosas cuya realidad se puede comprobar, hayan sido diferentes de como él las cuenta. A la mañana siguiente de la polémica con don Amerio en el Café Suizo, La Tabla Redonda en pleno, en virtud de un telegrama de Madrid, salió para el destierro. Siete ciudades de segunda importancia les esperaban, lejanas todas ellas; pero no tardó un mes en reunirse la trinca en Pontevedra, ciudad liberal y culta. Allí se publicaron dos números de la revista, clandestinamente repartidos en Castroforte; y estaba el tercero en gestación cuando Topete se pronunció en Cádiz y pudieron regresar. Don Torcuato cuenta su llegada al Ferrol, donde los Hijos de la Viuda le esperaban y le invitaron a exponer, en el local de la Logia, su versión particular del Evolucionismo. «Me habían apercibido un cabrito asado, champán francés y dos mozas de veintiuno, morena y rubia, para hacer cama redonda.» Lo de los Hijos de la Viuda y de la conferencia puede ser cierto; lo del cabrito, también. Pero ¿y el champán? ¿De dónde los ferrolanos iban a sacar entonces champán francés? En cuanto a las muchachas, serían dos prostitutas de la antigua y conocida calle de San Pedro, y actuarían alternada, no simultáneamente. Don Torcuato desfigura los hechos con breves toques. La supresión de un adjetivo, la introducción oportuna de un sustantivo verosímil, le permite transformar la realidad a su favor. O reducir a nada lo que desprecia, o lo que puede llegar a ser de por sí más importante que su vida. «Por aquel tiempo —dice, después de haber contado la polémica con don Amerio— el Palanganato estaba en decadencia. Se reunían, todo lo más, cinco o seis viejas con la tía Celinda, hacían calceta, labor de ganchillo o encaje de bolillos. ¿Quién podía atribuirles la comisión de orgías fálicas sino la mente desaforada de don Amerio? Porque en aquel desconcierto de decadencias, nada se tenía en pie más que las almohadillas de hacer encaje, que solo violentando exageradamente los hechos pueden equipararse a miembros viriles. Y nunca el Palanganato había sido otra cosa que una reunión de solteras, locas y viudas sin consuelo, alucinadas por la esperanza de que un nuevo J.B. viniera a fecundarlas. Singularmente tía Celinda esperó hasta la muerte a que otro Almirante como su abuelo apareciera por la mar en un velero y se la llevase al país donde se ama eternamente.» Don Torcuato es severo con la leyenda de J. B. La encuentra arriesgadamente útil. Dice que un pueblo no puede pasarse la vida esperando la redención de bóbilis-bóbilis, sin esforzarse hombre a hombre por redimirse. «Ahí está el ejemplo de Portugal, dormido en la esperanza de que don Sebastián regrese.» Por eso se empeña en interpretar racionalmente el mito y dotarlo de un contenido eficaz. «Todos los J. B. regresarán un día de ese lugar del Atlántico donde esperan, sí. Pero ¿qué quiere decir eso? Pues sencillamente que del Atlántico nos viene el ejemplo de los Estados Unidos de América del Norte, ese país al que el gran Lincoln, con su sacrificio, acaba de dar unidad y sentido histórico. En los Estados Unidos todo hombre sabe que camarón que se duerme, la corriente se lo lleva: por eso nadan contra corriente, no se abandonan; trabajan y consideran pecado el fracaso. Es el mensaje que lego, en estas páginas, a mis conciudadanos. J. B. quiere decir: trabajar para ser libres.» Lo cual estaría bien si Castroforte del Baralla fuese ciudad de población anglosajona; pero la mezcla heleno-celta de su sangre le señala otro destino —al que, por otra parte, fue siempre fiel—: hablar como los griegos, soñar como los celtas. La sangre impone una manera de ser que el espíritu obedece. Y el pueblo también, instintivamente. Por eso no recuerda a don Torcuato, y, en cambio, la memoria del Vate, que en su vida hizo otra cosa que charlar y soñar, permanece en toda mente y en todo corazón. ¡Cuántas veces he visto a las muchachas de Castroforte, «amores entre rosas desgranando», acercarse, en las tardes de otoño, a la glorieta de su nombre y dejar un ramo de violetas junto a su barba! En el caso, claro está, de que se demuestre ser cierto lo que el propio doctor Amoedo no se atrevió nunca a afirmar, sino solo a dar por suficientemente conjeturado, es a saber, la llegada, un día remoto, de Argimiro el Efesio, con sus birremes (o trirremes, ¿quién sabe?); la posterior de cierta tribu ártabra disidente y fugitiva, y la primera destrucción de Castroforte por Celso Emilio el Romano: tres acontecimientos que un ara marmórea, el dolmen que la cobija y las huellas de un incendio formidable pueden probar a quien esté dispuesto a admitirlos como prueba. Porque la cita de Tito Livio es vaga; la de Orosio, inconcreta, y el texto de Hesíodo en que Amoedo hace más hincapié, pertenece a un fragmento de atribución dudosa y conocido solo en su versión latina: un texto, pues, de verdadera segunda mano. Sin embargo, a quien contempla ciertos rostros, la realidad de la mixtura se impone con evidencia. Tomemos, por ejemplo, el del Vate, en su versión escultórica, que es la más conocida. ¿Qué, sino celtas, son sus pómulos anchos? ¿Qué, sino griegas, son su recta nariz y su espaciosa frente? Pero el retrato en bronce no nos demuestra nada, porque se hizo de memoria y también porque forma parte de un proceso idealizador: la misma duda que se experimenta al contemplar el busto policromo (un poco desvaído ya, y por eso más misterioso) de Coralina Soto. Pero este se esculpió con el modelo delante, de lo que no cabe duda, aunque haya sido pintado después: don Teodoro lo cuenta con pelos y señales; cita los días y las horas, los circunstantes de cada día (porque el busto se labró en presencia de La Tabla Redonda) y las etapas del camino entre el cerezo y la Alegoría del Cantón Federal, retrato de la Reina Ginebra para los iniciados. Y aquí conviene recordar una circunstancia a la que, por secundaria, nadie dio el suficiente relieve. El propio don Torcuato la despacha diciendo: «Por estos días nos enteramos del suicidio de Baliño. Era un imbécil». La Voz de Castroforte se limita a dar la noticia, sin hablar para nada de suicidio: «Por sus parientes nos hemos enterado de la desgraciada muerte, en Madrid, de nuestro conciudadano el eximio escultor don Federico Baliño, que concurrió a la última Exposición Nacional con su obra maestra La Musa Cruel, de todos conocida: un bronce que aspiraba a la Medalla de Oro y al que, injustamente, se le adjudicó una Segunda Medalla. Nuestro pésame más sincero a su familia y a todos sus admiradores. Castroforte pierde con él uno de sus más preclaros hijos», etc., etc. La Musa Cruel era la versión en bronce del retrato de Coralina de quien Baliño se había enamorado y por la que sufría calladamente. Nadie podrá saber jamás si abandonó este mundo a causa de su fracaso en la Exposición o del dolor que la marcha de Coralina y su idilio con el coronel de artillería le habían causado. Baliño era un gran escultor. Unamuno, tan sensible a este arte, cuando narra su visita a Castroforte, declara su admiración por la estatua del Almirante, «la más briosa entre las románticas de España», y se sorprende del emplazamiento, «en esta plaza perfecta, muestra de que el romanticismo puede también ser geometría». ¡Las dos filas de magnolios, las fachadas de cal y piedra, y esa apertura al infinito, a los cielos lejanos, por encima del mar! La afición que el Vate le tenía; las largas, repetidas horas que en ella pasó, prueban su sensibilidad, contra la afirmación de don Torcuato de que era un zote. ¿Zote el hombre capaz de traspasar de ironía, y esclarecerla así, la oscura hondonada de su tragedia? ¿Qué significan, si no, versos como estos, tan abundantes en sus poemas: «De las altas alcándaras caía — el puñetero rosicler del día»? En su figura, a veces adusta y dura, a veces en exceso delicuescente, este trasfondo de ironía revela una capacidad de reflexión y de visión distante que nadie hubiera sospechado en persona tan sacudida por las pasiones; en quien, al fin y al cabo, nada hizo en su vida que fuera inteligente, al menos que sepamos. Pero ¿es suficiente lo que sabemos? Todo lo mencionado hasta aquí puede ser puesto en tela de juicio; no los hechos, claro; pero los hechos, contra la opinión común, no hablan por sí solos. Me inclino a concebir la personalidad del Vate como constituida de partes contradictorias y en perpetua pugna, lo que se dice una personalidad íntimamente dinámica y alternadamente desequilibrada por el predominio transitorio de una de las partes, frente a la homogénea, unánime y compacta figura de don Torcuato. Comparemos los respectivos modos de ironizar. Don Torcuato lo hace exabrupto, y jamás a su propia costa, porque él mismo era lo único que de verdad respetaba en este mundo. Se había instalado en la realidad como un plantígrado, asentado en la convicción radical de que cuanto había hecho, hacía y pensaba hacer era bueno. El Vate, en cambio, se mantenía difícilmente sobre una sola pierna —de ahí su fisonomía de cigüeña sacudida por el viento—, y, de esta, cojeaba. «Me muevo como un palanquín – llevado por dos cojitrancos», dice en aquellas estrofas eneasílabas poéticamente tan poco afortunadas, pero cuya estructura conceptual es pura y amarga broma. «El amor es hermoso a la mañana, – dulce al atardecer, loco a la noche, – pero es estúpido a la madrugada, – cuando ves el envés de los magnolios – y la luna presenta la otra cara.» Que la poesía siga siendo mala —y eso no lo discuto—; que nos descubra la afición de Barrantes a pasear por la Plaza de los Marinos Efesios —la única de Castroforte en que hay magnolios— después de haber pasado unas horas en brazos de su amante, no estorba la claridad de su mensaje: quien alcanza a ver al mismo tiempo las dos caras del amor, tiene que reírse de él y de sí mismo; y mucho más cuando se tiene conciencia de que, a pesar de cada decepción matinal, incurrirá a la noche siguiente en el mismo pecado. Andar a cuatro patas, andar sobre una sola, implica además, en don Torcuato, la integridad de su condición animal —el animal está siempre seguro de sí mismo—; en el Vate, el funambulismo vacilante de quien, partiendo de la condición humana, intenta ser solo espíritu. Así, las pocas veces que el Vate afirma, lo hace interponiendo una palabra que delata su escasa convicción. ¡Con qué rotundidez, en cambio, afirma y niega don Torcuato, se trate de lo humano o de lo divino! ¡Con qué desparpajo define lo que conoce y lo que ignora! «En el Palanganato no hubo nunca más que brujas, y no hablo en metáfora. El ejercicio del brujerío que la voz popular atribuyó desde antiguo a los habitantes de la Casa del Barco, y que está comprobado en los casos ya lejanos de don Godofredo Barallobre y de su hija Lilaila, se continuó hasta casi nuestros días por la tía Celinda, pero sin el dramatismo del padre, sin la gracia sentimental de la hija; don Godofredo buscaba la Piedra Filosofal porque veía disminuir sus barras de oro. Lilaila, en el frenesí de su amor trágico, intentaba atraer al Almirante Ballantyne, su amante de una noche, no del mundo de los muertos al de los vivos como diría cualquiera, sino de ese lugar Más Allá de las Islas donde los J. B. dan vueltas y vueltas alrededor de la Nada. Pero tía Celinda, ignorante y sin amor, buscaba pura y simplemente la ayuda del Demonio.» Lo cual es falso, falso de arriba abajo, entre otras razones porque tía Celinda no creía en el Demonio. «A las que entraban en el Palanganato, si eran solteras y mozas, se les quitaba el virgo con un cabo de vela, si no fue a Ifigenia Heliotropo, eximida del rito por su madre.» Dejemos para más adelante una interrogación inevitable: ¿cómo llegó a saberlo don Torcuato?, y ciñámonos a la cuestión de fondo: ¿formaba la desfloración mecánica parte de los ritos iniciáticos? La respuesta afirmativa nos llevaría a plantearnos otra cuestión más honda: ¿fue el Palanganato, al menos en algún período de su historia, una reunión de mujeres sexualmente obsesas? Anticiparé mi respuesta: si llamamos Palanganato a la Logia fundada por Lilaila Barallobre antes de la Invasión Francesa y desaparecida con la muerte de tía Celinda (el año precisamente en que el «Homenaje Tubular» cubrió como una enredadera toda la fachada norte de la casa de don Torcuato), es forzoso precisar fechas y distinguir períodos: en un principio, una Logia Rosa-Cruz cualquiera, y sus actividades, místico-colectivas. Cuando, abandonado Castroforte por los Voluntarios del Batallón Villasantino, desapareció el peligro de muerte, Lilaila regresó del lugar donde se había escondido, y la Logia reanudó sus actividades, pero, entiéndase bien, no solo con el carácter místico de la primera etapa, sino, además, como centro de resistencia liberal contra la reacción fernandina. Allí se celebraron conspiraciones, se redactaron folletos y proclamas, se prepararon pronunciamientos. Y todo se llevó con tanta discreción y prudencia, que la policía enviada de Madrid a Galicia tardó años en descubrir lo que, en su argot, los esbirros ultras llamaban La Cueva de Montesinos: y no la hubieran descubierto sin la perspicacia de un canónigo villasantino, don Apapucio (Pafnucio), el mismo que había entrado en Castroforte con el Batallón Voluntario: «Vayan ustedes a Castroforte, e investiguen. La familia Barallobre ha sido sospechosa siempre, desde tiempo inmemorial. Y es una familia en la que las mujeres son más peligrosas que los hombres». ¡Si lo sabría él! Un policía catalán, disfrazado de viajante de comercio, pasó unos días en Castroforte; vendía paños de ganga. Recogió todos los datos que pudo, redactó un informe minucioso, fue con él a Madrid. «En Castroforte del Baralla hay una viuda rica, de familia liberal, con fama de tener escondido un tesoro.» El bocado no era para entregarlo a un policía cualquiera. Eligieron a un tal Pedrosa, granadino, aunque de origen gallego: hombre maduro y guapo, con fama de mano izquierda con las mujeres. Llegado, fue derechamente al toro: «Señora, hay una denuncia contra usted, pero puedo salvarla si hace donación al Rey de sus barras de oro». Lilaila le respondió que lo del oro era un cuento y que ella era pobre como las ratas, pues todo su patrimonio pertenecía, en realidad, a sus hijos. En una segunda entrevista, Pedrosa se lamentó de que mujer tan bella e ilustrada oscureciese su resplandor personal en un pueblo perdido, de existencia dudosa. «En la Corte, al lado de un hombre distinguido, apagaría usted el brillo de las estrellas de turno.» «Y, ese hombre, ¿es usted?» «Podría serlo, si usted quisiera.» «¿Sabe usted, señor Pedrosa, lo que es la fidelidad?» «Tengo una idea, aunque teórica.» «La mía, en cambio, procede de una experiencia continuada que no estoy dispuesta a abandonar. La fidelidad me hace feliz.» «¿Fidelidad a un muerto?» Lilaila sonrió. «¿Qué sabrá usted?» A Pedrosa, las nieblas del Mendo y del Barralla le sentaban mal a los bronquios. Tenía prisa por regresar a Madrid y limpiarlos con los aires de la sierra. Como el hombre es el animal que se equivoca dos veces en la misma situación, Pedrosa pensaba que, ya que no por las buenas, Lilaila cedería por las malas. Marchó a Villasanta. Un agente suyo, simulando ser perseguido por los negros, pidió asilo a Lilaila por una noche. Como le había dado el santo y seña de los adictos, Lilaila lo encerró en una habitación, la misma en que lo encontró la policía pocas horas después. En la maleta había literatura liberal bastante para poder colgar a un regimiento. Fue detenido, y Lilaila, también. Como no había cárcel en Castroforte, la encerraron en el convento de las Clarisas, aunque con miramientos. Ella pidió que su nieta Celinda la acompañase. Pedrosa marchó a Madrid, con su agente, y volvió un mes después, convertido en juez especial de un proceso por alta traición. El Tribunal se constituyó en el salón gótico del antiguo Gremio de Mareantes. Pedrosa había desplegado una escenografía fúnebre, aunque de marcado gusto neoclásico: cortinones negros y el marco de dos columnas blancas, imitando mármol. Lilaila se negó a defenderse y rechazó las insinuaciones de Pedrosa. Cuando le leyeron la sentencia de muerte, se limitó a decir: «Esto es una carnavalada». Levantaron el patíbulo en la Plaza de los Marinos Efesios, justamente en el lugar donde ahora está la estatua del Almirante. El pueblo fue obligado a comparecer, y asistió llorando a la ejecución. Lilaila, vestida de negro y con el cabello suelto, subió sencillamente las gradas del cadalso y se colocó ella misma la cuerda alrededor del cuello. Miró a Pedrosa. Le llamó «¡Imbécil!». Él extendió la mano y gritó al verdugo que esperase, pero el verdugo se había adelantado y a Lilaila le faltaba ya el suelo debajo de los pies. «¡Que siempre he de tropezar con esta clase de tercas!», comentó Pedrosa. Del registro de la Casa del Barco no sacó nada en limpio. Había llegado a él la leyenda de los sótanos secretos, pero no dieron con la entrada. Confiscar, no pudo hacerlo, porque los bienes pertenecían a los hijos de Lilaila, como ella había dicho. Ni Claudio ni Cristal conocían «los secretos», y así lo declararon. Pedrosa comprendió, después de dolorosas sesiones, que no mentían: no se le ocurrió torturar, ni siquiera interrogar, a Celinda, porque era casi una niña; pero Celinda había sido instruida por su abuela en la prisión. Había aprendido, primero, a llegar a la Cueva desde la iglesia; después, desde la biblioteca de la Casa del Barco. Le explicó qué era la Logia y lo que se hacía en ella; le contó que el espíritu del Almirante había acudido a su llamada y le había revelado la identidad esencial de todos los J. B. y su próxima encarnación en otro, que nacería de su linaje y llevaría a cabo la libertad de Castroforte. Le encargó la vigilancia escrupulosa de los matrimonios entre individuos de las familias Barallobre, Elviña y Heliotropo, a fin de evitar los incestos —para lo cual le indicó el lugar en que guardaba la genealogía correcta elaborada por don Godofredo y continuada por ella. Finalmente, le aconsejó la práctica higiénica, terapéutica y preventiva del baño de asiento. Celinda asistió a su ejecución, mezclada al populacho, aunque sin llorar. Cuando Lilaila expiró, Celinda tenía la boca abierta, y la cerró en seguida, y la mantuvo cerrada varios días: creía haber tragado el alma de su abuela, y evitaba su posible escapatoria. No volvió a abrirla hasta que creyó haberla asimilado; más aún, le pareció que el alma de Lilaila, emigrada a su almario, le daba vigor para mantener el secreto, de momento, y, más adelante, para llevar a cabo sus recomendaciones. A partir de entonces pareció un globito hinchado y se dio mucha importancia. Su madre decía que era tonta, y que qué lástima de niña. Hablaba poco y con desdén. Miraba a todos desde una altura moral incalculable. Un día se comentó, a la hora de la cena, que Pedrito Heliotropo quería casarse con Marujita Elviña. Celinda salió de su mutismo: «No pueden. Son primos carnales». La llamaron meticona, sabihonda y mentirosa, y la mandaron callar. «Digo que son primos carnales, porque así está en los papeles de la abuela.» «Y tú, ¿qué sabes?» «Lo sé porque los he leído.» «¿Quién te los dio?» «Ella.» «Enséñalos.» «No puedo. Son secretos.» «Lo que te pasa es que tú has soñado.» Celinda no respondió, pero, al día siguiente, al sentarse todos a la mesa, vieron en el lugar del pan un reluciente, aunque mínimo, lingote de oro. Cristal lo reconoció: llevaba el sello de Barallobre bien visible en un costado. Celinda fue objeto de un interrogatorio privado, en que su madre y su padre compitieron en prometer y amenazar. «Sí, yo tengo “los secretos”, pero, como lo son, y como se lo he prometido a la abuela, no lo diré a nadie.» Cristal empezó a creer que Celinda no era tan tonta, al fin y al cabo; su marido, en cambio, pensó que Lilaila lo había sido, así como traidora, estafadora y algunas cosas más que no tuvo la prudencia de callar. Acordaron, de momento, dejar en paz a Celinda, seguirla alguna vez, espiarla siempre; pero, o no bajaba a la Cueva, o lo hacía cuando nadie podía verla. Los muchachos empezaron a cortejarla y las madres a pensar en ella como nuera, porque la posesión de «los secretos» la hacía codiciable. Pero ella rechazaba incluso los pretendientes que su madre le recomendaba. «¡Esta imbécil quiere quedar soltera!» Celinda no quería quedar soltera porque no pensaba en eso, sino en los encargos de su abuela, que le resultaban mucho más atractivos. Aspiraba, ante todo, a la restauración de la Logia, a su escopetástasis. ¿De dónde sacó tía Celinda el vocablo? ¿Formaba parte de la terminología críptica de Lilaila, como metempsicosis, como palingenesia? Tía Celinda, en sus cartas, lo usa constantemente, referido al pasado lo mismo que al futuro, pero con dos significaciones al menos. Unas veces quiere decir, un poco a la letra, restauración por la escopeta, revolución; pero otras significa claramente éxtasis por la escopeta. ¿Orgasmo? En el área lingüística de Castroforte no es difícil homologar las significaciones de escopeta y miembro viril. Al hombre mujeriego se le llama escopetero. Don Torcuato del Río fue, en sus tiempos, el escopetero máximo, ansia secreta de todas las mujeres que aún no había llevado a las tapias del cementerio. Porque don Torcuato prefería la posición erecta a la yacente. Se conserva la respuesta alucinada de cierta furcia local, La Odisea, una vez en que, ya vieja y retirada, la interrogaron acerca de las cualidades de don Torcuato, que, después de su muerte, habían alcanzado fama heroica: «¿Torcuatín? ¡Gran hombre de cama! O, mejor, de tapia, porque lo que a él le gustaba era llevarnos a las del cementerio. Allí tenía piedras altas y bajas para encaramarse en ellas, según el tamaño de la hembra, ¡como era tan pequeñín, el pobriño! ¡Pero había que verlo funcionar, con la chistera puesta y el paraguas abierto sin que ninguno de los dos se le cayera!» Las hipótesis populares acabaron por atribuir al Homenaje Tubular significación sexual cuantitativa. Cada vez que asomaba un nuevo sistema por encima de las bardas o del tejado, la gente exclamaba: «¡Qué tío!» Si bien es también cierto que el episodio conocido con el nombre de Concierto del humo en la historia castrofortina (1874) no fue entendido jamás. «Quiere decir algo, pero no sabemos qué», confiesa el redactor de La Voz de Castroforte, encargado de convertirlo en noticia. Una mañana, a eso de las doce, los tubos empezaron a echar humo. Pensó la gente que había fuego en casa de don Torcuato y acudió con cubos, pero el dueño recibió en la puerta el socorro y tranquilizó a los inquietos. «Harán ustedes mejor en instalarse en los alrededores y contemplar el espectáculo, porque valdrá la pena.» En este intervalo, el humo había cesado, pero pronto recomenzó. Antes, negro y continuo; ahora, blanco e intermitente. «El humo negro fue como un redoble de platillos que anuncia la función; con el blanco empezó el concierto propiamente dicho», explica don Torcuato en sus Memorias. Humo blanco, entrecortado, con breves ráfagas rosa. Masas de azul en seguida, como enormes bocanadas de un fumador; rojo encendido más tarde, como nubes de poniente, luego cárdenas, que, al fundirse con el azul desvanecido, dan delicadas tintas malva y rosa. El verde, jugado en cortos y largos, procede de los tubos de la izquierda (izquierda y derecha, las del espectador); le responden, de la derecha, agudos, lánguidos violetas. Los amarillos —del más ocre al más verdoso— los emite el metal. Blancos purísimos, negros absolutos, resplandores de prusias y cobaltos, esmeraldas transparentes, ópalos, aguas marinas, redobles de tambor en grises, bombo y platillos en lívidos fulgores: el andante terminó en Sol Mayor. La gente, embobada, no sabía si contemplar o dirigir su esperanza a los tubos en descanso. Pero el adagio sobrevino rápido, como desafío entre la madera (verdes intensos) y la cuerda (amarillos de oro o de trigo en sazón). El verde propone una frase que el amarillo repite, amplía, desarrolla, complica, en tanto que del metal van saliendo breves castaños como un fondo que fuera solo ritmo de bombardino. Pero lo más admirable era que las notas del humo permanecían en el aire componiendo figuras, como triángulos, espirales, círculos, rectas largas, puntos escuetos; otras veces, se asemejaban a los signos de una partitura, el canto y el discanto, arpegios, arabescos, fugas. A la mitad del andante cantabile, los de La Tabla Redonda no pudieron aguantar más y penetraron en la casa: hallaron a don Torcuato sentado en un alto taburete, con la chistera puesta, manos y pies accionando un sistema complicado de cuerdas y palancas que movía con agilidad de organista, mientras su cuerpo entero marcaba el ritmo. Les hizo señas de que no se movieran, y durante los escasos minutos que descansó el artista antes del majestuoso final, les explicó que aquellas cuerdas actuaban sobre las tapas de un sistema de pucheros instalados en el sótano, en los que se producían químicamente humos de los colores fundamentales, y que la cosa consistía simplemente en tapar y destapar siguiendo la inspiración del momento. Eran las tres de la tarde cuando terminó el concierto. En el aire tranquilo, una inmensa nube polícroma ascendía hacia el crepúsculo, una nube como una orquesta que se retira con los fatigados instrumentos bajo el brazo. «¿Por qué hizo usted esto, don Torcuato?» «¡Ah…!» Ni siquiera en sus Memorias da la respuesta entera; pero, a juzgar por la fecha y por otros detalles y coincidencias, el Concierto del Humo fue la proclamación, ante Castroforte entero, de la única conquista femenina que don Torcuato no se atrevió a declarar con palabras distintas e indubitables. Ifigenia Heliotropo, viuda de Barallobre y examante del Vate, había caído en sus brazos. En la Casa del Barco mandaba ya don Torcuato del Río. Los «secretos» no lo eran para él. Y aquel muchachito un poco pálido que se parecía tanto al Vate y que llevaba el apellido de Barallobre, empezaba a admirar al visitante de su madre, pequeñajo sí, pero con una gran chistera y una gran voz, una voz que llenaba los salones y una chistera que tropezaba en los dinteles. «¿Es mi padre este hombre, mamá?» «No soy tu padre por la carne, pero lo seré por el espíritu.» Don Torcuato empezó a descuidar su despacho de abogado. De día, acompañaba al niño; de noche, a la madre. El niño tendía a la ensoñación y era debilucho: don Torcuato disciplinó su cuerpo en grandes caminatas pedagógicas, y su mente en el cultivo de las Ciencias Exactas. Al morir, le declaró heredero universal a condición de que cursase la carrera de ingeniero; pero antes había sido su tutor por derecho, en virtud del testamento de Ifigenia, a quien se llevó el cólera en menos que canta un gallo. En el testamento de don Torcuato —que he tenido en mis manos y que puede ver cualquiera en el archivo de protocolos—, hay un apartado en que se ordena entregar al heredero, al cumplir los veintiún años, cierto sobre lacrado. ¿Contenía «los secretos» de la Casa del Barco, transmitidos por rigurosa línea de varón hasta Lilaila, y, desde ella, por línea femenina? Esta interposición de don Torcuato en una cadena de estricta consanguinidad es la última prueba de sus amores con Ifigenia. Porque, si no, ¿cómo hubiera podido averiguar lo que todo el mundo ignoraba, y cómo le hubiera tocado reintegrarlo a quien por ley correspondía? Esto, pues, nos autoriza a imaginarlo recorriendo los túneles, hurgando las barras áureas del tesoro —si es que quedaba algo de ellas todavía—, acariciando el ara desierta de Diana, y acaso, acaso, ascendiendo al altar del Santo Cuerpo por la escalera secreta. Pero también curioseando en el archivo donde constaba la historia privada de la familia, y proponiéndosela a su pupilo como ejemplo del que debía huir si quería que su vida fuese, no un disparate, sino modelo de equilibrio y razón. El caso fue, como alguna gente recuerda, que el hijo de Ifigenia cursó en Madrid la carrera de Caminos y que, una vez terminada, regresó a Castroforte y se pasó el resto de su vida haciendo versos a cuantas Obras Públicas se realizaban en el país por iniciativa de los Ministros de Fomento. Aquel compromiso entre la sangre del Vate y la educación de don Torcuato obedeció, o a contradictorios remordimientos, o al deseo de mantenerse fiel a un doble y encontrado imperativo de los muertos. Sus poemas se encuentran recogidos en un volumen titulado Apoteosis del Cemento. Sus ejemplares son rarísimos. Se advierte la influencia de su padre y la de don Gaspar Núñez de Arce. En la colección de La Tabla Redonda puede hallarse su Oda al Puente Colgante de Portugalete, que comienza con estos versos, luego tan popularizados: No hay en España puente colgante más elegante que el de Bilbao. y está compuesto sobre un exquisito y nada fácil sistema de rimas interiores. Lo dedica a «La inmarcesible memoria del gran tribuno y educador cívico don Torcuato del Río», cuyos huesos, probablemente, se avergonzaron en la tumba del fracaso de su esfuerzo. Y es que la Casa del Barco es mucha Casa del Barco, y la herencia de sus moradores pesa más que la razón y, por supuesto, que la pedagogía. Bastaría vivir entre sus piedras. Don Torcuato, en sus Memorias, se enfurece con frecuencia. Se enfurece siempre que algo no se lleva a cabo conforme a la razón, es decir, a su gusto; pero se enfurece especialmente cada vez que tiene que hablar, o aludir de pasada, a las cosas de La Casa del Barco anteriores a su intervención en ellas. Cuando su pluma tiembla de indignación, se puede colegir que algo se le recuerda de la tía Celinda. En el capítulo titulado El triunfo del pirulí, cuenta la fundación del Palanganato —objetivamente, según él—, con conciencia de historiador y sin el menor ánimo satírico. Tía Celinda comenzó por estudiar a sus amigas Elviñas y Barrantes, Barallobres y Heliotropos, porque los otros linajes locales quedaban excluidos, y escogió a las menos charlatanas. Poco a poco, desde simples insinuaciones hasta declaraciones francas, las fue imbuyendo en la idea de que la restauración de la Logia les estaba encomendada por mandato de La Mártir, como llamaban a Lilaila los romances de ciego. Pero la Logia no era ya la Logia, ni quedaban en la cabeza de Celinda restos de mística Rosa-Cruz. Entre lo que sabía por su abuela, y lo que había oído, y lo que a ella se le ocurría, sumiso todo a un proceso largo de maceración, imaginó una sociedad enteramente nueva, que solo se parecería a la anterior en lo de femenina y secreta. El Varón Libertador quedó instalado en el centro de su liturgia; el baño de asiento era su rito; la Cueva, su templo y el Palanganato su nombre. Una tarde convocó a las ocho elegidas en la capilla del Santo Cuerpo. La iglesia estaba vacía y, la capilla, a oscuras. Celinda les tomó juramento sobre el ara: «Que las lampreas coman mi cuerpo…» Y ellas juraron, estremecidas de un placer no experimentado hasta entonces y muy semejante al miedo, si bien se distinguía de él en que no las paralizaba, sino que las empujaba a proseguir. Entonces les mostró un agujero que tras el altar había, arranque de una escalera de peldaños gastados. «Bajar con mucho cuidado, que hay humedad y resbala.» Las muchachas descendieron, pero con la sospecha de que sus madres, de saberlo, no iban a entusiasmarse. En el ara de Diana lucían dos velas. En medio, un objeto que no era nada ni parecía casi nada: un «Rico pirulí de La Habana» clavado en una patata y envuelto todavía en el papelín colorado. Celinda les explicó que en aquel caramelo insignificante se simbolizaba al Varón Libertador, y ellas la escucharon, sorprendidas y quizá decepcionadas por la insignificancia del símbolo. Después les echó un largo discurso que quizás fuera posible reconstruir por ciertos párrafos sueltos de la Correspondencia, pero que don Torcuato ignoraba. Las ocho chicas se sintieron muy importantes, pero una de ellas, al regresar a casa, se lo contó todo a su madre. Hubo cierto alboroto, sobre todo por lo del pirulí, cuya simbología oficial las madres no aceptaban. A todas se les prohibió volver a la Logia. La madre de Celinda le dio un par de bofetones y la castigó sin salir ni aun a misa. Ella lo aceptó con altivez resignada. Pasó el tiempo; sobre el incidente cayó el olvido. Un domingo, después de misa, Celinda fue a pasear con sus padres por la alameda del Mendo, como iba todo el mundo. Vio llegar, en dirección contraria, a la delatora. La miró. La chica, al tropezarse con sus ojos, dio un gran grito, se soltó de su madre y se arrojó al río. Cuando la gente, aterrada, llegó a la barandilla del pretil, el cuerpo de la delatora se hundía en las aguas oscuras con las piernas al aire, mientras la gran falda, las enaguas, la saya bajera, como una flor de policromo encaje, se cerraban sobre ellas. Nadie se arrojó a salvarla, quizás porque ya las lampreas bullían a su alrededor y asomaban sus hocicos voraces. La delatora era una Elviña. Entre Elviñas y Barallobres se abrió, sin previa explicación, un abismo insalvable. El padre de Celinda y el de la ahogada estuvieron a punto de batirse, pero lo pensaron mejor y ninguno acudió a la cita. Las madres de las otras muchachas, con más sentido común, se reunieron a tomar el café a la vienesa y a arreglar la situación. Ninguna de ellas era tan vieja que hubiera pertenecido a la primera Logia, pero sabían que sus madres habían sido miembros de ella. Después de todo, no debía de ser nada malo, y, pensándolo bien, un pirulí entre dos velas no tiene por qué ser más que un pirulí entre dos velas. «Mientras no vayan hombres…» A Celinda se le preguntó si entraba en sus cálculos iniciar también a los primos o a los amigos de casa. «Nadie que lleve pantalones, sino el Varón Libertador, llegará a trasponer el secreto, y a él no será necesario iniciarlo.» «¿Y quién es el Varón Libertador, hija mía?» «¡Yo que sé! Hijo de una de nosotras tiene que ser, y de un muchacho que descienda del Almirante o, al menos, de don Godofredo.» Esta respuesta tranquilizó a las madres, ya que, miradas las cosas con atención y, sobre todo, con precisión genealógica, todo quedaría entre primos. En el ínterin, Celinda había acudido con discreción a cierta necesidad de los Heliotropos, y aquel donativo en oro conmovió el corazón a la señora de Heliotropo, quien, a pesar de ser Elviña de nacimiento, la defendió con agradecido aunque secreto ardor. Estuvieron conformes en que la delatora se había portado cochinamente, y todas se enorgullecieron del silencio de las otras muchachas, fruto, no del temor a las lampreas, sino de un gran sentido moral y de una educación excelente (la madre de la delatora no pertenecía al clan). Las sesiones del Palanganato se reanudaron una vez por semana, salvo del 15 de julio al 15 de septiembre, que vacaban a causa del calor. No pasó nada. Las siete muchachas fueron casándose —con la aprobación de Celinda y previo estudio de los árboles genealógicos— y, aunque casadas, siguieron asistiendo a las tenidas. El hecho de que ninguno de los maridos hubiera protestado al día siguiente de la boda, mostraba sin lugar a disputas que el rico pirulí de La Habana era un símbolo inoperante, al menos en un sentido material, y que lo de los cabos de cirio era un infundio calumnioso. Don Torcuato, sin embargo, asegura que el uso del pirulí lo monopolizaba tía Celinda, y que en su vida tuvo otro marido, aunque místico; pero don Torcuato siempre fue un maldiciente exagerado. Lo curioso es que cuanto relata de la fundación y de la historia posterior del Palanganato no es más que lo que sabía, con más o menos precisión, todo el mundo en Castroforte. ¿Fue capaz Ifigenia de mantener el secreto de las sesiones incluso en los brazos de su curioso amante? ¿Temía que, si lo revelaba, había de morir comida de las lampreas, y no de los gérmenes del cólera? El ritual del Palanganato, de haberlo conocido, no hubiera escapado a las insidias de la pluma del Rey Artús. Yo tuve más fortuna. Alcancé su conocimiento, con sosiego bastante para estudiarlo, cuando hurgaba en los papeles de don Estanislao Maio, primer sucesor de don Torcuato. Es un cuaderno vulgar, de tapas coloradas y en bastante mal estado. De manos de don Estanislao, consta escrito en sus guardas: «Cancionero infantil». Como tal, seguramente, lo despachó sin más examen aquel inquieto varón, de quien, si no temiera apartarme demasiado de mi objeto, referiría por lo menudo las aventuras. Ignoro cómo el cuaderno llegó a sus manos. Sus páginas están gastadas por el uso. La letra en que está escrito es torpe y abunda en faltas de ortografía, como era corriente en las señoritas bien educadas del siglo XIX. Pero no es la de tía Celinda. Personalmente lo conceptúo copia sacada del original para uso de cualquier iniciada. Tiene que ser anterior al nacimiento de Barrantes, cuyo reconocimiento, cuya proclamación alteraron el rito. La liturgia de la esperanza se trasmudó en plegaria de conservación y en cántico laudatorio. Pero, de estas transformaciones, no queda, que yo sepa, testimonio medianamente válido. Si don Estanislao Maio hubiera hecho del cuaderno algo más que una rápida lectura, habría descubierto, por ejemplo, que el texto comprendido entre las páginas 13 y 17, ambas inclusive, contiene nada menos que el Ritual Iniciático de las Palanganatas: que comenzaba precisamente en el momento en que la Maestra de Turno, desde la entrada de la Cueva, gritaba con poderosa, aunque mesurada voz: ¡Al Rico Pirulí de La Habana! ¡Que se come con gana y sin gana! y es legítimo inferir que aquel aviso y convocatoria, que, escuchado por las neófitas, las ponía en movimiento hacia el pasadizo abierto tras el altar del Santo Cuerpo, colmaría las bóvedas de la Colegiata hasta debilitarse en los rincones más remotos. Cuando todas habían entrado, la Maestra de Turno descendía los escalones con la adecuada solemnidad y se quedaba de pie ante la puerta para estorbar el paso de los diablos con sus brazos en cruz. Las neófitas se habían colocado ya en círculo, dentro de otro mayor que componían las Maduras o Iniciadas, llamadas también las Madres, a veces con evidente impropiedad. Unas y otras sostenían la palangana, y llevaban al hombro la toalla. Entraba, entonces, Tía Celinda, con un jarro de plata, y, después de saludar, vertía el agua en las palanganas de las Madres, las cuales, sin otra indicación, se ponían en cuclillas, cantando en voz baja, casi susurro, los versos que en el Cuaderno se transcriben así: Agáchate y vuélvete a agachar, etc., sin que me haya sido dado averiguar la continuación de la copla. En medio de las sombras, conforme la luz de los cirios, que encendía Celinda, lo iba revelando, surgía, enhiesto en su patata, el Rico Pirulí, empapelado en verde o rojo según la luna. A su vista, las neófitas inclinaban modestamente las cabezas. Las palanganas vacías temblaban visiblemente. Tía Celinda, entonces, empezaba el cántico alternado: Tía Celinda Dime con qué agua te lavas Coro de Iniciadas Zumba que te zumba la caneca Tía Celinda Que tan reluciente vienes Coro de Iniciadas Din, din, dale, dale; Din, din, dale, dale ya. Neófitas Me lavo con agua clara Coro de Iniciadas Zumba que te zumba la caneca Neófitas De la que en el jarro tienes Todas Din, din, dale, dale; Din, din, dale, dale ya. Tía Celinda, rodeaba el Ara de Diana, vertía el agua en las palanganas vacías, entonaba ella sola el “Agáchate…”, las neófitas se ponían en cuclillas, y, repitiendo todas el “Dale, dale”, enviaban, al ritmo del estribillo, el agua fresca al negro bosque, a la espelunca de coral brillante. Seguía la ceremonia según lo acostumbrado (que no figura en el cuaderno por pérdida de varios folios), y, al final, desempapelado el Pirulí, las Neófitas, las Madres y Tía Celinda, por este orden, lo degustaban hasta dejar mondo el palillo y chafada la patata. Ya dije cómo don Torcuato asegura que, en la vejez —mejor sería la madurez— de tía Celinda, las supervivientes se reunían a hacer encaje de bolillos. El Vate, entonces, crecía en virtud y belleza. No es increíble que, muerta su madre, las damas del Palanganato tomasen a su cargo el cuidado de su ropa interior en lo que a zurcir, remendar, planchar y pegar botones se refiere. Lo que en el Vate hubo de dandy, que fue mucho, exige, aun a nivel de ciudad provinciana, todo un equipo de mujeres coadyuvantes. Don Torcuato, menos cuidadoso de su apariencia, aunque no totalmente desaliñado, tenía tres en su casa: Pepiña, con el cargo de la cocina; Loliña, la persona y ropa del señor; Carmiña, la limpieza de la casa: solo quitar las telarañas al Homenaje Tubular debía de darle asaz faena. El descuido de don Torcuato era, en realidad, muy estudiado, y residía en los detalles. Quizás únicamente consistiera en cierto desdén por la corbata, que solo una vez en su vida llevó como Dios manda, es a saber, el día de la fundación de La Tabla Redonda. El impecable plastrón púrpura y verde, ornado de un alfiler de perlas, con que se presentó aquella noche en el Café Suizo, fue advertido por el concurso, y tan largamente comentado, que hasta en la crónica del acto que figura en las páginas de la revista, primero de sus números, se le menciona textualmente. Y es el único detalle de un atuendo que se cita, pues los demás se despachan con una generalidad: «Todo el mundo acudió vestido como para una fiesta». La verdad es que se le había dado el carácter de auténtica reunión mundana, y que aquella noche se aprovechó para ofrecer un baile con rigodón y lanceros en los salones del hotel, pero la gran sorpresa fue que la orquesta ejecutó por vez primera la Invitación al vals, de Weber. Al redactor, estas menudencias circunstanciales no le distraen, ni pierde el tiempo en describirlas. A lo que presta atención es, ante todo, al texto de los discursos, que fueron tres: primero, el de Lanzarote; después, el de Merlín; por último, el del Rey Artús, esperado con impaciencia y miedo, porque se temía de don Torcuato una proclamación de fe metafísica (o, más exactamente, de una metafísica falta de fe) que hiciese tambalear los fundamentos de la sociedad local y pusiera al clero en contra. Las mesas estaban ocupadas por damas y caballeros distinguidos. El alumbrado innumerable era de bujías. El pueblo asistía al espectáculo a través de las ventanas abiertas (salvo una comisión de artesanos, elegida por sufragio, que había sido invitada al interior, y que instintivamente se refugiaba en el rincón más lejano). El Rey Artús y los caballeros entraron cuando todos se habían acomodado y no se oía una mosca. Se instalaron ceremoniosamente en sus asientos. Don Galván, que tenía voz bonita y era un buen lector, leyó los Estatutos. Al mencionar la Silla Peligrosa, un relámpago de misterio estremeció los corazones. Después vinieron los discursos. El del Vate Barrantes fue breve, aunque solo en comparación a la longitud de los otros. Apasionado, efusivo, enormemente sincero, pero de alcance local. Las damas —siempre según el cronista— lloraron un poquito cuando pronunció, con voz turbada por la visión del futuro, estas palabras que el bronce ha perpetuado en la parte trasera de su estatua: «Os amo, amigos. Amo estas piedras, las nieblas de este cielo, la gloria de nuestros muertos. Os pertenezco a causa de este amor, soy todo vuestro, de modo tan real y verdadero que, lejos de aquí, sería como un cadáver caminante, cuerpo sin alma, carne vacía, nada. Dicen que cada animal tiene su ámbito, y que, apartado de él, perece. Dicen también que el hombre es el único animal que puede cambiar de patria y de paisaje, vivir no importa dónde, porque lleva consigo el mundo. Yo sé que no podría llevar el mío, ni aun como recuerdo, porque lo necesito inmediato y real como el tigre la selva y la gacela el desierto. Tigre y gacela a la vez, mi selva y mi desierto es Castroforte del Baralla». Sería el cuento de nunca acabar traer aquí, aunque solo fuese en referencia, los comentarios que a partir de aquel día se hicieron de este párrafo; las glosas, exégesis y hermenéuticas que mereció a las generaciones. Todavía en los años anteriores a la guerra, se enseñaba a los niños de las escuelas, que tenían que aprenderlo de memoria, como ustedes saben, como algunos de ustedes lo habrán aprendido. Y no hace mucho tiempo, ya en la postguerra, he contemplado, conmovido, cómo una pareja de novios lo recitaba a dúo, una tarde de otoño, después de haber dejado margaritas en el plinto de la estatua. ¡Todo se ha olvidado, de La Tabla Redonda, menos estas palabras del Vate, en funciones entonces de Lanzarote del Lago! Pero también los restantes discursos merecen ser recordados. El doctor Amoedo comenzó el suyo diciendo: «Yo soy Merlín, aquel que las historias dicen que tuve por mi padre al Diablo», y fue un memorial de la Tradición Esotérica en Castroforte, con mención de los brujos y brujas de que había constancia en papeles privados, procesos inquisitoriales y cuentos de viejas. Resulta, para el gusto del día, largo y prolijo, pero aquel auditorio estaba ejercitado en la paciencia, y la buena educación prohibía manifestar visiblemente el tedio, salvo el toedium vitae de los selectos. Sin embargo, mientras Amoedo hablaba, se durmieron algunas señoritas. No así cuando se levantó don Torcuato, cuya voz tenía algo de tambor y algo de trueno. Su discurso fue nada menos que una exposición del evolucionismo, no como Darwin lo había concebido, sino como él lo había corregido[1]. El mono que descendió el primero de las ramas en que hasta entonces había vivido, el que después de bostezar y desperezarse se decidió a caminar erecto y así continuó hasta los tiempos presentes, en que muchos añoran la antigua posición a cuatro patas, tenía el rostro peludo y romo, inútil remate de un cuerpo vigoroso que no usaba el cerebro y en el que, si bien las orejas ocupaban ya el lugar que conocemos por experiencia personal, los ojos, la nariz y la boca se distribuían ordenadamente en torno a los órganos de la expulsión fecal y líquida. Las narices un poco más arriba, la boca un poco más abajo; un ojo vigilante en el ombligo (que no pasa de ser, en nuestro cuerpo, una órbita atrofiada) y otro encima del ano, pero tan próximo a él que parecían confundirse, quizá en virtud de su morfología semejante. Lo que al arbóreo antropoide había parecido natural durante miles de siglos, empezó a incomodar al caminante erguido, acaso porque su sensibilidad para el olor se hubiera refinado, o porque aspirase a una visión panorámica que abarcara las estrellas. Comenzó entonces el verdadero proceso al que debemos la actual disposición de nuestros órganos, que no es que sea perfecta, sino solo en modo comparativo: consistió ante todo en un tenaz desplazamiento, durante miles de milenios, en sentido ascendente: los órganos delanteros de la sensibilidad, boca, nariz y ojo, treparon por el vientre; más tarde, pecho arriba; por último, a la peluda cabeza, donde quedaron instalados en su orden actual, si bien el ojo, ambicioso de mando y de paisaje, se situó en mitad de la frente, que halló vacía, como lo prueba el recuerdo de Polifemo míticamente guardado por los antiguos. También el otro, el del trasero, había comenzado a desplazarse, pero como el camino a recorrer era largo y abundante en obstáculos en su etapa final, hubo de acomodarse en la nuca y mantenerse allí agazapado bajo el cabello. El hombre así formado tenía, ¿quién lo duda?, evidentes ventajas sobre nosotros, en orden ante todo a su propia policía, pues podía contemplarse al mismo tiempo el vientre y las espaldas, y también al de su seguridad, pues el ojo del colodrillo escrutaba a retaguardia, lo que dificultaba mucho los ataques por sorpresa. El de la frente, sin embargo, había asumido la supremacía, por lo eminente de su situación y por la amplitud de espacio dominado. Era, además, el que recibía las alabanzas y el que mostraba libremente su belleza, ya que el trasero, por la cortina de pelos en que se enmarañaba, estaba siempre legañoso. Pero el ojo frontal tenía el inconveniente de su vulnerabilidad. El ABC de la instrucción militar de entonces incluyó pronto el adiestramiento en el uso a distancia de la estaca afilada y endurecida al fuego, cuya meta era el ojo. Así cegó Polifemo, y hubiera bastado un mondadientes para llegar al mismo resultado. El hombre así semicegato era inmediatamente reducido a esclavitud y convertido en bestia de carga, lo cual le resultaba incómodo y, además, dificultaba la visión de la hembra: fueron estos de trasero mirar quienes adoptaron la costumbre de cohabitar a oscuras, bien de noche, bien en el fondo de las cuevas, y quienes sustituyeron la caricia visual por el magreo. No necesito decir que su número fue cada vez más crecido, y que la extirpación del ojo delantero se convirtió en práctica aplicada a los prisioneros de guerra y a los hijos de los esclavos. La clase dirigente de aquel tiempo era monócula frontal, de donde viene la actual afición de ciertas aristocracias, como los militares prusianos, los poetas portugueses y los diplomáticos italianos, a llevar un cristalito inserto debajo de cualquiera de las cejas, fórmula asimétrica, y por lo mismo ardua, de mantener la distinción de castas. La de los Polifemos, a pesar de su estatura y fenomenal presencia, era elegante y débil. Los que miraban solo por el cogote, fuertes y toscos, les superaban en número y en astucia para ardides y emboscadas. Un día se rebelaron, mataron a los monóculos y establecieron por vez primera la igualdad de los peores. En pocas generaciones, las que duró la democracia, la gente recobró el ojo frontal, cuya vulnerabilidad, sin embargo, no tenía remedio. Hasta que un día surgió, aspiración casi unánime de los hombres, el ideal de la visión subfrontal binocular. ¿Espontáneamente? Más adelante lo veremos. ¿En un lugar, en un tiempo? Por supuesto, si bien se muestra don Torcuato prudente y cauteloso al precisarlos. Propone un plazo elástico de dos millones de años cuyo comienzo y cuyo fin pueden adelantarse o retrasarse en veinte o treinta milenios. Y, como escenario, las tierras comprendidas en un triángulo que asentase su vértice en el Castro Lupario y extendiese sus lados hasta el Cabo de Udra el izquierdo, y el derecho hasta el Finisterre, territorio que incluye, por supuesto, la ciudad y la ría de Castroforte. Se trata, sin embargo, de fechas y lugares sometidos a rectificaciones, y no deja de ser posible que un dato nuevo amplíe la duración propuesta o desplace un poco al norte o un poco al sur el lugar de los hechos. Porque nada de eso puede afectar jamás a la sustancia de la teoría, en cuya elaboración don Torcuato puso de manifiesto extraordinarias dotes inductivas. «Mi punto de partida fue la convicción de que el hombre monocular frontal era un punto de llegada, la verdadera meta de la evolución. De ser así, y yo lo creía, el hombre binocular no figuró jamás en los proyectos de la Naturaleza, ni siquiera como alternativa, sino que surgió de un proceso artificial y voluntario, resultado de una aspiración generalizada, consciente, y sostenida a lo largo de siglos y siglos por una humanidad esperanzada o simplemente hastiada de su sistema visual. Una verdadera revolución, diríamos hoy. Pero ¿dónde se ha visto una revolución sin revolucionario? ¿Dónde un movimiento coherente sin alguien de quien reciba la coherencia? Yo estaba convencido de la existencia de un Dantón prehistórico, de un Buda de las cavernas, y también de que un hombre así no podía haber pasado por la tierra sin dejar memoria de su paso. Su historia estaba escrita o, al menos, recordada. Pero ¿dónde y cómo? En las Cosmogonías conocidas, ni siquiera violentando las interpretaciones podía hallarse referencia. Si acaso, en Prometeo, pero un Prometeo despojado de las adherencias y modificaciones introducidas por una clase sacerdotal dispuesta a meter a los dioses en todo. Porque, ¿a quién que tenga dos dedos de frente se le ocurre la necesidad de robar el fuego al cielo, cuando los hombres tenían el modelo para obtenerlo por sí mismos en lo que hacían todas las noches con sus mujeres? Sin embargo, no podía abandonar aquella base de cualquier construcción ulterior, a condición de saber leer más allá de su texto; o, dicho de otro modo, a condición de interpretar rectamente el significado de figuras y hechos. Se me ocurrió someter el enunciado del mito a un tratamiento gramatical, y hallé que Prometeo era el sujeto de dos proposiciones de relación causal evidente: Prometeorobó el fuego del cielofue castigado por los dioses Abstrayendo estos elementos, sobreviene inmediatamente la fórmula Alguienhizo algo prohibidofue castigado proposición tan general que es aplicable a multitud de casos, por ejemplo, a este: Adáncomió la fruta prohibidafue expulsado del Paraíso O este otro: Un hombre desconocidoanunció a los hombres el ideal de la visión binocular prohibidafue castigado por ello Era ya algo, aunque, en cierto modo, no fuera nada como resultado, porque, si lo que buscaba era un collar, solo tenía en las manos la hipótesis de un hilo. Y lo extraordinario fue que, al pensar la palabra collar, comprendí la meta de mi trabajo, el camino que conducía a ella y lo que debía buscar: ¡las cuentas! El collar era la historia o el mito en que la humanidad había resumido un acontecimiento remoto de cuya realidad no me cabía duda. Me parecía natural que, al dispersarse los hombres, se hubiera también fragmentado la historia, y que sus partes habría que buscarlas, ante todo, en las mitologías de las distintas civilizaciones. Me di a la lectura de cuanto pude hallar o procurarme, y comprendí que no buscaba en vano al tropezarme con el cuento jíbaro de la oropéndola que tenía un solo ojo encima de la nariz, y que quería dos, y la leyenda haitiana del tiburón que andaba en pos del segundo ojo: dos versiones, sin duda, de un mismo relato original. Dos canciones populares, también distantes entre sí, tanto en el tiempo como en el espacio, restos posibles de un himno primitivo, redoblaron mi ánimo. La historia de la oropéndola que tenía un solo ojo encima del pico, y quería el segundo. La leyenda del tiburón que andaba a la busca de un segundo ojo. Qué bonitos ojos tienes debajo de esas dos cejas. (Folklore mejicano) Qué bonitas cejas tienes encima de esos dos ojos. (Folklore accadio) Les hago a ustedes gracia, por no incurrir en prolijidad, de la ocasión y circunstancias de otros hallazgos. Pasé momentos de felicidad y exaltación, y también de angustia y desesperanza. Al final tenía ante mí un montón de materiales que solo había que ordenar, y una serie de nombres de similar composición: NettiSettiPettiLettiBetti BattiKattiDattiFattiGatti JuttiMuttiÑuttiPuttiRutti VottiXottiYottiZottiPotti que figuran como protagonistas de varias narraciones pertenecientes a las culturas más distintas y distantes: de los mayas, de los comanches, de los iroqueses, de los pirenaicos, de los hititas, de los uralo-altaicos, de los neoguineanos, de los hotentotes, de los lulubi, de los kabileños, de los godos del este, de los godos del oeste, de los irlandeses del sur, de los escoceses del norte, de los bilbilitanos, de los… Y todos ellos intervienen en historias cuyo tema común es la búsqueda de un ojo. Que yo los haya reducido a un solo nombre, el de Yetti, no pasa de capricho personal y de personal simpatía por la Y griega: lo mismo pude haber elegido el de Natti o el de Betti. Unas veces corresponden a animales (como la oropéndola Katti, de la que hablé) y otras a seres humanos. Ninguno de ellos protagoniza la totalidad del relato original, sino solo fragmentos, y si bien estos se repiten con variantes, ningún nombre aparece reiterado. Remitiéndome al esquema inicial —alguien hizo algo prohibido y fue castigado—, pude reconstruir la historia. 1. Un hijo de la tierra llamado Yetti le dijo cierta vez al pintor de las cavernas llamado Taste: «¿Quieres llevarme contigo adentro? Tengo algo que pedirte y algo que contarte». Como eran buenos amigos, y no era la primera ocasión en que Yetti le veía trabajar, Taste le dijo que bueno. Cuando estuvieron dentro, en lo más hondo, allí donde las paredes no habían sido pintadas todavía, Yetti habló así: «Mira, Taste, esta noche tuve un extraño sueño. Soñé que un dios venía a mi encuentro». «Eso no es nada raro. Los dioses se me aparecen en sueños con frecuencia como a todos los artistas.» «Sí, Taste, pero yo soy un hombre vulgar, lo sabes perfectamente.» «De ninguna manera, Yetti. ¿Cómo voy a tenerte por un hombre vulgar? Es cierto que no ejerces ninguna arte, pero, cuando hablas, todo el mundo te escucha como se escucha la música del viento, sobre todo las mujeres. Por eso no me extraña que los dioses te visiten en sueños.» «Eres un buen amigo, Taste, el único de la tribu que me entiende. ¿Qué pensarían los demás de mí si les dijera lo que acabo de decirte?» «Que estabas loco, seguramente. Pero yo no lo creo.» «Te estoy muy agradecido, Taste. Pero no he terminado el cuento todavía.» «Pues, continúa, mientras preparo los trebejos para pintar un jabalí por encargo del Gran Brujo. Está preparando un banquete, y necesita que le cobren una buena pieza.» «No, Taste. Prepara los trebejos, pero no pintes todavía, porque, después de escucharme, pudiera suceder que te desinteresaras de los bisontes y de los brujos.» «Estás despertando mi curiosidad, Yetti», le respondió el pintor; y se puso a arreglar los trebejos. «Pues sucedió, Taste, que, desde lejos, el que me habló me pareció un hombre, y solo descubrí que era un dios al ver que llevaba dos estrellas debajo de la frente.» «¿Quieres decir en las mejillas?» «No, Taste. Debajo de la frente y encima de las mejillas, precisamente a ambos lados de la nariz en la parte donde se estrecha.» «¡Sería una figura de dios horrible! ¿No caíste del susto?» «Por el contrario, quedé extasiado, porque era una figura de dios bellísima.» «Los dioses, a veces, nos gastan esas bromas, porque ellos están por encima de las reglas.» «Sin embargo, Taste, siempre hemos oído que los dioses son las Reglas mismas.» «Y lo hemos creído, y es conveniente que lo sigamos creyendo. Porque, sin reglas, ¿adonde iríamos a parar los artistas?» «No lo sé, Taste; pero tengo que pedirte que pintes una figura de hombre con dos ojos en el lugar en que el dios tenía las estrellas.» «Pero, Yetti, ¿tú sabes lo que dices?» «Quizás no muy bien, pero fue lo que el dios me encargó.» «Podías haber buscado otro pintor, porque yo tengo miedo al Gran Brujo, que suele examinar escrupulosamente mis pinturas, a ver si respeto las reglas.» «El dios me dijo que me dirigiera a ti.» Taste manifestó una alegre sorpresa y se enderezó un poquito. «¿Es posible? ¿Conocen mi nombre los dioses?» «Y les gustan mucho tus pinturas.» «¡Ah!, en ese caso…» Y cogió los trebejos, dispuesto a comenzar; pero Yetti añadió: «No lo hagas de espaldas, sino mirándome». «¿Para qué, Yetti?» «Para servirte de modelo.» «¡Pero eso es herético, Yetti! ¡No se puede pintar más que siguiendo los patrones aceptados!», y señaló un montón de ellos, siluetas de animales, de cazadores y de soldados, que yacían en un rincón. «El dios, sin embargo, dijo…» «Incurro en un delito grave, y quizá me ahorquen.» «Sin embargo, Taste, es a mí a quien tienes que pintar, y es encima de mis mejillas donde tienes que colocar dos ojos.» «Pero ¿no eran dos estrellas?» «Lo parecían desde lejos, pero eran ojos.» Taste se echó a reír. «Así, no me da miedo. Una cara de hombre con dos ojos es una caricatura, y en eso tenemos bastante libertad.» Contempló a Yetti y, de repente, con una piedra afilada, trazó un perfil en la pared. «Todo de frente, ¿verdad?» «Sí, claro.» Trabajaron varios días y varias lunas. El cuerpo estaba hecho, fuerte y tosco como era Yetti, aunque bastante menos tosco y menos fuerte que los demás hombres de la tribu. Y estaba también pintada la cabeza, con la maraña del cabello, que, sin embargo, tiraba a lacio. En las orejas y en la boca, Taste había logrado una admirable precisión de dibujo, y de la nariz diríase que se salía del fondo, como la grandota del modelo. Pero faltaban los ojos. «No sé qué me pasa, Yetti», dijo Taste una vez; «la figura está hecha, llevo tardes, como has visto, rectificando menudencias, insistiendo en ciertas sombras. Pero no me atrevo a pintarle dos ojos.» «¿Por qué?» «Porque siento que es pecado.» «Lo que los dioses mandan, nunca lo es.» «Pero sí hacer lo que prohíbe el Gran Brujo.» «¿No dijiste que la caricatura…?» «Sí, Yetti: eso creí pintar, pero lo que tenemos delante es la figura más bella que hice en mi vida. Fíjate en su esbeltez, en su ligereza, en sus hermosas proporciones. Diríase que va a moverse…» «Es que me has idealizado un tanto.» «Lo reconozco, pero fue contra mi voluntad. Desde que la pinto, parece como si alguien en quien no mando dirigiese mi mano.» «En esta cueva, ¿hay espíritus?» «Quizás.» «Lo digo porque esa figura parece pertenecer al paleolítico superior. Ahora, ya no se pinta así.» «¡No me había fijado, Yetti! Es una pintura arcaica. Demasiado realista.» Taste se quedó un rato pensativo. Se movía la luz de la antorcha y su rostro iba y venía en las sombras. «Pero no me atrevo a borrarla. Me gusta.» «Si, cuando esté terminada, se parece al dios de mi sueño, te gustará más todavía.» «¡Es un doble pecado, Yetti! Cuando el Gran Brujo me lleve a juicio, ningún colega se dignará defenderme. Todos desprecian el realismo del paleolítico superior. Dicen que es un arte superado.» «Y quizá tengan razón desde su punto de vista; pero nosotros no seguimos las leyes de los hombres, sino el mandato de un dios. Sabe, Taste, que esta es la primera pintura religiosa de la historia.» De pronto, Taste humedeció en grasa oscura los dedos, corrió a la pared, y dejó dos manchas debajo de la frente. «¿Es ahí?» «Ahí mismo.» «A ver, acércate y muéstrame tu ojo.» Se limpió los dedos y, después, los untó de albayalde. Se detuvo con la mano levantada, miró a Yetti y, con cuidado, trazó dos círculos blancos alrededor de las manchas. «¡Las estrellas del dios!», gritó Yetti; y cayó de rodillas. Taste se retiró a las sombras, y esperó. No se atrevía a contemplar su obra. Y lo que después sucedió fue como un sueño largo, Taste de pie, Yetti arrodillado y quieto. Un sueño traspasado de voces y de luces, paseado por dioses radiantes y hombres binóculos. Cuando regresaron, Taste comentó: «Verdaderamente los dioses quieren cosas bellas», y Yetti le respondió: «Y cosas justas. Porque el dios acaba de ordenarme que anuncie a los hombres la era de la Justicia. Llegará cuando todos tengamos los ojos debajo de la frente». «Eso te va a costar la vida. A los Grandes Brujos no les gusta que se hable de la justicia.» «También me lo dijo el dios, pero añadió: “Guarda tu vida el tiempo necesario para asegurar la difusión del mensaje. Después, puedes entregarte a la voluptuosidad del martirio”.» «¿Y cómo vas a hacer? Van a reírse de ti.» «Los varones, acaso; pero nunca las hembras. A las hembras les apetece que les muerdan la nuca cuando las poseen, pero, con el ojo occipital de por medio, se corre el riesgo de vaciárselo. Además se entusiasmarán con la idea de tener hijos diferentes. Predicaré a las hembras, y estableceré como rito la peregrinación a esta cueva. El dios me dijo que, para que la transformación se lleve a cabo, es necesario que las mujeres piensen en el hombre binóculo en el acto de concebir.» «A esta cueva, y a otras semejantes», dijo Taste con voz patética; «porque ahora entiendo la orden que recibí también del dios: “Emigra, Taste, de tu tribu; recorre todas las cuevas de la tierra y pinta en el fondo de cada una un hombre que se parezca a mí”.» «¿Quieres decir que se parezca a mí?», le preguntó Yetti un poco picado. «No, Yetti. Que se parezca al dios.» «Es que te sería fácil sacar un patrón de esta pintura, y repetirla.» «Observo, Yetti, que eres bastante vanidoso.» Se separaron, sin embargo, solemnemente, Taste dispuesto a la fuga. Pero, cuando se había alejado de la aldea, regresó en la noche, entró en la cueva y, a solas, pintó rápidamente un cuerpo delgado de mujer, un cuerpo frágil y serpentino, binóculo también. Pidió perdón a los dioses, y marchó. En poco tiempo, las efigies de Adán y Eva figuraban en los fondos oscuros de casi todas las cavernas. 2. A Taste se le dio por devorado de algún carnívoro hambriento, si no víctima inmolada al tótem de alguna tribu vencida. Algún tiempo después, también desapareció Yetti, ejecutado en secreto por orden del Gran Brujo, quien, sin embargo, no pudo evitar que, entre las hembras, se propagase la manía secreta de visitar el fondo de la cueva, donde, al lado de la imagen masculina, aparecía también la de una mujer cuya esbeltez contemplaban con envidia: a los ortodoxos cultos fálicos solo acudían viejas. Pero más grave fue todavía la posterior deserción viril de las danzas tribales, especialmente de los mozos, que escapaban en grupos nocturnos y, a la luz de las antorchas, experimentaban la fascinación que como un resplandor se desprendía de aquella mujer delgada y morena con dos ojos alargados y una boca más bien breve; con unos senos pequeños y levantados, con vientre hundido e intacto. Si, en el delirio del coito, ellas se imaginaban poseídas del dios binóculo, con no menos entusiasmo se abrazaban ellos a la mujer de caderas estrechas, mirar rasgado y dúplice y vientre estéril. Y como lo mismo sucedía en otras tribus, hubo un Congreso de Grandes Brujos con el fin de atajar la herejía que, como toda herejía, implicaba una subversión. Jóvenes de ambos sexos fueron atormentados inútilmente: una esperanza incomprensible les daba fuerzas para morir en silencio. Hubo que ejecutar en secreto a los culpables porque su muerte pública sembraba adeptos con la sangre. El Congreso de Grandes Brujos decretó que los fundamentos de la sociedad se quebrantaban, y que de aquella novedad solo podía resultar una anarquía que diese al traste con civilización tan dolorosamente conseguida. Una glaciación inesperada y destructora se consideró como castigo de los antiguos dioses monóculos. Vinieron, sí, calamidades. Las tribus hubieron de emigrar en busca de tierras cálidas. Pero, en los altos del camino, las parejas, al unirse, pensaban, de común acuerdo, en los Nuevos Arquetipos. La casta sacerdotal obligó a que las mujeres se cortasen el pelo por encima de la nuca, a ver si el enfrentamiento de su ojo occipital con el frontal del macho introducía un factor nuevo que alterase la marcha de las cosas; pero tanto él como ella los cerraban. Un día nació un niño con el ojo trasero desviado. Le siguieron muchos otros. En poco más de un milenio no solo los traseros sino también los delanteros habían iniciado el movimiento hacia las cuencas subfrontales. Muchos fueron inmolados bajo las grandes piedras sacras, en las sacras cimas de los montes semejantes a falos; pero la subsecuente carencia de soldados impidió continuar los sacrificios. Llegó un día en que también los Grandes Brujos, y los Jefes militares, y todas las castas dominantes participaban en la esperanza de que sus rostros alcanzasen la apetecida simetría. Los Dioses antiguos habían sido olvidados, y la peregrinación al fondo de las cavernas en procesión unánime y silenciosa constituía ya el acto central del culto. Para contener a los reaccionarios y a los recalcitrantes, los teólogos inventaron la lucha entre los Dioses monóculos y los binóculos, y la victoria de estos. Hacia mediados del Neolítico, el ojo descendente ocupaba la mitad de la ceja izquierda, mientras el ascendente trepaba por la mejilla derecha. Fue entonces cuando, para contemplarse, hombre y mujer se apareaban el vientre contra el vientre. La novedad tuvo muchos adeptos. Los brujos la sancionaron asegurando que, así, se concebía mejor. 3. Una vez nació el primer niño con los ojos simétricos a ambos lados de la nariz. ¿Qué año fue? No se sabe, pero la época del nacimiento se sitúa hacia el solsticio de estío: de ahí las fiestas agrarias que todavía se celebran. Era un hijo del pueblo: lo proclamaron dios y sus padres recibieron un buen lote de tierras y de esclavos con el fin de que el niño no careciese de nada y, llegado a la virilidad, pudiera trasmitir por herencia caracteres tan parsimoniosamente conseguidos. Se le dieron por esposas las mujeres de ojos menos desequilibrados que pudieron hallarse; pero como todas las demás deseaban ser fecundadas por él, la tribu le atribuyó el derecho al adulterio, aunque con la condición de que todas sus mujeres pertenecieran a los clanes poderosos. Los niños que iban naciendo de su simiente, de cada cuatro, tres tenían los ojos perfectamente encajados, y, el cuarto, un poco desviados. Sobrevinieron los celos de otras tribus. Hubo una guerra en la que el Gran Fecundador estuvo a punto de morir: de ella salió una gran confederación que le consideró propiedad colectiva y le atribuyó el derecho de regalar su simiente a las hijas de los jefes; las cuales siguieron pariendo niños de mirada simétrica en proporción de cuatro a uno. De vez en cuando, un virojo alteraba la ley: constituyeron, estos virojos, un misterio, y se acordó destinarlos al culto, para utilizar de algún modo su resentimiento. Nuevos celos, nuevas guerras, nuevas confederaciones, receptáculos nuevos para la simiente del Fecundador. El cual ya daba muestras de perder la juventud, y, a veces, se dormía. Empezó a susurrarse que no era un dios, pero la sospecha se mantuvo en secreto. Tenía ya hijos en edad viril, conscientes de su responsabilidad, de los que nacieron otros niños: la proporción de binóculos subfrontales se alteró: en la segunda generación, uno de cada cinco repetía los caracteres de la madre; en la tercera, uno de cada seis. La Asamblea de Brujos lo consideró buena señal, aunque el gran número de virojos no dejaba de inquietarles. El Gran Fecundador envejecía, y la holganza en que la vejez le confinaba le llevó a ejercitar la imaginación y aplicarla a la acción política. Se le ocurrió congregar a todos sus descendientes y proponerles la constitución de un gran reino del que él sería el Dios rey, y esclavos, o poco menos, cuantos tuvieran los ojos desviados del eje de simetría. Como tenía frío por las noches, le acostaban con muchachas jóvenes para que lo calentasen. Una de ellas llevó tan a pecho su cometido que lo asfixió. El cuello del Dios-rey, antiguo Gran Fecundador, presentaba huellas amoratadas de finos dedos. Le hicieron grandes funerales. Un grupo de descendientes suyos, elegidos por sorteo, se comió ritualmente su cerebro: muy poco cada uno, porque la cantidad que se pudo extraer fue realmente escasa. En la oración fúnebre que siguió, explicó el orador que había podido cubrir millares de mujeres a costa, evidentemente, de su sustancia gris.”[2]Resumido en estas páginas un texto de veinte, he prescindido de la argumentación, de las citas eruditas y de todo el aparato inductivo y deductivo, entre otras razones porque el auditorio de aquella noche memorable tampoco les concedió atención, ya que no fue por ellos por lo que don Torcuato fue admirado y alabado, sino por la discreción y atinadas expresiones, en su mayor parte oscuras, con que trató un tema tan escabroso en presencia de doncellas. La mayor parte de ellas le escuchó como si les estuviera contando un cuento de hadas en un idioma extranjero, y así pudieron resbalar por su pureza, sin mancillarla, palabras que el buen tono excluía del uso. ¡Ventaja del lenguaje científico, que don Torcuato tenía como nadie en la punta de los dedos! La popularidad de su teoría fue inmediata e inmensa. Sus términos se discutieron en los cafés y en las tabernas. El sustantivo «binóculo» sustituyó, en el lenguaje coloquial, a los pronombres personales y a algunos demostrativos. Adquirió también, a veces, intención peyorativa: «Aquí, el binóculo este…» Se acordó, en sesión municipal, dar el nombre de «Calle de la Evolución» a una del ensanche. Poca gente sabe que es la misma que hoy llamamos «de la Revolución Nacional». Entre una y otra denominaciones, fue «de la Revolución» a secas, porque las generaciones habían olvidado la teoría de don Torcuato, y se creía que al rótulo le había caído una letra. La teoría de don Torcuato, para los curas, era marcadamente herética, materialista y atea por cuanto excluía la intervención divina de algo tan importante como la colocación en el cuerpo de los espejos del alma. Hay que decir, sin embargo, en honor de los clérigos locales, que sus censuras no pasaron del coloquio privado y de las advertencias en el confesonario. Fue don Amerio Bengoechea, canónigo de Villasanta de la Estrella, entonces desconocido en Castroforte, quien rebatió en la prensa de la ciudad rival la doctrina de don Torcuato. A los calificativos ya conocidos, añadió el de perniciosa y peligrosa para la comunidad, lo cual fue muy tenido en cuenta por la autoridad gubernativa, que desterró a don Torcuato por krausista, masón y conspirador. «¿A dónde vas a ir?», le preguntó Castiñeira. «Creo que en la Argentina me dejarán tranquilo. Es un país de praderas inmensas.» «Bueno. Pues te acompaño.» Y se marcharon, y La Tabla Redonda perdió temporalmente dos de sus miembros directivos. Fue, sin embargo, la época en que el Vate escribió sus mejores versos, o, al menos, sus versos más pasables: como si se le hubiera quitado un peso de encima. Pero sucedió que don Torcuato, en Buenos Aires, fue nombrado profesor extraordinario de la Universidad, y que se dio a las criollas y a aprender vidalitas con acompañamiento de guitarra. El señor Castiñeira se sintió desplazado y traicionado en la amistad, y, además, en el aire, porque a don Torcuato le sobraba compañía. Así, reconoció la inutilidad de su presencia a orillas del Plata y regresó solo: las bonaerenses, además, le resultaban empalagosas (lo cual hace dudar de su buen gusto), el folklore no le interesaba, y el clima le sentaba mal. En un principio, don Torcuato no lo echó de menos. Incluso, con notoria ingratitud, pensó que era un tío pesado que no hacía más que pensar en Castroforte y quejarse de saudade. Pero descubrió que sus alumnos lo escuchaban como a poeta y no como a filósofo; que las mujeres le pedían amor, y no placer, y que el cementerio de Buenos Aires quedaba enormemente lejos. Fornicar en la cama violentaba sus principios y sus hábitos; hablar de amor a las mujeres contradecía sus convicciones morales; pero lo que le desquiciaba, lo que le humillaba en lo íntimo, era que se le tomase por poeta. «¡No lo soy, sino profeta y reformador!» Pero nadie se lo escuchaba en serio. Además, al quedarse sin el señor Castiñeira, le faltó a quien quejarse; le faltó el interlocutor nocturno que le hablara en su propio lenguaje, y que a proposiciones como esta: «Si observas las plantas con atención, tendrás la prueba más contundente de la estupidez humana», le respondiesen con esta otra: «Sí. Y el examen atento de las alcantarillas, realizado en condiciones favorables, proporciona argumentos a favor de la existencia de un dios pluripersonal, juguetón y maldiciente». Comenzó a escribir cartas nostálgicas (cuyas minutas incluye en sus Memorias), y acabó aprovechando una amnistía general de doña Isabel II para reintegrarse a la presidencia de La Tabla Redonda. Le fueron a esperar a Vigo, donde el barco de la Mala Real Inglesa que lo traía hacía escala, y su entrada en Castroforte se llevó a cabo al mediodía, con banda de música, Corporación Municipal bajo mazas y el estampido de veintiuna bombas de palenque (honor que el protocolo reserva solo a los Jefes de Estado). «Me siento feliz, amigos», dijo en el discurso que dirigió al pueblo congregado en la Plaza de la Armería, «al encontrarme de nuevo entre vosotros», y estas palabras fueron interpretadas en su sentido literal. En su ausencia, el Homenaje Tubular había sufrido algunas averías, y las criadas de la vecindad lo utilizaban para tender la ropa: lo restauró y comenzó a añadir nuevos tubos: dos cada día, y, a veces, tres, más una cantidad calculada grosso modo, correspondiente al tiempo de su ausencia. Su primera visita a las tapias del cementerio, con una rubia gordezuela y de gran talla que le obligó a trepar alegremente a una piedra de altura excepcional, fue acompañada de numerosas lágrimas de júbilo. En ponerse al día de los asuntos locales y europeos consumió un buen par de meses: sus canards en La Voz de Castroforte fueron más ingeniosos y breves, como si en la ausencia ultramarina su estilo se hubiese podado de todo tipo de adherencias retóricas. «Es el estilo de las vidalitas», explicó; y como se había traído la guitarra, todas las noches cerraba con canciones la reunión de La Tabla Redonda. El Vate Barrantes —siempre según las Memorias— se moría de envidia, y para mantenerse en la situación preeminente que había alcanzado en ausencia de don Torcuato, dio en el truco de hacer como que creía los infundios de tía Celinda y del Palanganato, y en considerarse, ya de modo oficial y descarado, el J. B. de sacrificio inminente e irremediable. «Presiento que la muerte – acecha a mis espaldas, – y que la mar profunda – prepara el resplandor – de su rojizo ocaso, – y las plomizas umbras – abren su cauce oscuro – todo a mi alrededor.» «Aquella petulancia de Barrantes empezaba a fastidiarme», comenta del Río. «Apoyándose en el azar de unas iniciales, reclamaba para sí veneración y respeto de mártir preconizado, de hombre que ha puesto ya un pie en el otro mundo. Y lo que él no podía saber, lo que todos ignoraban, y yo voy a revelar aquí de una vez para siempre, es que en justicia, también yo debiera haber llevado las mismas iniciales. Me explicaré con más pormenores: tres hermanos fuimos, como todo el mundo sabe, apellidados del Río a causa de aquel pelanas con quien mi madre se había casado, padre putativo de los tres, el cornudo mayor que recuerda la Historia. A Viriato lo tuvo mi madre de un afilador y paragüero muy apuesto, natural de Celanova, que se llamaba Pedrayo, hábil en las artes de lañar tarteras y de restaurar paraguas y cuchillos de cocina: de él le vino a mi hermano la vocación de ingeniero. Renato nació de un enredo fugaz con un tenor, chantre joven de la Colegiata: la voz de su hijo agravó el tono, pero era igualmente buena. En cuanto a mí, nací de don José Barbeito Corredoira, de profesión rentista: de haberme dado el nombre que me correspondía, me llamaría también José Barbeito. ¿Por qué, pues, había de ser Barrantes, y no yo, el Libertador Esperado? ¿Porque no había en mis venas sangre del Almirante? ¡Pues la hay del Canónigo Balseyro, si no miente la tradición recogida en la familia de mi madre! Balseyro engendró a Pedro Vez, y este a Maripepa Astray, y esta a Cornelio Chaves, presbítero, y este a Francisco de Saá, nacido en Coimbra de una ilustre dama portuguesa que vino de peregrinación al Santo Cuerpo; y se casó después, el tal de Saá, con doña Menga de Salazar Mendouça, de quien tuvo a Margarita, casada en Tuy con Aurelio Dávila Sarmiento, que fue mi abuelo, aunque no figure como tal en los papeles, ya que su hija Braulia, mi madre, fue adulterina, y de él recibió, con su dinero, aquella locura del chocho que los tres hijos heredamos, aunque convenientemente traducida al sexo fuerte. El hecho de que en mi genealogía existan irregularidades, no hace más que equipararla a las de Elviñas y Barrantes, Heliotropos y Barallobres, cuyos adulterios, hijos bastardos e inciertas paternidades se cuentan por cabezas. J. B. soy con el mismo derecho que otro cualquiera, pero sin vocación de mártir ni apetencia de muerte en las aguas del Gulfstream. Heredé de mi padre Barbeito el espíritu deductivo y lógico, y el poder de mi análisis destruye toda clase de paparruchas mitológicas. Si en vida no las deshice, fue por respeto a la creencia de un pueblo cuyo escaso progreso intelectual requiere de esas consejas para mantener en unidad, concordia y esperanza el alma colectiva. Hice lo que pude por transformarlas, por darles un contenido racional. Si no lo conseguí, fue porque mi paso por el mundo resultó prematuro. Hombres de mi talante abundarán hacia 1920. El mundo, entonces, se habrá despojado de tinieblas y vivirá conforme a la razón. Confío en que, para tales calendas, la fábula de los J. B. se haya olvidado.» Proféticas palabras, desde luego, y no hay que pensar que, por hombrearse con el Vate en lo que este tenía de singular, se atreviera don Torcuato a dejar testimonio contra la honestidad de su madre. ¡Hasta ahí podrían llegar las cosas! El devoto respeto que sintió por su memoria era palpable, aunque manifiesto mediante modos de expresión sentimental en contradicción con los usos y costumbres, no solo de los godos, sino también de los castrofortinos, porque al recordarla amorosamente (y sin que una sola palabra pueda hacernos sospechar la persistencia del Complejo de Edipo a aquellas alturas de su vida), lo que dice admirar, o haber admirado, o ambos tiempos a la vez, son, o fueron, las enormes tragaderas eróticas de la señora de del Río, el pelanas aquel mingamuerta, y su convicción repetidas veces expresada de que lo mejor que se podía hacer en este mundo era acostarse con un individuo del otro sexo, salvo si las circunstancias permitían acostarse con dos. «¡Ay!, madre, madre, y qué pijoteramente bien lo pasaste en este mundo, y con qué tranquilidad te fuiste de él, después de haber proferido, como respuesta a los anatemas del sacerdote que te amenazaba con el infierno si no te arrepentías y dejabas tu dinero, que era mucho, y tus tierras, que valían una fortuna, y la casa en que vivíamos, hoy adornada con el Homenaje Tubular al Sistema Métrico Decimal; si no dejaras todo eso, digo, y a tu hijo en cueros, a la Santa Iglesia Basílica del Cuerpo Santo en forma de institución de una misa perpetua —después de haber proferido: “¡Que me quiten lo bailado!”—, con lo que se renovó en ti la memoria de las Hembras Heroicas Por Encima de Todo, Cleopatra, Aspasia, Clitemnestra, la monja Hroswita y Catalina de Rusia, putas conscientes y paradigmáticas, modelos de la Futura Eva Liberada. Y gracias por haberme instituido tu heredero universal con encomienda expresa de las plegarias oportunas para el descanso de tu alma. Te agradezco también el inmenso amor con que me criaste, cuyo recuerdo me arrancó las únicas lágrimas que lloré en mi vida. Aún hoy, cuando cierro mis ojos, veo los tuyos, tan claros, inclinándose en mi cuna para cantarme lo de “Durme, meu neniño, durme”, que tanto me gustaba. No puedo olvidar tampoco que de noche solías interrumpir tu orgía particular para escuchar en el silencio, por si se oía mi llanto; ni tampoco las muchas veces que abandonaste el tálamo del gusto para tranquilizar mis pesadillas, que solo tus caricias borraban de mi mente. Me has dado todo el amor que me fue necesario para la vida, y, con él, la libertad, pues no necesitando amar a las personas, pude amar a la Humanidad y a Castroforte como los amo.» La justicia me obliga a reconocer que el Vate, a lo largo de toda su obra, no menciona a su madre ni una vez, y su vehemente anhelo de un amor femenino haría sospechar una triste y abandonada infancia si no supiéramos por la Correspondencia de las Tres Damas que, más que una madre, había disfrutado de todo un Cuerpo Colegiado, cuyos miembros compitieran en prodigarle mimos y vestirle de cándidos encajes. Una de Las Tres Damas, vaya usted a saber cuál, la de la letra picuda que había eliminado la uve de su alfabeto, recuerda la preocupación colectiva cuando en el rostro del Vate, hasta entonces terso y delicado, aparecieron las avanzadillas del acné juvenil. Todas se disputaban el honor de reventárselas, todas le aplicaron simultánea o sucesivamente los remedios de toda garantía (que quizá se anulasen los unos a los otros al ser aplicados con precipitación). Tan eficaces, sin embargo, que las espinillas fueron desapareciendo, salvo de la nariz, tan bella de dibujo, en que se acumularon con abundancia de yerba mala. Y a una cosecha sucedía otra, cada vez más granadas, varias en morfología, con ímpetu deformante y raíces de verdaderos eucaliptos. Las extracciones resultaban penosas. El Vate llegó a gritar, aunque ya iba mayorcito, y cuando en uno de sus primeros poemas habla de «la tortura a que los dedos femeninos – me someten una vez a la semana»—, es a la supresión de espinillas y no a otra clase de manipulaciones a lo que se refiere. De repente, esa y otras tareas las recaba para sí, con exclusividad de posesión dramática, Ifigenia. El Colegio Maternal se ve acometido de celos. Sus miembros denuncian la torpeza con que Ifigenia lleva a cabo su tarea. «La nariz de Joaquín María cambiaba de color, pasaba del morado al rojo oscuro, brillante o mate según la pomada de turno, pero siempre de una fealdad horripilante. Llegamos a pensar si se nos moriría, una vez en que se le hinchó la cara y tuvo que quedarse en casa, con cataplasmas, durante todo un mes.» La belleza del Vate sufre menoscabo permanente, y su reputación en la ciudad, decrece. Empiezan a surgir motes: «Cachiporra», «Diente de ajo», «Niño de los forúnculos». Hasta que, de pronto —acaso como consecuencia de una temporada de aguas en Caldas de Reis—, la plaga de espinillas se metamorfosea. Dejan de ser purulentas y abultadas, adquieren contextura alargada y sólida; sus cabezas, menudas, ennegrecen. Y esta nueva especie, en vez de acumularse multitudinariamente en la nariz, se desparrama por las aletas, transita por las mejillas, irrumpe en la frente. Una espinilla frontal jugó especial papel en la aventura de Coralina. Era una espinilla terca, implacable. Instalada encima del ojo izquierdo, el más bello de los del Vate, el más frecuentado por tiernas irisaciones, asomaba su oscura cabeza invariable. Había resistido a todas las presiones de los dedos de Ifigenia, a todos los asedios, o amorosos o irritados. El Vate, con la frente dolorida, rechazaba, por prematuras, más intervenciones. «Hay que dejarla. Ya saldrá cualquier día.» Y, al llegar «cualquier día», la espinilla había desaparecido: en su lugar quedaba una especie de sima tenebrosa. Ifigenia descubrió el agujero, todavía tierno. «¡Fue esa mujer quien te la quitó!» Sí. Coralina se la había quitado, delicadamente, sin lastimarle, sin dejar huellas de uñas crueles en la vecindad frontal. Pero el Vate lo negó. «¡Habrá salido sola!» Y esto sucedía tres o cuatro días antes del jamás puesto en claro atentado mortal contra Barrantes. Endelí velahí.” Fue este el momento que don Argimiro y don Celso, los concejales, verdaderas promesas de la Administración Local, escogieron para sacudir la modorra que la lectura de mi informe les había causado, a la que muy pronto se entregaran, quizá para compensar de algún modo visible el interés con que el padre de uno y el suegro del otro me habían escuchado. Belalúa tajó inmediatamente y aseguró que en mi relato había pruebas, aunque insuficientes, para demostrar la verdad de su teoría de que Castroforte fuese una ciudad castigada: situación insólita que debíamos a los turbios manejos de Villasanta de la Estrella, históricamente adicta al poder central, al menos tras las veleidades separatistas del arzobispo Ramírez. La expresión de don Perfecto Reboiras quería decir claramente: “¡A ver cuándo se calla este!”, y no me atrevo a decir “este memo” porque el calificativo no constaba con tanta claridad; y cuando Belalúa hizo una tregua, acaso para cobrar aliento, Reboiras se apoderó de la situación con un tono de voz que no admitía reparos: “Me parece muy importante todo lo que usted ha descubierto, y la confusión con que lo ha contado se corresponde a la confusión de los hechos mismos. No voy a entrar en una crítica de fondo, porque si aplicamos el sentido lógico a la realidad, o destruimos la realidad, o el sentido lógico, y a mí me va muy bien llevando a cada uno por su lado. Sin embargo, no puedo menos que dar salida a una interrogación que me tortura y que, de callármela, con toda probabilidad me haría doler las tripas esta noche. Dígame, señor Bastida, ¿intentó V. alguna vez reducir ese montón de hechos, tan bien documentados, a esquema cronológico?”. “No, por supuesto.” “¿Y por qué?” “Pues porque, como ustedes tenían prisa por conocerlos, me limité a compulsar las fechas imprescindibles. Reconozco, no obstante, que una precisión mayor dejaría al relato bastante más bonito y, por supuesto, enormemente convincente.” “O lo desbarataría por completo.” Me estremecí, claro: me dio miedo de que el tipo aquel, que contemplaba el mundo a través de unas gafas que bien podían ser deformantes, me dejase quedar mal, no ante aquella recepción de amigos cuya opinión, en el fondo, me importaba un comino, sino ante mí mismo; porque la verdad es que, mientras elaboraba el informe, había crecido bastante en mi propia estimación, lo cual es muy importante para quien, como yo, no es que padezca de un complejo de inferioridad, sino que es objetivamente inferior. “Explíquese.” “No es muy difícil. La aventura del Almirante Ballantyne y de Lilaila Barallobre hay que situarla en 1811. Cristal habrá nacido en 1812. ¿A qué edad se casó? Pongamos, extremando mucho las posibilidades, que a los quince años, es decir, en 1827. En esta fecha fue ahorcada su madre. ¿Cómo, pues, pudo tía Celinda, hija de Cristal, asistir a Lilaila en la prisión, recibir el depósito de sus secretos y todo lo demás?” Me quedé pálido. “Tiene usted toda la razón, y ahora comprendo por qué desconfié siempre de la documentación procedente de tía Celinda, y de todo lo que a ella concierne, hasta el punto de haber llegado a dudar de su existencia.” “Sin embargo, tía Celinda tenía, en 1827, once años.” “Pero ¿cómo pudo ser?” En el rostro, habitualmente seco, del boticario Reboiras, se amagó una sonrisa tan indefinida que lo mismo podía significar ironía, vanidad o desprecio. “Se lo voy a decir. Porque tía Celinda, no era nieta, sino hija de Lilaila Barallobre.” “¿Cómo lo sabe?” “Me lo dijo mi loro.” “¡Pero…!” “Mi loro es una fuente histórica de primera clase, créame.” Así no vale. Uno se entrega honestamente a una tarea investigadora, examina papeles de búsqueda difícil, de hallazgo muchas veces comprometedor; reconstruye los hechos, los ordena, los expone, y luego viene un señor que posee instrumentos extraordinarios —lo es un loro, evidentemente— y hace polvo el trabajo de tantos años. Pero ¿de qué me valdría objetar en aquel momento: “Oiga, don Perfecto, hay que respetar las reglas del juego”, siendo así que su reputación se debía a su loro, y que el loro era, con mucho, lo más importante que había en Castroforte? Esbozar, aunque no fuera más, una oposición al loro, sería incurrir en público, en irremediable ridículo. “Me cuesta trabajo imaginar una Lilaila capaz de infidelidad a la memoria del Almirante”, dije, sin embargo. “No hubo infidelidad alguna. Lilaila quedó encinta del espíritu de Ballantyne, que era íncubo. Lo que pasó fue que, como nadie se lo iba a creer, atribuyó la paternidad de Celinda al abuso de un juez absolutista cuando, al terminar la Guerra contra los franceses, la metieron una temporada en la cárcel. Tiempo después volvió a quedar embarazada, pero, como ya iba mayorcita, el huevo no agarró bien y lo soltó antes de tiempo.” “¿Y también había estado presa en aquella ocasión?” “No. Había estado de vacaciones.” “Entonces, ¿no debemos tomar en serio lo que contó Bastida? Porque yo, eso de los íncubos…”, dijo Belalúa, cuya interrupción, que obedecía claramente a su propósito de recobrar el uso de la palabra, sacaba a la luz, sin embargo, su falta de imaginación y lo limitado de su caletre, que se negaba a admitir la existencia de íncubos y súcubos, por mucho que la experiencia haya demostrado, con toda clase de razones, no solo su existencia pasada y remota, sino actual. Que se lo atestigüen, si no, los huesos de don Carmelo Peleteiro (en el caso poco probable de que las lampreas hayan dejado alguno), para quien el busto de Coralina fue súcubo dócil durante casi tres años. Y es lo que me digo: por muy desesperado que esté un hombre, por mucho que le haya embotado la sensibilidad un encierro sin luz, queda el hecho de que la oscuridad, precisamente, exacerba el sentido táctil; de suerte que, a las caricias de don Carmelo, el cerezo en que el busto está tallado tenía que resultar cada vez más duro y menos sugerente. Queda la explicación del súcubo, que suplantaría el busto. Yo la acepto sin la menor repugnancia intelectual, pero da lo mismo. De todas suertes, no fui yo quien asumió la respuesta, sino el Boticario: “Hará usted mal si no lo toma en serio; más aún, cometerá un error fatal si no lo cree a pies juntillas. La historia que nuestro amigo Bastida nos ha contado es, lo acepto, inverosímil, más o menos como las leyes cósmicas, como el descubrimiento de América, como la existencia de los microbios, como esa ciencia para magos en paro forzoso llamada la Electrónica. Sin embargo, como usted necesita explicarse por qué el sol no le cae encima de la cabeza, por qué recibe cartas de un primo suyo que está en Cienfuegos, por qué, a veces, le duele la barriga y por qué a su aparato receptor llegar las emisiones de Radio España Independiente, se traga las explicaciones científicas o históricas. Pues bien: nosotros necesitamos explicarnos por qué nos congregamos en torno a esta mesa y por qué aspiramos a que la reunión se bautice legalmente con un nombre de la Edad Media; nuestras mentes exigen un puñado de razones en que apoyar la creencia en que, un día cualquiera, regresarán por la mar unos señores que no existieron nunca para devolver la independencia administrativa a una ciudad tan ambulante que, a veces, no se la encuentra en su sitio. La historia que nos leyó Bastida cumple sólidamente con todos los requisitos que se le pueden exigir. Me atrevería incluso a añadir que, a este respecto, es una historia ejemplar, un verdadero arquetipo. Aquí mismo le proclamo novelista oficial de la ciudad, puesto vacante desde la muerte, ya olvidada, de don Torcuato del Río. Un día, ese Informe Histórico-Crítico será publicado con todos los honores. ¿Póstumo, acaso? No lo sabemos. Pero, por si se retrasa, propongo que aquí mismo ofrezcamos a su autor, Jota Be, la retribución de nuestro aplauso, acompañado de café y copa”. Hubiera pronunciado mi nombre entero, y el aplauso habría sido inmediato. Pero, al reducirlo a iniciales —las mismas con que yo firmaba en uso de un derecho que nadie me discutía—, se conoce que necesitaron de unos instantes silenciosos para identificarme entre todos los Jota Be de que tenían noticia. Después, aplaudieron; Pepe me trajo café y anís, y la conversación recayó en el tema de las mujeres, cuya escasez de aquellos días no podía explicarse con tanta facilidad como el misterio del Cosmos. Todo lo cual me permite volver al hilo de mi narración, interrumpida en el punto mismo en que el busto de Coralina acababa de ser hallado. El caso fue que la entronización siguió sus trámites: ante todo, el traslado, casi reverencial, a la mesa redonda del café; luego, la elección del lugar donde sería colocada, y un homenaje final, entre lírico y poético, a cargo de don Annibal Mario y su guitarra, que le dedicó sus mejores fados de Coimbra —los de Lisboa le parecían demasiado reaccionarios, sin exceptuar los de María Severa. Cantó con voz rota y patética, con voz sin esperanza de emigrado político, y, cuando se le agotaron el repertorio y la voz, depositó dulcemente la guitarra en una silla, y ante la sorpresa de todos, se dirigió a Coralina y le dijo: “Está de Dios que me persigan las bizcas, pero hay ojos virojos que revuelven el alma y ojos velados que abren las puertas al ensueño. Así es el tuyo. Soñaré desde hoy con ese ojo tranquilo como un lago sin viento, con ese pezón disconforme que parece apuntar al otro amante, al que espera detrás de la cortina. Está también de Dios que me hayas de cornear. Si fuera joven, debería rebelarme y mataros de la misma puñalada, a ti y a Lanzarote. Como voy para viejo acepto el designio del Destino y me siento dispuesto a compartirte con él: quien no debe entender estas palabras en su literalidad. Eres tú quien comparto, no la otra, por muy chosca que sea, y no por el puntillo de honra, sino porque, la pobre, está como una carretera intransitable, y a nadie quiero tan mal que lo invite a recorrerla. Nos movemos en un terreno metafórico y en él debemos mantenernos si queremos que eso de La Tabla Redonda llegue a buen término. Presiento grandes dificultades, y señalo como la primera a cierto tonsurado asceta y violinista, inquisidor y zascandil. ¡Ojo con él, caballeros!” Es curioso que, a pesar del empeño que se puso en evitarlo, el peligro mayor no haya venido de la parte de don Acisclo, sino de la del señor Irureta, y no en cuanto alcalde, menos aún en cuanto funcionario de Hacienda, sino en su condición de socio del Casino, en cuya tertulia de godos actuaba de portavoz y, en cierto modo, de enlace con el Poder Central. Las cosas llegan a través de vericuetos imprevisibles, esta es una de las Verdades Más Profundas que se han dicho nunca, y uno de ellos lo recorrió cierta tarde la idea de que, en español, los genitales masculinos tenían más nombres que los femeninos, y que en ello se mostraba de manera palmaria e indiscutible la virilidad de la raza. Fue un godo, naturalmente, el emisor de la especie, y se asegura que la afirmación fue proferida con voz campanuda y ademán solemne, como si se tratase de la proclamación de una victoria contra los franceses, y que, una vez proferida, todos los godos se levantaron y cantaron una canción patriótica de evidente significación imperialista. Estaba presente, disimulado entre ellos, don Perfecto Reboiras, y se le ocurrió reírse. “¿Es que lo duda usted?” “Dudo que tenga más nombres, y niego que, de tenerlos, su abundancia revele ninguna clase de virilidad, ni aun la más tosca, pues, a mi ver, sería señal de todo lo contrario.” “¿Es que se atreve usted a poner en duda la virilidad de los españoles?”, intervino el señor Irureta, y en su tono, en su ademán, había algo que quería decir claramente: “A este lo cojo y lo empitono.” “¡Dios me libre, señor Alcalde! Nada más lejos de mi intención. Pero si la virilidad consiste en una especial reverencia por el sexo femenino, lo natural es que la capacidad nominativa del idioma lo exprese de manera numérica.” “Pues yo creo que la abundancia de vocablos que designan el sexo masculino obedece, precisamente, al orgullo de ser macho.” “Usted lo verá así; yo lo veo al revés. Pero la discusión carece de sentido mientras no se demuestre que existen más nombres para el uno que para la otra.” “¡Eso no hay que dudarlo!” “¡Pues yo lo dudo!” “Vamos a ver, señores”, dijo el Alcalde: “Diga cada cual los que recuerde; los sumamos, y el que gane, gana”. El recuento arrojó veintitrés machos contra diecinueve hembras. “¿Ve usted, señor Reboiras?” “Lo único que veo es que estos señores recuerdan un número verdaderamente escaso de unos nombres y de otros. La disputa solo podría zanjarse tras una investigación científica.” “Pues hagámosla.” “¿Es usted filólogo, señor Alcalde?” “No, por supuesto —respondió, casi ofendido, el señor Irureta; y añadió con toda seriedad—: Soy licenciado en Derecho, funcionario de Hacienda por oposición y Alcalde de esta ciudad por designación superior.” “Entonces, nada.” “¿Cómo que nada? ¿Es que se raja?” “Yo, ¿qué voy a rajarme? Lo que pasa es que usted rechaza el único procedimiento válido para demostrar que quien tiene la razón soy yo.” “Podría haber otros.” “Pues, dígalos.” “¿Me da usted un plazo?” “Le doy todo el tiempo que quiera.” Quedaron en que, al día siguiente, volverían a reunirse los mismos, pero se corrió la voz de la disputa, y, a la hora estipulada, el Casino estaba más lleno que el día del baile de Nochevieja. Entretanto, el Alcalde había hablado con el Poncio (según nos contó más tarde su Secretario Particular), y le había dicho, poco más o menos: “Tengo entre manos el procedimiento para que la gente se olvide de eso de La Tabla Redonda”, y le explicó su proyecto, que el Poncio encontró eficaz, aunque se corría el riesgo de que a don Acisclo le pareciese incorrecto, si no pecaminoso y, por supuesto, escandaloso, y le diese por armar el pitote desde el púlpito. “Eso depende de usted. Puede llamarlo y explicarle nuestro propósito secreto. Como él tampoco está de acuerdo con eso de La Tabla Redonda, pues es casi seguro que dejará correr las cosas.” Don Acisclo, en efecto, fue convocado, y, mientras esperaba en el antedespacho a que el Poncio lo recibiese, despotricó de lo lindo contra un pueblo que se entretenía en hacer recuento de las palabras más groseras del idioma; palabras que, por su naturaleza, implicaban pensamientos de origen claramente diabólico y delectación morosa en ellos; prueba fehaciente, también, de que Castroforte del Baralla, entendida como colectividad humana, estaba dejada de la mano de Dios y destinada a la condenación eterna, a pesar de los esfuerzos que él hacía por evitarlo. Pero después de hablar diez minutos con el Poncio, salió del despacho y marchó sin decir nada: había, al parecer, dado su bendición al proyecto. El cual, según explicó el señor Irureta en el Casino, ante la expectación silenciosa de varias docenas de caballeros, consistía en instalar en aquel mismo salón un encerado de grandes dimensiones, partido en dos por una raya. A la derecha, se inscribiría la cifra de los Machos, y, a la izquierda, la de las Hembras. Una comisión compuesta de un representante de cada bando y presidida por un neutral, caso de hallarlo, o, al menos, por un dudoso, recibiría las papeletas aportadas por los socios, haría el recuento, y lo anotaría en la parte correspondiente del encerado, con la fecha. Allí mismo la ciudad entera se dividió en partidarios de una y otra tesis, y dio la casualidad de que los godos seguían el dictamen del señor Irureta y, los nativos, el de don Perfecto. Pero resultó que del recuento obtenido allí mismo de las palabras que los presentes recordaban, aumentó en muy poco la cantidad inicial de 23 Machos contra 19 Hembras. Al mismo don Acisclo le hubiera complacido comprobar cómo, en el fondo, para el régimen de cada cual, bastaban tres palabras, lo más cuatro, y, estas, de las extendidas y corrientes. Todo lo cual fue tomado a risa por don Perfecto. “Mi loro, señores, conoce muchas más.” “¿Por qué no lo trae?” “Porque no es necesario.” “Sin embargo, van ustedes perdiendo.” “Pero le apuesto aquí mismo que ganaremos por una diferencia de cien.” Hubo una especie de estremecimiento colectivo, y la mayor parte de aquellos caballeros, honestos en lo que cabe, no comprendía en su conciencia la necesidad de todo un diccionario para designar cosas que estaban al alcance de la mano. Pero no se trataba entonces de averiguar por qué la raza se había especializado en semejantes invenciones, como los árabes en nombres para la espada, sino de alcanzar la victoria de un bando sobre otro. Don Federico de Lapuente, Ingeniero de Obras Públicas, tuvo una frase feliz. “¡Exploremos el gineceo!”; y después de haber explicado que con eso quería decir que había que interrogar a las mujeres y a las criadas, la reunión fue poco a poco disolviéndose, y aquella noche abundaron diálogos como este: “Oye, mi vida, ¿y tú cómo le llamas a esto?” “¿Cómo?” “A esto… y a eso.” “¿Y a ti qué te importa?” “Verás, mujer, es que en el Casino… (y aquí la versión personal del acontecimiento). De manera que, claro, hay que ganar.” “Pero ¡qué cosas se os ocurren a los hombres!” “Comprendo que es raro, pero, ya ves…” “¿Y vais a ganar vosotros, o los de aquí?” “Nosotros, por supuesto.” “Pues… yo no le doy ningún nombre. Yo le llamo como tú: eso y esto.” “Pero ¿es posible?” “Como lo oyes.” “Y, la criada, ¿tú crees…?” “Pero, mi vida, ¿con qué cara voy a ir a la criada con semejante pregunta?” “Pues como quien no quiere la cosa. Por ejemplo: Óigame, María, ¿cómo le llaman en su aldea a eso que tienen los hombres?” “Me da una vergüenza atroz, y, además, a lo mejor es pecado.” “Nosotros no lo hacemos por pecado, sino por patriotismo.” “Si es así, la cosa cambia. De todos modos…” En pocos días los resultados de las exploraciones llevadas febrilmente a cabo por docenas de caballeros, y, en secreto, por bastantes damas, se centralizaron, la de los godos, en el bar del Casino, y la de los nativos, en el local de la Sociedad lírica Santa Lilaila de Barallobre, que congregaba a todos los poetas y músicos de la ciudad, preparaba los versos de los mayos y sostenía una nutrida rondalla de pulso y púa. La diferencia estaba en que, en la Sociedad Santa Lilaila se trabajaba gratis, y se habían formado comisiones que se turnaban, en tanto que los del Casino habían tomado a sueldo al oficinista de la entidad, que era nativo y del que se sospechaba que hacía trampa, lo cual no pasa de vil calumnia y pataleo de vencidos, ya que el señor Figueira, que era el interesado, lo más que hacía era anticipar las cifras antes de que se hiciesen públicas. Todo el mundo preguntaba: “Óigame, don Fulano, ¿y qué nombres conoce usted…?” “Pues, mire, don Zutano, conocía tres o cuatro, pero ya se los di al señor Hinojosa.” “¡Vaya, hombre, cuánto lo siento!” Proliferaron espontáneamente subcomisiones sin carácter oficial, en los comercios, en las tabernas, en los puestos del mercado, y hay quien asegura que penitente hubo que, después de ser absuelto, interrogó sobre el particular al cura. Y el cura, si el penitente era nativo —lo eran casi todos los presbíteros—, hurgaba en la memoria y arriesgaba un par de nombres. “¡Lo siento, don Ataúlfo! Ya los tengo.” Y al propio don Acisclo Azpilcueta le tocó lucir su erudición humanística, si bien con escaso resultado, pues, a la comisión de caballeros que le visitó en su casa, con todo respeto, para preguntarle, respondió con una larga y erudita conferencia sobre los derivados de “caraclum” y “cunnu”, vocablos latinos, dijo, de sospechosa y probablemente diabólica persistencia en las lenguas romances, aunque metamorfoseados y a veces muy alejados de la prístina significación; en cualquier caso, prueba de la corrupción del espíritu humano y de la titánica lucha sostenida por el clero en pro de la pureza de costumbres durante casi veinte siglos. Don Acisclo, sin embargo, aunque no aportó ningún nombre nuevo, sugirió a la comisión que deberían ampliar el ámbito de exploración, rebasar —ya estaban agotados— los límites de Castroforte y de su alfoz, y enviar cuestionarios a todas las provincias. “Porque, caballeros, el pueblo es el depositario del tesoro de la lengua, en el pueblo está la verdadera riqueza, y aunque me duela confesarlo, cada rincón del país ha inventado sus nombres especiales para esos… llamémosles objetos, por los que ustedes se interesan.” No se les había ocurrido, parecía mentira. Aquella noche, se despachó casi un centenar de telegramas en que la cuestión se planteaba en forma más o menos alusiva y metafórica, seguidos de doble número de cartas de redacción mucho más paladina. Empezaron a llegar respuestas. A la semana, 167 Machos triunfaban aparatosamente sobre 99 Hembras. En la calle, nada más que mirarles a la cara, y ya se distinguían los nativos, alicaídos, de los godos, arrogantes. Pero don Perfecto Reboiras sonreía, y su loro no hacía más que silbar la Marcha Real, si no es algunas tardes que cantaba “La Violetera” con tal delicadeza y ternura, que mismamente parecía Raquel Meller. Yo me caí una vez por la botica, a horas en que solía estar vacía de visitantes, y confesé a don Perfecto que mi repertorio se había agotado, y que nadie daba ya más de sí, y que los godos habían llegado incluso a escribir a un académico de la Lengua, cuñado del Presidente de la Sala Segunda de la Audiencia, y que con la complicidad de los ficheros de la Docta Corporación, los godos llevaban las de ganar. “He pensado, añadí, que quizá debiéramos escribir a Camilo José Cela, que es un escritor gallego con buen conocimiento de los sotanillos del idioma. A lo mejor nos echa una mano.” “Nosotros no somos gallegos.” “Pero quizás él no lo sepa.” “Ni el nombre de Castroforte habrá oído en su vida.” “Entonces, ¿se da ya por vencido?” “Por el contrario, estoy tan seguro de la victoria como el primer día. Más aún: si no lo hubiera estado, no habría planteado la cuestión.” En aquel momento se me hizo la luz en la conciencia. “¿Guarda usted algún as en la bocamanga?” “Los guardo todos en el chaleco.” “¿Por qué no me los muestra?” “Porque no me lo ha pedido.” “Pues dé la petición por hecha.” Don Perfecto dijo algo al mancebo, o quizás al loro, y me llevó, a través de la rebotica, a una habitación interior que yo desconocía; una habitación que, a primera vista, parecía un despacho, pero después, fijándose bien, tenía algo de laboratorio, aunque una tercera mirada, más atenta, permitiese llegar a la conclusión de que no era ni una cosa ni otra, aunque sí ambas al mismo tiempo. Verdad es que no tuve ocasión de mirarla por tercera vez, porque don Perfecto había ya apartado un trozo de hule que tapaba cierta parte del suelo, y dejado al descubierto una trampa por la que, abierta, me invitaba a bajar. Lo hicimos. El sótano que nos recibió se parecía al del café en la arquitectura, pero no en la distribución de las penumbras, porque este se hallaba enteramente alumbrado, y la perfecta definición de cada cosa no dejaba nada a la indeterminación ni al misterio. En las paredes había colgadas infinidad de cosas, con predominio de calendarios atrasados, aunque rutilantes; frascos vacíos, grifos de lavabo, platos esportillados, cajitas de cartón, cubiertos de peltre y de boj, plumas de ave en ramilletes, herraduras, un bolso de señora del año de la pera, aros de barril, un par de zuecos, conchas de vieira, el esqueleto de un rodaballo, el cráneo de un gallo con pico y cresta, un cinturón de cuero… “¿Colecciona?”, le pregunté. “No. Son símbolos, o, más bien, símbolos de símbolos. Si un día entra aquí la policía, puede pensar que estoy chiflado, lo cual siempre es preferible a otra clase de opiniones.” Asentí. “¿Sabe usted, me dijo de sopetón, que es probable que en este sótano haya tenido su escondrijo de alquimista el canónigo Balseyro? Es mucho más antiguo que la casa, y perteneció a una finca de campo que, hasta hace pocos decenios, quedaba extramuros de la ciudad. El bisabuelo de mi suegro conservó el sótano y parte de los muros.” “¿Y todas estas redomas y alambiques los heredó con el sótano o forman parte de su utillaje de boticario?” “A usted, ¿qué le parece?” “Me parece que siempre ha habido un brujo en Castroforte.” “No brujo, claro. Esa es una palabra vulgar, y los que la usan no saben lo que quiere decir. El canónigo Balseyro tampoco lo fue, sino discípulo lejano de Paracelso, a lo que tengo entendido, y adepto, como yo, a la Ciencia Hermética. Aunque, claro, hemos seguido caminos bastante diferentes. Él, buscando la Ciencia, llegó al Hermetismo; yo, partiendo de la Ciencia, me he detenido en él, pero le confieso que, si la Ciencia no me satisface, el Hermetismo empieza a fatigarme, porque tampoco me resuelve nada.” “¿Busca la Piedra Filosofal?” “Busco la palabra que destruya lo que el fiat creó, y la palabra que permita reconstruirlo luego, organizado de otra manera.” “Luego, lo que usted busca es el verbo.” “Ni más ni menos, pero un verbo de doble filo, como una espada.” “¿Está usted seguro de su existencia, o es solo una conjetura, o quizás una esperanza?” “Es una convicción científica. Me encuentro como Pasteur antes de descubrir su vacuna, aunque con una importante diferencia: él disponía de unos conocimientos de química y de biología que podían muy bien ser falsos; yo he aprendido a leer los signos del Universo y los jeroglíficos de las catedrales, que me convencen de que la palabra existe. Más aún, de su necesidad urgente. Hay que encontrarla antes de que la evolución del Cosmos lo haya conducido a un punto de condensación tal, que la intervención del fuego sea inútil; porque así como el fiat fue una palabra cargada de energía condensatoria, la palabra que busco la tiene, no solo disgregadora, sino principalmente abrasadora. Tiene que ser una palabra caliente, ardiente, para que el Cosmos, trasmudado en luz, sobrepase a fuerza de calor ese momento en que todo se hace luz, esa velocidad de vibración que, superada, invierte el proceso y lo reintegra todo. ¿Me comprende? Es una teoría que se deduce, como corolario, de las afirmaciones de Einstein. Ahora bien, el proceso no puede abandonarse a su propio desarrollo, porque, al reintegrarse el Cosmos, recobraría su naturaleza actual, que es lo que yo quiero evitar. Por eso necesito la segunda palabra, la que encamina la reintegración, no hacia un Universo aburridamente erótico, como es el actual, sino a otro en que el sol se mueva en virtud de un acto deliberado y racional, es decir, consciente, y, con el sol, los demás seres.” “Lo del Universo aburridamente erótico no se me alcanza”, le interrumpí. “Pero, hombre, ¿no recuerda aquello de Dante, «amor che muove il sole e le altre stelle»? Modernamente, Freud lo ha confirmado, aunque, donde él pone pansexualismo, ponga yo panerotismo.” Don Perfecto Reboiras se interrumpió y su mirada pareció perderse en la maraña de símbolos que cubrían las paredes. “Es curioso. Freud me ayudó a interpretar rectamente los escritos de los Maestros. ¿Sabe usted que, según Raimundo Lulio lo mismo que según Paracelso, el Universo es la alegoría de una cohabitación interminable? ¡Desesperante, amigo mío! ¿Cree que vale la pena la Creación entera para que su mensaje se reduzca a una invitación al coito? Lo mismo, desde luego, que las religiones, las filosofías y todo cuanto llevamos inventado. No hay más lenguaje que el amoroso y todo el que ha pretendido librarse de semejante servidumbre e intentado un lenguaje racional, ha fracasado. Créame: hasta el lenguaje matemático más riguroso encierra una significación erótica. La unidad, base del cálculo, es un falo; y el dos, sin el que no habría relaciones de cantidad, es la pareja humana. ¿Por qué cree usted que conozco todos los nombres de las partes genitales? Porque mi investigación me hizo prestar a ese sector del idioma una atención más detenida que la de los filólogos y lingüistas, y, después, no me sirvió de nada, no me sirvió ni para corregir, perfeccionar o rechazar mi convicción. El acopio de sustantivos y adjetivos de naturaleza sexual me consumió bastantes años. Ahí, en ese cajón, verá miles de papeletas. Están clasificadas en denominaciones directas, metáforas, metonimias y sinécdoques. Le aseguro que, como trabajo, es de una seriedad y de una minuciosidad impecables. Fíjese, por ejemplo…” Buscó unas cartulinas y me las mostró. “¿Saben esos cretinos del Casino, esos godos degenerados, que el sexo de las mujeres puede llamarse «flor» y «culantrillo»? Lo corriente es que ciertos escritores y predicadores cursis llamen «flor» a la virginidad, pero también se le llama a lo que la soporta. Me sirve de fundamento un epigrama atribuido a Góngora, que le voy a leer: Yace aquí Flor, un perrillo que fue, en un catarro grave de ausencia, sin ser jarabe, lamedor de culantrillo. Saldrá un clavel a decillo la primavera, que Amor, natural legislador, medicinal hace ley: si en yerba hay lengua de buey, que la haya de perro en flor. Está claro, ¿no? Un contexto adecuado hace que cualquier palabra signifique cualquier cosa, y un parecido silábico permite a Góngora trasladar al nombre de una planta el de un elemento anatómico. De esa manera, el número de denominaciones de la vulva es prácticamente infinito, como el del pene. Y, de esa infinitud, yo tengo anotado un buen montón, tanto del uno como de la otra. Hubiera podido defender la tesis contraria con idéntica tranquilidad, porque, de lo que se trataba, era de dar a los godos una lección.” “Pero habrán conseguido que la gente olvide La Tabla Redonda.” “No, porque será ella la que triunfe. De eso, yo me encargaré, a poco que Belalúa me ayude.” Me andaba una idea en la cabeza desde mi entrada en el sótano, y se la dije: “A propósito: estoy convencido, después de haberle oído, de que es usted y no yo quien debe ocupar el puesto de Merlín, porque Merlín ha sido siempre un sabio.” “¿Es que usted no lo es?” “Verá. Es que esta mañana tuve una especie de cuestión o agarrada con don Acisclo Azpilcueta, precisamente a cuenta de ese Merlín que voy a ser, y tengo miedo de que, si la cosa continúa, vuelva a meterme en la cárcel, donde, se lo aseguro, no se pasa nada bien.” “Si es por eso…” “Siempre habría un modo discreto de retirar mi candidatura, digo yo.” “Para el procedimiento democrático inventado por Belalúa, no creo que haya dificultades, ni en un sentido ni en otro. Porque, como usted habrá sospechado, los votos que dan mayoría se elaboran en la redacción.” “¡Y ese cabrón de Taladriz, que me acusó esta mañana de votarme a mí mismo!” Don Perfecto Reboiras, en aquel mismo instante, me pidió un cigarrillo. “He dejado el mío arriba.” Y mientras lo encendía, y casi entre dientes, añadió: “Todavía hay algo más que quisiera decirle.” “¿De la Ciencia Hermética?” “No, aunque algo tenga que ver con ella. Porque, como usted quizá sepa, una de las artes derivadas del Hermetismo es la Mántica, o adivinación por señales. Yo me divierto a veces en averiguar el Destino de Fulano o de Zutano, pero, de lo que voy a decirle, me enteré más bien mediante el cálculo y la hipótesis. Se refiere a J. B.” “¿A J.B.?” “Exactamente. No sé si en sus investigaciones habrá descubierto que hay una circunstancia común a las muertes del Obispo Bermúdez, del canónigo Balseyro, del Almirante Ballantyne y del Vate Barrantes.” “Hubo muchas.” “Pero solo una de orden cósmico. Todos ellos murieron un día de conjunción de astros.” “Eso, ya ve, no lo sabía.” “¿Y sabe que la próxima será en los Idus de marzo?” Me quedé un poco perplejo. “¿Quiere decir con eso que en los Idus de marzo morirá don Jacinto Barallobre?” “¿Y por qué él?” “Porque es el único J.B. de que tengo noticia.” “Está también el profesor Bendaña.” “Pero en América. Como emigrado político no puede regresar.” “Eso no empece. Pero, además, hay otro J.B.” “¿Otro?” “Sí. Usted.” La idea de morirme el próximo mes de marzo no me hizo, de momento, mucha gracia, aunque me halagase el que alguien tan conspicuo como Reboiras me levantara por encima de los mortales más o menos vulgares y me elevase al empíreo de los J. B., si bien la proclamación implicase mi candidatura a una muerte relativamente próxima. Fue, en realidad, un momento excepcional, algo así como la realización de un presentimiento o el cumplimiento de una esperanza, cuando no la solución de aquel enigma que el contraste entre mi miserable aspecto físico y el sentimiento interior de grandeza me había constantemente propuesto. “Yo no cuento. Hay Bastidas a patadas, y, entre ellos, muchos José: sin ir más allá, yo conozco a cuatro”, respondí con precaución. “Eso no haría más que aumentar el número, pero sería una ampliación artificiosa. Los J. B. son siempre de Castroforte.” “Yo he nacido en Soutelo de Montes, en la provincia de Pontevedra.” “Pero ha venido usted aquí, y se ha dedicado a averiguar todo lo concerniente a La Tabla Redonda, cuya relación con J. B. es indudable. ¿No lo encuentra sospechoso?” “Lo encuentro simplemente casual.” “Existen, amigo mío, casualidades de las que nos desentendemos por temor a profundizar demasiado en ellas. Esta pudiera ser un ejemplo.” “Un sencillo raciocinio…” “¡Déjese de raciocinios, que en este caso no valen! El hecho es que hay tres candidatos a la muerte en los Idus de marzo próximo. Si parte usted de esto, y examina el Destino de cada uno de ellos, verá que lo que pudiera parecer casualidad no es más que Fatalidad al por menor. Empezando por Barallobre, ¿cuántas casualidades aparentes no fueron necesarias para que no lo fusilasen en el 36? Luego, usted, que también debiera haber sido pasado por las armas, y que, sin embargo, salvó la pelleja aún no sabe cómo.” “Por chiripa”, le interrumpí. “¡Por chiripa! Me resisto a creer que la chiripa pueda influir en el Destino de los hombres, salvo si quiere decir, precisamente, Destino. ¿Y el caso de Bendaña? De haberle cogido aquí la guerra, hubiera ido, sin duda, al frente, porque Bendaña, por si usted no lo sabe, era hombre de derechas, y hubiera muerto, porque siempre fue un tío bragado. Fue necesario que estuviera en Madrid en julio del 36, que se comprometiera con los rojos y que tuviera que marchar a Norteamérica para que su vida quedase preservada hasta el día señalado.” “Me costará trabajo, si muere allá de un atropello, o de una pulmonía, o de cualquier otra clase de muerte, aceptar que…” “Falta todavía mucho tiempo, y puede regresar.” “Es un emigrado político.” “Con pasaporte norteamericano.” “Aun así, no le dejarán entrar. Además, ¿a qué carajo va a venir aquí?” “¿Olvida usted a su novia?” Sí, la verdad es que no había pensado en la señorita Lilaila Aguiar, en la hermosa, elegante y recatada señorita Aguiar, ejemplo de fidelidad y sacrificio. “Barallobre está enamorado de ella, y, si Bendaña no viene, acabará casándose con él, porque una mujer espera mientras es joven, pero, cuando las arrugas amenazan, se casa con quien sea.” “Estropearía una hermosa historia”, comenté. Porque me entristecía pensar que aquella muchacha, que sacrificaba a la fidelidad los mejores años de su vida; aquella muchacha que hasta los godos admiraban y respetaban, aquella muchacha que vivía gracias a una escuela digamos clandestina, porque carecía de título de maestra, en la que enseñaba las primeras letras a los niños de su barrio y ante cuya discreta firmeza hasta los Inspectores de Primera Enseñanza se habían rendido; aquella muchacha, en fin, que coincidía conmigo, muchos atardeceres, en la Plaza de los Marinos Efesios, y que miraba hacia el Oeste, no porque le importase nada lo que hay o pueda haber Más Allá de las Islas, sino porque en esa dirección está la Universidad de Cornell, donde su novio trabaja, pudiera echarlo a rodar todo y se casara a la desesperada con don Jacinto Barallobre. “La realidad, amigo mío, no es estética, y usted debiera saberlo mejor que nadie.” “Pero, a veces…” “Sí. A veces se cometen errores, pero hace usted mal si lo considera desde un punto de vista meramente teórico. No nos conduciría a ninguna parte.” “Que es, más o menos, o, si usted lo prefiere, al fin y al cabo, lo que sucede con todos los caminos.” “En eso, mire, quizá podamos llegar a un acuerdo.” “Me parece que hemos llegado ya.” “¿Usted cree? ¿Llama llegar a un camino a meterse conmigo en este antro y sostener una conversación sobre cosas irreales?” “Yo diría una conversación irreal sobre cosas reales.” “¿Piensa que es real Castroforte del Baralla?” “El otro día, el señor Belalúa me expuso sus dudas, pero no se refería tanto a la realidad histórica de Castroforte como a su realidad administrativa.” “Permítame que le corrija: a su realidad periodística. Belalúa es incapaz de ver nada como no sea a través del periodismo. Cuando hablaba con usted, pensaba, estoy seguro, en un reportaje titulado: «Castroforte del Baralla: la ciudad sin existencia administrativa». Pero hay otras maneras de considerar la cuestión. Hay, al menos, tres.” “¿Puede decírmelas?” “Dos, por supuesto, sí. La tercera, no estoy autorizado. Pero, ante todo, necesito saber si conoce usted, si lo ha leído entero, ese libro que escribió don Torcuato del Río. Ya sabe al que me refiero: el de los siete tomos.” “Claro que lo he leído.” “¿Sabe que está prohibida su edición, su venta y su lectura?” “No.” “Durante los primeros meses de la guerra, el que poseía un ejemplar no estaba tranquilo hasta que podía arrojarlo al Mendo. Como que, durante aquel tiempo, las lampreas, o sabían a hombre, o a papel viejo. Yo lo salvé encuadernándolo con un título distinto. Ahí lo tiene.” Me señaló, en el anaquel, siete volúmenes rojos, en cuyos tejuelos se leía: Farmacopea Clásica. “Pues yo lo encontré, escondido tras otros, en la Biblioteca de la Diputación.” “Se habrá dado cuenta de que es una sarta de mentiras.” “Quizás…” “Como todas las historias. Esta, sin embargo, tiene una virtud: si es mala historia, es, al menos, buena novela. Como novela la leía la gente, y así pudo creer lo que se le decía. Pero, a lo que iba: ¿Usted cree en la realidad de lo posible?” “Según…” “¿Y en la posibilidad de lo imposible?” “A pies juntillas.” “No es un razonamiento muy brillante, y hasta creo que podría dárselo cualquiera. Estriba en las relaciones de lo lógico con lo posible. Generalmente se identifican. Pero la realidad es siempre ilógica.” Don Perfecto miró la hora y, de un manotazo, hizo dar media voltereta a un reloj de arena montado en una suspensión Cardam que había encima de la mesa. “El otro día, cuando nos leyó usted aquellas páginas, hubo una cosa en la que nadie se fijó, pero que a mí me parece del mayor interés. Usted seguramente la recordará: el informe de los ingenieros de la Triangulación Geodésica asegurando que no habían encontrado a Castroforte ni en su habitual emplazamiento ni en parte alguna.” Iba a continuar, pero le interrumpí: “He leído el informe, que fue publicado íntegro en El Eco de Villasanta. Le aseguro que es un documento serio.” “Ahí iba yo. Es un documento veraz, en el que unos hombres de conciencia expresan su estupor, como si se les hubiera enviado a la luna y no la hubieran hallado en ningún punto de su órbita.” “Exactamente.” “Entonces, ¿cree usted que de veras no encontraron a Castroforte?” “Claro.” “¿Y se lo explica?” “No.” “Usted es un hombre de ciencia, ¿verdad?” “Solo un gramático, y no el mejor de la ciudad. Creo habérselo dicho antes.” “En cualquier caso, aunque sea también poeta, conservará alguna sensibilidad para el razonamiento correcto.” “Mi poesía es correcta y razonable, lo cual no debe ponerle en guardia contra ella, porque, a pesar de eso, es poesía.” “La poesía me importa un pito.” “Más o menos como a mí. Me sucede lo mismo con la comida: si estuviera suficientemente alimentado, no habría manjar, por excelente que fuese, que me importara un pito. Por eso, cuando no se me ocurre nada, la poesía me preocupa. Pero esta mañana he escrito un soneto excelente…” “… que no se le ocurrirá leerme, ¿verdad?” “No, señor.” “Lo digo porque la discusión de un soneto dura siempre varios meses, quizás un año (quizá toda la vida), y ahora quería exponerle cierta teoría que se me ha ocurrido y que me gustaría someter a su crítica y consideración.” “Deme una cerilla y le escucho. Las mías se han acabado ya.” Me arrojó el encendedor, lo cogí al vuelo. “Mire: en esta ciudad suceden cosas sospechosas. Por ejemplo: la niebla que sube por las mañanas del Baralla, es gris; la que sale por las tardes del Mendo, es azulada. Cada una de ellas tarda en disiparse un poco más de doce horas, de suerte que, en los atardeceres y en las madrugadas, hay siempre un momento en que el gris y el amarillo se confunden, ese momento en que los castrofortinos se sienten sin sosiego y dispuestos a todo, como los gaditanos las noches de levante en calma. ¿Lo ha advertido?” “Creo que sí.” “¿Y se le ha ocurrido contemplar la ciudad a través de esa niebla mezclada?” “¡Naturalmente! Y me ha dado pie, o pretexto, para otro soneto. Afirmo en él que Castroforte parece de piedra pómez incandescente.” “¿Dice usted de piedra pómez?” “Incandescente.” “Nunca lo había pensado, pero es exacto. Piedra pómez incandescente… Yo iba a decirle que parece de arena calcinada.” “Y quizás tenga usted razón, porque entre la piedra pómez y la arena existe algo en común, que es, precisamente, lo que tiene Castroforte en esos momentos del alba y del atardecer en que se encuentran las nieblas de los ríos.” “Bueno, piedra o arena, se trata de algo inconsistente, ¿verdad?, algo de menos peso que el granito en que está labrada.” “Sí.” “Veamos ahora otro aspecto de mi teoría. ¿Sabe usted lo que es la levitación?” “¡Oh, claro, naturalmente, lo sé por experiencia!” “¿Es usted también un místico?” “No, pero fui un hambriento, lo soy todavía en cierto modo, y lo más probable es que vuelva a serlo del todo nuevamente, aunque de una manera progresiva. Y cuando uno es un hambriento, cuando lo es en ese grado que precede en pocos días a la muerte por inanición, suceden cosas muy raras. Una de ellas, que el cuerpo se levanta en el aire, planea, y hasta vuela, si hay una puerta o una ventana abiertas y entra corriente.” “Yo me refería a levitación de otra clase; por ejemplo, la de los místicos.” “El Espiritista, que es el dueño de La Flor de Cambados, mi posada, me tiene contado que, antes de la guerra, un médium muy bueno que tenían levitaba algunas veces; pero era también un tipo que comía poco, aunque, claro, por necesidad profesional.” “¿Como un fakir?” “Como un fakir.” “A mí me sirve mejor el caso de los místicos. A Santa Teresa, usted debe recordarlo, la vieron una vez seis palmos por encima del suelo.” “Y no pasaba, propiamente hablando, hambre.” “Tampoco comería mucho, porque, lo admito, un cuerpo, para levitar, no debe ser muy pesado. Recuerde, por tanto, esas ocasiones en que nuestra ciudad es de piedra pómez o de arena calcinada, cuerpos más bien leves. La condición se cumple en ellos. Pero no basta. Santa Teresa levitaba cuando estaba tan metida en sí, o sea, en Dios, tan ensimismada, que el resto de la realidad no existía para ella. Ahora bien: hubo ocasiones en que esta ciudad vivió el mismo ensimismamiento, vivió como si el resto del mundo no existiera. Imagine el día del Concierto del Humo, o cualquiera de esas situaciones en que algo íntimo y propio ocupaba, atraía, obsesionaba a todos los habitantes de Castroforte. Por ejemplo: en 1921 tocó ir a la guerra a un buen puñado de mozos. La gente estaba apenada, no pensaba en otra cosa, no quería dejarlos marchar. Fue aquella una época en que no había casi godos, no había más que los indispensables. Mi padre me contaba que, cuando llegó el tren militar que había de llevarse a los quintos, hallaron la estación, pero no la ciudad. El teniente de cuchara que había de mandar la expedición creyó volverse loco, estuvo a punto de levantarse la tapa de los sesos, pero, por fortuna, optó por meterse en la cantina e ingerir unos litros de vino. Cuando despertó de la mona, la ciudad estaba ya en su sitio. Y cuando yo le preguntaba a mi padre si lo creía posible, si no sería que el teniente venía ya borracho, me respondió, lo recuerdo bien: «¡No creas! Hay cosas…» Al oírle a usted el otro día, recordé esto y me puse a pensar. Y llegué a la conclusión de que, cuando Castroforte del Baralla se ensimisma hasta cierto punto, un punto máximo, claro, la cima del ensimismamiento, asciende en los aires, en una palabra, levita, y no desciende hasta que deja de pensar, de interesarse por algo suyo y piensa o se interesa por algo ajeno. Si, mientras está en el aire, llega la Comisión Geodésica, o el tren militar que ha de llevarse a los quintos, no la encuentran.” Yo me rasqué un poco la cabeza: creí que era lo pertinente. “Como teoría, no es nada mala, y estoy seguro de que no le costaría a usted trabajo darle un aspecto científico para que su exposición fuera más convincente. Tiene la ventaja de que explica ciertos acontecimientos inexplicables, sí, difícilmente explicables al menos. Yo, sin embargo, tengo una objeción que hacerle.” “¿Una objeción seria?” “Bueno, todo lo serio que pueda ser un precedente.” “Pero, amigo mío, el precedente de una teoría nunca ha constituido una objeción, sino un refuerzo… A no ser, claro, que se trate de un precedente sin valor.” “En este caso, nadie lo ha sometido a ninguna clase de crítica, eso puedo garantizárselo. A mi juicio, a lo que afecta es a la originalidad de su teoría, aunque, claro, usted puede demostrar que lo ignoraba. Si yo menciono ahora «El Tren Ensimismado», ¿estas palabras le dicen algo?” “Nada en absoluto, salvo que me parecen un disparate.” “Las palabras, en sí, no lo son nunca. ¿Qué son las palabras? Sonidos, más o menos organizados.” Don Perfecto pareció, por un instante, sentirse incómodo. “Pero significarán algo, digo yo.” “Claro. Es decir, a veces, pero no siempre.” “El disparate a que me refiero es lo que esas palabras significan. ¿Cómo puede un tren ensimismarse?” “Quizás en sentido metafórico.” “¡Si no me lo explica mejor…!” Me sentí, de momento, más tímido que de costumbre. Pensé que acaso el Saber Hermético le permitía, si no adivinar, al menos barruntar lo que se me había ocurrido. Pero no solamente era ya tarde para dar marcha atrás —la mención del Tren Ensimismado, si por una parte le molestaba, por otra le atraía: no había más que fijarse en el brillo de sus ojos—, sino que yo mismo no lo deseaba, pues, en lo íntimo de mi conciencia, me sentía muy orgulloso de lo que estaba inventando. Decidí, sin embargo, presentarlo como ocurrencia ajena. “Es uno de los muchos inventos prácticos de don Torcuato del Río.” “¡Ah! ¡De don Torcuato del Río! Ahora empiezo a entenderlo…” “Sí. Figura en el tercer volumen de La Tabla Redonda, aunque no recuerdo ahora en qué número. Pero estoy viendo la página. Arriba, a todo lo ancho de la plana, dice: «Los grandes inventos prácticos», y, debajo, hacia el centro: «Por don Torcuato del Río». Después viene el título propiamente dicho: «El tren ensimismado», en letras grandes, muy adornadas. Y, debajo, el subtítulo: «Nuevo modelo de tren aéreo». Finalmente, el texto, que empieza a mitad de la plana, más o menos, con una capital adornada de una locomotora de aquellos tiempos echando humo.” “Pero, en aquellos tiempos, ¿había ya tren en Castroforte?” “No lo creo.” “Entonces, ¿cómo…?” “No olvide usted que los Barallobre recibían revistas de París, y que, gracias a ellos, los de La Tabla Redonda estaban informados de cuanto sucedía en el mundo, tanto en el orden de las Ciencias como en el de la pornografía, a la que prestaban atención exquisita y preocupada, como usted habrá podido advertir.” “Ya, ya.” “Pues bien: el texto empieza hablando del Corredor de Maratón. Por cierto, ¿recuerda usted cómo se llamaba?” “No. ¿Y usted?” “¡Es curioso! Don Torcuato comienza su trabajo con esta pregunta, y, al dar por supuesto que nadie lo recuerda, añade: «En vista de eso, yo debería detenerme aquí porque lo que yo escribo no es para personas de cultura escasa y de memoria pésima. De modo que si continúo es solo por razones personales, no por respeto que sienta hacia el lector». El artículo tiene unas siete páginas.” “¿Las recuerda de memoria?” “No, claro. Solo la sustancia.” “¿Y le parece que bastará la sustancia para que yo me entere?” “Así lo espero, al menos.” “Entonces, ¿qué diablos hace que no me lo cuenta?” No se lo podía decir, porque precisamente daba largas al cuento mientras perfeccionaba algunos detalles relativos al Corredor de Maratón, que era una ocurrencia de última hora. “Verá usted. Según don Torcuato, el Corredor de Maratón no murió inmediatamente después de haber soltado su mensaje.” “¡Ah! ¿Murió más tarde?” “Había muerto antes.” “¿Cómo?” “Había muerto justamente a mitad del camino, pero tal era su prisa, era tal su obsesión por llegar pronto, que no se dio cuenta y siguió corriendo. Pero, claro, al llegar y gritar «¡Victoria!», lo que constituía el motivo de su obsesión desapareció; se dio entonces cuenta de que estaba muerto, y cayó a los pies de los ancianos.” Don Perfecto me había escuchado meneando la cabeza de arriba abajo, como si repitiera su asentimiento a cuanto yo decía. Levantó un dedo. “Y, usted, dígame, ¿pronuncia Maratón con th o solo con te?” “Solo con te.” “La teoría de don Torcuato es interesante.” “Él no la consideraba teoría sino hipótesis, y esperaba que, de construirse alguna vez su Tren Ensimismado, la hipótesis quedase confirmada. Porque de lo primero que se trata es de conseguir del tren un estado mental equivalente a la obsesión del Corredor, un verdadero ensimismamiento, lo cual solo puede alcanzarse mediante la construcción de una vía especial, dividida en dos partes: la primera, un kilómetro de vía recta, asentada sobre terreno firme, para que el tren pueda embalarse; a continuación, un trayecto circular de un kilómetro de diámetro, cerrado sobre sí mismo, de tal manera que el tren, una vez dentro, no pueda ya salir. Este doble círculo de rieles tiene que ir montado sobre los arcos de un puente, pero no unos arcos cualesquiera, sino de quita y pon. Entonces, el tren pita, sale, adquiere velocidad, entra en el círculo, la incrementa, y empieza a recorrer incansablemente el mismo camino, con la misma prisa que si fuera al infierno. Y ya está. Desde abajo, se retira uno de los arcos, y el tren no se da cuenta. Se retira otro, y otro, y el tren sin enterarse. Hasta que se retiran todos. Si el tren, gracias a su velocidad, ha logrado que todas las moléculas que componen su masa tiendan unánimes hacia adelante, continuará corriendo por el aire indefinidamente, o, por lo menos, hasta que se le acabe el combustible. Como este momento está calculado de antemano, un sencillo movimiento del guardagujas lo meterá otra vez en la parte recta de la vía, y el tren llegará sin incidentes al punto de partida.” “Y, a todo esto, ¿cuántos días han pasado?” “Eso, depende, naturalmente, del combustible. Menos, por supuesto, en los tiempos de don Torcuato que ahora. ¡Imagine usted un tren atómico! Podría estar corriendo años y años.” Don Perfecto hizo, con un movimiento de manos, una especie de resumen del asunto. “A ese invento se le podría sacar mucho dinero, porque, aunque no fuera fácil hallar pasajeros, vendría a verlo, sin duda, mucha gente. ¡Y quedaría bonito, ya lo creo, sería un número de circo estupendo!” “Yo lo concibo más bien como espectáculo poético.” “Usted, desde luego, está un tanto obsesionado por la poesía, pero debe darse cuenta de que un tren, aunque camine por el aire sin soporte visible, es siempre un tren y solo un tren, o sea, un montón de chatarra organizada. Pero eso es lo de menos. Lo que importa es la concepción. ¿Sabe usted que empiezo a interesarme por esos inventos prácticos? Aunque, bien mirado, no veo en qué pueda ser práctico el Tren Ensimismado.” “Es que… don Torcuato lo concibió con una finalidad que usted no sospecha. Don Torcuato afirma que si consigue montar el Tren Ensimismado, echarlo a andar y retirarle los arcos del puente sin que se caiga, quedará demostrada su hipótesis de que el Corredor de Maratón llegó muerto a la meta.” “¡Ah! Entonces, lo comprendo, sirve para algo, es realmente práctico.” Yo no sé si fue entonces, o si había sido ya, el momento en que el loro o el mancebo entraron a decir que ya era la hora y que si cerraban la puerta, y don Perfecto le dijo, no sé si al loro o al mancebo, que sí, que podían cerrarla. Con lo cual a mí me entró cierto miedo de quedarme a solas con don Perfecto y el loro, y hasta temí ser víctima de mi engaño, en el caso, sobre todo, de que a don Perfecto se le ocurriera hacer conmigo un ensayo de levitación circular sin punto de apoyo visible. Pero, no. Después de un silencio breve y muy concentrado, después de un silencio verdaderamente esencial, me dijo que el invento de don Torcuato le hacía sospechar que su concepción de Castroforte como ciudad ensimismada y levitante era más que una fantasía, y que acaso don Torcuato, nombre de indiscutible curiosidad científica, la hubiera sorprendido alguna vez meciéndose en los aires, y que de aquella contemplación, rectamente interpretada, hubiera sacado su idea del Tren Aéreo. “Y perdone que le llame así, y no Ensimismado, porque, como le dije antes, lo de Tren Ensimismado me parece un contrasentido. Las palabras, amigo mío, hay que usarlas con rigor. Si no, llegarán a no significar nada.” Que es lo que, según descubrí más tarde, sostenía desde algunos años atrás don Jacinto Barallobre, y era además la causa de que sus artículos sobre problemas de Lingüística le hubieran proporcionado en el extranjero cierta notoriedad, insuficiente, sin embargo, para compensar, en el complejo afectivo de sus conciudadanos, la elevada estima que Jesualdo Bendaña, en su condición de full-professor de una universidad americana tan famosa como la de Cornell, había suscitado, hasta el punto de que se pensó en seguida en ofrecerle por escrito un puesto en La Tabla Redonda, a lo que yo no es que me haya opuesto (¡Dios me libre de ir jamás, al menos declaradamente, contra la opinión mayoritaria!), sino que sugerí la conveniencia de reservarle, por si alguna vez regresaba a Castroforte, el asiento vacío que en La Tabla Redonda se designaba como Silla Peligrosa, atribuida siempre a personajes de altas prendas morales e intelectuales, como indudablemente lo eran las de Bendaña. “Algo así como la silla del Comendador”, explicó Belalúa. “Sí, una cosa parecida”, aclaré yo; y todos estuvieron de acuerdo, pues, en que habría de haber siempre un asiento vacío, que podía servir además para dejar en él los abrigos y los sombreros, con lo cual a nadie que viniera se le ocurriría ocuparlo, sino arrastrar hasta la mesa una de las muchas sillas volantes que había siempre en el café. Y yo fui el primero en hacerlo, pues aunque asistía a todas las reuniones, no acudía en calidad de presunto miembro, sino de mirón, ya que todos habían aceptado como bueno el razonamiento por el que renuncié al cargo de Merlín, ocupado finalmente, y con gran solemnidad por cierto, por don Perfecto. Las reuniones, sin embargo, eran ilegales, pues el secretario del Poncio nos había comunicado la obligación en que nos hallábamos de acogernos a la legislación vigente en materia de asociaciones, y presentar una solicitud, un reglamento y unos estatutos, sin cuya aprobación La Tabla Redonda no podría tener vida pública e intervenir mancomunada y corporativamente en aquellos asuntos para los que había sido fundada, es a saber, la protección de la Cibidá y la conservación de sus calles, plazas, monumentos y demás cualidades que la hacían incomparable y única (según unos, en el mundo; según otros, en España; los más modestos, en Galicia, y ya estaba bien). Pero, nos dijo también el Secretario, mientras llegaba la aprobación podríamos reunimos como privada trinca de amigos, constituyendo esa entidad jurídica menos sujeta a los Poderes Públicos que se conoce universalmente con el nombre de tertulia (si bien la evolución de las costumbres vayan disminuyendo su frecuencia, sobre todo en el extranjero), y si entre nosotros nos llamábamos con nombres poco usuales, nadie tenía por qué meterse en ello. Un episodio peligroso fue la instalación de Coralina Soto en la ménsula policromada que Belalúa había pagado de su bolsillo. Lo hicimos después de cerrar el establecimiento y a cencerros tapados, pero, al día siguiente, todo el mundo vino a verla, hubo comentarios de varias clases acerca de la desnudez de sus pechos y la osadía del diestro, y varias señoras, godas todas ellas, salieron de allí escandalizadas y fueron derechas a contárselo a don Acisclo Azpilcueta, en la eficacia de cuya protesta confiaban. Y, así, a la mañana siguiente, don Acisclo se presentó en el Café Suizo a una hora en que apenas había gente, miró y remiró el busto, y de allí salió pitando para presentar su alegato airado. El Secretario nos puso en guardia. “¡Quiten ustedes de ahí el busto por unos días, y ya veremos cómo se arregla!”; y nosotros quedamos con los palos del sombrajo por los suelos, pues, aunque nadie lo hubiera proclamado, todos sabíamos que, sin Coralina, no habría Tabla Redonda. Tuve que echar una mano a aquellos varones desmantelados y darles la solución: “Como saben, el escultor Baliño recibió una Medalla de Plata, en la Exposición de 1878, por un busto al que titulaba La musa cruel. Ese busto, que se conserva en Madrid, en el Museo de Arte Moderno, aunque bastante arrinconado y con poca luz, es un vaciado en bronce de esta talla. Contamos, pues, con el reconocimiento oficial de que se trata de una obra de arte, y no de un desnudo pornográfico”. “¿Por qué no lo publican ustedes en el periódico, con los debidos miramientos, por supuesto, y la proclamación de respeto por la autoridad constituida?”, nos sugirió el Secretario; y entonces me encargaron a mí de escribir el artículo, y lo hice, y nunca me salió prosa más almibarada, refitolera y sofística, así como respetuosa y conformista, pero sirvió para que el Poncio la adujese ante don Acisclo y lo convenciese de que una intervención prohibitiva por parte de la autoridad no sería bien vista, a pesar de lo que dijese la Junta de Damas Bien Criadas, que por aquellos días, y a causa precisamente del busto, acababa de constituirse. Don Acisclo dijo que bueno; pero, pocas horas después, me encontraba yo en el comedor de su casa, el sombrero rozando el xabre del entarimado, la espalda doblada en ángulo de noventa grados, y en el cuerpo todo el temblor posible. “¡Le voy a meter en la cárcel!”, chillaba don Acisclo, y yo no me atrevía a levantar la mirada y a contemplar la iracundia, casi fulminante, de la suya. Estaba yo, además, bastante débil, y casi carecía de fuerzas para inventar una mentira. No había, sin embargo, otra salida. Esperé a que don Acisclo se desahogase, y cuando bajó un poco el tono de la voz, comencé a disculparme y a decirle que había tomado en consideración sus buenos consejos anteriores y que ya no tenía nada que ver con La Tabla Redonda, en la que el puesto de Merlín sería en su día ocupado por don Perfecto Reboiras. “¡No me refiero a eso!”, me interrumpió. “¿En qué he pecado entonces, señor presbítero?”, le dije. Él, entonces, me arrojó a la cara el recorte del artículo. “¡Vea!” “Pero, señor, esto no lo escribí yo.” “¿Quién, sino usted, es ese J.B. que escribe en el periódico tantas sandeces?” “Don Jacinto Barallobre.” “¿Cómo?” “Don Jacinto Barallobre. Le llaman también el Viejo de la Montaña. Dicen que es un sabio, pero yo no lo conozco.” Don Acisclo recogió el recorte y lo estrujó calmosamente. “Debía haberlo supuesto”, y pareció como si yo hubiese desaparecido, cosa a la que no estaba dispuesto, pues para algo había hecho el viaje, había subido las escaleras y había llevado el sofocón. “El señor Barallobre está muy enterado de todos esos pormenores. Lo he oído contar mil veces, ¿sabe? Si desea usted enterarse con más detalle, él se pondrá, seguramente, a su disposición.” ¡Qué tontería estaba cometiendo, o, visto de otro modo, qué riesgo corría de que aquellas palabras, y las anteriores, resultasen una tontería! Porque si don Acisclo visitaba al señor Barallobre y se descubría el pastel, ¡adiós mí libertad, adiós mi escasa comida, adiós mi camaranchón de la fonda del Espiritista, todo ello detestable si se le considera en comparación con la vida en la cárcel, disciplinada como la de un científico, alimentada según cálculos de varia índole, y alojado en el verdadero espacio real que necesita un hombre sobre la tierra: tres metros cuadrados! Don Acisclo, sin embargo, debía de ver las cosas de otra manera, porque se levantó de pronto y me arrojó de su presencia: “¡Váyase de ahí, fagocito, microbio, desgraciado!” Y me abrió la puerta. Yo salí dándole sombrerazos y repitiendo: “Usted siga bien, usted siga bien”. Porque los hombres como yo pueden salir airosos del primer ataque de dignidad, pero, al segundo, caen. Y yo, naturalmente, si no quiero caer, tengo que andar con pies de plomo y pesar bien lo que digo, aunque a veces se me vaya la mano, no consiga dominar la lengua, y me meta en un lío. De aquel parecía haber salido. Ahora, pensé inmediatamente, tengo que ir a ver al señor Barallobre y cantarle la palinodia. Y decidí escribirle una carta pidiéndole una entrevista, pero no era una carta fácil, de modo que anduve pensándola y corrigiendo su prosa dos o tres días, y, al cuarto, antes de haberme decidido a ponerla en limpio, me llegó recado del señor Barallobre de que fuese a verlo. Tomó entonces el miedo otro cariz, por decirlo de algún modo. Porque el pueblo entero estaba enemistado con el Viejo de la Montaña, a quien no saludaba nadie cuando, muy de vez en cuando, salía envuelto en su capa a pasearse por la Alameda del Mendo, donde solía permanecer hasta caída la tarde e incluso hasta llegada la noche, de modo que más de una vez se pensó en cogerlo de sorpresa y enviarlo a las aguas del río por encima de la barandilla. Sin testigos de vista, el crimen no podía ser probado, y, además, faltaría el cuerpo del delito, porque, como todo el mundo sabe en Castroforte (y, si no es de Castroforte, se le informa en seguida), el Mendo es el río que no devuelve los cadáveres, al mismo tiempo que el río en cuyas aguas puede uno bañarse dos veces: denominaciones aparentemente contradictorias, o, al menos, improbables, pues si el que se mete —o cae— en él no vuelve a aparecer, porque las lampreas dan cuenta de su cuerpo y de sus ropas (quedan en todo caso sus objetos personales no comestibles, depositados en el légamo; pero no se sabe de nadie que se haya atrevido jamás a rastrearlo); si el que se mete en él, repito, no vuelve a aparecer, ¿cómo diablos va a bañarse dos veces en sus aguas? Lo que pasa es que la segunda definición no debe tomarse en sentido recto, sino cotejándola con la vieja afirmación presocrática de que “nadie se baña dos veces en el mismo río”, “todo fluye”, etc., etc. Del cotejo resulta que las aguas del Mendo son tan lentas que no parecen moverse, y tan negras y temerosas, que las legiones de Celso el Romano no se atrevieron a vadearlas, y tuvo que dar ejemplo el general lanzándose el primero. ¿Que por qué no fue comido? ¡Ah! Aquí tropezamos con uno de los enigmas históricos de Castroforte, y, concretamente, de las lampreas del Mendo. Las dos versiones que poseemos son también contradictorias. Si Argimiro el Efesio, cuando buscaba casiterita por estos pagos (como queda dicho), halló lampreas, y estableció un sistema regular de trirremes entre lo que entonces no se llamaba todavía Castroforte, ni probablemente de ningún modo, aunque quizás “El criadero de lampreas”, del hecho se infiere que las lampreas favorecían al Mendo con su presencia desde mil años al menos a. de C. Pero, si como dice la otra versión, las lampreas llegaron al Mendo en seguimiento del Santo Cuerpo de Lilaila de Éfeso, hacia el año mil, o un poco antes, d. de C., mal pudieron constituir la materia exportable de Argimiro, la fuente de riqueza que los ártabros disputaron a los efesios, y la verdadera y única causa de que Celso Emilio el Romano, en atención a las súplicas de la reina Lupa, que explotaba las pesquerías del Tambre, hubiera destruido la ciudad y sus criaderos. Aunque, en este caso, merece ser tenida en cuenta la explicación que incluye, en el primero de sus siete tomos, la Historia… de don Torcuato del Río: “Es evidente, asegura, la relación de las lampreas con el culto de Diana, diosa titular de Éfeso. Si Argimiro las encontró, no fue porque estuvieran esperándole, sino porque le acompañaron en su viaje a causa de la estatua de Diana que traía en su barco. Si permanecieron después en el Mendo, fue porque Argimiro erigió, en la cima de lo que después se llamó Monte Baralla o Barallobre, un altar a la misma diosa. Si no huyeron al apoderarse de la ciudad (o lo que fuese entonces) los ártabros, fue porque estos, no solo no destruyeron el santuario, sino que lo protegieron con un dolmen, hoy enterrado y sirviendo de cimentación a la Basílica del Santo Cuerpo. Celso Emilio el Romano redujo a cenizas la ciudad y el templo; dejó intacta el ara porque, sin estatua, no servía de nada. Entonces, las lampreas huyeron. Nueve siglos más tarde, apareció el Cuerpo incorrupto de Santa Lilaila, procedente también de Éfeso. ¿Debemos tomar esa leyenda como verdad en sentido literal, o ver en ella, a través de su ingenuo simbolismo, el testimonio de que Diana regresó a Castroforte en forma de Cuerpo Santo martirizado? Sentía sin duda Diana de Éfeso nostalgia de su altar en Occidente, pero no podía instalarse en él como tal diosa pagana. Por lo cual, envió a Lilaila, y, con ella, a las lampreas. Las cuales, desde entonces, y mientras el Santo Cuerpo permanezca con nosotros, no abandonarán el Mendo”. Quizás a una mente moderna la explicación de don Torcuato pueda parecer racionalista en exceso, pero no olvidemos que escribía hacia 1860 y que un hombre de su jaez no podía dejar una parte al misterio, tratárase de lampreas, de dioses o de santas. De todas maneras, sería temerario creer que no atacaron a Celso Emilio. Lo hicieron, sin duda, lo mismo que a sus soldados, con la sólita voracidad, la misma con que comieron a los mendigos que el Mariscal Bendaña echaba al río después de haberlos saciado y de haberlos emborrachado del vino cuyo recuerdo deseaba hallar después en el sabor de las lampreas. Pero no debe olvidarse que el general romano y sus soldados iban cubiertos de cuero y metal, materiales que presentan dificultades serias a los dientes de cualquier pez que no sea un tiburón. Nadie creyó jamás que el Viejo de la Montaña fuese vestido de paños de excepcional dureza, pero cuantos pensaron en arrojarlo al río, si no lo hicieron, fue por miedo a testigos de vista cuya presencia siempre se puede sospechar. Y ya se sabe que un hombre, aunque sea honrado, en manos de un testigo de vista, pasa a ser propiedad del segundo en medida no sospechada por los que legislaron sobre la esclavitud. De no haber sido así, es casi seguro que don Jacinto Barallobre hubiera desaparecido sin dejar rastros. Y todo el mundo se habría alegrado, sin darse cuenta de que con él se hubiera perdido un sabio de fama internacional, de fama tan internacional por lo menos como la de don Jesualdo Bendaña, si bien la de este último reposase en su verdadero nombre, mientras que la de don Jacinto quedaba distribuida entre los varios seudónimos que usaba: Jorge Bustillo, Jaime Barahona, Javier Bocanegra, Jesús Bolaños y algún otro, quizás. Tal multiplicidad de Jota Bes no era caprichosa, sino sistematizada, más o menos como me sucedía a mí con mis interlocutores, pues si todos ellos componían un hombre de ciencia único, cada uno de ellos presentaba una faceta especializada y contribuía a disimular el hecho escandaloso de que un solo hombre dominase siete u ocho ciencias distintas, aunque relacionadas todas ellas con la Palabra. Nadie lo sabía en Castroforte, ni creo que tampoco fuera de él. Pero yo, que poseía un secreto análogo, lo comprendí fácilmente, y esto me hacía sentirme en relación bastante íntima con el detentador de todos los seudónimos, aunque las conveniencias sociales y la distancia que nos separaba me hubieran mantenido en el anónimo. Por otra parte, ¿quién duda que, de haber sido amigo suyo, mi intervención en los sucesos de La Tabla Redonda no hubiera jamás acontecido? Y yo confieso que aquella salida del anónimo, aquella inesperada utilidad de todo cuanto había aprendido durante varios años de exploración solitaria y desesperanzada en archivos y colecciones de periódicos y revistas, me hacía pensar que, después de todo, no es absolutamente trágico que un hombre sea feo, que no coma lo suficiente y que vea pasar las mujeres hermosas como se ven pasar las nubes. Sin esa satisfacción secreta, la alegría de Julia, mientras esperaba el regreso de su seminarista portador de la mejor noticia, me hubiera resultado insoportable, me hubiera comido el corazón de envidia y quizá de rencor. Así, pude incluso alegrarme de su alegría. Subía, cada mañana, cantando, y yo me despertaba antes de tiempo y me hacía el dormido para que siguiera cantando a media voz mientras se descargaba del peso de la bandeja, porque, para abrir mi puerta corredera, necesitaba ambas manos. Ya dije que siempre caía al suelo mi ejemplar de Bello y Cuervo, pero no dije que desde que Taladriz me había puesto en la calle y desde que había tenido que aceptar la caridad del Espiritista, disfrazada de farsa mediúmnica, Julia había añadido una tajada de queso al desayuno acostumbrado, y me la traía guardada en el bolsillo del delantal, bien envuelta en papel de estraza para no contaminarla. Y, cuando cualquier imprevisto suspendía la vigilancia del padre sobre los platos destinados a la mesa, o cuando era posible esconderlo bajo un montón de patatas guisadas, incrementaba mis almuerzos o cenas con un pedazo de la carne destinada a los huéspedes del primer piso. Parecía normal que un hombre como yo tuviese otras aspiraciones: la de ser repuesto en el escalafón del Magisterio o la más ambiciosa de ganar por oposición una cátedra de Literatura en un Instituto de Enseñanza Media, pero confieso que, puesto a soñar, puesto a imaginar toda la felicidad posible, me veía huésped del primero, huésped de la habitación reservada al seminarista, con mantequilla al desayuno y carne abundante de ternera una o dos veces al día. ¡Qué bien comían, por ejemplo, los viajantes catalanes; cómo tragaban estofados, merluzas, chuletas, asados y ensaladas, mientras se referían, en su lengua, los episodios del día! ¡Si mi fortuna me hubiese llevado por el camino del comercio ambulante, y no por el de latines y gramáticas! Pero a mi madre jamás se le ocurrió. Mi madre decía siempre: “Este niño es tan feo que solo puede ser cura”. Y la pobre se equivocó también, porque el Obispo se negó a ordenarme si no le presentaba alguien más feo que yo; y hubiera podido hacerlo de tener a mano a mi hermano Salvador; pero él había marchado a Norteamérica, donde le iba muy bien, y se negó a hacer el viaje solo para aquel cotejo. “Señor Obispo, ya sé que soy feo, pero todo el mundo dice que tengo los ojos bonitos.” ¡Ay! El obispo no entendía de ojos, o no consideraba suficiente la belleza de los míos para redimir el resto de la figura. Ya murió, el pobre, Dios lo tenga en su gloria; pero me hubiera gustado hacerle una visita y decirle: “Ya ve, señor Obispo, como la fealdad del cuerpo no es un impedimento universal. Si don Acisclo Azpilcueta no se hubiera metido donde no lo llaman, ahora sería yo el Merlín de La Tabla Redonda, y una hermosa Viviana me esperaría en el fondo del bosque. De acuerdo en que el asunto fracasó, y en que no habrá ni Viviana ni bosque. Pero ahora se me ofrece una ocasión quizás más importante. Don Perfecto Reboiras, que es un señor respetable y de grande, aunque rara, sabiduría, insiste en que yo soy un Jota Be. ¿Sabe usted lo que eso significa? No entrar en el catálogo de los santos, claro, pero sí figurar al lado del señor Barallobre, que tiene una facha estupenda y es el hombre mejor vestido de Castroforte y uno de los más guapos; y al lado del señor Bendaña, cuya figura ignoro, pero de cuya sabiduría todo el mundo está asombrado. Y el ser un Jota Be me pone en parangón nada menos que con don Jerónimo Bermúdez, antecesor de Vuecencia en la silla episcopal; y con don Jacobo Balseyro, que, además de canónigo de la Santa Colegiata Basílica del Santo Cuerpo, tuvo reputación de brujo de gran poder; y con el Almirante Sir John Ballantyne, que murió en defensa de la ciudad y tiene una hermosa estatua en la Plaza de los Marinos Efesios; y con el Vate Barrantes, que también tiene su estatua, aunque en un rincón de la rosaleda, y escribió muy lindos versos. ¿Sabe que a todos ellos cupo una suerte común, y que todos ellos marcharon finalmente por el Baralla abajo, y cruzaron la ría, y esperan desde años y siglos, Más Allá de las Islas, a que la Voz de Dios les ordene regresar y liberar de los godos opresores la ciudad más hermosa de la diócesis de Tuy? Don Perfecto Reboiras me anunció la posibilidad de mi muerte en fecha relativamente próxima, aunque sea una posibilidad que comparta con otros dos. Pero, si me toca la china, ¿me imagina Su Excelencia navegando hacia el mismo lugar donde esperan los otros? ¿Me imagina convertido en héroe de la localidad? No creo que me levanten una estatua, porque sería una estatua fea a poco fiel que la hicieran, y eso va contra los principios más elementales del urbanismo, pero sin duda pondrán una placa en la pared de la casa donde vivo, una placa con mi nombre y mi recuerdo. Comprendo, señor Obispo, que nada de esto es comparable con las sagradas órdenes, que me hubieran situado a la altura de don Acisclo Azpilcueta, el hombre más empingorotado que he conocido en mi vida, el hombre que mira desde arriba al alcalde y al Poncio y al mismísimo Obispo. Pero no puedo quejarme. Ignoro todavía qué va a pasar en esos Idus de marzo de mi posible muerte, pero tiene que ser algo importante. Todos los Jota Bes permanecen en el recuerdo de las gentes en virtud de algo importante: de otro modo, los hubiera olvidado”. De haber hablado así, estoy seguro de que el señor Obispo me hubiera considerado con atención y hasta me habría admirado; pero lo más probable sería que, de hallarme en su presencia, no me hubiera atrevido a tanta explicación. Me habría limitado a decirle: “Ya ve, señor Obispo, sigo siendo un desgraciado”. La exactitud del remoquete me avergüenza lo suyo, y no por lo que declara de mi ser, sino porque, conociéndome como me conozco, jamás se me habría ocurrido atribuírmelo. Tengo esta deuda con don Acisclo, que fue a quien se lo oí por vez primera, y se me quedó clavado de tal suerte que lo consideré en lo sucesivo como ese nombre latino que ponen debajo de las mariposas en los tratados de Zoología. Y es curioso, porque el adjetivo no me definía en mi ser individual, sino en el específico; no creaba la soledad de un nombre propio, sino que me regalaba la compañía de todos los desgraciados de este mundo. Cuando me vi en la necesidad de establecer una lista de los Jota Bes con su nombre y un tercer elemento caracterizador, lo utilicé para mi caso: Jerónimo Bermúdez, obispo Jacobo Balseyro, nigromante John Ballantyne, almirante Joaquín María Barrantes, vate Jacinto Barallobre, traidor Jesualdo Bendaña, full-professor José Bastida, desgraciado Esto fue cuando la Apocalipsis o Revelación de la compleja y en puridad incalculable personalidad de Jota Be. Fue el tercer sábado de mi actuación como médium. Había llegado al lugar de la reunión con miedo de no saber cómo salir del trance. Los asistentes seguían empeñados en averiguar si Hitler había muerto o no, si estaba o no en España, si el Espiritista se vería o no obligado a despojar de su habitación al seminarista para ponerla a disposición del Führer enmascarado, aunque solo fuera hasta el momento en que, debidamente advertido Mr. Churchill, los helicópteros de la Royal Air Force tomasen tierra en mitad de la Rúa Sacra y se apoderasen del fugitivo, previamente requerido con angustiosa súplica por don Epifanio Lamas, que aquella noche se sentía particularmente fastidiado. El Gran Terapeuta le había regalado con unos masajes prostáticos de eficacia inmediata, pues durante unos minutos, la voz del paciente había gemido en la oscuridad y apenas podía articular un “¡delicioso, delicioso!” como un relámpago intermitente. Después, fingí haber incorporado a un espíritu ambulante que respondía con vaguedades a las preguntas más urgentes del concurso, ya escamado. Las invitaciones a caer en trance llegaban a mis oídos con tonos cada vez más desabridos y desconfiados. “¡Manifiéstate, manifiéstate!” En labios del Espiritista, la invitación era una orden, y yo no podía menos de traducirla así: “O te tragas un espíritu que valga la pena, o te pongo en la calle y te mueres de hambre”. Las dificultades que experimentaba mi imaginación para librarme de aquellos memos (de cuya fe en mis cualidades extraordinarias dependía mi pitanza), me humillaba hasta extremos desconocidos. ¡Y cuidado que la humillación forma parte de mi experiencia diaria, cuidado que sería nutrido e interminable el libro en que pudiera contarlas! Pero, ante mí mismo, carecía de las habituales defensas. La proposición “Esta noche no te funciona la cabeza”, fórmula clara e indiscutible de lo que me acontecía, solo servía para hundirme más en mi propio desprecio al convencerme de que ese cerebro de que me sentía orgulloso, ese instrumento del que había sacado las escasas aunque intensas satisfacciones de mi vida (y no porque no me atrajeran las de otra índole, sino porque no estaban a mi alcance); ese instrumento, digo, no respondía a mi voluntad ni a mi necesidad, sino que funcionaba cuando le venía en gana (lo cual me llevaba a la conclusión, escasamente satisfactoria, de que no me obedecía, o, al menos, de que su modo de obedecerme era de un orden distinto al de mis zapatos, pongamos por caso, pues si bien era cierto que el soporte anatómico de mi imaginación se encerraba en el interior de mi cráneo, lo era también que la corriente que lo hacía funcionar no procedía de ningún generador interno, menos aún voluntario, sino que llegaba y se marchaba como las ondas del espacio en un receptor de radio malo). “¡Manifiéstate!” Don Roberto Laguardia había encendido un cigarrillo; el señor Raimundez no dejaba de removerse en la silla y de cuchichear con Paco Suardías el peluquero; don Epifanio, tras el masaje, había quedado espatarrado en un sillón, con sonrisa extenuada y placentera; Antonio Frades y el cura Pérez parecían sumidos en sus personales laberintos, que debían de ser inmovilizadores y silenciantes. De pronto, llegó la onda, aunque por caminos tuertos. ¡Ay, eso sucede siempre! Se me acordó un artículo leído cierta vez, de un tal Torrente, en que el autor describía un manuscrito de Rilke de estremecedora factura, que aseguraba haber tenido en sus manos; un manuscrito que parecía escrito “en trance”: pocas palabras —un verso, dos— de rápida escritura en cada página. Era lo que yo podía hacer, pero ¿con qué texto? De niño, aprendí de memoria las Coplas de Manrique y el Romance del Castellano Leal, pero ninguno de los presentes encontraría serio y, sobre todo, adecuado, que me pusiera a escribir cualquiera de ellos con mala letra arrebatada. Son dos poemas que no cuadran al “trance”; que, por muchas tragaderas que se tengan, nadie puede recibir como dictados desde el ultramundo. Además, algunas de mis cualidades personales son incompatibles con las de dos aristócratas tan aristócratas como Manrique y el Duque —guapos ambos de añadidura—, y ninguno de ellos iba a sentirse cómodo en mi pelleja. Y, ya se sabe, cuando un espíritu visitante no se halla a gusto en el cuerpo que se le ofrece, suele expresarlo de modo que el pobre médium patalea, chilla, se contorsiona y hasta blasfema; nada de lo cual me es grato, ni estoy dispuesto a hacerlo. Uno será un desgraciado, pero tiene sus principios. Pensaba yo todo esto mientras mi mano derecha empezaba a moverse como la de un autómata, y tentaba la superficie de la mesa en supuesta búsqueda del lápiz, que, sin embargo, veía perfectamente por el rabillo entornado del ojo. El Espiritista se dio cuenta, y alertó a los cofrades. La única posibilidad restante era escribir, de aquella manera que antes dije, uno de mis poemas, uno de los que más o menos recordaba. Ya mis dedos apretaban el lápiz, ya el Espiritista me había acercado las cuartillas, cuando me decidí por la Balada periódica mixta de los amores del tornillo y de la tuerca, título provisional que requiere explanación, pero que, una vez explicado, se entiende perfectamente. Conviene recordar, sin embargo, lo que se llama en Aritmética “fracción periódica mixta”, es a saber, aquella decimal cuyo cociente, después de unas cifras cualesquiera y de número indeterminado, repite indefinidamente otra serie que se llama período, según este ejemplo: 23,1234567567567567567567… 567 En mi balada se cuentan los amores de un tornillo del doce y de una tuerca del siete. La diferencia de calibres hace imposible la plenitud del amor, a menos que uno de ellos se sacrifique, y, o se haga del siete el tornillo, o del doce la tuerca. La situación se expone en tres estrofas. La cuarta y la quinta contienen el comienzo de la disputa. Al empezar la sexta, la tuerca, a quien corresponde el uso de la palabra, repite el primer verso de la cuarta, con terquedad femenina, escasez de imaginación y pobreza dialéctica: y, entonces, ese primer verso arrastra los siguientes, y así se inicia el círculo infernal de la repetición indefinida, de modo que el poema carece, propiamente hablando, de conclusión, y el recitador puede seguir repitiendo las estrofas cuarta y quinta hasta cansarse. En lo cual veo yo, no solo el índice de la amorosa tragedia del tornillo y la tuerca, sino secretas significaciones de la naturaleza más profunda, en orden, quizás, a la organización cíclica del universo. Contiene además el poema ciertos elementos paralelísticos: Mátira cóscora látura cal Torcalirete, Turpolireta, Lámbita múrcula séxjula ram, Turpolireta fríndela mu gay Tórcolo mórmoro blésturo mor Torcalirete, Turpolireta, Sóculo mótulo vísculo son, Torcalirete frindela mu yon. Mátira múrcula séxjula vim Torcalirete, Turpolireta, Sóculo mórmoro látura pil, Turpolireta gascunda mu lir. “Lápilo glótulo mínulo tel, Torcalirete, Turpolireta, Nímulo rájulo tépilo vel”, Turpalireta vigunda fri ben. “Tínito péculo glótulo tu Torcalirete, Turpolireta, Rátulo cáncayo límulo su”, Torcalirete gascunda fri gum. “Lépilo glótulo mínulo tel, Torcalirete, Turpolireta, Nímulo rájulo tépilo vel”, Turpalireta vigunda fri ben. “Tínito péculo glótulo tu Torcalirete, Turpolireta, ........................................................ ........................................................ Torcalirete gascunda fri gum. No es que sea mi mejor poema narrativo, pues prefiero la Elegía a las pinzas de turmalina, que presenté a la Real Sociedad Lírica y Poética Santa Lilaila de Barallobre cuando quise ser admitido en ella como socio de número, y fui rechazado por todas las bolas negras posibles al juzgar el comité de recepción que el poema resultaba ininteligible, aunque iba acompañado de su traducción. Mis colegas de Castroforte no consideraron, al parecer, suficientemente líricas las pinzas de turmalina como para dedicarles nada menos que una elegía (en pentámetros y hexámetros rigurosos). Hubiera, sin embargo, servido para mis fines mediúmnicos, ya que de lo que se trataba era de presentar un texto en lengua desconocida. Pero excedía a la Balada al menos en cuarenta versos (salvo si la Balada se recita hasta el cansancio, como antes di a entender). La reduje a los menos posibles, caí rendido, me socorrieron con el habitual vaso de agua, el Espiritista se apoderó del texto, e intentó leerlo. “Está en alemán”, profirió. “Y parece en verso”, añadió el cura. “A mí me suena. Debe ser el Himno de las Tropas de Asalto.” Se metieron en disputar por lo bajo mientras que yo recobraba la conciencia, o, al menos, mientras que fingía recobrarla. Pero, por muchos esfuerzos que hice, me fue imposible adoptar aquel aire estúpido que me iba tan bien después de las incorporaciones de personajes solicitados. Me quedé quieto, sentado en el sillón y con los párpados caídos. Lo que pasaba en mi alma me importaba mucho más que lo que aquellos investigadores del arcano pudieran decir o pensar. Y lo que me pasaba, no pertenecía propiamente hablando al orden del espíritu, sino al de los acontecimientos físicos, o, con más precisión, luminosos, y el hecho de que la experiencia fuese interior no le quitaba un solo ápice a su naturaleza material. Diré que mi alma se había abierto, o que se le había caído aquel telón de fondo agujereado como un colador por el que entraba tanta luz y por el que creía vislumbrar tantas vidas, y una luz todavía más intensa me deslumbraba los sentidos interiores, como si me encontrase en una inmensa pradera —aunque azul— iluminada por un sol extrañamente próximo. Si puede concebirse una niebla resplandeciente y cristalina, eso era lo que veía: como una nube o como una nada. En la que, sin embargo, se fueron precisando poco a poco figuras como una turba, figuras de abigarrado vestir, aunque solo a primera vista, porque muy pronto pude darme cuenta de que las prendas que cubrían los cuerpos y las cabezas se repetían con tal identidad que parecían copiadas unas de otras: se repetían las casullas, los balandranes, las casacas, las levitas, las capas, las togas y las gabardinas; se repetían las mitras, los capirotes, los bicornios, los sombreros de copa, los verdes borsalinos, los birretes y las boinas. Variaban, en cambio, sus combinaciones, hasta el punto de que ninguna de ellas se repetía, obedientes a un capricho riguroso como una ley. Por intuitivo conducto fui informado de que me hallaba ante la serie entera de los Jota Be pasados, presentes y futuros; de los reales y de los posibles, de los que ya habían andado por el mundo y de los nonnatos. A la confusión de la turba le sucedía lo mismo que al abigarramiento: que, fijándose bien —y yo lo hacía con avidez—, lo confuso no pasaba de aparente, aunque salir de la apariencia no fuese de momento fácil. Para explicarme con claridad, lo mejor será seguir describiendo mis sensaciones e incluso mis averiguaciones, que no obtuve en ningún caso por el método usual de las preguntas y respuestas, sino como si alguien me lo soplase al oído, pero con soplo en el que, en vez de llegar palabras, llegasen nociones desprovistas de todo revestimiento sonoro, ni siquiera el aproximado del susurro. Lo primero, después de la impresión inicial, fue descubrir las trazas de un sistema, quizás de un orden, e incluso de una jerarquía, en el caso de que la situación en el espacio (entendido a primera vista como arriba y abajo), la confiriese. Pero el arriba y el abajo no fue más que la solución racional que dio mi mente al hecho insólito de encontrarme, no ante uno, sino ante varios espacios superpuestos, cada uno de ellos de una dimensión más que el anterior y de una menos que el siguiente, de lo cual se infiere que no puedo propiamente describirlos por carencia de imágenes adecuadas. Solo accedía al espacio de tres dimensiones. El de dos, con sus figuras aplanadas, me resultaba cómico y ya ininteligible. Los demás… Bueno. El caso era encontrar una clave que me permitiera entender cualquiera de los sistemas e identificar a aquellos sujetos, o al menos (eso lo comprendí muy pronto) a alguna parte de ellos, los residentes en espacios asequibles al instrumental de mi imaginación, y la clave me vino como si me la hubieran arrojado a la conciencia en forma de recuerdo súbito de la Teoría de Mendeleiew, el que descubrió los metales ignotos a partir del peso atómico de los conocidos. Y no es que tal recuerdo me sirviese de punto de partida para un razonamiento, sino de trampolín analógico para un salto mental que me situó ante esta evidencia: Hay siete Jota Be conocidos. Los desconocidos de dos dimensiones se determinan combinando los siete nombres y los siete apellidos, o —lo que es equivalente— las prendas que cada uno de ellos lleva puestas en la cabeza y en el torso, con arreglo a la siguiente tabla: Jerónimo Bermúdez Jacobo Balseyro John Ballantyne Joaquín Mª Barrantes Jacinto Barallobre Jesualdo Bendaña José Bastida Mitra y casulla Capirote y balandrán Bicornio y casaca Sombrero de copa y levita Flexible y capa Birrete y toga Boina y gabardina Las cuarenta y nueve combinaciones resultantes serán, pues, estas: Jerónimo Bermúdez Jerónimo Balseyro Jerónimo Ballantyne Jerónimo Barrantes Jerónimo Barallobre Jerónimo Bendaña Jerónimo Bastida Mitra y casulla Mitra y balandrán Mitra y casaca Mitra y levita Mitra y capa Mitra y toga Mitra y gabardina Jacobo Balseyro Jacobo Bermúdez Jacobo Ballantyne Jacobo Barrantes Jacobo Barallobre Jacobo Bendaña Jacobo Bastida Capirote y balandrán Capirote y casulla Capirote y casaca Capirote y levita Capirote y capa Capirote y toga Capirote y gabardina John Ballantyne John Bermúdez John Balseyro John Barrantes John Barallobre John Bendaña John Bastida Bicornio y casaca Bicornio y casulla Bicornio y balandrán Bicornio y levita Bicornio y capa Bicornio y toga Bicornio y gabardina Joaquín Mª Barrantes Joaquín Mª Bermúdez Joaquín Mª Balseyro Joaquín Mª Ballantyne Joaquín Mª Barallobre Joaquín Mª Bendaña Joaquín Mª Bastida S. de copa y levita S. de copa y casulla S. de copa y balandrán S. de copa y casaca S. de copa y capa S. de copa y toga S. de copa y gabardina Jacinto Barallobre Jacinto Bermúdez Jacinto Balseyro Jacinto Ballantyne Jacinto Barrantes Jacinto Bendaña Jacinto Bastida Flexible y capa Flexible y casulla Flexible y balandrán Flexible y casaca Flexible y levita Flexible y toga Flexible y gabardina Jesualdo Bendaña Jesualdo Bermúdez Jesualdo Balseyro Jesualdo Ballantyne Jesualdo Barrantes Jesualdo Barallobre Jesualdo Bastida Birrete y toga Birrete y casulla Birrete y balandrán Birrete y casaca Birrete y levita Birrete y capa Birrete y gabardina José Bastida José Bermúdez José Balseyro José Ballantyne José Barrantes José Barallobre José Bendaña Boina y gabardina Boina y casulla Boina y balandrán Boina y casaca Boina y levita Boina y capa Boina y toga Los de tres dimensiones, resultado de siete por siete por siete, se hallan añadiendo a cada uno de los cuarenta y nueve bidimensionales, las siete profesiones correlativas. Salen así trescientas sesenta y tres personalidades nuevas, distribuidas en grupos de siete, de los cuales solo daré el primero como ejemplo, ya que el total suma nada menos que cuarenta y nueve grupos: Obispo Jerónimo Bermúdez, obispo Obispo Jacobo Balseyro, nigromante Obispo John Ballantyne, almirante Obispo Joaquín Mª Barrantes, poeta Obispo Jacinto Barallobre, traidor Obispo Jesualdo Bendaña, full-professor Obispo José Bastida, desgraciado Este sistema deja lo suficientemente en claro que ninguna personalidad de dos dimensiones coincide con una de tres, menos aún con una de cuatro o más. El total de personalidades calculadas responde a la fórmula matemática 7n+1, siendo n más 1 el número, hoy desconocido, o, al menos, no experimentado y siempre inimaginable, de posibles dimensiones del espacio. Que semejante revelación me dejase turulato cae dentro de lo normal, incluso en una persona tan humilde como yo. No así la inmediata sensación de infinitud que me sobrecogía, creciente como una alborada; que me sacudió, y que me hizo dar un grito de angustia del que solo fui consciente cuando ya había pasado el momento de reprimirlo. Los espiritistas acudieron a mi alrededor. “Se conoce que sufre.” “Ha hecho un gran esfuerzo esta noche. Convendrá darle un poco de leche.” “No, no. La comida excesiva le merma facultades.” Aquella trinca de sondas lanzadas al misterio, aunque hablaban en voz baja, amenazaban con interrumpir la visión y, lo que es peor, con anular, apenas iniciada, aquella sensación por la que me sentía comunicado con la humanidad entera e incluso con el Cosmos. Caray, una impresión como aquella no se tiene todos los días, y yo me sentía avaro de ella, dispuesto a no dilapidar un solo instante de su duración. Pero las palabras de los espiritistas la hicieron retirarse como cuerno de caracol tocado, y menos mal que la visión duró algún tiempo más, el suficiente para que se distinguiesen, así como despistados, en medio del tumulto de los Jota Be, mis cuatro interlocutores habituales, que por allí andaban también, aunque en calidad de Jotas Be supernumerarios y sin legítima cabida en el sistema. Me hubiera gustado hacerles una seña, pero no me era dado, y, así, demoré la explicación y el saludo para mejor ocasión. No sé lo que duró aquello. Supongo que poco para los relojes, aunque acaso mucho para otra clase de contadores. Si la aparición fue súbita, la pérdida fue por grados descendentes, como en el Oficio de Tinieblas, hasta que me quedé a oscuras y a solas con el recuerdo de lo que había visto y de lo que me había sido revelado. ¡De modo que don Jacinto Barallobre y yo —no digamos Bendaña, a quien desconocía— pertenecíamos a un mismo orden, y nuestras personalidades podían, si no intercambiarse, coincidir al menos, si bien en proporción parcial, en incontables personalidades nuevas y distintas! Había un desgraciado que se llamaba Jacinto Barallobre, y un José Bastida traidor, así como muchas otras combinaciones que nos aproximaban más de lo que cualquiera de los dos —en el caso poco probable de que Barallobre tuviera ya noticias mías— hubiéramos sospechado. ¡Ay, qué de repente me sentí importante y guapo, qué de repente se me fueron del alma tantas cosas que me habían entrado en ella cuando la creía de la clase corriente, sin permiso para salirse de su almario, mónada sin ventanas! Ahora resultaba que las suyas eran casi infinitas y que el nombre de mónada le correspondía solo con relativa propiedad. Me sentí tan distinto de lo que hasta entonces había sido, que salí con la cabeza erguida y casi mirando a los espiritistas por encima del hombro. No sé por qué me parece que el padre de Julia barruntó mi metamorfosis y dijo algo al respecto. Temí que se vengase a la hora de la cena, pero me sentía tan cansado al llegar a mi cuarto, que me eché en la cama, quedé dormido, y cuando el hambre me despertó, la casa y la ciudad dormían también, y tuve que aguantar hasta la hora del desayuno con un par de terrones de azúcar segregados una de aquellas mañanas de los que Julia me regalaba generosamente. Me compensó, sin embargo, del hambre, un ritmo desacostumbrado en que se mecía mi alma, y que parecía haberse apoderado de ella como un torbellino de polvo se apodera de los papeles arrojados a la vía. Bien sabía yo en qué iba a acabar y, así, no me causó sorpresa alguna el hallarme con un papel en la mano, y, en el papel, un poema. Mis dientes mordían el extremo de la pluma, mientras mi mente perseguía un título todavía sin palabras, escurridizo como deben de serlo las lampreas. Acabó por escaparse y dejar el poema innominado, a pesar de lo cual lo pongo aquí, si bien, por esta vez, lo acompañe de su traducción: no literal, porque eso es imposible; menos aún en verso. Se trata, en realidad, de lo único factible: una paráfrasis relativamente aproximada al texto original: To lico rama por tali rete. Mix core gata fox tole mú. Co mitor sía rex daca tepa. Zun moli tía les taya zú? Estoy contento, estoy transido de gozo. Quiero contarme a mí mismo y me encuentro incontable. Me miro en millones de espejos, y en cada uno hay una imagen distinta. ¿Soy solo una de ellas, o la suma de todas? Ah! Iora lasla day merfa lora. Cur tiana mazla fox tole ban. Ah! mezsta pazsla dai tesga mora den mixca tada fox tole zan. ¡Ah! La respuesta no es fácil. El derecho a equivocarme no me lo puede quitar nadie. Además, ¡ah!, no sé sumar bien, y las operaciones superiores se me dan mucho peor. Habré de tener paciencia o consultar a un adivino. Na dina dona, na dina reta. Cur perta sora lex taya ben? Na dina reta caf moli mía mer trusa geta fox tole ten? Es posible, sin embargo, ser alto; es posible, sin embargo, ser guapo. ¿Serán derechas mis piernas, y mis brazos de tamaño natural? Pero ¿no será uno de esos sueños que, al despertar, le dejan a uno fastidiado y con mal sabor de boca, un sueño decepcionante y cruel? Ula, vi, vadi; ula, vi, rino. Mila si cadi lex taya vin! Loya ki teca dosa ti mora, loya fi reda foz yera jim. Anda con ojo, muchacho, ándate con pies de plomo. ¡Hacerse ilusiones a tu edad, es malo! Sin embargo, ese pueblo innumerable en el que hay algo de ti mismo, te ofrece la ocasión de un viaje acaso sorprendente. No la desprecies. Lápila fada, lúscula gela. Múrmula dasa. Pórgula bon! Cástula pada dárcula lota. Círtula safa mércula. Zon! Y si al cabo del viaje es a ti a quien encuentras, mira, no habrá de qué entristecerse. Al fin y al cabo ya te conoces y estás acostumbrado a ti mismo. ¡Que te quiten lo bailado! Uno o múltiple, insignificante o inconmensurable, el sol sale cada día y las muchachas guapas pasean bajo los soportales cuando llueve. No tengas miedo. Adelante. Lo curioso es que, al terminar el poema, quedé como vacío de mí mismo, quedé como deben de quedar las mujeres después del parto. Jamás me había sucedido cosa tal, sino justamente lo contrario, como si ejercitarme en el verso me colmase de mi propia sustancia. No creo, sin embargo, que aquella sensación tuviera con el poema otra relación que la meramente cronológica: terminar el poema y quedarme vacío obedecían a sistemas de causas distintos e independientes entre sí: lo comprendí al recordar que, a la sensación de plenitud provocada por los versos, acompañaba la de que, desde fuera, alguien me la sorbiese, y, con ella, lo demás que era yo. Y eso que me quitaron, permaneció fuera y lejos. Fue, por eso, una noche sin sueño, alucinada a ratos, a ratos soporífera. Me hubiera gustado entretener sus horas con la conversación de mis interlocutores. Pero ¿de qué iba a hablarles si no tenía nada que decirles? El paisaje de mi alma andaba transitado por obispos-almirantes, brujos-poetas y traidores-desgraciados. Un baile de bicornios y chisteras desaparecía para dejar espacio a una zarabanda de casullas y gabardinas, y momentos hubo en que mi cabeza asemejaba a una infinita ropavejería en que las diversas combinaciones, montadas sobre maniquíes sin rostro, se repetían a lo largo de interminables galerías oscuras. Fue una noche de pesadillas, solo comparable a aquella otra en que no pude dormir tampoco a causa de la insistencia con que se repetían en mis oídos las palabras del discurso que don Emilio Salgueiro no había podido pronunciar en su defensa y que yo había escuchado del loro de don Perfecto, el cual se interrumpía a veces y silbaba con entusiasmo militar fragmentos de la Marcha Turca. ¡Con qué satisfacción silenciosa le escuchaba su dueño! “Ahí tiene usted, me dijo, un ser digno de estudio. Calculo que este loro tendrá quinientos años. Toda la historia de la ciudad, o casi, transcurrió ante sus ojos y por sus oídos. ¿Cuáles serán las músicas que le harían contarla? ¿Y qué no contaría si, como sospecho a veces, tiene mil años en lugar de quinientos? ¡Quizás este loro haya visto llegar la urna resplandeciente del Cuerpo Santo, y presenciado desde lo alto de una almena el asalto de las murallas por las mesnadas de Bendaña, mano derecha entonces del arzobispo Ramírez, nuestro enemigo!” “¿Y el misterio de esa Lilaila Barallobre del siglo XII de que habla en su libro don Torcuato del Río, y que no se sabe si existió realmente o si fue invención suya?” “Eso, mire, ya me interesa menos. Lo malo que encuentro a la historia de nuestra ciudad, si hemos de hacer caso a don Torcuato, es que hubo en ella demasiadas mujeres. Y yo, ya lo sabe usted, huyo de donde las mujeres se meten, y mucho más de donde son protagonistas. Mi ilimitado interés científico se detiene ante esa parte de la realidad organizada en torno a una vagina. Mi ambición, ya se lo expliqué antes, consistiría en cambiar el universo y darle vuelta como a una media de señora, borrar de él hasta el recuerdo del amor, y reducirlo a construcción matemática.” “Sí, le dije, sería un universo muy hermoso.” “Hermoso, no lo sé, pero sí razonable.” Como yo no me sentía capaz de experimentar el entusiasmo de don Perfecto por su proyecto de universo, desvié la conversación hacia el tema del loro —que se columpiaba en su percha como si siguiera oyendo la música de Mozart—; pero don Perfecto no se dejó engañar. “Créame, amigo mío, no se trata de una cuestión abstracta, sino de algo que tiene que ver con nosotros, con usted y conmigo ante todo, y, después, con la ciudad y su destino. Estamos malditos por el amor, y por amor se han perdido nuestros héroes. ¿Sabe lo que se encierra en los símbolos y signos de nuestra Colegiata? Un mensaje de amor del obispo Bermúdez. Y es lo que yo me pregunto: ¿Qué tendrá que ver con ese monótono ejercicio de introducir rítmicamente una parte de nuestro cuerpo en un agujero de otro, nuestro destino personal, el de nuestra ciudad y el oficio de obispo? Estoy persuadido de que algo viene fallando desde el principio. Por eso quiero cambiar el universo.” “De un modo u otro, todo será cuestión de ritmo.” “¿Usted cree?” No es que yo lo creyera a pies juntillas, pero algo había que contestar, porque don Perfecto, cuando se le dejaba sin respuesta, se quedaba mirando a uno de un modo muy desconcertante. Se parecía en esto a Bastidoff, solo que el ruso no se contentaba con mirar, sino que agregaba: “¿Es usted tonto?”, que fue lo que me dijo, aunque con intención perversa, cuando acabé de explicarles, a él y a sus colegas, mi descubrimiento de la compleja estructura interna, temporal y espacial, de Jota Be. “¿Es usted tonto? ¿Es posible que crea semejantes paparruchas?” Y, lo que es peor, el francés hizo con él causa común, y ambos se rieron de mí. Me echó una mano Bastideira, a quien el descubrimiento, sin embargo, parecía más arquitectónico que dramático, y hasta se empeñó en que dibujase el plano y el paralelepípedo de las combinaciones binarias y ternarias, “pues, me dijo, un gráfico ayuda siempre a la mejor comprensión del conjunto.” El míster nos había escuchado callado y como sin enterarse, pero, de repente, cogió el lápiz y trazó unos esquemas muy bonitos. “Pero ¿también está usted loco como esta pareja?” “No lo creo. La idea de la locura es incompatible con la solidez de mi personalidad, asentada tanto en unos tejidos cerebrales de la mejor marca como en unas rentas garantizadas por la potencia de la Escuadra de Su Majestad. Lo que sucede es que lo que nos ha contado el señor Bastida me parece, no solo profundo, sino útil. Si aplicásemos su procedimiento a otros casos similares, acabaríamos descubriendo combinaciones jamás imaginadas por los organizadores de Carnavales. Un mendigo harapiento que llevase en la cabeza el turbante del mahrajá de Kapurtala, con su famoso rubí; un papa con tiara y pantalones de golf. El traje de torero con un buen gorro de astrakán también puede figurar en el catálogo de los disfraces atractivos. Sí, sí… Es una idea llena de sorpresas. Le recomendaría a nuestro amigo que la patentase.” Le dije que lo que más me atraía era la posibilidad —nada más que vislumbrada— de trasladarme de una personalidad a otra, y de averiguar el modo, y recorrer así, no solo el espacio, sino el tiempo, en todas direcciones. “De acuerdo, por supuesto, aunque a mí no me haga feliz la idea de una mudanza, ya que me encuentro muy bien donde estoy. Pero hay mucha gente descontenta de sí misma, y a esos sí que podría interesarles. Sería un turismo en profundidad totalmente imprevisto por los técnicos del ramo. Paténtela. Se hará usted famoso.” “¿Y rico, no?” “Eso ya parece más difícil. Los inventores españoles nunca se han enriquecido.” “¿Podría ser yo la excepción?” “¿Quién lo duda? Aunque si usted piensa que es ya un sujeto excepcional, pero que todas sus singularidades se orientan más bien hacia lo negativo, yo, en su caso, no me haría ilusiones.” “¿Y si intentase explotarla en el extranjero? En Inglaterra, por ejemplo.” Mr. Bastid me miró, entonces, con algo parecido a guasa, o, mejor dicho, con la versión de la guasa que cabe a un inglés bien educado. “Pero amigo Bastida, ¿piensa usted que le dejarían pasar por la frontera? Los ingleses son muy estrictos en eso de entradas y salidas, y, en el supuesto de que aquí le dieran pasaporte, que no lo creo, porque es usted sospechoso, en el mío le pondrían tal cantidad de dificultades que equivaldrían a una negativa, a no ser muerto y embalsamado como ejemplar curioso para el Museo Británico.” “Sí, claro.” Bastidoff, entonces, rio con una risa exagerada de anarquista eslavo, una risa que más parecía de glotón pantagruélico en estado de saciedad que de especialista en bombas de efecto retardado; una risa hecha de carcajadas anchas y ruidosas, insistiendo en la O, como agujeros que amenazasen tragarme. Le miré con la esperanza de que añadiese algo, pero de repente se quedó mudo, empezó a ascender en el aire y a columpiarse allá arriba, tan grande como era, que casi cubría el techo de mi habitación. “Es que ahí abajo no tengo espacio para mover las piernas”, dijo, por fin. “Sí, tiene usted razón. Las mías, de estar inmóviles, empiezan ya a entumecerse, y necesito estirarlas”, le respondió el míster, y ascendió también. “¿Qué sucede?”, me preguntó M. Bastide. “No sé. Algo de las piernas”, dijo Bastideira; “debe de ser que nos están creciendo a todos”. Y, en efecto, las suyas habían cobrado una desmesurada longitud, como si se hubiera encaramado en unos zancos. “En realidad, concluyó M. Bastide, el lugar no es cómodo. Será mejor que nos vayamos, no sea que empiece esto a llenarse de obispos-almirantes y de brujos-poetas.” Abrió la puerta, salió y el aire del hueco de la escalera absorbió a los otros tres y se los llevó también. “No volverán”, pensé con pena; y como era de madrugada y no tenía ganas de dormir, me vestí y salí a la calle sin hacer ruido. Estaba la ciudad metida en la niebla, esa niebla opaca, impenetrable, que se forma cuando la del Baralla no se retira y la del Mendo insiste en ascender. Recorrí varias calles arrimado a las paredes, tentándolas como un ciego, y, de repente, me encontré al borde mismo de la niebla, que parecía cortada a pico como el precipicio de una montaña; un escalofrío me sacudió los tuétanos y, afortunadamente, me paralizó: un paso más, y me hubiera caído en el abismo. No era, como creí al principio, el tajo del Baralla, sino uno nuevo, de anchura y profundidad inmensas. Según mis cálculos, debía hallarme en el extremo de la rosaleda, muy próximo al monumento de Barrantes. Retrocedí, y lo busqué con precauciones infinitas, moviéndome por milímetros y tanteando el suelo antes de asentar el pie. Así pude llegar a la plazoleta, sentarme al pie de la estatua y limpiarme el sudor. Y no me atreví a moverme hasta que, hacia el lugar donde debía de terminar la niebla, apareció una claridad como de amanecer lechoso. Me levanté entonces y me acerqué al seto que cerraba la plazoleta detrás del busto, metí la cabeza entre las ramas de mirto, y fue como si me asomara a una ventana abierta a una nada en que no hubiera más que crepúsculo. Pero cuando la luz fue creciendo, vi, allá abajo, como seguramente podrá verse desde un aeroplano, el contorno de la ría, las tierras trabajadas, los viñedos de las colinas y, en el lugar donde debiera hallarse Castroforte, algo así como la carne desgarrada de un cuerpo al que se le ha arrancado un brazo. Yo estaba, indiscutiblemente, en Castroforte, pero Castroforte no se hallaba en su sitio. “¡Los ingenieros de la Triangulación Geodésica!”, pensé; y, en vez de miedo, sentí el estremecimiento de un placer irrepetible al saberme testigo de un hecho excepcional. Osé reptar por la hierba del jardín, sacar la cabeza del seto y medio cuerpo al vacío (aunque agarrándome bien). Así el área visible se ensanchaba. Podía doblarme por la cintura y contemplar en perspectiva insólita lo que había sido el subsuelo de la ciudad, lo que, verosímilmente, volvería a serlo. No era una superficie lisa, sino que se asemejaba a un árbol gigantesco al que un tifón hubiera desgajado de su asiento, que trae terrones informes y toda clase de adherencias vegetales y geológicas. Pero había más en lo que yo veía, había algo que desvirtuaba, hasta dejarlo inútil, el símil del baobab descuajado: había tumbas abiertas por debajo, y sótanos sin suelo, escaleras que terminaban en el aire, alcantarillas sin base, raíces de árboles sin tierra nutricia, cimientos sin apoyo, tubos de pozo sin agua y agua de pozos sin tubo, así como los tendidos subterráneos de la electricidad y el gas. El orden en que aparecían las raíces revelaba el trazado de las alamedas, los cimientos de las estatuas, el centro de las plazas. Hacia donde debía estar la Colegiata, una roca enorme ofrecía su irregular superficie quebrada. Pero lo que más me llenó de asombro fue el cauce lleno de los ríos y el curso de las aguas sin lecho: alborotada y transparente la del Baralla, turbia e inmóvil la del Mendo: a veces, el cuerpo oscuro de una lamprea intentaba esconderse en el fango inexistente, se retorcía en el aire, y buscaba, hacia arriba, el apoyo del agua. “¿Qué pensamiento, qué dolor o qué esperanza común a todos los castrofortinos los habrá ensimismado?”, y hallé la respuesta al recordar que aquella misma tarde la disputa del Casino se había zanjado con la victoria local —632 Hembras contra 337 Machos—, y que alguien había escrito debajo, en letras grandes y claras: Gana coño y color Alejándose imperceptiblemente de su asiento, la ciudad con su niebla se columpiaba en el aire limpio de la madrugada, se mecía como un péndulo lento, como un barco que navegase en un espacio quieto. Si al despegarse había hecho ruido —si la tierra se había quejado—, los ecos del ruido o de la queja habían emigrado ya por encima de la mar, a aquella hora tiernamente azulada: un gran silencio lo arropaba todo y lo colmaba, como si aquella luz creciente del crepúsculo fuese silencio-luz. Hasta que, de repente, sentí un rumor continuo e invariable, no de música, de furia: un rumor que ascendía y se acercaba. Miré hacia abajo. En la mitad del aire, equidistando de Castroforte y la llaga sangrante de la tierra, corría el tren aéreo que yo mismo había inventado. Corría bastante cerca, por sus raíles circulares, aunque tan rápidamente que la sucesión de los vagones se fundía en un solo vagón continuo como el cuerpo de una sierpe, con locomotora en la cabeza y furgón en la cola: tan próximos entre sí, que una vez cada vuelta la locomotora abría las fauces para tragarse el furgón, y al no poder alcanzarlo, le lamía los topes con su lengua de fuego. Presiento que este conjunto veloz, que este fuego voraz entrañaban un importante simbolismo, aunque no supiese bien de qué.CAPÍTULO II ¡GUÁRDATE DE LOS IDUS DE MARZO!DE LOS ALEJANDRINOS PROFÉTICOS POR EL VATE BARRANTES No hay nada más inútil que una aguja incrustada en las intersecciones de las calles y el tiempo, ni nada más penoso que el dérmato-esqueleto de un canónigo fósil que un niño lleva a rastras. Lo estentóreo persiste; lo estrafalario salta, al volver de la página, de los nidos del sueño, y el énfasis se usa más bien como anglicismo. Ahora, sin embargo, será mejor decirlo: el destino del hombre se muere a cada instante, y en su voz permanecen las señales de alerta. ¿Es venal o solemne? ¿Raciocina o claudica? ¿Es terco, es entusiasta, es versátil, es necio? ¡Graves problemas estos para la geometría! Mujeres enlutadas lo proclaman a gritos en los apretujones de las apoteosis. Pero no hay que asombrarse: las mujeres se exaltan, vociferan pidiendo derechos de amapola, y al menos una vez cada mes se envenenan, pero acaban rendidas en los bancos del parque. Mucho más peligroso es el rastro del reno que ha comido en el bosque la raíz del magnolio, el canto del venablo en el aire salobre, la cobra alucinante dormida en los recuerdos. ¡Ay la cabra y la cobra, el venablo y el reno! ¡Ay la melancolía de las jubilaciones! Tengamos, pues, sindéresis: la aurora vendrá pronto, la Justicia y el Orden no son homologables, y las estrellas se hacen luces a la medida. Después de este preámbulo moral y metafísico, quisiera presentaros a un varón imponente, godo eficaz y activo, Benito Valenzuela, a quien pronto veremos lento y condecorado con la cruz que ornamenta los pechos de los linces. ¡Qué astucia, qué talento, qué paciencia la suya! ¡Qué modo de afeitarse delante del espejo! ¡Qué cosas las que dice! ¡Qué cosas las que piensa! ¡Qué corbata morada! ¡Qué calcetines verdes! Cuando pasa y saluda, los olmos se santiguan; cuando se queda en casa, la ciudad se encocora; cuando fuma un pitillo, el universo ríe; cuando cuenta el dinero, la luna llora y calla. ¡Godo de tres estallos, mariscal del asfalto! ¿Quién te endulza la leche? ¿Quién te mece el insomnio? ¿Quién te narra la historia de la estirpe asesina? ¿Quién te refiere el susto de las profanaciones? Admiremos al hombre que remonta las cimas. La vida es un recodo del espacio y del tiempo. La muerte tiene sueño, el amor se encasquilla y la campana empuja los días sin memoria. Parsimoniosamente demorada en la niebla, la ciudad te bendice, la ciudad te suplica que envíes por correo las palomas urgentes y que le des al César lo que es de todo el mundo. Así podrás cantar la canción del Catastro y decir al Alcalde que el vino entra en sospechas; así podrás creer que los cisnes meditan y que en los ultramares hay guijarros azules. Así podrás, Benito, capataz del silencio, morir tranquilamente, dando un corte de mangas al Este y al Oeste, como mueren los godos. Un sombrero cansado mi corazón te entrega con voluntad de flores. Un sombrero de niebla con cinta de geranios. Un sombrero modesto. Los Grandes Almacenes los venden de más precio, pero yo no soy rico. Ni siquiera soy pobre. No soy más que un poeta. Perdóname si falto.¡GUÁRDATE DE LOS IDUS DE MARZO! Resulta que La Tabla Redonda acordó, en sesión ordinaria aunque cautelosa, propinar a don Acisclo Azpilcueta una buena paliza en tanto incurso en el delito de meticonería con reincidencia y la agravante de impunidad. Estaban todos los titulares, con José Bastida de añadidura, y solo Gowen se opuso a la sanción, porque él proponía la pena capital con ejecución nocturna en el mismo lugar y hora en que se proyectaba apalearle. ¿No resultaba más fácil, así como más justo y práctico, levantarlo entre todos y enviarlo por elevación a las oscuras aguas del Mendo? Un grito durante el viaje —corto, por lo demás—, un chapuzón difícilmente audible a aquellas horas, y al carajo la meticonería, la impertinencia y todas las restantes cualidades morales de don Acisclo. Sí, muy bien. Pero ¿y la caja del violín? —José Bastida hablaba—. No había que esperar que la soltase, sino que cayese con ella al agua, y, una vez allí, mientras las lampreas arrastraban hacia el fango la sotana mojada, continente de un cuerpo enjuto, difícil hincarle el diente, el estuche, impermeable y hermético a causa de su preciosa carga, flotaría durante toda la noche sin apenas moverse, y allí estaría a la mañana siguiente, balizando el lugar donde el cuerpo se había hundido. ¡Ay, aquel José Bastida, siempre denunciando fallos, así de los proyectos como de las teorías! Por lo pronto, aunque no tenía voto, tenía voz, y, al consumir su turno, había comenzado diciendo que don Acisclo, además de canónigo desterrado de Puebla, en Méjico, era una función, y, como tal, excluido del tributo a la muerte. La cosa se había planteado porque el Rey Artús tenía más que apalabrado el disfrute de las primicias de una muchacha llamada Herminia, y también Minucha la del Globo, por la tienda en que trabajaba; una muchacha a quien la naturaleza, con la colaboración involuntaria y probablemente inconsciente de sus fallecidos padres (según frase muy alabada del propio Artús), había dotado de una serie ordenada e incluso equilibrada de atractivos cuya majestuosa evidencia pudiera parecer el resultado de una serie sistemática de artificios, pero cuya realidad se había tomado la molestia de comprobar, no de tactu, que a eso no se había llegado aún, pero sí de visu, previo pago y mediante el uso clandestino y silencioso de una perforación en la pared del cuarto donde Minucha se bañaba: todo con la complicidad de la mujer del zapatero de la calle de Sal-si-puedes, que la había recogido en su casa al quedar Minucha huerfanita. Como resultado de aquella actividad contemplativa, intensa en sus efectos, si insuficiente y breve, el Rey Artús había andado una temporada como ido y más bien lunático, hasta el punto de que su señora había pensado seriamente en llevarlo al médico, pues no solo parecía en las nubes, sino que se demoraba sospechosamente en el cumplimiento del débito conyugal, que La Chosca jamás había dejado de exigirle a pesar de los años de matrimonio transcurridos desde que don Annibal Mario Macdonald de Torres Gago Coutinho Pinto da Cámara da Rainha, fugitivo de la policía republicana, había atravesado el Miño a nado, a la altura de Salvatierra, una gélida noche de enero, desnudo aunque con monóculo: acción que había granjeado elevada reputación a su heroísmo y al final de la cual no había podido evitar que algunos habitantes de Salvatierra le contemplasen como lo parió su madre, entre ellos una criada de casa de La Chosca, que informó a su señorita, con éxtasis elocuente y en modo alguno exagerado, de lo bien dotado que el fugitivo estaba de atributos viriles, además del monóculo. Y como La Chosca, en sus entonces jóvenes años, era conocida en sociedad por el nombre de Chocholoco, y como las dotes de aquel portugués fugitivo coincidían o acaso superaban cuanto ella había soñado y deseaba, aprovechó la indigencia del emigrado monárquico, defensor de los derechos de un Braganza a que los mismos Braganza habían renunciado, para ofrecerle, con su lecho legítimo, los medios para seguir viviendo al margen de la posible o imposible restauración de la monarquía, sin otra condición que seguir siendo guapo, de vestir a la inglesa, y de no prescindir del monóculo que tanta distinción confería a su persona. Ella, naturalmente, correría con los gastos, que, para eso, las cuatro fábricas de su familia y los cincuenta obreros que trabajaban en cada una de ellas producían cantidades que el más escrupuloso inspector de Hacienda no había logrado nunca averiguar. Es cierto que don Annibal Mario se acusaba íntimamente de haber perdido la decencia, y es cierto que su creciente melancolía se curaba tan solo en los brazos de una mujer bonita o con la guitarra en el regazo; pero también lo es que su elección para el puesto de Rey Artús, cuando lo de La Tabla Redonda, le había devuelto el gusto por la vida y le había quitado de encima diez o doce años. Se había hecho un terno gris de tejido de Manchester, traído de contrabando; había sacado del armario, donde yacía desde años incontables, la capa negra de Coimbra, y caminaba con el viejo orgullo de conspirador, reforzado por la posesión de aquella corona que, aunque mítica, sentaba maravillosamente a sus sienes argentinas. Fue tan visible el cambio, que los godos del Casino llegaron a reírse de él, y, entonces, cosa que nadie esperaba, fue defendido nada menos que por su cuñado, el mayor de Los Choscos, que siempre se había quejado de lo caro que salía el portugués a la economía familiar, y que en aquel momento sacó a relucir, no solo la satisfacción con que la firma había recibido la noticia, sino que don Annibal Mario hacía bien en vestirse a la inglesa, ya que había nacido en Londres cuando su padre representaba a Portugal ante la Corte de Saint James. Los godos, con esa su ignorancia de las cosas lusitanas y, en general, de cuanto ocurre en el área lingüística galaico-portuguesa, dijeron que sí, que bueno, que ya se vería y que después de todo, etc., pero el cuñado del Rey Artús, a espaldas de La Chosca, hizo a don Annibal Mario un regalo en metálico de cuantía regular que le permitió pagar a la Zapatera el anticipo por el uso del agujero en la pared y esconder en un rincón de su despacho la cantidad apalabrada para satisfacer a Minucha por sus servicios y a la Zapatera por el alcahueteo, que desde atrás lo venía trajinando al convencer a la niña de que se dejase de novios y que pusiese en venta, pero a buen precio, lo único que de veras poseía sin que nadie pudiera disputárselo. Pero sucedió que el Zapatero, que había admitido a Minucha en su casa en la ocasión de su orfandad a condición de que, llegado el momento, la pasaría el primero por la piedra como única manera de resarcirse de los gastos de educación y mantenencia, empezó a ponerse pesado y a recordar el trato a la Zapatera; y como esta no se decidía, sino que, al revés, lo estorbaba, y como las tetas de Minucha crecían y endurecían de manera alarmante, el Zapatero quiso cobrarse una de aquellas tardes, y Minucha le respondió que nones, y de resultas se armó una bronca tal en la calle de Sal-si-puedes, que todas las comadres salieron a las ventanas, a aquellas horas llenas de cabezas de obispos y tiestos de albahaca, y algunas al arroyo, y el Zapatero llegó a amenazar con una cuchilla del oficio a su mujer y a Minucha, y acaso aquello hubiera terminado en el juzgado, en la cárcel y quién sabe si en el cementerio, cuando, de pronto, la Zapatera vio con asombro que una mano como una garra, una mano que además de oscura, y seca, y peluda, y precisamente por eso, daba miedo, aparecía en el quicio de la puerta y se apoderaba de la muñeca izquierda de Minucha, y la arrastraba hacia un destino ignoto; siguió a la mano el perfil aquilino de don Acisclo Azpilcueta, también oscuro y peludo, cuya voz ordenó a la moza que se fuera con él y que ya mandaría después a buscar sus cosas. La aparición del canónigo, inesperada aunque previsible, pues siempre andaba husmeando donde no le llamaban, hizo enmudecer al coro de la tragedia, y hubo como un aleteo siniestro por la blanca y estrecha calle de Sal-si-puedes; el Zapatero gritó: “¡A este tío, yo me lo cargo!”, e intentó salir con la cuchilla en la mano, y lo hubiera hecho si su mujer, mucho menos apasionada, aunque su pérdida era mayor, no lo detuviera, y con una buena llave de catch-as-catch-can no lo arrojara al suelo y lo mantuviera allí hasta que Minucha y su presunto salvador salieron de la calle, ella más bien obligada. “¡Se la lleva al convento!”, dijeron varias voces sepulcrales; como si dijeran: “Se la llevan a enterrar”. Y el Zapatero, más repuesto, vociferó un rato, y que si no había derecho, y que si hubieran matado a todos los curas durante la República no pasarían estas cosas, y que si esto, y que si lo otro, y miraba a su mujer con rencor y la acusaba de culpable. Estaban todos tristes en la calle, incluso los obispos de las ventanas, sobre todo porque Minucha cantaba como una calandria, y su voz les alegraba, y era además la candidata de la Cibidá en el concurso de la Emisora Local frente a una criada goda que cantaba flamenco y que, aunque sirviente, se llevaba los votos del señorío. De modo que cuando llegó el Rey Artús, aquello parecía el Bosque de la Tristeza, lleno de alegorías mudas que representaban La Pena, La Desolación, El Llanto y varias clases de Patatuses; y los lamentos de la Zapatera, que quería de verdad a aquella criatura aunque no fuese más que por haberla criado, partieron su corazón. “¡Y aquí nadie se atrevió a nada porque, como usted sabe muy bien, ese señor es de los que vuelan por las noches y chupa la sangre a los cristianos!”; con lo cual la Zapatera justificaba, no solo su escasa rebeldía, sino la pasividad del vecindario ante el rapto flagrante. Esto, a Merlín, cuando lo supo, que fue aquella misma noche, le preocupó más que la misma pérdida de Minucha —de la cual él no pensaba disfrutar a causa de los principios morales derivados de su concepción matemática del Universo—, porque era síntoma de que ciertas supersticiones comenzaban a penetrar en las capas inferiores de la verdadera sociedad castrofortina, a causa de las películas de Frankenstein y Drácula que los empresarios godos traían a los cines sin que nadie osara criticarlos; y a la gente le había dado por equiparar a don Acisclo con Drácula, quizá por haber equiparado antes, aunque erróneamente, la capa del vampiro con el manto del clérigo, que don Acisclo llevaba generalmente suelto y a su aire, atrancando calles, y que era tan amplio que se bastaba para sostener, sin más que desplegarlo como unas alas, un cuerpo tan escueto y de pájaro flaco como el suyo, y esa creencia solo se explicaba por la falta, durante los últimos decenios, de una entidad vigilante de la educación local, de alguien que saliese por los fueros de la razón y de la verdad; porque él, Merlín, estaba en condiciones de probar que aquello de los vampiros era verdaderamente supersticioso y, más horrible todavía, de importación, una de esas bobadas que solo podían admitir pueblos o personas de imaginación truculenta y rudimentaria. Esto fue la misma noche de la votación, y precisamente después de un relato, bastante largo y pesado, de Lanzarote, en que manifestaba poseer las pruebas fehacientes e indiscutibles de que la Administración Central ocultaba al resto del mundo y del país la existencia de Castroforte del Baralla, cosa que había sospechado siempre, como los distinguidos miembros presentes recordaban, pero de lo que ahora estaba ya convencido, y resultó que las pruebas las había aportado, aunque sin proponérselo, don Peregrino Cháncelas, de la Casa Cháncelas, Tejidos Finos, que había hecho un viaje con su señora a Madrid y a Barcelona, y a quien, una vez instalados en la urbe catalana, se le había ocurrido visitar a sus proveedores habituales y exclusivos Tamburoni y Metasa, Ltd., que ya lo habían sido de su padre y de su abuelo, por cuanto el fundador de la firma, don Celedonio Cháncelas, que en gloria esté, era cliente de Tamburoni, S. A. cuando esta casa aún no se había asociado, primero, y fundido, más tarde, con Metasa, S. L., con la consiguiente rectificación de estructuras y el replanteamiento de los métodos de financiación y marketing. Pero sucedió que el señor Metasa (porque Tamburoni estaba ausente), no recordaba el nombre de Cháncelas, quien, según demostró un examen exhaustivo de los ficheros, no figuraba en ellos como cliente. Sin embargo, unas facturas —ya abonadas—, que el viejo zorro de Peregrino llevaba por casualidad en el bolsillo, permitieron identificarle como el cliente número 27.A972L, destinatario de ciertos pedidos que llegaban a través del Negociado de Adquisiciones Libres, perteneciente a la Sección de Dispersos Centralizados con domicilio en la calle de Fomento, 11, Madrid y dependiente de un ministerio incierto. “¡La vida de Castroforte, en su sístole y diástole, pasa por esa Sección de Dispersos Centralizados!”, había gritado Lanzarote; y probablemente hubiera expuesto con brillantez su interpretación, con toda seguridad verídica, pero en todo caso presentida y anunciada, de la extraña situación administrativa de la ciudad y de la ignorancia en que se mantenía a los restantes españoles acerca de su existencia, como se probaba ahora definitivamente con el hecho de que el señor Metasa no la hubiera oído mentar jamás; pero en una incidencia del razonamiento se le ocurrió extasiarse ante la organización de los negocios catalanes y la excelencia de sus servicios de Relaciones Públicas, ya que, mientras la señora de Cháncelas iba de compras con la señora de Metasa, un empleado de este había llevado al señor Cháncelas a un café cantante en donde las mujeres se exhibían en cueros, y, después, a un meublé con habitaciones cubiertas de espejos hasta en el techo donde una rubia opulenta de carnes sonrosadas, escogida entre quince candidatas, le había iniciado en las expansiones prohibidas, e incluso en las ignoradas e insospechadas, y, de paso, le había hecho un generoso donativo de ciertos gérmenes patógenos cuya acción se manifestó durante el viaje de regreso y fueron causa de que el señor Cháncelas tuviera que visitar, a su llegada a Castroforte, a un discreto especialista local en enfermedades secretas, en cuya antesala le había encontrado Lanzarote, cliente asiduo del doctor. Parece mentira que así haya sido, pero esta deslumbrante narración hecha por el deslumbrado Lanzarote, quien consideraba la idea de los espejos en el techo como el summun del refinamiento europeo y la quintaesencia del pecado, apenas interesó a La Tabla Redonda, conmovida por el destino de Minucha la del Globo, a aquellas horas bien trincada en el convento de las Clarisas por decisión urgente y provisional del Tribunal Tutelar de Menores, del que don Acisclo era Asesor de Número. Fue entonces cuando don José Bastida expuso, con su habitual brillantez de expresión, aunque ocultando siempre el rostro en la penumbra del rincón en que se sentaba (algo así como una sombra ovalada, una verdadera mandorla de oscuridad de la que salían, delgadas de hambre y azules de venas esculpidas, sus largas manos convincentes); expuso, digo, las pruebas de que don Acisclo, en cuanto función, quedaba fuera de la esfera de acción de la muerte, de lo que se infería la inutilidad de arrojarlo al Mendo. Lo cual impidió a Lanzarote exponer su hipótesis descriptiva de la Sección de Dispersos Centralizados, denominación ambigua que enmascaraba la realidad de un organismo burocrático al que se habían acogido o en que se refugiaban todos los funcionarios incompatibles con la limpieza, los muebles metálicos y las máquinas de escribir: funcionarios provectos, de negros manguitos, que caligrafiaban morosamente en papeles de barba la correspondencia oficial destinada a Castroforte, A V. E., respetuosamente expone; Listo, archívese; V. I. sin embargo proveerá; Dios guarde ms. as. la vida de V. I., etc.; pero este museo de figuras de cera no era sino la tapadera de unos modernísimos departamentos subterráneos, largos pasillos abovedados con negras puertas, donde especialistas rigurosamente controlados por máquinas de invención reciente examinaban hasta el agotamiento todo lo que procedía de Castroforte o a ella se destinaba, desde los telegramas hasta las letras de cambio. ¿Por qué La Tabla Redonda prefirió la exposición de don José Bastida? ¡Ah, la oratoria! El Rey Artús, tan exigente en cuestiones de clase, como que consideraba condescendencia benévola su presencia nocturna en el café, y eso a pesar de la boda con La Chosca, no se negaba, en sus imaginaciones, a admitir a Bastida en los salones lisboetas más herméticos, aunque, eso sí, vestido de otra manera. Creía que su palabra, al mismo tiempo intelectual y patética, mezcla de fado y de poema francés, congregaría la atención de meninhas y rapaces como una buena cantora o un buen conferenciante de París, y creía —que ya era creer— que Bastida hubiera sido capaz de descender airosamente de una carroza de marfil y caoba con alegorías del Amazonas y criados negros en el pescante. Por todo lo cual no perdía ocasión de concederle la palabra, no cada vez que la solicitaba, cosa que Bastida no hacía jamás, sino cada vez que los movimientos de sus manos manifestaban la voluntad remota de decir algo, con frecuencia eso que el propio Bastida había bautizado con el nombre de “ideas solubles” no se sabe bien por qué. Esta fue la razón por la que las descripciones siniestras de Lanzarote quedaron aplazadas, y pudo Bastida extenderse sin límite de tiempo en su exposición de lo que él llamaba “No mortalidad de las Funciones”, y también “Razones por las que tirar al Mendo a don Acisclo es un modo peligroso de perder el tiempo”. Comenzó reduciendo a esquema invariable o fórmula universal el antiguo y nunca interrumpido hábito del rapto de mujeres, y fijó las constantes que se repetían en los raptos históricos o míticos más conocidos, como el de Helena por Paris, el de Europa por Júpiter en toro trasmudado, el de las Sabinas por los romanos, el de la Princesa por el Dragón y, después de homologarlo, el de las Cien Doncellas por los sultanes de Córdoba: acciones semejantes todas ellas a las llevadas a cabo por el canónigo don Asclepiadeo después de la derrota y fuga del obispo Bermúdez; por el canónigo don Asterisco después de la derrota y desaparición de Jacobo Balseyro; por el canónigo don Amerio, después de la derrota y ausencia justificada del Almirante Ballantyne, y, por último, de los intentos infructuosos del canónigo don Apapucio (Pafnucio) de meter a Coralina Soto en el convento de las Clarisas. Lo que había de común a todas esas acciones históricas o míticas era, precisamente, lo que permitía aplicarles la denominación genérica de “rapto”, pues si bien no estaba demostrado que los cuatro canónigos hubieran actuado con miras deshonestas al decretar y realizar las reclusiones narradas por las respectivas leyendas, era lo cierto que en todas ellas se había obrado contra la libertad de las interesadas, violencia que sus repetidos intentos de fuga ponían de manifiesto. Establecida, pues, la figura jurídica oportuna, saltaba a la vista la necesidad del raptor, con independencia de que su nombre fuera Paris, Dragón, Acisclo o Júpiter Cornudo, de donde se deducía limpiamente la universalidad de la función, nacida de la naturaleza del hecho, y la contingencia del hombre que la llevaba a cabo. Demostrado que Menelao había matado a Paris, que a Júpiter lo había despachado El Espartero de una media algo caída, que San Jorge había eliminado al Dragón y que los Califas de Córdoba se habían muerto de diferentes modos, aunque todos por igual efectivos, quedaba claro que, a pesar de esos fallecimientos, y de otros que no se traían a colación, siempre había habido de quien echar mano en cualquier nueva circunstancia homóloga, o sea, que en cada nueva ocasión existía un hombre dispuesto a servir la función del rapto sin que la muerte del anterior le preocupase. Es así que don Asclepiadeo, don Asterisco, don Apapucio (Pafnucio) y don Amerio habían fallecido en diferentes tiempos y ocasiones, y que, a pesar de ello, surgía ahora don Acisclo Azpilcueta y se llevaba al convento a Minucha la del Globo, ¿de qué serviría, pues, eliminarlo, si otro vendría en su lugar dispuesto a recibir en Santa Clara a quien fuese menester? Por todo lo cual, él, José Bastida, a pesar de su condición de adherido y no miembro de La Tabla Redonda, se atrevía a sugerir con todas las precauciones posibles que, sin dejar vacante por deceso involuntario el puesto de raptor, se diese al que lo detentaba una buena tanda de palos como castigo y manifestación de incompatibilidad personal, para lo cual, él, José Bastida, tenía también sus razones privadas, que añadía a las de La Tabla Redonda, ya que el referido don Acisclo, metomentodo con ejercicio y servidumbre, estaba a punto de desbaratar el noviazgo de una buena muchacha a quien él, José Bastida, estimaba, con un seminarista en trance de ordenarse de mayores. Y acaso porque la fuerza persuasiva de las palabras del adherido hubiera determinado en el ánimo del inflexible Gowen un inesperado cambio de chaqueta, ya que por lo general consideraba la muerte individual o colectiva, e incluso hecatómbica, como remedio universal e insustituible de todo daño, este miembro de La Tabla Redonda propuso, y fue aceptado sin dilación, que la paliza le fuese administrada por todos y cada uno de los miembros presentes, armados de buenos bastones o cosa parecida, aprovechando la oscuridad de la Plaza de los Marinos Efesios a la hora en que don Acisclo la atravesaba sin otra compañía que su violín, al regreso de la Casa de Aguiar, donde ensayaba un concierto ya anunciado con fines vagamente caritativos. Beatriz Aguiar tocaba el piano pasablemente bien, aunque no alcanzase ni le fuese dado alcanzar, a causa de su pereza y de otras circunstancias imponderables, el virtuosismo y la divina inspiración de don Acisclo. Esto no obstante, era capaz de actuar con discreción como acompañante, y, a decir verdad, su intervención en la Sonata a Kreutzer se aproximaba cada vez un poco más a la perfección que cabe en un acompañante, y había tardes en que se podía calificar de meritoria, aunque nunca convincente para el gusto redoblado de exigencias de un catador y crítico de la categoría de don Acisclo. Lo cual coincidía precisamente con aquellas ocasiones en que su manía de mentir sin ton ni son convertía a Beatriz en una especie de fuego de artificio, cosa que no hubiera desagradado, al menos teóricamente, a don Acisclo, sensible siempre al ingenio de buena ley, que él llamaba gracia ática, si a Beatriz no le diera por introducir en la cohetería afirmaciones inconvenientes, lindantes a veces con la grosería, como aquella con que había respondido en cierta ocasión a la propuesta, siempre reiterada, de don Acisclo, de que tanto ella como su hermana y su sobrina deberían remediar su triple y siempre alcanzada soledad acogiéndose a los claustros de Santa Clara: “Tiene usted toda la razón, pero yo me hago pajas los sábados, en el baño, y eso no está bien en una monja, ni siquiera en una señora de piso”; aunque bien sabía ella que en Santa Clara jamás había habido baños, ni duchas, ni siquiera tinajas capaces de recibir, total o parcialmente, el cuerpo desnudo de una mujer. Las de Aguiar, Beatriz, Pura y Lilalia, a quienes los godos llamaban, con notoria falta de originalidad, Las tres tórtolas tristes, aunque los castrofortinos las conocieran respectivamente por La Tarántula, La Cariacontecida y La Santa, pertenecían a una familia venida a menos cuyo último varón, coronel retirado, había muerto de entusiasmo patriótico a poco de empezada la guerra, y al no ser suficiente para la subsistencia de las tres mujeres la orfandad a que Beatriz como soltera tenía derecho, se habían visto en la necesidad inaplazable de ponerse a trabajar, aunque no faltaban godas que asegurasen que lo habían hecho para hurtar el bulto a la obligación en que así ellas como las nativas y las galias se encontraban de coser para el Ejército, pues si bien el difunto coronel era partidario de los nacionales, sus hijas y su nieta no parecían muy apasionadas, y a veces se les había oído decir que ya estaba bien de muertos, pero la veracidad de esta afirmación nunca fue suficientemente demostrada, y por ciertos visos pudiera considerarse calumniosa. De modo que Pura recordó su habilidad de bordadora en oro, ejercida en su juventud sobre mantos de vírgenes, y consiguió una modesta contrata con una casa de Ferrol que se había especializado en uniformes para la Armada, y, así, bordaba anclas, cañones y otras insignias y distintivos. Lilaila carecía de profesión y título, pero, como era muy leída y escribida —no en vano había sido novia formal de don Jacinto Barallobre, y ahora lo era de don Jesualdo Bendaña, si bien su amor se alimentase de esperanzas, ya que Bendaña había emigrado a los Estados Unidos y no era fácil que volviese, y a ella, por razones ignoradas, no le daban pasaporte para emigrar también—, pues se le ocurrió arreglar uno de los bajos de la casa y poner en él una escuelita para párvulos del barrio a precio módico, razón por la que la perseguía constantemente la Inspección de Primera Enseñanza, y cada quince días recibía un oficio en que se le ordenaba el cierre de la escuela. Ella no lo pensaba hacer, porque, de lo contrario, ¿de dónde iba a sacar aquellos pocos duros tan necesarios para la economía, siempre modesta, de la casa? Porque la contribución de Beatriz tampoco era suficiente. Beatriz había empezado por dar lecciones de piano, pero los alumnos eran pocos y todos hijos de amigas, a las que no se atrevía a cobrar; de modo que cambió de idea y abrió un taller de costura al que acudían unas cuantas muchachas de la Cibidá, aquel endiablado cotarro de locas desvergonzadas del que huía don Acisclo, porque siempre al verle le ponían higas y le decían: “Arrenégote, demo”. Beatriz tenía buena mano para el corte, e incluso una Gobernadora había acudido a ella en un apuro para que le confeccionase un traje de noche, y lo hizo con tal éxito que todo el mundo dijo a la Gobernadora que era la más elegante de la fiesta. Aquella ocasión la aprovechó don Acisclo para hacer amistad con Beatriz y entrar en casa de Aguiar. Le habían dicho que Beatriz tocaba el piano mucho mejor que todas aquellas solteronas que no sabían más que Para Elisa y el vals de La Bella durmiente, y de ahí no las sacaba nadie. Un día se presentó en el domicilio privado del Poncio cuando la Señora se estaba probando el traje. Se le estimaba tanto en aquella casa, que llegaron a pedirle su opinión, y él la dio, más que favorable, entusiasta, porque en aquel traje se aunaban la elegancia y la decencia, y patatín, patatán, más patatín que patatán; le presentaron a la artista, y esta, claro, le llevó a su casa para que la oyera tocar y para que conociese a Pura y a Lilaila. A don Acisclo también le interesaba entrar en relaciones con Clotilde Barallobre, y la conoció. Pronto adquirió en la Casa de Aguiar vara muy alta, aunque no tanta que pudiese convencer a las Tres Tórtolas Tristes de que su puesto y su felicidad se hallaban tras los muros de Santa Clara, donde don Acisclo deseaba meter, por lo menos, a todas las solteras y viudas de Castroforte (las nativas, bien entendido, porque las godas, a causa sobre todo de su posición política, estaban pudiéramos decir que exentas de peligro). Esto no implica que don Acisclo las desatendiese. Por el contrario, lo más fino de su clientela se contaba entre ellas, y buenos quebraderos de cabeza que le proporcionaban algunas, casadas principalmente, aunque parezca raro; porque el mal se infiltra en todas partes y en todas partes adopta formas adecuadas a sus fines, que no son otros que independizar a las personas de la saludable tutela sobre las conciencias que don Acisclo, no en cuanto tal, sino como representante de una entidad superior e inapelable, intentaba ejercer. La señora de Benítez Aráujo, el abogado del Estado, por ejemplo, le había consultado acerca de ciertas prácticas a que se veía obligada a causa de la flojera sobrevenida a su marido después de la convalecencia de una enfermedad que había puesto su vida en peligro, y aunque se había repuesto enteramente, y acudía a su despacho, y llevaba los asuntos como en sus mejores tiempos, llegada la hora de la verdad, aquello remoloneaba y, sobre todo, no alcanzaba las condiciones plásticas indispensables para los fines previstos y apetecidos, apetecidos sobre todo por la señora de Benítez Aráujo, que, a pesar de sus cuarenta años, si no cohabitaba al menos dos veces por semana, andaba como una gaviota loca y se le iban los ojos tras los mancebos, conocidos o no, que se tropezaba en la calle, y su marido consideraba que una situación así es siempre peligrosa para una mujer casada. Don Acisclo, al oír de labios de la dama que tenía que emplearse a fondo para conseguir de su marido la disposición adecuada al acto, preguntó, lleno de temor, que qué entendía ella por emplearse a fondo, y desde que la interesada se lo había explicado con dengues de pudor a través de la reja del confesionario, rara era la noche en que, de las tinieblas de su imaginación, no salía la pareja entregada a sus manipulaciones, incluso a sus vocalizaciones, a veces en colaboración con el fantasma de la señora de Recuelo, a quien su marido exigía la desnudez total sin que ella pusiera excesivos reparos. Y era que, desde algún tiempo atrás, don Acisclo había perdido el imperio sobre los datos mediatos de su conciencia, y, sobre todo, durante la duermevela, bien a la hora de la siesta, bien a la de acostarse, y si no estaba fatigado más de lo que pide un cuerpo de su edad, se le abría la puerta de las fantasías con predominio de las eróticas, cuya indispensable base imaginativa le era suministrada por las confidencias de sus clientes. En un principio, consistía el fenómeno en verdaderas ráfagas fugaces, fragmentos que sacaban el hocico de la oscuridad y regresaban a ella rápidamente; pero más tarde habían empezado a sistematizarse y a constituir núcleos que se repetían con pocas variantes, como aquel, tan reiterado, en que don Acisclo se veía a sí mismo dirigiendo una orquesta que había logrado organizar después de haber llenado de monjas el convento de Santa Clara, lo menos trescientas, entre las cuales escogiera las de buen oído, las enseñara a tocar los diversos instrumentos, o a cantar si carecían de la destreza requerida: disponía casi de un cuerpo musical de calidad equivalente, no a la orquesta de Boston ni el coro del Tabernáculo Mormón, pero casi; y hubiera podido dar conciertos públicos si la Regla no lo prohibiese, pero que los daba, semiprivados y gratuitos, en el claustro gótico del monasterio, debidamente reconstruido, y con macizos de rosas y cuatro grandes cipreses en las esquinas. La mente de don Acisclo levantaba un tablado capaz, y llenaba el patio del claustro de sillas de tijera, prestadas por un café, en que tomaban asiento, por este orden, la señora del Gobernador, las de las otras autoridades, y las presidentas de las Asociaciones piadosas, así como las damas distinguidas de la localidad —sin discriminación entre godas y nativas— y las monjas cerradas de oído, hermanas legas inclusas. Era una noche de agosto, caliente y tranquila. Algunos ruiseñores cantaban emboscados en los cipreses. “¡Ya les daré yo trinos a esos impertinentes cuando coja el violín!”, y, en el silencio, el surtidor de la fuente cantaba su recitativo de cristal (a veces, lo desgranaba, y, otras, derramaba cristal sonoro; porque la potencia metafórica de don Acisclo era bastante mutable), pero esto tenía remedio, con solo cerrar el paso del agua. Las noches de concierto, el monasterio parecía devuelto a sus mejores tiempos. Conforme iban llegando las invitadas, las monjitas excluidas de orquesta y coro las obsequiaban con licores y con las famosas rosquillas de Santa Clara, de exquisito sabor solo superado por las yemas del mismo nombre, que ellas mismas confeccionaban y servían de regodeado entretenimiento al paladar de invitadas y monjas, con lo cual se conseguía la disposición de ánimo exigida por la larga duración de los conciertos, en los que lo menos que se ejecutaba era una sinfonía, coral o no, y un concierto para violín y orquesta. Después del refrigerio, las acomodadoras iban colocando al público. Si la sinfonía implicaba coros, las cuarenta monjitas cantadoras bajaban del claustro alto, de dos en fondo y con las cabezas modestamente bajas, y se acomodaban en el lugar idóneo. Venían después las ejecutantes, más lentas de movimientos, si no era la virtuosa de percusión, moza robusta y llena de vitalidad que nunca se estaba quieta. La hermana del fregadero apagaba el rumor de la fuente. Silencio y pausa breve. En lo alto de la escalinata que comunica los dos claustros, aparecía entonces don Acisclo, el manto desplegado, más viva que nunca la púrpura de sus calcetines, más brillante la plata de las hebillas. Y descendía rápido, con el violín bajo el brazo y el arco en la mano diestra. Dejaba el manteo en su asiento de primer violín, subía al podio, saludaba. La muchacha de la percusión levantaba sus mazos, y don Acisclo su arco. Todo listo: manos impacientes por moverse, bocas impacientes por soplar o cantar. El arco del violín de don Acisclo se erguía a sacudidas rítmicas, cada vez más arriba, y atraía todas las miradas. Se mantenía en alto, y las miradas quedaban quietas. Caía, y los compases fuertes golpeaban los corazones y las piedras. Y aquella música atravesaba los sillares y conmovía los pechos varoniles que, alrededor del convento, lloraban la soledad amorosa en que el celo salvador de don Acisclo les había dejado. ¡Ni una soltera joven, ni una viuda madura! ¡Ni orgasmos ni eyaculaciones en el ámbito purificado de Castroforte del Baralla! Don Acisclo soñaba con el día en que pudiera, triunfalmente, sentarse, nocturno, a su mesa, sacar el lápiz y hacer el cálculo: quedan en Castroforte veintisiete parejas que cohabitan una vez al menos cada día. Pronto lo harán solo una vez por semana. La cantidad de licor dilapidado disminuye a razón de treinta centímetros cúbicos por mes. Dentro de un par de años, nada. Entonces, podré morir tranquilo. Pero ese día estaba, aún, lejano. Por lo pronto, las chicas de la ciudad eran reacias a meterse monjas, y, las godas, ni pensarlo. La esperanza de tocar la flauta en la orquesta no parecía entusiasmar a nadie. Contemplaba, en su imaginación, los asientos vacíos y el podio desierto. Recorría, en sus visitas a las doce monjas que aún vivían en el convento —reforzadas ahora por la presencia de Minucha la del Globo, que, cuando no lloraba, las insultaba—, los claustros ruinosos; contemplaba las paredes comidas por la hiedra, los jaramagos y verbenas que crecían en las hendiduras y ponían, irrespetuosos, un airón de flores en la cabeza de la Santa titular. Sus ojos melancólicos paseaban el patio sin arriates ni cipreses, la fuente rota y muda, los aleros amenazadores. Le venían las lágrimas, y tenía que refugiarse en las amadas imágenes consoladoras y revigorizantes: el convento reconstruido, poblado de trescientas monjas nuevas, arrebatadas a la voracidad sexual de los varones de Castroforte y a las obligaciones matrimoniales, a la maternidad y a sus deberes; la orquesta incomparable que ejecutaba el Concierto en Re menor para violín y orquesta, Opus 61, de Beethoven, que él solía pronunciar claramente “Biitufen”, cuyo rondó se estimaba como una de sus más eminentes interpretaciones; como que había prometido a don Manolito, el seminarista de Golada, en la provincia de Pontevedra —al que casi tenía arrebatado de las manos de una mujer, y que tocaba muy bien el piano, y que lo tocaría mejor cuando viviese bajo su tutela moral y musical—, hacer una reducción del Concierto en Re para piano y violín, con objeto de que lo ejecutasen, en pie de igualdad se sobreentiende, en las largas noches del helado invierno, cuando las maderas crujir hace el viento y azota los vidrios el fuerte aguacero y no hay otro modo de ahuyentar la pesadumbre que entregarse al placer espiritual de la música. Pues bien: cuando imaginaba la ejecución del Concierto en Re en colaboración con la orquesta monjil, acumulaba voluntariamente las imágenes más favorables que creaban alrededor del acto musical un sistema de circunstancias embellecedor y personalmente halagüeño; pero solía suceder, y esto era lo que le hacía dudar de su dominio sobre la mente, que cuando él, don Acisclo, respondía a la orquesta con las delicias ascendentes del rondó en la parte del solo, la monja de los timbales, o la del saxofón, o la del corno inglés, o la del oboe, e incluso la monja del segundo violín, especialmente devota suya, pegaba un grito que atravesaba el aire del claustro como un pájaro herido, un grito desgarrador seguido de una exclamación aterrada: “¡Ahí está el hombre!” Y, en efecto, cabe una ojiva del claustro alto, exultante y resplandeciente, amén de desnudo (que era como lo veían las monjas, aunque él, don Acisclo, lo viese siempre con una especie de taparrabos, como el de Supermán), estaba aquel a quien las monjas llamaban por su nombre genérico porque ignoraban que se trataba precisamente de Jota Be, el mítico Jota Be cuyo recuerdo, cuyo anhelo, ni la música, ni las plegarias, ni las disciplinas habían logrado eliminar de su memoria, de su deseo. Y aunque en aquel instante, inmediato al grito e inmediatamente precedente al revuelo, don Acisclo se volvía y exorcizaba la figura, porque estaba convencido de su naturaleza demoníaca, no podía evitar que las señoras invitadas y las monjitas viejas corrieran chillando en busca de refugio, mientras las jóvenes corrían también, aunque en persecución del aparecido; una persecución acompañada de aullidos en que se manifestaba la parte más vergonzosa de la naturaleza humana en su versión femenina: aullidos de gatas en enero, que no se extinguían hasta la madrugada, cuando las monjas, rendidas o satisfechas, se quedaban dormidas en las esquinas de los claustros, cuando no espatarradas y con el sexo al aire en los duros lechos de tablas. Comenzaba entonces la larga operación secreta por la que don Acisclo recuperaba a aquellas desmandadas para la Castidad y la Música, operación compleja, duradera, pues comprendía graves ayunos con que debilitar la carne y disciplinas para castigarla: todas las tardes, don Acisclo se veía en la dolorosa necesidad de inspeccionar las espaldas de las monjas, identificar y contar los cardenales, y azotarlas él mismo con el arco del violín a guisa de látigo cuando se mostraban remolonas o intentaban alguna suerte de impostura. ¡Ah, cómo se sentía entonces don Acisclo investido de Poder! Subido al podio, pasaban por su lado las penitentes, desnudas de cintura para arriba: de una en una y con las cabezas gachas. El látigo, destinado a funciones de armonía, cruzaba sus espaldas, ¡zas, zas!, dejaba en ellas una cruz escarlata, sangrante a veces, después morada, y a otra cosa. De estas imaginaciones salía don Acisclo fatigado, pero recobrada la fe en sí mismo y dispuesto a cargarse a La Tabla Redonda cuanto antes, sobre todo después del intento de asesinato perpetrado con nocturnidad, alevosía y en cuadrilla la noche aquella de aquella tarde en que Beatriz Aguiar había ejecutado su parte de piano a satisfacción y podía considerarse la Sonata a Kreutzer suficientemente ensayada; aquella misma tarde en que el rodar de las cosas había permitido a don Acisclo relatar a Las Tres Tórtolas Tristes y a su amiga Clotilde Barallobre, alias La caña pensante, apodo de misteriosas referencias, más bien ininteligible, que no procedía como los otros del ingenio godo, sino de la torpeza local; aquella tarde en que les había relatado, según la Versión Segunda, la historia completa de por qué su violín era un guarneri, de por qué su loro era un diablo domesticado, y de cómo había logrado salir de Méjico durante la revolución de Calles, con la consiguiente referencia a las nueve esmeraldas. Venía, pues, don Acisclo doblemente satisfecho, y hasta el peso del violín y su estuche le resultaba liviano, cuando, al desembocar en la Plaza de los Marinos Efesios, tuvo la repentina impresión de encontrarse en peligro —el Ángel nunca falla—, y al intentar volver atrás, vio que dos bultos le cerraban el paso por la parte del Camino de Ronda que atraviesa la Plaza de las Madres Bernardas, es decir, por retaguardia. Pensó que quizás pudiera escabullirse en la de los Marinos Efesios al cobijo de los magnolios oscuros, pero, al entrar en ella, vio nuevos bultos que evidentemente le esperaban y que, al verle, se pusieron en movimiento: con lentitud, y de tal manera dispuestos, que no había escapatoria posible, salvo tirarse al río; y aunque don Acisclo no creía en la leyenda de las lampreas y su voracidad, pensó que no podía perder el violín o, en el mejor de los casos, estropearlo para un montón de años, porque, ¿cuánto tardaría la madera en secarse de la mojadura y recobrar la pureza del sonido? No obstante, retrocedió hacía la muralla y se instaló en una almena, entre dos de los cañones ornamentales, al lado precisamente de uno de los montones de balas que colaboraban en tan teatral adorno. Quizá pudiera defenderse con ellas, a pesar de la debilidad de sus brazos. Los bultos continuaban acercándose, eran siete —inidentificables en la oscuridad—, estaban cada vez más cerca. Lo que llevaban en las manos, si no estoques, eran al menos estacas. Don Acisclo se pegó a la piedra fría, a la piedra rezumante de la fortificación inútil. Agarraba con fuerza la caja del violín, pensaba en él más que en sí mismo, se sentía capaz de defenderlo con su cuerpo. ¡Ay, qué angustia! La noche estaba oscura, pero tranquila. Voy a morir. ¿Atravesado por siete espadas, apaleado por siete innobles garrotes? No lo sé. Voy a morir en silencio, porque este río es mudo, porque el rumor de la ciudad, desde aquí, no se escucha, y porque mi dignidad de Azpilcueta Cortázar no me permite gritar como un ratón. Voy a morir en soledad. ¿Cuántos metros le separaban de los agresores? ¿Ocho, diez? Alargó el pie, empujó el montón de balas, cayeron dos o tres, golpearon las losas, rodaron hasta el césped. — 1. No es miedo lo que siento, sino indignación. — 2. No tiemblo de terror, sino de rabia. — 3. Mi corazón no me golpea el pecho por el temor, sino por la legítima ira. Quizá seis metros solamente. Empujó otra vez las balas, pero no cayó ninguna. Yo no puedo morir así, como un animal acorralado. Tengo que morir como quien soy. ¿Y quién soy yo? Un predicador, un violinista. ¿Predicaré a estos bandidos el Sermón de la Montaña? Evidentemente, serían palabras sembradas en pedregal. ¿Y tocarles el violín? El corazón de don Acisclo se detuvo, estupefacto ante la ocurrencia, y se admiró en secreto. ¿Cómo no lo habré pensado antes? El quejido del violín y mi último quejido se confundirán en uno solo. Sus manos abrieron el estuche. Cinco metros nada más. Retiró el arco y el instrumento. Cuatro metros. Instaló el violín debajo de la barbilla y levantó el arco. ¿Nada más que tres metros? El arco rozó las cuerdas, y los primeros compases de la Partita Tercera, de Bach, para violín solo, rozaron los pechos y las almas de los siete asesinos. Fue como si un muro de poder los detuviera. Quedaron quietos. Una estaca o espada que se había levantado ya, descendió lentamente. El sonido del violín, rebasadas las siete sombras inmóviles, alcanzaba los troncos de los magnolios, llegaba a las paredes de las casas, y rebotaba. Tirulí, tiruliruli. Aquella Partita la silbaba su loro excepcionalmente, la silbaba con esa intuición para lo musical que se atribuye con fundamento al diablo, y don Acisclo la escuchaba en su interior como puro silbido recordado, y la iba trasladando al violín. Tirulí, tiruliruli, tiruliruli. Y era como si el muro de poder se endureciese, se espesase, impenetrable. Los asesinos, aquietados, iban perdiendo unanimidad y cohesión. Ya no formaban parejas. Cada uno a su aire, buscaban un apoyo. Este, en la cureña de un cañón apartado; aquel, en la arista de una almena. Dos habían reculado hasta la estatua, y se sentaban en las gradas del pedestal. ¡Si yo quisiera, con solo tocar en público, dominaría este pueblo! Los otros dos se habían perdido en las sombras de los magnolios y seguramente escuchaban arrimados a un tronco. Ahora, se encenderá alguna ventana, se abrirá luego, y una sombra —acaso de mujer, envuelto el torso en una capa de estambre tejida a mano— se sumará al auditorio. Cuando sean diez ventanas, Acisclo, podrás atravesar tranquilamente la plaza, sin dejar de tocar, y escabullirte hacia la Rúa Sacra, donde nadie osará agredirte. ¿Vas a dejar aquí el estuche? No tienes más remedio, si has de salir de la plaza tocando. Lo dejarás bien colocado donde está, y vendrás tú mismo, a media noche, cuando no pase nadie por las calles, a buscarlo. Meterás tu pistola en el bolsillo, por si acaso. ¡Cuán grande es tu poder, Acisclo! Aunque mayor ya el de tu violín que el de tu palabra. No es extraño: es un guarneri y soy yo quien lo toca. Mi voz empieza a cascarse. Y, así, los miembros de La Tabla Redonda le vieron salir, tocando, de la plaza, y salieron ellos después, silenciosos, dos a dos, como habían llegado, y al pasar por el puente donde las aguas tumultuosas del Baralla asumen las silenciosas, inmóviles aguas del Mendo, arrojaron los garrotes. Y cuando el Rey Artús, después de haber cenado sin decir palabra —“¿Qué te sucede, amor mío? ¿Es que no tienes dinero?”—, llegó al café, se limitó a decir: “Buenas noches, caballeros”, y, tras enviar una larga mirada al busto de Coralina Soto, una mirada como de pedir perdón o de disculpa, se sumió en un mutismo largo del que no salió hasta que Gowen dijo en voz medianamente baja: “Sin embargo, mi plan estratégico y táctico era irreprochable, como que está inspirado en el de la batalla de Austerlitz”. A lo que el Rey Artús respondió: “Lo mismo sucedió durante la guerra europea, el día en que por primera vez aparecieron los carros de combate”. “El violín de don Acisclo —corroboró Merlín— fue como la bomba de Hiroshima.” “¡Y que lo diga, don Perfecto!” “Hemos sido vencidos por nuestra sensibilidad estética.” “Eso, no hay que decirlo.” “Es una derrota que nos honra.” “Por supuesto.” Por los soportales de la Plaza pasaba muy de prisa don Benito Valenzuela, godo activo y singular. Había cogido, al salir de su casa, un maletín de su hija Lola conteniendo diversos ingredientes de tocador, un par de medias sucias, un espejo de mano, un paquete de cigarrillos sin cigarrillos, una caja de preservativos americanos, lavables y resistentes, y un Novenario a Santa Teresita del Niño Jesús. Don Benito Valenzuela hendía la niebla como un rompehielos, la cabeza adelantada, la nariz en alto, el sombrerito calado hasta los ojos. Llevaba en el maletín, junto a las cosas de su hija, el esqueleto de una merluza, perfectamente limpio, aunque envuelto, por precaución, en papel de estaño. Al salir de la plaza se tropezó con el Alcalde, que venía de echar una canita al aire, quiero decir, de tomar unos vasos y unos fritos de lamprea en la taberna de Venancio; y el Alcalde le dijo: “¿Lleva prisa, Valenzuela?” “Como siempre, Irureta: una prisa espantosa.” “¡Pues con esta niebla…!” “Eso digo yo, ¡con esta niebla!” “¿No le apetece un blanco, Valenzuela?” “¡Hombre, Irureta, si usted se pone así…!” “Cabalmente, en lo de Venancio, acaban de abrir un barril lo que se dice pistonudo.” “Entonces, vamos allá.” El Alcalde volvió sobre sus pasos, y don Benito Valenzuela, godo activo y eficaz, sosegó de momento la prisa y acostó a la izquierda del Alcalde. “¡Es una niebla puñetera, pero no para amilanarse!” En esto, llegó al café don José Bastida, a quien su condición de adherido había estorbado en un principio e impedido al fin colaborar, ni siquiera como elemento logístico, en la paliza a don Acisclo, conclusión que había aceptado sin resentimiento dado que la alianza de su estatura con su manera de andar le hacían inconfundible, incluso cuando su escasa humanidad se reducía a la condición de sombra, y de estar presente en el ataque, de estar presente aunque no fuera más que en retaguardia, hubiera sido fácilmente identificable; por lo cual se resignó al papel pasivo de contemplador desde un balcón trasero de la fonda, con la consigna, eso sí, de dar la voz de alarma en el caso de que alguien acudiese a los gritos previsibles del atacado. Su eminente posición le permitió asistir a la maniobra envolvente o de acoso, que le pareció, sin embargo, demasiado lenta. “¡Se están regodeando!”, pensó; y él mismo participó en el regodeo, hasta que el grito del violín entró en su inteligencia como un relámpago y le hizo comprender de pronto el cambio de situación. “¡Siempre hay un detalle imprevisto, que se le ocurrió a don Acisclo y no a nosotros!”, lo cual, por otra parte, era en cierto modo natural, pero demostraba sin vuelta de hoja que, al planear a conciencia la operación, ni Gowen, ni sus compañeros de La Tabla Redonda, ni él mismo, que escuchaba y pensaba mientras ellos planeaban, habían sido capaces de abandonar por un momento su posición teórica de atacantes y ponerse en el lugar del atacado. Con que a cualquiera de ellos se le hubiera ocurrido advertir: “Si a don Acisclo le da por tocar el violín, nos hace la puñeta”, habría bastado para rectificar los planes operatorios. Porque si bien a todos conmovía la música, era conocida la respetuosa, casi idolátrica pasión del Rey Artús por los grandes virtuosos y por cualquiera que se les aproximase, y aunque ninguno estaba en condiciones de dictaminar el grado de perfección alcanzado por don Acisclo, el caso era que el violín sonaba muy bien y ninguno conocía la Partita de Bach como para asegurar que el ejecutante se había comido alguna nota. “¿Qué le ha parecido don Acisclo como músico?” “Reconozco que es un hijo de puta, pero toca admirablemente, y confieso que jamás le pondré la mano encima, ni siquiera con la colaboración de una estaca o cualquier otro objeto contundente.” “Y usted, Gowen, ¿qué opina?” “Por una parte, ya usted ve; por la otra, ¿qué quiere que le diga?” Y esta respuesta tan inteligente, aunque cargada de melancolía, de quien había actuado de Napoleón Bonaparte, era la única posible. “Hay que reconocer que somos unos mierdas”, dijo alguien; y, en el silencio que siguió, oyeron que un cliente del café contaba a otros que habían querido matar a don Acisclo Azpilcueta, y que el golpe había fallado porque los agresores eran unos mierdas. Los de La Tabla Redonda se miraron, justo en el momento en que otro cliente entraba en el café, y relataba a voces el suceso. “¡Menudos mierdas, los que hayan sido!” La noticia andaba suelta, entraba en las casas, cabalgaba en el viento por las calles, y de todas las bocas salía el mismo comentario: “¡Buenos mierdas tenían que ser, para no atreverse!” Y todo el mundo lo lamentaba: las casadas, en cuyas conciencias hurgaba don Acisclo para sacarles los trapos sucios; las solteras y viudas que quería meter en el convento; los maridos, cuyas noches de amor frustraban los remilgos morales de las esposas, hasta las mismas monjitas de Santa Clara, que no podían ser santas a su modo, sino al preceptuado por don Acisclo. “En este momento —dijo José Bastida—, todos los habitantes de Castroforte, así godos como nativos, piensan que somos unos mierdas.” Merlín le miró y se sobresaltó. “Luego, ¿usted cree…?” Bastida reclamó silencio con una mano, y se oyó un quejido largo y remoto, como si llorase el corazón de la tierra, con algo de rotura y algo de violencia. “Está empezando.” “¿Qué es lo que está empezando?”, preguntó, escamado, Lanzarote, y Merlín le mandó callar con un ademán brusco. “Fíjese en las lámparas.” —Bastida señalaba la grande del salón, la que solo se encendía en las festividades—. “Pero ¿no se mueve siempre? Galileo…” “Quizá, pero de otro modo. Eso es un ligero bamboleo.” Lanzarote golpeó fuertemente la mesa. “¿Quieren decir de una vez qué coño pasa?” “Después que pase, si no le molesta.” Gowen había apoyado los codos en la mesa y la cabeza en las manos, y miraba a Bastida y a la lámpara. “¡Fíjese en las tazas!” Las del café se habían desplazado, se desplazaban todavía, con lentitud, milímetro a milímetro, pero solo unos pocos. “Espero que se olviden de que somos unos mierdas y piensen pronto en otra cosa. De lo contrario…” Lanzarote ponía esa cara de túzaro que ponen los racionalistas ante el misterio, esa cara de cabreo de quien no puede cabrearse con nadie y la toma contra quien ve más que él. “Parece que hoy andamos de cachondeo, ¿no es así, caballeros?” Gowen se echó a reír: “¿Por qué no tiene paciencia?” “¡Es que me molesta que me tomen el pelo!” “Se está usted poniendo a la altura de los godos.” Merlín dio un largo suspiro. “¡Fíjese, parece que se mueve menos!” Bastida suspiró también. “Quizá no haya pasado de un amago.” “¿Un amago de qué?”, preguntó, por fin, Gowen. “De vuelo. Por los aires, se entiende”, le respondió Bastida después de haber recibido de Merlín una mirada aprobatoria. “¡Ustedes están de coña!” El Rey Artús había seguido punteando en la guitarra, y la hondura de su nostalgia estaba tan llena de quejas propias, que no cabía ninguna otra, ni siquiera las telúricas. Levantó la cabeza. “¿Pasa algo?” “Según estos, que vamos en aeroplano.” “Personalmente —respondió el Rey Artús—, vengo del cielo de Portugal”. “Por esta vez, no hemos llegado tan lejos.” “¿Se lo cuento?”, preguntó Bastida. “No hay más remedio, y, por mi parte, lo considero una obligación.” El Rey Artús dejó a un lado la guitarra. “¡Cuente, cuente!” Y Bastida contó, con palabras cargadas de espanto y de lirismo, su experiencia de una mañana de niebla, mejor una madrugada, o quizás no más que a media noche, cuando vio a la ciudad descuajarse de su asiento y ascender. “Si eso fuera cierto, podríamos hacernos millonarios.” “¿Yo también?”, preguntó, escéptico, Bastida. “Usted y toda la ciudad. ¡Menuda atracción para el turista! Castroforte del Baralla, la ciudad más importante del mundo. Así titularé mañana, a toda plana, la noticia.” “¿Qué noticia?” “¡Hombre, eso no se pregunta!” “Pues, la verdad, no le entiendo”, dijo Merlín. Lanzarote empezó a impacientarse. “Pues espere al periódico de mañana.” “¿Se refiere usted a lo que acabo de contar?” “Naturalmente.” “¿Y me va a atribuir el cuento?” “Usted es su autor.” “Pues no va a creerle nadie.” “Tengo a estos caballeros de testigos.” “¿Testigos? —intervino Gowen—; testigos, ¿de qué?” “De lo que ha contado don José Bastida.” “Bastida no contó nada.” La voz del Rey Artús fue como un epifonema y al mismo tiempo una sentencia. Lanzarote lo pensó un poco y cambió de actitud. “Caballeros, les ruego que lo mediten. Creo de veras que sería el reportaje cumbre de mi vida. Estoy seguro de que me mandarían a Madrid de director de un periódico. Pero está, además, la ciudad. No tenemos industria. Las peregrinaciones al Cuerpo Santo dan menos dinero cada vez, y las lampreas, a falta de alimento humano, pues no hay quien se suicide, no pueden competir con las de Villasanta, lo saben ustedes de sobra. Ahora bien, ¿imaginan el impacto que causaría este anuncio, puesto en los principales periódicos y revistas de todo el mundo: Visite usted Castroforte del Baralla la ciudad que se columpia y, debajo, una fotografía en colores de Castroforte por los aires?” “Y, ¿quién iba a sacar la foto, usted?” “Hay excelentes profesionales.” “¿Y máquinas que taladran la niebla?” “Algo habrán inventado los alemanes.” “¿Y cuenta usted con el permiso de la Sección de Dispersos Centralizados?” “¿Cómo?” “¡Sí, hombre, esa oficina de Madrid por donde pasan el sístole y el diástole de la vida castrofortina!” El entusiasmo futurista de Lanzarote pareció refrenarse un poco. “Habría que conseguirlo, claro.” “Pues, ande. Váyase a Madrid, convénzalos de que Castroforte, de vez en cuando y siempre a horas de niebla, se da un garbeo por los espacios, y de que ese acontecimiento, debidamente industrializado, puede sacarnos a todos de pobres, incluso a nuestro amigo Bastida, único testigo del prodigio. Y, cuando los haya convencido, solo después, publique la noticia en su diario. Pero supongo que ya habrá descubierto el modo de que Castroforte vuele cuando usted quiera, pues, de otro modo, no va a mantener a los turistas, a mesa y manteles, hasta que, por casualidad, nos pongamos un día de acuerdo.” “Eso es lo que menos me preocupa —dijo sordamente Lanzarote—, porque la técnica moderna hace ese y otros milagros. Lo malo es el permiso de la Sección de Dispersos Centralizados. Serán todos godos sin imaginación y no me creerán aunque les jure…” “Pues, a mí, tampoco —le interrumpió Bastida—; menos que a usted. Y, a lo mejor, me meten en la cárcel por mentiroso”. “Sin embargo, mi vida vacía, mi vida de soltero putañero, ya tiene una finalidad. ¡Yo no soy un Jota Be, pero un día habré rescatado del silencio, para la libertad y para la riqueza, a Castroforte del Baralla! Si no, al tiempo.” El Rey Artús, inesperadamente, empezó a tocar un fado cuya letra tenía algo que ver con la vida vacía y putañera de Lanzarote. “Mientras tanto —cerró Merlín—, guarde usted bien el secreto.” “¿Es un consejo?” “Sí. Y, además, un ruego que le hacemos sus amigos.” Las manos de Bastida salieron de la mandorla de sombra. “Si me permite, añadiría algo.” “Dígalo.” “No confíe en la Sección de Dispersos Centralizados, porque lo más probable es que todos sus funcionarios sean naturales de Villasanta de la Estrella.” Un silencio de admiración casi maciza siguió a las palabras de Bastida: en la guitarra, el fado que punteaba el Rey Artús bien podía ser un tango. Cuando Lanzarote llegó a su despacho del periódico, le telefoneó el Secretario del Poncio: “El señorito quiere hablar contigo”. Dio unas cuantas órdenes y allá se fue. El Poncio fumaba puro y tomaba café y copa. “¿Quiere?” “Bueno.” Charlaron, al principio, de bagatelas. De pronto, dijo el Poncio: “Ese asunto de la estatua empieza a ponerse mal”. “¿Por qué?” “Porque a alguien de la Dirección General le dio por averiguar quién era Ballantyne, y resulta que fue un irlandés al servicio de Napoleón.” “¡No me diga!” “Y que dirigió la defensa de esta ciudad contra los patriotas de Villasanta de la Estrella.” “¡Verdaderamente increíble!” “Me ordenan, pues, que la haga desaparecer cuanto antes.” “Se va a armar en el pueblo la de Dios es Cristo.” “Actuaremos con mano dura.” “¿No podría buscarse un arreglo?” “Lo veo difícil. Esa estatua constituye un insulto a la conciencia nacional.” “Sin embargo, usted mismo convino, hace días, en que derribarla era impolítico.” “De acuerdo. Pero, entonces, no sabía quién era Ballantyne.” “El pueblo tampoco lo sabe. Solo los miembros de La Tabla Redonda…” “Esos tíos mierdas…” A Lanzarote le entró un escalofrío. “¿Por qué dice usted eso?” “Porque lo dice todo el mundo, y debe de ser verdad.” “Supongo que hará alguna excepción.” “La suya, y nada más, y eso porque usted está allí para cumplir una misión.” “¡Que lo diga!” “De modo que, volviendo a lo de la estatua…” “Perdóneme que le interrumpa.” “Por supuesto, si es para algo positivo.” Lanzarote daba vueltas en la cabeza a una idea, pero, como todavía no la veía clara, se entretuvo en consideraciones generales, hasta que el Poncio le dijo que fuese al grano y, para animarlo, le sirvió otra copa. “Partamos de que, al pueblo, lo que le importa es el bulto. Partamos también de que todas las estatuas se parecen y, muchas, son iguales. Partamos finalmente de que, a los muertos, se les conoce por la lápida, y, si no hay lápida, no hay reconocimiento.” “¿Qué quiere insinuar?” “Una solución posible, que sería el escamoteo del Almirante.” “O yo soy tonto, o lo es usted. Hace un momento hablé de retirar la estatua.” “Yo le propongo retirar solamente al Almirante, o, con más exactitud, sustituirlo por otro.” “Eso costaría caro, habría que iniciar un expediente, ¡qué sé yo! El tiempo, además, no está para estatuas, en plural, usted me entiende.” “Pero usted a mí, no.” “¿Por qué no habla claro?” “Lo haré, descuide, sin pérdida de tiempo.” Escogió un cigarro de los que fumaba el Poncio, mordió el extremo, encendió… “Señor Gobernador, todo es cuestión de una lápida. Quito esta y pongo aquella. Lo hago de noche, sin que se entere nadie. Una lápida exactamente igual e igualmente oxidada, solo que en vez de decir Al Almirante Ballantyne, Castroforte agradecida, 1865, diría, por ejemplo, Al Héroe del Callao.” “Y ese, ¿quién fue?” “Otro Almirante o, mejor dicho, dos.” “Entonces habría que poner A los Héroes del Callao.” “¿Para qué? Si no hay más que una estatua, basta con un héroe.” “Pero ¿cuál?” “A usted, ¿qué más le da?” “Eso es cierto.” “Al pueblo también le dará lo mismo, porque no se enterará. Nadie lee las lápidas de las estatuas más que los forasteros. Cuando pasen años, y aparezca uno de esos eruditos que lo curiosean todo, se preguntará por qué en Castroforte llaman Valentín a quien se llamó Casto en vida, y probablemente tardará en explicárselo. Pero, entonces, las circunstancias habrán cambiado.” “¿Quiere usted decir que ya no importará la presencia en efigie de un enemigo de España?” “No, señor. No se me había ocurrido.” El Poncio se rascaba detrás de la oreja. “La idea no es mala. La consultaré con la superioridad.” “No lo haga. Si la idea es buena, se la apropiará el Director General y la propondrá al Ministro como suya. En cambio, si presenta los hechos consumados…” “¿Sabe de algún fundidor de bronce?” “Será mejor que esos detalles vengan resueltos de fuera…” “No me explico cómo todo esto no se me había ocurrido antes”, murmuró el Poncio; y Belalúa se le quedó mirando, y, cuando salió del despacho, iba tan deprimido, que le sucedía algo exigente de remedio inmediato; por lo cual telefoneó al periódico diciendo que no se encontraba bien, pero, en vez de ir a su casa, fue a la de Bernardina la Galante, donde pasó la noche, porque solo en brazos de una mujer exigente y fatigante podía curarse del remordimiento que cada traición a sus amigos y a su pueblo le causaba. Aquella noche, Bernardina le dijo que se decía que don Acisclo había dicho que estaba a punto de recibirse una orden de la Administración Central para meter en el Convento de Santa Clara a todas las putas profesionales, y esto había causado gran alboroto en el Barrio del Pombal, que era donde moraban las hermanitas del toma y daca con título facultativo y licencias para ejercer. Se trataba, sin embargo, de un bulo, porque don Acisclo andaba muy atareado repitiendo a todo el mundo que había sido objeto de una agresión en cuadrilla, y que si aquello iba a seguir así, pronto nos habríamos todos reintegrado a los tiempos del Pernales. Estaba, sin embargo, exultante y fuera de sí por su triunfo, y, además, particularmente elocuente, como se demostró aquella misma tarde, que era sábado y don Manolito venía del seminario de paso para Golada, y don Acisclo, bien aleccionado por la madre del mancebo, lo fue a esperar al autobús de línea, no le permitió acogerse a la tibia hospitalidad del Espiritista, y se lo llevó a su casa, donde, después de la cena y en presencia del loro, que andaba aquella noche bastante taciturno, desarrolló los recursos más escogidos e inesperados de su dialéctica en torno principalmente a los siguientes puntos: — 1. Si bien es cierto que el imán tiene la propiedad de atraer al hierro, lo es también que el hierro no es responsable de sentirse atraído por el imán, bien entendido que don Acisclo homologaba a don Manolito con el hierro y a Julia con el imán. — 2. Los actos cometidos sin responsabilidad moral, id est, sin libertad, no obligan a ninguna clase de reparaciones; por lo cual don Manolito estaba exento de cualquier obligación con Julia, contraer matrimonio o cosa semejante. — 3. Podía tener la seguridad de que el abandono del sacerdocio, y el matrimonio, causarían la muerte inmediata de su madre, acto del que sí tendría que responder ante el Altísimo, y cuya sola suposición hizo verter a don Manolito abundantes lágrimas, pues era de corazón sensible. — 4. El matrimonio no le garantizaba una correcta conducta moral, ni mucho menos, pues es bien sabido que todos los casados se cansan de sus esposas y empiezan a buscar el placer fuera de casa, de lo que él estaba perfectamente seguro a causa de las muchas confidencias recibidas a lo largo de su ministerio, hasta el punto de poder afirmar que solo un dos por ciento de los casados habían permanecido fieles a sus cónyuges después de la desilusión, y, estos, por falta de imaginación, por pereza o por miedo. — 5. Que pasado un año de la ordenación in sacris, es decir, cuando el peligro se hubiese alejado definitivamente, bien porque Julia se hubiera casado con otro, bien porque hubiera rodado por la pendiente hasta el abismo a que con absoluta necesidad la conducían sus livianas costumbres, él, don Acisclo, lo traería a Castroforte, le ofrecería una habitación en su misma casa y, bajo su dirección, podría don Manolito seguir cultivando el arte del piano, para el que tenía las mejores disposiciones, y así llegarían a formar, pasado poco tiempo, un duetto que le permitiría a él, don Acisclo, prescindir de la colaboración de ciertas damas de la ciudad que aporreaban el piano, y a él, don Manolito, elevar su espíritu en la práctica de la ascesis y del arte musical más refinado. Todo lo cual zarandeaba el abundante corazón y la escasa mente del mancebo hasta dejarlo turulato, de modo que acabó por acceder a la solución propuesta por don Acisclo, es a saber, que al día siguiente se enviaría recado a Julia por un monaguillo para que acudiese a una cita en la Colegiata, y que sería él, don Acisclo, quien la recibiera, sermoneara y despachara. Don Benito Valenzuela Tapias, godo activo y eficaz, doblaba en aquel instante la esquina de Altamira y Sotomayor, justamente donde tiene su tienda de zapatos don Felipe González, el Maragato, entre la quincalla de Álvarez, por Altamira, y la sucursal del Banco de Galicia y el Bierzo, por Sotomayor: una tienda muy bien surtida, como que vende más que ninguna del ramo, sobre todo zapatos para niño y mozalbete, y últimas novedades de París para señora y señorita. Don Benito Valenzuela, que era amigo del Maragato, asomó el pico, y, al no verlo, continuó el camino, más de prisa si cabe. Llevaba una maleta de tamaño regular, con unas buenas correas de cuero bien apretadas, y, en la maleta, un par de botas viejas, otras algo más nuevas, pero no demasiado; tres cajas de cartón metidas una dentro de otra y, ambas, en la tercera, que estaba atada con una cinta; varios envases de hojalata, vacíos, que habían contenido pimientos morrones, mermelada, sardinas en aceite, guisantes al natural, espárragos de Murcia, melocotones en almíbar y, el mayor, chorizos de Cantimpalo. Además, un cerrojo de hierro, de los antiguos; una máscara de esgrima con la rejilla rota; un pie ortopédico y la funda de una almohada. Siguió por Sotomayor hasta Almirante; de ahí bajó por Carral hasta Alfonso XII y, una vez allí, demoró el paso y, con precauciones, entró en la Alameda, y fue de sombra en sombra, como espiando. Al día siguiente, que llovía bastante, y los goterones golpeaban contra las tejas, y además hacía frío, despertó a Bastida, como era sólito, la puerta corredera, que se encasquillaba siempre a la mitad del camino, y el ruido, al caer, de la Gramática de Bello y Cuervo, que estaba con otros libros en el estante de la pared y que se caía todas las mañanas. “Debería usted poner en otra parte el estante de los libros, don Joseíño, si no quiere que acaben estropeándose.” Julia alargó la bandeja, quedó arrimada a la pared y dio un largo suspiro. Bastida se remoloneaba entre las sábanas. “Don Joseíño, aquí tiene el café.” La taza esportillada, la bandeja de peltre, y, en un plato, la nata de la leche con buena costra de azúcar. “Tengo que hablarle.” “¿Te pasa algo?” “Manolo no vino esta noche a dormir, y me mandó recado de que fuera a verlo. Me lo mandó ahora mismo, por un monago, el pobre vino corriendo con la mañana que hace. Y yo me digo: ¿dónde durmió y por qué no vino aquí, como siempre? Tiene la habitación dispuesta y limpia. Y ¿por qué me mandó recado en vez de venir a verme?” Le dio una congoja repentina y empezó a llorar. Don José quiso sentarse en la cama, e iba a pedirle que le alcanzase el abrigo, que colgaba de un clavo en la pared; iba a pedírselo para taparse con él las espaldas mientras desayunaba; y no por nada, sino porque, con ella delante, no se atrevía a levantarse y cogerlo: le hubiera dado mucha vergüenza que Julia le viese las piernas peludas y tuertas, las canillas descarnadas… “No te pongas así, mujer. A lo mejor…” Julia metió el cuerpo en la habitación y cerró tras sí. “Que le digo que se me va a ordenar, don Joseíño. Si no, al tiempo.” Le quedaban las rodillas, a Julia, por encima de las franjas del cobertor. ¡Lo hacía tantas veces, casi siempre riendo, porque, hasta entonces, desde que le había llegado el amor dentro de una sotana de seminarista, había reído todas las mañanas, incluso las de lluvia! “Y yo le digo que, si es así, me tomo algo, ¡vaya si me tomo algo!” Bastida apartó la bandeja, con el café intacto, porque podía caerse, y acarició el cabello oscuro de Julia, tan limpio y cepillado, cortado a la altura de las orejas y recogido por el lado izquierdo por un peine de pasta incrustado de culitos de vaso verdes, rojos y blancos. Sus pómulos anchos, angulosos, se habían humedecido, y a él le gustaba también así, aunque no quisiera reconocerlo, o, al menos, aceptarlo: sus fantasías excluían a Julia. Sus fantasías comienzan siempre con la imagen armoniosa de doña Bárbara, la catedrático de Latín del Instituto: armoniosa e imponente, armoniosa e inaccesible, armoniosa y lejana: una imagen que crece hasta llenarlo todo, hasta cubrir el sol y la primavera de los ensueños, mientras la propia imagen se achica hasta desaparecer, avergonzada, por el agujero de ratón más próximo. Pero, una vez allí, Julia entra con su bandeja de peltre, le sonríe, le confiesa que es muy feliz, y le recomienda que tome el café bien caliente, porque hace muy mala mañana. “No digas disparates. Eso no vale nunca la pena. ¿No me ves a mí? Otro cualquiera, en mi lugar, hubiera ya tomado billete de ida al otro barrio. Pues, yo, aguanto. ¡Y lo que aguantaré todavía! Vida no hay más que una.” “Usted es un hombre; pero ¡yo!…” Se arrodilla y hunde la cara en las ropas de la cama. Un hombre. Gracias, muchacha. Otros me tienen por cierta cosa entre sapo y esclavo. A cada sacudida de su congoja, Julia menea la bandeja de peltre y derrama un poco de café. Incorporado a medias, Bastida sorbe un poquito, y continúa con la nata, que está buena, que está verdaderamente buena: dura y fría. “La vida es igual para todos.” “Sí. Pero una, en mi situación, no puede acabar bien.” Bastida rebaña el platillo, le saca brillo a fuerza de frotarlo con miga de pan. No está bien: su madre se lo ha dicho siempre, hay que ser considerado y dejar un poco de comida en el fondo del plato, no vayan a tomarle a uno por un hambriento; pero cuando el cuerpo carece de materias grasas en cantidad suficiente, y cuando la proporción de proteínas ingeridas, así como de albuminoides, es escandalosamente escasa, parece un pecado contra el Pan de Cada Día dejar que se pierda uno solo de esos globitos amarillos de la nata. “Pero, vamos a ver, ¿no estarás embarazada?” “Creo que no.” “Entonces, si me dices que vas a sufrir si él te abandona, te lo creo y lo encuentro razonable. Pero, acabar mal, ¿por qué?” Julia se levanta y se sienta en el borde de la cama, sin mirarle. Las hermosas caderas cadenciosas y eminentes le quedan a Bastida justo al lado de las pantorrillas, frías y entecas; le quedan tan cerca, que los huesos reciben su calor. “Dime, ¿por qué?” Ella sigue sin mirarle. Tiene la vista baja y le caen lagrimones. “Yo estoy acostumbrada a eso, don José. Me paso la semana entera esperando el sábado como quien espera la gloria del Señor. Si me deja, no sé si podré aguantarme.” “Claro. Si es así…” “Y él tiene la culpa, que, antes, bien inocente era, usted lo sabe.” “Claro que lo sé.” Lo sabía como todas las otras cosas. Lo sabía porque había asistido al tránsito de la inocencia a la inquietud, y, después, a la experiencia; y lo tenía balizado por las confidencias que le había hecho Julia todas las mañanas, y, a veces, a otras horas. “Anda, tranquilízate. A lo mejor no ha podido realmente venir esta noche, ni tampoco esta mañana. Ya me contarás después lo que te dijo.” Era una lástima, sí, no haber golpeado a don Acisclo, no haberle roto al menos un par de costillas, que lo retuvieran en la cama, doliente y despreocupado de la vida de los demás. La agresión en cuadrilla, para ser verdaderamente eficaz, requiere corazones de bronce insensibles a la música. Si yo me hubiera aventurado solo en la oscuridad de la Plaza, si le hubiera esperado en un rincón, si le hubiera aporreado por detrás y de sorpresa, la pobre Julia no andaría acongojada y temerosa. Posiblemente el cura me habría reconocido, me habría denunciado por segunda vez, y a estas horas estaría nuevamente en la trena, bajo amenaza de juicio por agresión con agravantes de alevosía, nocturnidad, traición, falta de respeto a los hábitos y antecedentes penales. Lo menos veinte años y un día. Que no los viviría, claro. De modo que por Julia… Además, si don Perfecto está en lo cierto, si ese día de la conjunción de astros, allá por los Idus de marzo, es posible que la palme, ¿qué más da? Ir a la cárcel por Julia es bastante más decente que dar la vida por Castroforte y sus lampreas. ¡Ay, Bastida, Bastida, y cuán lejos estás de merecer el honor que te espera! ¿No se te ocurrió nunca pensar lo que daría, por ejemplo, don Perfecto Reboiras por llamarse Jeremías Bouzas? ¡Si no le falta nada más que eso! ¿Y qué te diré, Bastidiña, de tu falta de respeto al Destino? ¡Y eso que te ha sido revelado, privilegio tan suave, excepción tan principal que el cielo negó a un cristal, a un pez, a un bruto y a un ave! Tenías que entretenerte en escrutarlo, en vez de perder el tiempo preocupándote de los amores de Julia, vulgares dificultades de una mujer vulgar enamorada de un hombre más vulgar todavía. ¡Si conocieras al Seminarista! Altote, fuertote, escasa frente, las cejas de un solo trazo, unas manazas que abarcan dos octavas, un pestorejo de toro. ¡Y unos pies, Bastidiña, más grandes que los tuyos, mucho más grandes! El Destino es como un río de muchos afluentes, como la red de tus venas, caminos que se recorren por aquí y por allá, se puede retroceder y avanzar, elegir este o aquel otro, y todos llevan al mar, que es el morir: morir gloriosamente, río Baralla abajo, en una barca, hasta el Círculo Oscuro Más Allá de las Islas donde los Jota Be esperan unánimes el día del retorno. A ti y a otros como tú, que vendrán y morirán también, el Uno múltiple y complejo, en cuyas relaciones internas tan difíciles a la luz de la Metafísica del Ser, deberías pensar y no en bobadas sentimentales. Entra por uno de esos caminos, introdúcete en una de esas venas. Tendrás que hacerlo aunque no quieras, porque no solo don Perfecto ha sospechado tus concomitancias inevitables con los astros conjuntos, sino también don Jacinto Barallobre, a quien admiras, a quien escucharías como un bobo la exposición displicente de sus doctrinas lingüísticas, eso a que juega escribiendo en las revistas extranjeras artículos con seudónimos diversos: Javier Belaúnde, Josué Bennáser, Justino Belalcázar… Jacinto Barallobre ha pensado en ti, piensa en ti constantemente, sabe mejor que tú tu vida y tus milagros. Doña Pura Aguiar le visita muchas tardes, porque él se ha encargado de averiguar si el padre de Lilaila vive. Y Hermosinda, la mujer que ayuda a las de Aguiar en la cocina, es hermana de Manuela, la que ayuda a Julia. Por ellas se entera don Jacinto de cómo vives, de lo que comes, del dinero que tienes. Y un día te mandará llamar. ¿Para hablar de lingüística? ¡Para hablar de lo que quieras, Bastidiña! ¿Qué más le da a él, si la llamada, si la conversación, son una trampa? El señor Barallobre también sabe lo de los Idus de marzo, ¿cómo no va a saberlo?, y no olvida que puede ser él —y no tú— el llamado. Pero el señor Barallobre no está dispuesto a morir, aunque el Destino lo reclame. Ya no lo estuvo en el 36, cuando tenía que haber muerto, cuando el Rey Artús le envió recado por el muchacho aquel que lo iba a defender, es un decir, ante el Tribunal constituido: “En el paredón, está vacante el puesto de Lanzarote”. ¿Sabes cómo se justificó ante sí mismo? “No es mi hora todavía. Yo moriré una noche de conjunción de astros.” Y ahora que la conjunción está, como quien dice, a la vuelta de la esquina, también tiene razones para no morirse. O más bien una sola. Ama a Lilaila Aguiar, la ama con una esperanza irracional. “Jesualdo Bendaña no regresará jamás, y a ella le negarán, como hasta ahora, el pasaporte. Nunca podrán casarse, el amor que se tienen irá enfriando, y, cualquier mañana, Lilaila descubrirá que en sus ojos hay menudas arrugas, y que su carne no es ya tan dura, y, ese día, volverá a mí.” Doña Pura Aguiar está de acuerdo, porque ella quiere, quiso siempre, que su hija casase con Jacinto. Doña Pura Aguiar, mientras borda en oro anclas cruzadas, interpreta las palabras y los silencios de su hija, hace preguntas indiscretas. “¿Tuviste carta?” “Sí, mamá, tuve carta.” “¿Y qué?” “Nada.” Las cartas de Jesualdo Bendaña llegan regularmente, una cada semana, en unos sobres grandes en cuya esquina superior izquierda se lee: “Cornell University. Department of Romance Languages”. Doña Pura no se atreve a robar una y leerla; doña Pura teme la cólera de su hija, que es muy suya; doña Pura se engaña en sus conjeturas y engaña a Barallobre. “Pues yo creo que ahora…” “Pues me parece…” “Pues llegará un día en que piense con la cabeza.” Y, entre tanto, Lilaila escribe cartas al arzobispo de Valladolid, que es natural de Castroforte, y trata con él de un aval para Jesualdo, que tiene ya pasaporte americano y puede venir protegido por la Bandera Estrellada, pero que no quiere hacerlo hasta tener la seguridad de que no le pondrán dificultades para llevarse a Lilaila. De modo que cualquier día de estos, ¿quién sabe?, la semana que viene, el mes que viene, Jesualdo llegará, el gran Jesualdo Bendaña, el hijo ilustre de Castroforte, el Jota Be de exportación. ¡Y son tres Jota Be! Si bien no es verosímil que Bendaña vaya a entrar a la competición por la muerte. Él no cree en paparruchas, porque es católico apostólico y está muy contagiado del neopositivismo americano, como que son ya varios años allí, primero en Texas, después en Michigan, por último en Cornell, con todos los honores y título de full-professor. ¡Ahí es nada, para que los godos lo sepan y se empapen! Full-professor. Lilaila tiene una fotografía en que Jesualdo aparece vestido de toga, y lleva en la cabeza un gorro cuadrado muy gracioso, con una borlita de oro caída hacia no sé qué lado. Jacinto la conoce, porque doña Pura aprovechó un viaje de Lilaila a Santiago, cuando el Año Santo, se la cogió y se la enseñó a Jacinto, y Jacinto la contempló sin decir palabra, sin sonreír siquiera, y después dijo: “Un día se sabrá que Javier Belaúnde, Josué Bennáser y Justino Belalcázar son tres de las varias hipostasis de Jacinto Barallobre. Un día se sabrá que he jugado con todos los lingüistas del mundo y he ganado”, palabras que doña Pura no entendió bien o no supo interpretar. O quizás no las haya dicho Barallobre, sino estas otras: “Encuentro a Jesualdo un poco gordo”. En cualquier caso, Pura estuvo de acuerdo, claro. Para ella, todo lo que decía Barallobre iba a misa. En su imaginación, lo ponía en un pedestal, y, este, en la hornacina de un altar, con palma de mártir, sobre todo por la paciencia que siempre había demostrado al aguantar a Clotilde, la Caña pensante, vaya usted a saber por qué, por el capricho de algún nativo sin cabeza para motes oportunos. Porque hay que ver la gracia que los nativos tienen para los motes: Picha-de-oro al padre de siete hijas preciosas; El glorioso movimiento a una cachonda grandota que es una gloria mirar cómo camina, que aquello parece la armonía sideral; La Chinquilina, como su nombre indica, a una tía muy guarra, y Chongo-güevo-caldereta, que no se sabe lo que quiere decir, pero que no carece de intríngulis verbal, a un mendigo muy famoso que no puede ser más que eso, Chongo-güevo-caldereta. El desacierto de los godos en este aspecto de la literatura es, en cambio, proverbial, quizá porque les ciegue la mala leche, quizás por otras razones más profundas que no es cosa de dilucidar aquí, pero entre las que figura, con toda seguridad, su absoluta carencia de sentido del humor. Hay un episodio, no reciente, pero cuyos protagonistas por ahí andan todavía, que lo demuestra. Beatriz Aguiar, cuando habla de su sobrina, la llama siempre “mi hija”. Como todo el mundo la conoce, así como la historia de amor conmovedora de que nació Lilaila, nadie le pide explicaciones; por eso a ella le gusta decirlo delante de las godas, sobre todo si son recién llegadas y carecen todavía de las informaciones oportunas y suficientes para no meter la pata. “Pero ¿no es hija de su hermana?” “Eso dice ella, que es una mentirosa”, y va, y cuenta su cuento, que no deja de ser divertido, pero que es falso de arriba abajo. Lo cual no impidió que, hace ya bastantes años, se cocinara en el Casino un romance, hoy casi olvidado, en que la citada mala leche queda de manifiesto, así como otras cosas que se dirán: Romance godo de ¡Ay, Beatriz, Beatriz! ¡Ay, Beatriz, Beatriz, pianista solterona, armadanzas, zascandila, novelera, mentirosa! Dices que tuvistes amores y que hiciste ciertas cosas con un bizarro teniente de artillería de costa, de lo que nació una niña que tu hermanita, celosa, por suya la hizo pasar, hija suya y no de otra, y la inscribió en el Registro, aprovechando, raposa, que tú estabas en la cama, con fiebres y medio loca, desesperada de amor, abandonada y llorosa, porque, al bizarro teniente, en la jornada espantosa de Monte Arruit, aleve la morisca belicosa traspasó con una estaca de la barriga a la gola y allí lo dejaron muerto, mientras tu hermana, piadosa, vestía luto por él como si fuera su esposa. ¡Ay, Beatriz, Beatriz, qué mal vinieron las cosas! Te robaron una hija, quedaste sola en la alcoba, Pura presume de madre, de viuda y de guardadora de la memoria de aquel que te sedujo en mal hora. ¿Quién de las dos, Beatriz, quién de las Dos Tristes Tórtolas dice la verdad o miente? ¿No será que la una y la otra, la otra después de la una, fueron del Teniente Borja las amantes complacientes, y que esperando la boda ambas a dos os quedasteis abandonadas y solas? ¿Y que a Lilaila La Santa, como le llaman las bobas de este pueblo, entre las dos concebisteis silenciosas y paristeis una a una, aunque una después de la otra? Por lo que la prensa dijo, el ya comandante Borja no murió en Monte Arruit, sino vive y enamora una mujer cada día, por no decir cada hora; no recuerda vuestros nombres ni a su hija rememora ni piensa volver jamás a por la una o a por la otra, sino en seguir divirtiéndose como lo hizo hasta ahora. De modo, Tórtolas Tristes, que a tener paciencia; y sobran los remilgos mentirosos que ocultan vuestra deshonra. Putas fuisteis, putas sois, putas seréis, ¡tías locas! La torpeza moral del romance solo puede compararse con su torpeza formal, eso que, en algunas partes, fue corregido por el profesor auxiliar de Literatura del Instituto, que era poeta creacionista, pero aun así el resultado fue intolerable. ¡Y esos dos a por, de esa manera reiterados, como si uno solo no bastase! Los castrofortinos, tan celosos de su lenguaje, uno de los pocos lugares donde se habla bien el castellano, no sabían, entonces, qué les ofendía más: si la calumnia a la familia Aguiar, cuya verdadera historia era del dominio público, o el solecismo repetido e insolente; de modo que, cuando La Tabla Redonda tomó cartas en el asunto, el artículo que se publicó en La Voz… no trataba en absoluto de la materia del romance, sino que se reducía a una crítica formal exhaustiva e implacable. Por suerte, pasada la guerra, poca gente lo recordó, y hoy no tiene más valor que el de mera documentación relativa a un episodio de importancia secundaria y no demasiado útil, ya que su lectura nos pone en contacto con una situación hoy liquidada, pero no con sus causas, que no eran otras que estas: la familia Aguiar posee una sillería francesa completa y bien conservada, y la tiene en el salón como mírame y no me toques. A todo godo importante que llega a la ciudad, de las primeras cosas de que lo enteran es de que una familia local venida a menos tiene unos muebles preciosos, y de que, probablemente, se desharía de ellos si la oferta vale la pena. El godo y su mujer escuchan la descripción que les hacen de la sillería, con sus blancos amarillentos, sus oros desvaídos y su tapicería firmada, y piensan inmediatamente en lo bien que quedaría en su casa de la calle de Serrano; y no paran hasta conseguir que alguien les gestione una visita. Es un juego en que las de Aguiar participan de buena gana y con algo de truco, porque, al llegar los visitantes, solo dos, de las tres, lo reciben, y lo llevan al salón, y le muestran la sillería y otras cosas complementarias, como los retratos familiares, las miniaturas y las porcelanas; el godo se desvanece, inquiere con disimulo la posibilidad de comprar pagando lo que sea, interpreta las sonrisas como de asentimiento, y finge compadecerse de las Tórtolas Tristes cuando empiezan a quejarse de lo mal que van los tiempos y de lo boyante que andaba la familia en la época de aquellos muebles, de aquellos cuadros y de aquellas chucherías: “Pues yo se lo compraría todo”. Ellas se miran tristemente. “Por mí…”, dice la una; “Pues por mí…”, responde la otra. “Según lo que diga Fulana”, y Fulana es la que falta de las tres. “Anda, dile que venga”; y cuando viene Fulana (Lilaila, Beatriz o Pura) y escucha la cifra de la oferta, mira a las otras con severidad y dice con la mayor firmeza: “Sabéis de sobra que eso no se venderá jamás, y que antes haré una hoguera en el patio que darlo por cuatro cuartos”. “Es que yo, señora (o señorita), no ofrezco cuatro cuartos, sino una cantidad respetable.” “Aunque ofrezca usted millones.” Con lo cual el godo se va pensando que las Tórtolas Tristes son unas imbéciles, y ellas se quedan tan panchas porque, con la complicidad del pueblo, han aprovechado una nueva ocasión de mostrar su superioridad moral. Los godos quedaban siempre resentidos y dispuestos a aceptar como buena cualquier leyenda, fuese en verso o en prosa, de la que la reputación de las Tórtolas saliese malparada, lo cual, por otra parte, no les impedía aprovechar cualquier ocasión y repetir la visita, aunque solo fuera para contemplar los muebles y pasarle la mano a la tapicería. Y Beatriz retenía las visitas para contar su cuento, aunque con tantas variantes que lo hacían aparecer distinto e innumerable. “No le hagan caso a mi hermana, que es una mentirosa. Esa muchacha es mi hija…”, y, después de un suspiro, les espetaba la historia, en la cual el teniente Borja hacía mucho tiempo que no figuraba, sino un marino de guerra, un diplomático francés, un ingeniero de caminos, un revolucionario ruso, un mahrajá de la India, un secretario del Nuncio, un sobrino del Kaiser fugitivo de Alemania, un rey del petróleo, un escritor checoslovaco, un desconocido muy guapo, otro desconocido no tan guapo pero con una voz preciosa, un vendedor ambulante, un artista de circo, un magistrado de la Audiencia que se había marchado en seguida, un príncipe húngaro que vendía corbatas pero que se le notaba a las leguas que era príncipe, y bastantes personajes más cuyos rasgos recordaba con precisión y cuyas biografías relataba por lo menudo, a veces con detalles de un realismo impresionante, por ejemplo, la precisión con que describía los besos y las caricias cuando el auditorio era femenino, hasta el punto de que algunas madres se veían en la necesidad de ordenar a sus hijas que se asomaran a la ventana mientras Beatriz continuaba su cuento, que siempre, siempre, acababa por hacerlas llorar. Clotilde Barallobre hacía buena pareja con Beatriz, cual de las dos más tarabilla. Clotilde decía, por ejemplo: “Jacinto va a palmarla muy pronto. Jacinto es un Jota Be, y a los Jota Be no les sienta bien la conjunción de astros, y tal día los astros se pondrán en fila, y ¡ya veréis! La casa del Barco será mía, con todos los secretos, y, lo demás, a hacer puñetas”. Así, con esa grosería, que nadie pudiera esperar de una muchacha tan bien educada como Clotilde. “Pues no te preocupes, Pura, que, para esa ocasión, ya tengo mi remedio preparado.” Pura es buena persona, pero corta de luces, y no se le alcanzan sutilezas. Por eso Barallobre no puede explicarle en qué consiste el remedio, que tiene ya bien pensado y estudiado en la práctica, y fundamentado en una teoría que parte del sacrificio de Isaac, que es el sacrificio-tipo, y en que la esencia del sacrificio, es decir, dar a los dioses gato por liebre, queda patente: Jehovah espera la sangre de Isaac y recibe la de un carnero. ¡Hay que ver la paciencia que han mostrado los dioses de todas clases en eso de los sacrificios! Cuando Zeus se inclina y alarga las narices en expectación de una catástrofe humana, le llega el vaho caliente de una hecatombe. ¡Y se contenta con ella! Toda metáfora es omnipotente, piensa Barallobre, que entiende mucho de metáforas. Lo que sigue es un razonamiento que no tiene vuelta de hoja: el Destino espera que la noche de la conjunción de astros, J(acinto) B(arallobre) descienda a las aguas tumultuosas del Baralla, y, en su barca, recorra los caminos de la mar hasta Más Allá de las Islas, y se integre a la procesión infatigable de los otros Jota Be, aguardando el día señalado. Es un derecho que nadie, ni el Destino, osará discutirle, un derecho que le viene por la sangre. Pero no será él, sino J(osé) B(astida) el que lo haga en su lugar. Y el Destino se quedará tan pancho. Solo tiene que esperar a que Bastida esté desesperado. Un día de estos le mandará recado de que venga a verlo. Un día de estos. Con el pretexto, ya estudiado, de la necesidad de un secretario. “¿Y para qué lo quieres?”, le ha preguntado Clotilde; y él ha señalado un montón de papeles. “¡Ah, sí, claro!” ¿Cómo va Bastida a rehusar una oferta así? “… porque como usted es el único habitante de Castroforte que sabe Gramática…”. Lo que se dice pan comido. Entonces, podrá esperar con toda tranquilidad. De modo, Bastidiña, que puedes irte preparando. Ignoramos los trámites del caso. Descartadas las revoluciones, porque a la policía no le parecen correctas y está dispuesta a evitarlas, aunque demuestre con ello la más radical carencia de sentido histórico. Tampoco se le va a pedir, ¿no te parece? Su oficio es evitar líos y procurar que los tipos como tú no se desmanden. “¿No se está yendo un poco de la lengua, señor Bastida?” “No, señor Comisario, se lo aseguro. Cuando la gente habla en mi presencia, me hago el dormido, me lo puede creer.” De modo que hay que pensar en otra cosa o no hay que pensar en nada, sino esperar a que venga, a que llegue el momento. Lo que sí es muy probable es que te fusilen, ¿sabes? Recuerda el mensaje póstumo del Rey Artús a Lanzarote, en 1936. Y como el hueco en el paredón sigue vacío, y como el destinado a llenarlo es Barallobre, si el gato por liebre al Destino consiste, precisamente, en que tú ocupes su lugar, pues saca las consecuencias. No creas, puede ser bonito, una muerte impresionante. En público, para mayor solemnidad. En la Plaza de los Marinos Efesios, cuyo lado sin casas se parece a la decoración de Tosca cuando el protagonista canta el “Adiós a la vida”, que es lo que tú hubieras podido cantar de haber tenido educada la voz para esos menesteres. ¡Qué espectáculo sublime, Bastidiña! ¡Qué momento excepcional, al adelantarte a las candilejas e iniciar el aria: E lucevan le stelle, e olezzava la terra, stridea l’uscio dell’orto e un passo sfiorava la rena…! Cierto que las esposas te impedirían alzar los brazos en ademán de divo: es un detalle que quita lucimiento; pero, por lo demás… ¡emocionante! Todo lo cual, sin embargo, se reduce a mero sueño a causa de esa deficiencia de tu educación estética. Hay que tener paciencia y resignarse a un último acto de melodrama sin música. Pondrán filas de sillas debajo de los magnolios, y, delante, sillones de terciopelo rojo para las autoridades, representaciones y otras personalidades que no se citan, y uno especial, bajo dosel de púrpura y oro, para don Acisclo Azpilcueta, que sustituye en el acto al señor Obispo de Tuy (el pobre, con la reúma, no puede trasladarse ni aun en automóvil). A los dos lados han dejado unos espacios libres para la gente que quepa, y allí estarán tus amigos, disimulados entre la multitud. El Rey Artús llorando, por supuesto, con música de fado, y Merlín haciendo conjeturas sobre en qué objeto inerte, vegetal o animal se va a refugiar tu ánima, hasta alcanzar la perfección tras sucesivas y penosas emigraciones: ratón, mariposa, ornitorrinco, quién sabe si dinosaurio prehistórico. ¡Ay, Bastidiña, debes sentirte enormemente halagado ante una muerte tan teatral! Ya está la Plaza llena, ya tiemblan los corazones ante la inminencia del martirio, cuyo comienzo se anuncia, no con clarín, como en los toros, sino con un redoble de cajas destempladas seguido de unos golpes de timbal, espaciados de un segundo, que resuenan en toda la ciudad, porque la ciudad está en silencio. Y cuando se oye el décimo, entras tú, custodiado, sin abrigo (porque está caliente la mañana), y destocado (por respeto a las autoridades presentes). El Rey Artús te observa. El Rey Artús se admira del modo que tienes de encarar la muerte, sin altivez y también sin cobardía, ese modo indiferente, displicente, con que caminas, con que te detienes, con que escuchas la lectura de la sentencia, ese encogimiento de hombros con que la aceptas, la voz tan natural con que pides el último pitillo, que te enciende, temblando, el que manda el cotarro. ¡Él último, Bastidiña, y regalado, el último de gorra, tú, que tantos has fumado así, porque siempre has sido pobre y ni aun para tabaco tenías! El humo azul asciende. Lo sigues con la mirada, por si Dios se asoma al cielo a sonreírte, y es entonces cuando descubres, por encima de los tejados, furiosos caballos de fuego que persiguen a las desnudas vírgenes locas, y tu generoso corazón se alarma, y estás a punto de renunciar al honor del patíbulo por ayudarlas, pero alguien te dice que no pases cuidado, que los caballos están castrados, y que lo más que puede suceder a las muchachas es que les muerdan las nalgas o les pateen las costillas. Puedes, pues, ya, tranquilamente, darte cuenta de que, en el balcón más alto de la casa del Espiritista por la parte que da a la Plaza, se asoma el rostro desconsolado de Julia, desconsolado a pesar de que don Manolito, de paisano, está ya junto a ella, y de que le echa el brazo por encima del hombro. ¡Bueno, menos mal! Le sonríes, le haces una señal con la cabeza, y ella te responde con la mano, y después oculta la súbita congoja en el pecho del amado. ¡Pobre Julia, siempre suelta de lágrimas! Ella, al menos, será feliz. ¿Qué es lo que ahora sucede, quién es ese garabato que se acerca y al que todos reverencian? ¡Hombre, don Acisclo, que en un postrer movimiento de caridad se ofrece a confesarte! Pues bien pudo hacerlo antes, y no entretener la ansiedad de los presentes con esa dilación: caray, es como si el toro se hubiera entretenido en el callejón. Ningún autor aconseja un espacio dilatorio tan largo en el clímax de la tragedia. “¡Dios no condena necesariamente a los señalados por la justicia de la tierra! ¡Dios les ofrece, por medio de mi ministerio, la seguridad del Paraíso!” “¡Hombre, si es de la mano de usted, prefiero ir al infierno!” “¿Se niega a confesarse?” “¡Que traigan a otro cura!” Hablas tan bajo que nadie te oye; por eso don Acisclo puede volverse a la presidencia y decir en voz alta: “¡Se niega a recibir los auxilios de la Iglesia!” ¡Hay que ver qué tío! Y ahí te quedas, Bastida: traidor, inconfeso, y mártir. Que Dios se apiade de tu alma, lo cual no deja de ser posible porque, allá arriba, en el hueco del mainel, Julia acaba de santiguarse y está rezando por ti. Bueno. Ahórrame las últimas imágenes. Tendría necesariamente que llamarte pelele, y eso siempre suena feo. Pero es un hecho que el ajusticiado cae siempre al suelo como un pelele. A partir de tu muerte se plantean dos problemas. El primero, la gratitud de la ciudad, que no puede expresarse de momento, pero que, cuando cambien las cosas, pondrá una lápida en el mismo sitio en que fuiste ejecutado. “En este lugar de esta Plaza que amó tanto…” Y el nombre de una calle, y la lección recordatoria en las escuelas, el día del aniversario, y, por supuesto, tu nombre añadido al de los Jota Be que te han precedido en el uso de la muerte: el último eslabón, de momento, de una cadena que continuará hasta sabe Dios cuándo. Pero el segundo problema no es de solución fácil. Porque tienes, como los otros Jota Be, que descender al Baralla por la estrecha escalerilla de la casa del Barco. Porque tienes que embarcarte y recorrer la ría, y rebasar las Islas, hasta el Círculo de las Aguas Tranquilas y Oscuras. Porque tu sombra navegante tiene que dar vueltas y vueltas hasta Ese Día. ¿Y cómo podrás llevar a cabo tales trámites si ya estás muerto, y si tu cuerpo, reclamado por Julia, yace con un quintal de tierra encima? Hay que dilucidar esta cuestión, tienes que dilucidarla en vez de andar pensando en tonterías, en vez de preocuparte de lo que está pasando o habrá pasado entre Julia y el seminarista allá en la Colegiata, adonde Julia acaba de marchar. “¿A dónde vas?”, le preguntó el Espiritista; y ella le contestó: “Un momento a la Colegiata, y, de paso, a traer limones”. Abrió el paraguas, echó Rúa Sacra arriba: corría el agua por las losas del centro, y no se veía bien, en la cima, la fachada oscura de la iglesia. Subió los escalones, atravesó el atrio: de los charquitos, saltaba el agua a sus pisadas. La iglesia estaba vacía, casi en tinieblas. Se asustó al escuchar su propio taconeo multiplicado por las naves y las bóvedas, y pisó quedo, suave: una sombra y un menudo rumor. Llamó a la puerta de la sacristía, y del otro lado del altar le preguntó una voz infantil: “¿Qué quiere?” Se acercaba un monaguillo revestido, un monaguillo con alpargatas que caminaba con un pie en el último escalón del presbiterio y el otro en el suelo. “Me mandaron recado…” “Espere.” “Me iré a la capilla del Cuerpo Santo.” Allí, más recogida, podría hablar sin miedo, y sin tantas precauciones. Recorrió lo andado, se arrodilló en el reclinatorio de pana roja. Lejos, se oyó el ruido de una puerta, y pasos que no eran los de don Manolito: unos pasos autoritarios, cada paso como una orden. Se levantó y esperó cara a la entrada, y cuando vio aparecer a don Acisclo, le temblaron las piernas y estuvo a punto de caerse. “Yo quería ver a…” La mirada de don Acisclo redobló su temblor. “Dios mío, ¿por qué me mira así?” “¿Y aún me lo pregunta?” Nadie le había hablado jamás con aquella voz despectiva. “No quiero nada con usted. Yo venía a ver a otra persona.” La zarpa de don Acisclo la sujetó del brazo. “¡No se mueva!”, y la empujó hacia la pared. Julia quedó entre las columnas de un arco ciego, los ojos asustados, la boca abierta, las manos apretadas contra el pecho: en el capitel de la derecha, se representaba la barca con el Santo Cuerpo Iluminado, y cabezas de lampreas asomando entre las ondas. “¡No espere que ese hombre vuelva a verla!” “¿Por qué, señor?” “Porque es usted una mujer indigna. ¡Porque es usted la trampa que el diablo puso bajo los pies de un inocente!” “¡Ay, señor! ¿Quién dijo eso?” “¿Hace falta que lo digan? ¡No hay más que verla! ¡Lleva escrita en el rostro la lujuria!” Julia cerró los ojos. “No sé qué dice.” “Cerril, además de pecadora. Justo lo que un hombre necesita para perderse.” “Para perderse, ¿quién? Porque queremos casarnos, y en eso, no hay pecado.” “¿Y Jesucristo?” Julia se santiguó. “¿Por qué lo nombra?” “Porque pretende robarle un sacerdote.” “¡Yo no quiero robarle nada a nadie, y menos a Nuestro Señor! ¡Dios me libre de semejante cosa! Ni tampoco Manolo quería robar nada…” “¿Niega que intentó impedir que se ordenase?” “¡Él me prometió casarse!” Don Acisclo soltó una risa breve. “¡Le prometió! ¿Con qué caricias infernales, con qué halagos diabólicos le habrá arrancado la promesa?” “Yo no le arranqué nada, señor, sino él a mí, que se llevó mi honra.” “¡Paparruchas!” “Usted dirá lo que quiera, pero él tiene una obligación.” “¿Quién lo duda? Respetar la voluntad de su madre y servir al Altísimo en su altar. Para que lo cumpla estoy aquí.” “¿Y yo? ¿Qué voy a hacer?” “¡Eso tenía que haberlo pensado antes!” A Julia le caían las lágrimas. “¡Usted mucho habla, porque no sabe que en esos momentos no se piensa!” Don Acisclo extendió una mano. “De eso, únicamente usted es responsable. Si no supo guardar lo que Dios le dio…” Julia le dirigió una mirada larga, empañada. “Está bien, señor. Pero él dirá la última palabra.” “No lo espere.” “¿Piensa que va a olvidarme fácilmente?” “Ya la ha olvidado.” Otra vez Julia se acongojó, y adelantó las manos patéticas. “Pero ¿no ve que él me quería?” Y quedó esperando la respuesta, con los brazos tendidos. Don Acisclo pestañeó, aclaró la voz, dio un paso atrás. La sotana le caía en hermosos candiles, y la escasa luz de la Capilla del Santo Cuerpo no apagaba el resplandor de su inteligencia en las pupilas agudas. Confió a su brazo, a su mano diestra, el arranque oratorio, como un exordio mudo. “¡Querer, querer! ¡Cuántos pecados se cometen en tu nombre!” Julia iba a responder, pero la mano elocuente la detuvo, rápidamente convulsa y alarmada. “Pero hay amores y amores. Y si a un hombre honrado lo solicitan, de una parte, su madre y Dios, y, de la otra, el cuerpo repugnante de una hembra, ¿qué va a escoger? Un hombre honrado y sano, como Manuel; un hombre eventualmente descarriado… ¿Quién no comete un error, quién no cuenta en su cuenta un descarrío? Yo mismo, aquí donde usted me ve… También la sierpe de la lujuria quiso enroscarse en mi cuerpo y arrastrarme al abismo. A mí me salvó un loro, y yo estoy ahora aquí para salvar a Manuel, y lo he salvado. No vaciló en elegir, créame. El amor que pueda tenerle no fue tan fuerte como el amor a su madre y al Señor. Se ha levantado de la sima del pecado por la mano que yo le tendía. Ya no caerá jamás. No espere volver a verle, y si algún día lo ve, no se le acerque, porque ya será un ungido, y usted no querrá añadir a su lista el pecado del sacrilegio. Siga su suerte, y Dios se la depare buena, aunque no la merezca. Que bien lo dudo. Lleva usted escrito en la cara su sino de perdición. Salvo si…” Se interrumpió, tosió, examinó el rostro asombrado y triste de Julia. “En el convento de Santa Clara hay trescientas celdas vacantes. Si verdaderamente quiere usted regenerarse, le ayudaré a conseguir una.” “Y yo, ¿qué voy a hacer de monja? ¡Usted está loco!” Don Acisclo cerró bruscamente la mano del perdón, dio una patada en el suelo, dijo mierda en latín y salió de estampía. Sus pisadas ligeras se sumieron en la nave oscura. Fuera, seguía lloviendo. Y quizá sea este el momento y lugar adecuados para insertar un retrato de Julia, de cuyo rostro, hasta ahora, solo se han hecho escasos y fugaces precisiones, cuando otra cosa merecen su frente, un poquito respingona, que daba gracia al conjunto, ahora algo triste; los ojos de rosa sobre fondo mate, ojos alabastrinos surcados de azules venas; las orejas oscuras y brillantes, convidando a libar en ellas las mieles primeras del amor; la nariz espaciosa, con una breve arruga vertical, dramática como si dijéramos; la boca endrina y fosca, con la suave y brillante pelusilla del melocotón maduro; las mejillas, inteligentes, espabiladas, decididas; los pómulos, rojos y gordezuelos; el pelo, con rosados matices de nácar; la barbilla, larga y oscura, que cuando se levantaba, salía el sol, aunque en plural; el cuello, partido por un hoyuelo que se ofrecía fragante como depósito de besos, y las pestañas redondicas, con mucho de garza en la esbeltez. Esto era cuanto mostraba Julia de su belleza, porque, al cerrar los ojos, las perlas de sus dientes no podían desgranarse. Arrimada a la piedra bajo el arco ciego, lloró, calladamente, un rato. Por lo demás, las piedras no hicieron nada que no hubieran hecho hasta entonces: los perpiaños, aguantar la fábrica; las columnas, sostener los arcos y las bóvedas; los santos labrados en las arquerías, decorar; y la Historia del Santo Cuerpo, desarrollada en treinta capiteles como un filme de episodios, ilustrar a las almas devotas acerca del modo milagroso que tuvo Santa Lilaila, mártir de los iconoclastas, de recorrer durante doscientos años los caminos del mar desde Éfeso, en la costa de Asia Menor, hasta la ría de Castroforte del Baralla, en el Finisterre, como quien dice. Don Benito Valenzuela no llevaba aquel día maleta, aunque sí prisa, y un paraguas desplegado en el brazo izquierdo. Como la niebla estaba a rachas, entraba en una y desaparecía, para reaparecer en el claro siguiente. Don Alvino y don Panchote, el de La Polar, Helados de Alicante, tomaban unos chatos en el bar de Federico, a esa hora en que la gente empieza a tomar chatos, y le vieron saltar de una racha de niebla y meterse en otra, y don Panchote, que era muy ocurrente, golpeó con los nudillos el vidrio del ventanal, y don Benito oyó, y salió de la niebla más cercana y les saludó con un brazo. Don Alvino le hizo señas de que entrase, y don Benito le respondió, también con señas, que no podía, que llevaba mucha prisa; pero don Panchote le indicó que cinco minutos más o menos no iban a ninguna parte, y entonces, convencido por aquel razonamiento mudo, don Benito entró en el bar de Federico, se acercó a la mesa junto al ventanal donde don Alvino y don Panchote tomaban sus chatos, y se sentó con ellos. De paso, había dejado el paraguas en el perchero junto a la puerta, y había saludado a Federico, que estaba discutiendo con un cliente forastero la situación de los equipos de primera división, que no parecía muy clara. “Vaya niebla rara que hace hoy, ¿eh, don Benito?” “¡Ya lo creo, una niebla rarísima!” “¿Y adónde va tan temprano?” “Pues, mire, la verdad, todavía no lo sé, pero, antes de llegar, lo sabré, seguramente.” “Pues que llegue usted pronto, ¿eh?” “Eso es lo que importa, llegar a tiempo, que el que llega tarde, ni oye misa ni come carne.” “¡Que lo diga, don Benito!” A don Acisclo, mientras tomaba en la sacristía el chocolate del desayuno —decía misa a las nueve—, le rebosaba en el corazón la alegría del triunfo sobre aquella peligrosa encarnación de Satán, cuya condición proterva se demostraba por su modo de rechazar la única vía de la gracia, es decir, la reclusión perpetua en Santa Clara, que paladinamente le había ofrecido. Al sorber la última gota y relamerse, al beber luego el vaso de agua lustral, murmuró: “¡Asunto concluido!”, y empezó a pensar en don José Bastida, persona por la que no hacía muchas horas había redoblado el interés, y no porque aquel desventurado hubiera incurrido de nuevo en sus iras, sino porque tenía las mismas iniciales, no solo que don Jacinto Barallobre, sino también que el Obispo Bermúdez, el brujo Balseyro, el Almirante Ballantyne y el Vate Barrantes. En realidad, don Acisclo no se había dado cuenta directamente, no había sido descubrimiento nacido de su curiosidad, sino del loro. El loro de don Acisclo llevaba varios días silencioso, y solo interrumpía el mutismo para decir: “Jove Bicorne, Jove Bicorne”, y volvía a callar por unas horas. Don Acisclo atribuía la tristeza del ave al lamentable episodio de la confrontación con el igualmente loro de don Perfecto Reboiras. Esto había sucedido un poco antes de la frustrada paliza, y aunque como hecho pudiera considerarse fortuito, o más bien contingente, y aunque su planteamiento, desarrollo y desenlace no hubieran modificado en absoluto el status local ni personal, era el caso que don Acisclo, ducho en toda hermenéutica, intentaba averiguar su sentido, bien aisladamente, bien en conexión con otros hechos aparentemente insignificantes. La confrontación de los loros había sido la respuesta a un desafío. Don Perfecto Reboiras se permitiera menospreciar en el Casino, ante un conjunto de varones responsables, al loro de don Acisclo. Había dicho, poco más o menos, que en Castroforte del Baralla había tres loros notables: el de Clotilde Barallobre, que hablaba en latín, sí, pero un repertorio limitado de frases y canciones que repetía sin ton ni son; el de don Acisclo Azpilcueta, de quien su amo pregonaba maravillas, pero que nadie las había visto, y que debía de ser un loro oligofrénico y zampatortas, porque aguantaba al preste y, por fin, el suyo, cuyas hazañas eran del dominio público y no había por qué ponderarlas, pero que entre otras cualidades tenía la de su longevidad, y que en tantos siglos había almacenado un saber incalculable y oculto, y que él estaba buscando la palabra clave que le hiciese recordar los hechos pasados en una serie ordenada, al mismo tiempo cronológica y temática, de tal manera que respondiese agrupando los hechos en filas o en columnas, o, como Merlín decía, en un orden sincrónico o diacrónico, y que por ese procedimiento lograría averiguar la verdadera historia de la ciudad y, asimismo, lo concerniente a los Jota Be, que aquellos días, a causa del episodio de la estatua, andaban en todas las lenguas y, o se les atribuían toda clase de hazañas de diversas índoles, o se les negaba hasta la existencia. El Alcalde llamó a don Acisclo y se lo contó. Don Acisclo, sin dejarse llevar por el primer impulso, meditó el plan que convenía seguir. Una mañana, metió al loro en una jaula, citó a los más conspicuos godos en la botica de don Perfecto, y él mismo se presentó allí, cuando ya todos se hallaban reunidos, con la jaula en la mano, bien cubierta con un pañuelo de hierbas. Se encaró a don Perfecto y le dijo: “¡Vamos a ver ahora qué pasa con mi loro, y a ver quién es aquí el oligofrénico y el zampatortas!”. Y descubrió la jaula, desde cuyo columpio Belcebú contemplaba soñoliento a aquellos caballeros. El loro de don Perfecto estaba en la rebotica, amorriñado a causa de una gripe. Le costó trabajo al boticario convencerlo de que abandonara el rincón en que se había refugiado y acudiese al palenque, donde ya don Acisclo barafustaba con la seguridad del triunfo. Más aún: interpretaba la tardanza de don Perfecto como señal de que la pelea iba a abandonarse antes de comenzada. Don Perfecto acudió al remedio heroico de dar a su loro un poco de aguardiente, y, así reanimado, lo instaló en su hombro izquierdo y regresó. “Suelte el suyo, y a ver qué pasa.” “¿Es que quiere que se peleen?” “Yo no quiero nada, sino usted, que es el que vino a desafiarme.” “Yo propongo una batalla dialéctica.” “Sea cual sea la naturaleza de la contienda, mi loro está en libertad, y el suyo debe salir de la jaula para quedar en las mismas condiciones.” Don Acisclo, sin responder, abrió la puertecilla de alambre cobrizo, y Belcebú asomó. Y en aquel mismo instante, el de don Perfecto empezó a batir las alas y a pegar chillidos, no de terror, de júbilo, pero un júbilo muy especialmente matizado, un júbilo tierno que se desflecaba de cachondería en los bordes e hizo que todos se mirasen. “Esos gritos como gemidos de alegría son nuevos para mí”, declaró noblemente don Perfecto; “es un aspecto de mi loro que desconozco”. Pero ya el loro había abandonado su hombro y volaba hacia la jaula. Belcebú retrocedió. Don Acisclo puso la mandíbula en guardia. Belcebú, en un extremo de su encierro, daba la espalda a la puerta, donde asomaba el pico del otro loro; daba la espalda pero, de cuando en cuando, volvía la cabeza, emitía un gritito, la escondía entre las plumas y agitaba las alas. De repente, el loro de don Perfecto rompió a cantar: Sal, morena, sal; sal, morena, a tu balcón con gorgoritos de barítono navarro, aunque no muy afortunada vocalización. El Alcalde dijo, en voz baja, que aquello parecía un sainete. Don Acisclo había perdido la color. Don Perfecto sonreía, y el loro cortejador metió la cabeza entera en la jaula y, con voz dulce, con seductora voz balanceante, decía: “¡Anda, chatita, ven, déjame que te acaricie el chochito! ¡Ven conmigo a un rincón, donde estaremos solos y verás qué bien lo pasas! ¡Anda, rica, déjame que te muerda la lengüita!”. A lo que el mancebo de la botica empezó a ponerse colorado, y bajó la cabeza cuando vio que don Perfecto le miraba con una mezcla de sorna e ira. Don Acisclo, dejando caer rabioso el cierre de la jaula, exclamó: “¡Esto es una indecencia!”, y don Perfecto le respondió: “¡Lo que pasa es que el de usted es una lora, y, claro, como el mío es muy macho…!”. Y como todos empezaban a reír, ignorantes, sin duda, de la misteriosa significación del suceso, don Acisclo cubrió la jaula con el pañuelo, y respondió al boticario: “¡Macho y bien macho es el mío, y bien que lo probó cuando yo escapé de Méjico, en los días de la revolución de Calles! Pero el de usted es pederasta”. Y cogió la jaula y se fue. Bien. Aquello podía conceptuarse de episodio o anécdota. Pero don Acisclo sabía que, desde cierto punto de vista muy elevado, las anécdotas no existen. Cuando alguien no entendía una cosa, don Acisclo solía decir: “Póngase usted en el lugar de Dios, ya verá cómo lo entiende”. Y él llevaba días intentando ponerse en el lugar de Dios, pero se conoce que Dios había cambiado de sitio. Entretanto, ni la música ni la miel con cañamones sacaban al loro —a la lora— de su silencio. Don Acisclo no tenía otro remedio que admitir, aunque solo en la intimidad de su conciencia, que aquella melancolía le venía del macho entrevisto y no catado. Pero, por otra parte, el ritornelo de “Jove Bicorne” en que la lora se empecinaba, nada tenía que ver con el pajarraco desvergonzado de don Perfecto. Que pudiera también haberse llamado Jota Be, dada la falta de lógica con que aquella gente ponía nombres a las personas y a las cosas, pero que por un verdadero milagro no se llamaba más que loro. Don Acisclo se pasaba el día hilando delgado. Bach le ayudaba especialmente, y cuando el arco arrancaba al violín aquellas melodías en que la Divinidad se revelaba con absoluta potencia, su pensamiento discursivo se deslizaba por ellas como por un tobogán, pero no llegaba a conclusión viable: si como hipótesis de trabajo admitía alguna, su crítica posterior, aquella que don Acisclo se aplicaba ante todo a sí mismo, la destruía. “¡El punto de vista de Dios!” Porque desde ese Punto de Vista, la realidad entera resultaba un sistema intrincado, pero accesible, de causas y efectos resistentes a cualquier ácido. Podía, por supuesto, suceder que todos aquellos actos que le preocupaban perteneciesen a órdenes causales sin relación entre sí. Pero él sospechaba, al menos, hacia qué lado del viento caía la verdad. Muchos años atrás, cuando al loro le había dado por gritar siempre que le veía: “Cave canem, cave canem!”, también le había extrañado, y llegara a creer al loro medio loco, pero, finalmente, después de hondas angustias en que su espíritu se consumía, llegara a comprender el sentido de la advertencia. “Jove Bicorne”, es decir, Júpiter convertido en toro, Júpiter robando a Europa. Si alegoría, le tentaba interpretarla como premonición de la conquista de Europa por la Rusia Soviética, y no dejó de cotejar la idea con las de la Madre Raffols, que tanto preocupaban a los historiadores y a los políticos. Pero, en estas, estaba bien claro que el enemigo no llegaría a España, y, en tal caso, ¿a qué venía el aviso? ¿Sería una invitación del cielo a que abandonase Castroforte y predicase por Europa entera la Nueva Cruzada? Le halagaba el supuesto, y ya se veía en París, ante auditorios incalculables de intelectuales de izquierda, y en la Plaza de San Pedro, con el Papa escuchándole detrás de una cortina: el Papa, que después le enviaba, con su aprobación, su bendición. Pero este supuesto se contradecía con su convicción anterior, tan racional y firme, de que su sitio estaba en Castroforte antes de estar en Tuy: Canónigo adjunto de la Colegiata antes que Obispo. —¡Ah, ese día, ese día, con don Manolito a su lado para acompañarle al piano y la autoridad episcopal reforzando sus exigencias ante las autoridades! ¡Ah, ese día! Veía a las godas obedeciendo, aceptando, sometiéndose a la severidad de sus normas respecto al uso del matrimonio. “¡Métodos Oginos, sí, pero al revés! ¡Y, una vez embarazadas, nada de relaciones carnales! ¿De manera, señora de Rodríguez, que su marido se empeña en tocarle obscenamente el sexo? ¡Defiéndalo de sus dedos impuros con cinturones de castidad! ¿De manera, señora de Martínez, que su marido exige usar del matrimonio en pleno día, con los niños en casa, y usted vestida, y quiere desnudarla en el salón, prenda a prenda, y mirarla reflejada en los espejos? ¡Rómpalos todos! ¿De manera, señora de Pérez Gómez, que su marido se ha comprado un libro titulado Anangaranga, donde se habla de posturas y quiere ensayarlas una a una? ¡Queme el libro en el fogón y no le autorice más que la postura tradicional, la que usaron resignadamente nuestras santas y castas madres!”—. Había que excogitar en otra dirección, y excogitó con insistencia, con método, y no llegaba a ninguna parte, hasta que, una tarde que estaba fatigado, un relámpago de inspiración graciosa iluminó un pedacito de la verdad: ¡“Jove Bicorne” era Jota Be! ¿Jota Be? Las razones encadenadas acudieron a su mente más de prisa, casi como una corriente de alborotadas aguas. Vio claro, aunque no lo viera todo. En un papel escribió esta ecuación: Jove Bicorne = Jota Be Pero no podía eliminar de su imaginación esta otra: Jove Bicorne = Toro raptor de Europa. ¿Podía aplicar el principio matemático de que dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí, y aceptar como verdadero que Jota Be = Toro raptor de Europa? Si era así, la significación no se le alcanzaba. Pero quizás fuera necesario desentrañar aún más los términos, en persecución de alguna identidad intermedia que se le hubiese escapado. Su cabeza echaba humo. Homologaba, y destruía las homologaciones. Extrapolaba, y volvía a interpolar. El hecho de que, segunda vez, diese en el clavo en virtud de una iluminación y no de un silogismo, le llevó a comprender que su cerebro estaba a punto de penetrar en zonas inaccesibles al razonamiento, es decir, en el seno mismo del misterio. Se le recordó que algunos Padres de la Iglesia habían sostenido la tesis, ni aceptada ni rechazada después, de que los dioses paganos eran personificaciones del o de los diablo(s): Ya estaba patente el término buscado: Jove Bicorne = Diablo Con lo que la ecuación definitiva quedaba así: Jove Bicorne = Jota Be = Diablo. Sin embargo, comprendió en seguida que la identidad —o ecuación, más bien— no era del todo concluyente. Porque, ¿cuál de los Jota Be era Satán? ¿Alguno de los vivos o alguno de los muertos? Que en la historia aquella de Jota Be había algo diabólico, lo había sospechado siempre, pero sin pasar discretamente de la conjetura. ¿Habría ahora que entenderla como si Satanás se manifestase en ocasiones determinadas como alguien que se llamara J(…) B(…)? Creyó, al llegar aquí, hallarse en el verdadero camino, pero una nueva iluminación —estaba de relámpagos la tarde— le orientó hacia la Casa del Barco, y no porque su propietario se llamase J(acinto) B(arallobre), sino porque el loro de Clotilde, aunque su propietaria le llamase Obispo, su verdadero nombre era Jerónimo Bermúdez. ¡Un loro más en la danza! Todo el mundo conocía la afición de Clotilde a los animales, y que andaba siempre en casa precedida de un borriquito (El Vate), con el loro en el hombro (El Obispo), un gatito en el brazo (El Brujo) y un perrito chiquitín en el bolsillo del delantal (El Almirante). Pero ningún cerebro en estado normal de funcionamiento podía admitir, ni siquiera como verdad provisional, que aquel loro (El Obispo) fuese el diablo. Era un loro tosco y huraño, cuyas gracias se reducían a unas cuantas frases y unas cuantas canciones latinas aprendidas de bromas de Jacinto cuando este estudiaba el bachillerato. Sin embargo, don Acisclo no descartó, de momento, aquella nueva vía de entendimiento. Llenó de gráficos docenas de cuartillas, y, al final, llegó a la conclusión desoladora de que lo que su loro (lora) quería dar a entender con la invocación reiterada a Jove Bicorne era que, fracasada la coyunda con el colega de don Perfecto Reboiras, no le quedaba en la ciudad más macho idóneo que el de la Casa del Barco. La honestidad intelectual de don Acisclo aceptó, aunque con rubor, el resultado. Pero sabía que, detrás de los hechos, está su significación. Dante y toda la Escolástica habían insistido en los cuatros modos de leer un texto. ¿Por qué no aceptar que un episodio anecdótico admitía también las cuatro vías hermenéuticas? Lo dejó, sin embargo, para luego. Cogió el violín y se fue a la Casa de Aguiar. Quedaba el loro chillando, ya impaciente, “¡Jove Bicorne, Jove Bicorne!” El loro se estaba poniendo ya pesado: ¡en mala hora se le había ocurrido la confrontación con aquel estúpido, obsceno pájaro del Boticario! Cuando Clotilde Barallobre llegó a casa de Aguiar, y antes de empezar el ensayo, don Acisclo le propuso tomar en préstamo, por unos días, el loro llamado Obispo. Clotilde preguntó si no le bastaba con Belcebú. Don Acisclo le respondió que, a él, sí; pero que Belcebú pertenecía al sexo femenino, y que andaba necesitada de macho. “¿Y por qué no la manda usted a Santa Clara?”, le preguntó, con toda seriedad, Lilaila; y don Acisclo, más bien corrido, tuvo que improvisar una disertación en la que demostraba que las necesidades sexuales de los bichos no pueden equipararse a las de las personas; primero, por esto; segundo, por eso; tercero, por aquello, y cuarto, por lo de más allá, y que lo que en los bichos no pasa de expresión vital, en las personas incide en el orden tenebroso del pecado. Y como se había embalado en la perorata, decidió retrasar el ensayo y volver a la carga con aquellas cuatro féminas, pero muy especialmente con Lilaila, cuyo encierro le importaba especialmente, pues tenía sus razones para suponerla virgen, y la sola idea de que dejase de serlo, aunque fuese legalmente, le desquiciaba. Contra lo acostumbrado, Lilaila le escuchó tranquila y, sobre todo, sonriente y, al final, le dijo que bueno, que lo pensaría. Las otras tres se asombraron, y ninguna de ellas, ni tampoco la perspicaz, la alarmante mirada oscura de don Acisclo, advirtió que a Lilaila le bailaba en los ojos la alegría, y que en todo el día no había dejado de sonreír y de cantar, a partir sobre todo de aquella hora matinal en que el cartero le había traído una carta de Norteamérica que ella misma recogiera a la puerta de la escuela sin interposición de su madre ni de su tía. De suerte que doña Pura renunció al concierto, como otras tardes, y se fue corriendo a comunicar a Jacinto Barallobre la noticia de que Lilaila había escuchado pacientemente y sin burlas el sermón del cura, y que había acabado por admitir la posibilidad de ingresar un día en Santa Clara. “¡Yo creo que él no le escribe hace más de dos semanas, y que empieza a desesperarse! ¡Hay que aprovechar la ocasión, Jacinto!”; y Jacinto dijo que sí, pero que cada vez se atrevía menos. Se limitaba a ocultarse detrás de los visillos de la ventana cuando Pura le avisaba de que Lilaila había salido para la Colegiata. Entonces, corría Jacinto, atravesaba los pasadizos de la Cueva, y desde detrás del altar del Santo Cuerpo, la contemplaba, la veía mover los labios, pero nunca sabía a quién y por qué rezaba, y mucho menos qué pedía. Solo una vez la oyera decir: “¡Te prometo, Santa Lilaila bendita, venir descalza a tu santuario!” Y esto no le había tranquilizado en absoluto. Sin embargo, las noticias de Pura le hacían entrever una vez más la posibilidad de casarse con Lilaila, y esta idea le trajo inmediatamente a las mientes la proximidad de los Idus de marzo y el riesgo de muerte en que se hallaba. “¡Hay que poner en marcha el mecanismo del remedio!”, pensó, y se puso a estudiar los detalles concretos de la propuesta que debería hacer a Bastida, y si convendría plantearle la cuestión pronto, o si sería preferible establecer con él una previa relación de amistad e interdependencia —yo le invito a que sea mi secretario porque me hace falta una persona como usted—, y solo después, aprovechando cualquier momento favorable, proponerle el cambiazo en sus términos exactos, es decir, en términos de lingüística. El éxito dependía de la estimación en que José Bastida tuviera las metáforas. “Yo soy un término. Usted, el otro. Se trata pura y simplemente de que usted actúe de sustituyente.” Dicho de esta manera, resultaba más elegante que decirle a bocajarro: “Mire, lo que se ventila es que, cuando llegue el momento, muera usted en mi lugar”, lo cual, bien mirado, puede incluso resultar feo. “¿Sabéis —dijo Clotilde en casa de Aguiar, en un descanso del concierto— que mi hermano anda buscando un secretario, y que ha pensado en el tío más feo y esmirriado de la ciudad, un tal José Bastida?” A don Acisclo se le cayó el arco del violín. Aquella conexión entre J(acinto) B(arallobre) y J(osé) B(astida) no era un azar; y, sin proponérselo, volvió a sus meditaciones, un poco aplazadas e incluso abandonadas después de que el loro (la lora) había dejado de clamar por Júpiter Cornudo, bien cubierta como estaba y satisfecha ya de los servicios del Obispo: como que había empezado a poner huevos, unos huevos que don Acisclo recogía con pinzas y arrojaba al cubo de la basura. Fue aquella la primera vez que paró mientes en que el desgraciado de José Bastida era, o parecía ser, un Jota Be; y si hasta entonces no lo había sido, sus relaciones inminentes con Barallobre, que sin disputa lo era (de casta le venía), lo ponían en trance al menos de llegar a serlo. Y este descubrimiento le llenó de tanta perplejidad que ni siquiera pensó en cómo no lo había descubierto antes. En el sistema de valores humanos de don Acisclo, el último escalón del sótano lo reservaba a Bastida, lugar geométrico de todos los escupitajos perdidos, de todas las bofetadas de incierto destinatario, de todos los pisotones anónimos. Cierto es que esta conclusión, desoladora para Bastida de haberla conocido, la había alcanzado mediante un escrupuloso método comparativo en que él actuaba de primer término: José Bastida es…toscoYo soy…elegante vulgar vil torpe abyecto inculto romo republicano paupérrimo blando tramposo lúbrico ignorado burlado hazmerreír distinguido noble inteligente digno culto artista patriota rico enérgico recto casto popular temido respetado Había veces en que don Acisclo temía que la dicotomía no estuviera justamente establecida, y que se hubiera calificado a sí mismo con modestia, y, a Bastida, con benevolencia; pero, aun así, aun favorecido en la atribución de adjetivos, el pobre maestro salía bastante malparado: aunque no tanto que indujese a piedad a don Acisclo, ya que las ideas radicales de Bastida le hacían inmerecedor de cualquier clase de caridad, salvo, bien entendido, en caso de muerte, si la muerte le venía como castigo de sus ideas. Pero, en su meditación, don Acisclo, escrupulosamente objetivo, daba de lado su proclividad sentimental hacia el perdón, así como el recuerdo del asco que Bastida le había causado al verlo por primera vez, al frente de sus alumnos, cantando La Internacional a voz en grito y con el puño levantado, y no por lo que hacía, sino por cómo era. ¡Aquel aspecto de sapo enderezado, aquella cara de perro de lanas acabado de bañar! Se le había quedado en el recuerdo como espécimen de una raza extinguida siglos atrás, la raza de los sub-hombres. Denunciarlo después y procurar que se le hiciese justicia no fuera ni más ni menos que una mera operación higiénica. Le había fallado, y esto, aceptado en un principio como efecto de intempestivas lenidades, resultaba ahora, a la vista de las últimas revelaciones, como de explicación algo más ardua, aunque no imposible. Detrás de la sentencia absolutoria —efecto de unas causas en cuya identificación se había equivocado (¿y quién no se equivoca, Dios mío?)— veía ahora la Providencia y sus inexorables, inescrutables designios. Pero ¿para qué? La idea de que J(osé) B(astida) pudiera ser Satán la rechazó con carcajadas: Satán tenía mejor figura. Y la de Bastida había empeorado en los últimos tiempos, su cara enflaquecía y su espalda se inclinaba más al suelo: el Espiritista reducía la ración. El fracaso como médium, la sospecha de que les había engañado, había engendrado en el posadero una actitud resentida y vengativa, “Señor Bastida, tiene que ir pensando en dejarme la habitación libre”; “Señor Bastida, creo que el último de mes deberá abandonar mi casa”; “Señor Bastida, yo soy un posadero, no el director de un asilo. Bastante hago con no demandarle por falta de pago”; “Señor Bastida…”. Un trozo de bacalao en vez de tres, dos de patatas en vez de cuatro; nada de postre. El desayuno no variaba gracias a Julia, que andaba mohína, que hipaba en todos los rincones, y que, si Bastida estaba en su cuarto, no perdonaba ocasión para subir a él y desahogarse. “¡Que le digo que Manolo no es un hombre, porque, si lo fuera, habría mandado a paseo al cura ese y hubiera acudido a su obligación!” “¡Que le digo que yo voy a tomar algo, don Joseíño, porque esto no puedo aguantarlo!” “¡Que le digo que no sé qué va a pasar el sábado, cuando llegue la hora de dormir con él y encuentre la cama vacía!” “¡Que le digo que soy una desgraciada y que vale más que Dios me lleve!” “¡Que le digo…!” Bastida la escuchaba y no hacía más que acariciarle la mano. Si acaso, decirle: “¡Calla, mujer, ten paciencia!” Y cuando Julia marchaba, él se quedaba triste y, a veces, lloraba un poco. Y el día en que llegó el recado de Barallobre, de que fuese a verle, ya tenía hecho el macuto con sus cosas para marcharse, pero no se decidía y aguantaba, por no abandonar a Julia. Tenía, sin embargo, tanta hambre, y estaba tan débil, y se le doblaban de tal modo las rodillas, que en un esfuerzo de suicida se decidió a pedirle a don Annibal Mario quince duros para comprarse algo de comer y tenerlo escondido en el cuarto o confiado a Julia; y, así, se quedó, de noche, de ronda cerca del café para que don Annibal pudiese escucharle a solas. Y don Annibal le dijo: “Usted sabe, amigo, que a veces también ando escaso, y esta noche es una de ellas. Pero le aseguro que mañana tendrá los quince duros. No se me morirá hasta entonces, ¿verdad?” “No le aseguro que se los devuelva en seguida, porque, como sabe, todavía no tengo empleo.” “De eso, no se preocupe.” No puede uno morirse en estas condiciones, sería una falta de respeto y de amistad, una verdadera grosería. “Pues dígame dónde nos vemos mañana.” Bastida no pudo evitar que una enorme costilleta, con sus patatas y sus pimientos fritos, se le metiese en la imaginación. “No hace falta, don Annibal. A esta misma hora, en el café” —la costilleta bien podía aplazarse un día más, por el bien parecer—. Cuando entraron, el dueño comentaba con La Tabla Redonda la muerte súbita de Pepe, el camarero, que la había palmado sin previo aviso la noche antes, nada más que llegar a casa y meterse en cama: le diera una cosa en la garganta, que le ahogaba, le ahogaba, y le ahogó. El patrón, naturalmente, había asistido al velatorio, ¡pues no faltaba más! Pepe, como quien dice, naciera en el café, hijo y nieto de camarero, y mereciera durante tantos años la estimación de todo el mundo; y mucha gente había en el velorio; compañeros de Pepe y clientes que se habían enterado, a pesar de que la familia no había querido que saliera en el periódico, nada de molestar al señor Belalúa para una cosa así; pero, esto era lo gracioso, se había encontrado con que el difunto estaba amortajado con el frac de servir. “¡Fíjense ustedes, caballeros, uno de esos fraques color tabaco, con botones dorados, que yo heredé de mi padre y este del suyo, como que son los famosos fraques del Hotel Suizo cuando se fundó, que todo el mundo decía que eran los más elegantes de España y que parecían talmente internacionales! Y allí estaba Pepe, metido en él, dispuesto a llevárselo consigo a la tumba como si le hubiera tomado cariño después de tantos años. Pero yo le hice ver a la viuda que aquello no podía ser, y que el frac era propiedad de la firma y no del empleado, y no hubo más remedio que quitárselo, y allí mismo la viuda lo planchó, que estaba un poco arrugado en los faldones, y yo asistí al entierro con él colgado en el brazo, fíjense ustedes. Claro que la viuda no lo hizo por mal, sino porque el muerto fuese más lucido.” Bastida, escuchando, entrevió la posibilidad de suceder a Pepe, aun cuando para ello tuviera que firmar un papel comprometiéndose a ser enterrado en camiseta y calzoncillos; así que, en cuanto pudo, se levantó, llevó al dueño a un rincón discreto y se lo dijo. El dueño quedó perplejo. “¡Hombre, don José, así, de pronto!” “Usted sabe que estoy desempleado.” “Yo había pensado en ascender al correturnos a la plaza vacante.” “Pues deme la de correturnos.” “Y sus amigos, ¿qué van a decir?” “¿Usted piensa que les importará a mis amigos?” “¡No le quepa duda! Le sientan a su mesa como un igual, y, de pronto, aparece usted con la servilleta al brazo y la bandeja en la mano.” “Puedo llevar la servilleta en la mano y la bandeja en el brazo. Y ya sería distinto.” “No bromee, don José, que no puede ser. Además, ¿de qué iría usted vestido?” “Si el correturnos va a heredar el frac de Pepe, puedo heredar el del correturnos.” “Pero ¿usted está loco, señor Bastida? ¿Se ha dado cuenta de la estatura de Alfonso?” “Sí, señor, con bastante frecuencia. Es lo que se dice un buen mozo.” “¿Y cómo iba a sentarle a usted su frac?” “Muy mal, desde luego, pero hay sastres. Yo mismo conozco uno, el señor Belando, que vive en la calle del Conde Bonito y que trabaja muy arreglado.” “¿Poner uno de mis fraques en las manos de un sastre de portal? ¡Usted no sabe lo que dice! Además, los fraques no pueden achicarse. Siempre mi padre me lo dijo: busca los camareros que quepan en el frac, que no les sobre de hombros, ni de caderas, ni de cintura, ni de largo los pantalones. Para usted habría que cortarlos por la pernera y me vería obligado para siempre a tener un correturnos de su estatura. Estos fraques son la medida de los camareros que dan lucimiento a un café y a un hotel de categoría. Mis fraques son sagrados.” Bastida tomó a risa aquella derrota infligida por un frac, y regresó a la mesa de sus amigos en disposición de ánimo pintiparada a la emisión de una de sus ideas solubles. Y halló que Merlín estaba leyendo un artículo recortado de una revista francesa en que se citaba una frase de Shakespeare, que Merlín pronunciaba Chéspir, y decía que el hombre está hecho de la sustancia del tiempo, y explicaba luego, en cifras inabarcables por la imaginación, las distancias espacio-tiempo, los años-luz y otras magnitudes igualmente asombrosas. Con lo que todos quedaron estupefactos, y el tonto de Galaor, el hijo de Merlín, dijo algo así como que “¡No somos nada!”, y se quedó tan pancho. Pero Bastida, silencioso en un rincón, en la frontera de la luz y de la sombra, pero siempre detrás de la frontera, sacó sus manos de hambriento, sus manos como garfios de cal y violetas, que, así, cuando salían de la sombra, parecían emisarios de fantasmas. ¡Lástima que llevase tan deshilachados los puños de la camisa! Las vio don Annibal Mario. Impuso silencio. José Bastida dijo: “No estoy conforme con ese artículo”. Hubo una agitación de espanto. “¡Pero, hombre!” “Porque sucede precisamente al revés: el tiempo está hecho de la sustancia del hombre. Nace con nosotros y con nosotros muere. Todo eso de medirlo, y de complicarlo con el espacio, no es más que una argucia, porque el espacio no existe si no existen antes las cosas. Sin tres cosas al menos, no tendríamos espacio, y sin un hombre mortal no tendríamos tiempo. El tiempo no es más que una secreción de la vida.” Y, mientras decía esto, se le recordó la revelación de los Jota Be, instalados en sus espacios de ene dimensiones como cartas en un casillero. ¿Eran ellos quienes los engendraban? Se quedó mudo, de pronto, y añadió en voz alta: “Perdónenme, señores. No he dicho nada. Pero la cita de Shakespeare está equivocada, porque lo que él dice es que el hombre está hecho de la sustancia de los sueños”. Y todos creyeron que era su propia modestia ante la grandeza, ante la osadía de su afirmación, la que lo había enmudecido. Don Annibal Mario se ajustó el monóculo, a punto de resbalar, y pensó que daría a Bastida, no quince, sino treinta duros al menos, y que no se preocupase de devolvérselos hasta que le sobrasen. En cuanto a Merlín, había quedado íntimamente un poco mosca, ya que la Ciencia Esotérica postulaba la realidad del Tiempo, y no digamos del Espacio, y, aquella vez al menos, estaba de acuerdo con los hombres de ciencia. Pero a todos había conmovido el tono grave de Bastida y disculpaban lo disparatado de aquella idea soluble con el recuerdo de la amenaza de muerte para los Idus de marzo que pesaba sobre su autor. “¿Por qué no ha de morir don Jacinto Barallobre? Al fin nadie lo quiere en este mundo, está solo, no pinta nada y nos obliga a odiarle al menos una vez al día.” Y se conmovieron más cuando Bastida, después de su entrevista con Barallobre, vino a la tertulia, les acompañó, llegó incluso a recitarles de memoria unos versos en su idioma particular, y cuando todos iban a levantarse, se despidió de esta manera: “Caballeros, esta tarde me he contratado como Secretario del Viejo de la Montaña, a quien, como ustedes no ignoran, admiro desde hace tiempo. Y como conozco y respeto las razones por las que ustedes le desprecian, no tengo más remedio que dejar de acudir a esta reunión en que siempre me he hallado como el pez en el agua. Me siento obligado a hacerlo por lealtad a quien me paga y por lealtad a quienes me distinguieron con su amistad”. La Tabla Redonda comprendió y aprobó el sacrificio. Uno a uno le dieron la mano. Galaor le dijo: “¡A ver si ahora engorda usted un poquito!” Merlín le sugirió que, no obstante, podía de vez en cuando caerse por la botica. Y el último de todos, el Rey Artús, se inclinó para darle un abrazo, y, con voz emocionada le susurró al oído: “Soy el de siempre, Bastida”. Por el camino, de retirada, Gowen comentó con Merlín que quizá La Tabla Redonda, como tal entidad, entrase en decadencia, y Merlín le respondió que Bastida había actuado de catalizador, y como Gowen no entendiera el concepto, le explicó que se trataba de ciertos cuerpos que, sin participar en una combinación química, la hacían posible con su presencia: que era precisamente lo que había hecho Bastida. “¡Es que es un Jota Be!” “Pero ¿usted cree de verdad que en eso de los Jota Be hay algo de misterioso?” “¡No lo sabremos hasta los Idus de marzo!” De todos modos, a la noche siguiente volvieron a congregarse, y Merlín los entretuvo con la lectura de otro artículo francés sobre el tiempo y el espacio cuyos conceptos nadie osó discutir. A causa de lo cual la reunión fue lánguida, y se retiraron antes de media noche, a la hora en que don Benito Valenzuela, godo activo y singular, activaba su singularidad al mismo tiempo que singularizaba su actividad, y aunque activamente singularizase, singularmente activaba, y la singularización de la activación, si bien no del todo equivalente a la activación de la singularización, podía confundirse con ella merced a la doble apariencia de actividad singularizada o de singularidad activada que ofrecía el conjunto, lo cual, como es obvio, le permitía moverse dentro de tal construcción dialéctica bien inclinándose y, por decirlo así, prefiriendo la singularidad, bien concediendo a la actividad algo de su singularidad y de su tiempo. La inclusión, sin embargo, de este tercer factor, el tiempo, en la construcción teórica, creaba matices, o quizá planos nuevos, como el tiempo de la singularización activa, el de la activación singular, así como la singularidad temporal, la temporalidad activa y la actividad singulo-temporal abstracta, que era, con mucho, la dilecta al mismo tiempo que la imposible, ya que las circunstancias temporales le obligaban con frecuencia a actividades singulo-temporales concretas, como meter en una caja de sombreros que había sido de su señora, y que encontró en el desván, un traje de primera comunión de su hijo Bernardino, muerto de las viruelas locas en edad temprana (por falta de cuidados, seguramente, y por distracción del facultativo, que era novato y había confundido las viruelas con el sarampión, y se había limitado a prescribir como única medicina una luz roja en el dormitorio del paciente); un ejemplar del Catón encuadernado en tela y bastante bien conservado, pero que, pese a sus elevadas cualidades pedagógicas, había caído en desuso; unos tirantes viejos, de caballero; un velo de tul que había pertenecido al traje de hada llevado por su hija al baile infantil de 1935, en Logroño, donde él prestaba entonces sus servicios con beneplácito de sus superiores; la vaina de la espada de su padre, la funda del paraguas de su madre y una colección del Nuevo Mundo comprendida entre enero de 1915 y diciembre de 1917, con preciosas fotografías de la Guerra Europea I; y con todo eso, salió a la calle, activando su singularidad en el tiempo y singularizando su actividad en el espacio, por lo que recibía muchos plácemes. Muchos. Estaba orgulloso de la estimación en que le tenían sus superiores y de la confianza con que le trataban, hasta el punto de llegar a decirle: “¡Oiga, don Benito! Usted, que tiene tan buena vista, ¿quiere mirar si esto que tengo en el ano es una fístula o una simple rozadura?” ¡Y todos tenían fístulas, los cabrones! Los dioses, sin embargo, velaban por la continuidad de La Tabla Redonda. Don Annibal Mario descubrió, en una tiendecita de la calle del Camino Nuevo, un peperete a punto de reventar, cuya tía y tutora, la quincallera Micaela Barros, se mostraba dispuesta a avenirse a razones. A Galaor, que ya estaba cansado de su esposa, una de las pocas nativas de la obediencia de don Acisclo, y que se empeñaba en dotar de variedad a los trámites, le pareció estupendo, y aunque su padre le llamara imbécil una vez más, se apuntó a la lista de los que pensaban disfrutarla. Sin embargo, el perepete del Camino Nuevo no era precisamente un catalizador. Una vez que los Seis (Merlín se excluía de aquellos festines por principio) se la hubieran beneficiado, habría que descubrir otra que mantuviese la cohesión de La Tabla Redonda. A no ser que a los godos se les ocurriera algo como lo de la estatua. Pero los godos andaban aquellos días preocupados por ciertos cambios acontecidos bajo el lejano cielo de Madrid. El Poncio recibió el cese, y fue sustituido por un sujeto de tierra adentro que venía precedido de fama entre lírica y siniestra. Lanzarote se aprovechó para intentar liberarse de aquella servidumbre de confidente que le roía el alma, pero no llegó a romper los lazos por entero, ya que su condición de director del periódico le obligaba a frecuentes toma y dacas. El nuevo Poncio cuidaba con escrúpulo su propaganda. Todos los días tenía que salir fotografiado, y, cada mes, encuadernaba los recortes en volúmenes lujosos y severos. Sus primeras palabras semipúblicas anunciaron que metería en cintura a Castroforte del Baralla, y que lo primero que iba a hacer era devolverle el antiguo nombre de Castrofuerte. Pero sucedió que un amigo, natural de Villasanta de la Estrella, le escribió una carta en que, en vez de felicitarle, le decía: “Lo siento, pero te han hecho Poncio de una provincia que no existe”. El Poncio había sido ampliamente informado, sí, de la especial situación administrativa de la ciudad, pero de lo que denunciaban aquellas fotocopias que su amigo le mandaba, sacadas de viejos periódicos villasantinos, nada. Anduvo mohíno durante algunos días, y hasta su mujer le notaba la preocupación. No se le ocurría a quién acudir, hasta que un día sospechó que Parapouco Belalúa, de quien hasta entonces había desconfiado a causa de ciertos cotilleos de don Acisclo, podía, por algunos indicios, saber más de lo que aparentaba. Y le hizo la pregunta de sopetón. “¡Pues no pregunta usted nada!” “¿Lo encuentra excesivo?” “¡Lo encuentro extraordinario y, sobre todo, inesperado!” “Me creo en el derecho de saber todo.” “Lo que las leyes ocultan o reconocen, sí.” “¿Hay algo que se les escape?” “Lo sospecho hace tiempo.” “¿No puede revelármelo?” “Es algo que solo saben los viejos. Porque supongo que no se referirá a la Oficina de Fomento, 11.” “De eso estoy al cabo de la calle.” “Pues, de lo otro…” A Belalúa se le presentaba la ocasión de meterse al Poncio en el bolsillo, aunque a cambio de una nueva traición a La Tabla Redonda y al mismo Castroforte. “Aunque se lo cuente, no me lo creerá.” “A pesar de todo, cuéntemelo.” “Pues, mire: según dicen los viejos…” Y le espetó, con lujo de interrupciones estratégicas, lo de la ciudad levitante; y el Poncio le escuchó en silencio y, al final, se echó a reír. “¡Bien me avisaron de que esta es una ciudad de locos!” “Es que, si quiere, podemos hacer la prueba.” “¿Cómo la prueba?” “Sí. Podemos hacer que la ciudad se levante un poquito.” “¿De qué manera?” “Provocando una preocupación colectiva, un temor, por ejemplo, al que no escape nadie.” “¡Pues ya me dirá cómo!” “Una noticia falsa.” “¿Piensa que voy a jugarme el puesto por ver cómo se columpia a Castroforte?” “Pienso que de Castroforte no salen más noticias que las autorizadas por usted.” “También es cierto.” “Supongamos, por ejemplo, que esta noche, durante la emisión de sobremesa, se dice que hay una amenaza de epidemia.” “La gente saldrá corriendo.” “Sí, claro. Pero más tarde se le advertirá de que se trataba de una falsa alarma.” El Poncio lo pensó un poco. “Podría alterarse el orden.” “Depende de la hora. A las diez y media de la noche, después del diario hablado, y con miedo a coger los virus que trae el viento, a nadie se le ocurrirá salir de casa.” “¿Y nosotros, mientras…?” “Nosotros nos iremos a la Tierra de Nadie, que son esos baldíos que hay más allá de la Rosaleda.” Siguieron hablando, y, aquella misma noche, el locutor de la radio local, que era de corto alcance, dio lectura a una nota en que se comunicaba la posibilidad de que cierto enfermo ingresado en el Hospital Provincial aquella misma tarde padeciese el cólera morbo asiático, y que, por si acaso, recomendaba a todos los ciudadanos que evitasen cualquier contacto con las heces y que tuvieran en casa repuesto de bicarbonato. Previamente, la esposa y las dos hijas del Poncio —dos muchachitas preciosas, de ocho y nueve años, que daba gloria verlas cómo hacían una reverencia al saludar— habían salido, en coche, para pasar la noche en Vigo. Por guardar el secreto. Lanzarote y el Poncio se valieron de un automóvil utilitario, igual a tantos otros, que conducía el mismo Gobernador. Escucharon en la radio del coche la noticia. “¡A partir de ahora, ojo!”, dijo Belalúa; y, en silencio, emboscados en la maleza de la Tierra de Nadie, contemplaron durante un rato las ventanas inmóviles e iluminadas. Fumaban pitillo tras pitillo; de vez en cuando, se miraban. Pasó el tiempo. Pensaba el Poncio que si aquello era una tomadura de pelo, mal lo iba a pasar el periodista; y Belalúa recordó que, alguna vez, había sospechado que la creencia, sin previa crítica, en la levitación, era el efecto de una sugestión hipnótica provocada por Merlín, brujo, según la gente, en combinación con don José Bastida. Pero, a eso de las doce menos cuarto, cuando el Poncio no hacía más que remejerse en su asiento, Belalúa gritó: “¡Fíjese!”. Las luces oscilaban como las velas de un paso de Semana Santa: oscilaban y se desplazaban, hacia arriba, en la noche, si bien veladas por la niebla, que ascendía también con lentitud uniforme, diríase que con parsimonia. El Poncio quedó paralizado y empezó a temblar. “¡Encienda ahora los faros!” La doble luz iluminó la rotura de la tierra y el espacio oscuro que iba quedando debajo. El Poncio apagó. “¡Me da miedo!” “¡A mí, también!” Cerraron los ojos, buscaron en un abrazo remedio al pánico temblón. Y nunca podrán decir el tiempo que estuvieron así. Cuando volvieron a mirar, Castroforte se asentaba de nuevo en sus cimientos. “¡En cuanto llegue a mi casa, escribiré una carta de dimisión!” “¿Y cómo va a justificarla?” “¡Enviaré un informe!” “¿Hay en el mundo quien lo crea? Le meterán a usted en un manicomio.” “Pues no le falta razón.” El Poncio no había dejado de temblar, y Lanzarote, más sosegado, respetó su pavor. “Compréndalo, Belalúa. ¿Cómo va a vivir tranquilo un hombre que tiene hijos, en una ciudad que, de pronto, levanta el vuelo como una golondrina?” “Hay un remedio. Los viejos, cuando alguien se quejaba de la división de la ciudad en barallobristas y bendañistas, solían de decir: «Déjenlo como está. Hay razones…». Sabían que, así, la ciudad se estaría quieta.” “¿Y qué me sugiere? ¿Que autorice los partidos políticos?” “Que no meta a Castroforte en cintura, como ha anunciado. Que haga la vista gorda ante esas cuestiones de godos y nativos. Y, naturalmente, que evite las noticias en que todos puedan estar de acuerdo. Así, la ciudad se mantendrá tranquila.” “¿Y si un día descarga una tormenta gorda?” “Hay siempre ateos que no la temen.” Y allí mismo, en el coche, Lanzarote convenció al Poncio de que el mejor instrumento de estabilidad era La Tabla Redonda. “Se va a oponer don Acisclo, se lo prevengo.” Don Acisclo había intimado enormemente con el Poncio, pero, sobre todo, con su mujer, a quien ya confesaba desde el primer domingo. Don Acisclo se hacía lenguas de la perfección moral de aquella pareja, y proclamaba en todas partes su ejemplaridad, aunque el secreto de confesión le impidiera explicar las razones, que no eran otras que estas: si bien es cierto que usaban el método Ogino, lo hacían debidamente autorizados y a causa de que ambos cónyuges tenían el rH negativo. Por lo demás, reducían el uso del matrimonio al mínimo indispensable, él en pijama siempre, y ella sin quitarse el camisón, y no solo no rebasaban los límites de lo lícito, sino que jamás los habían alcanzado. La cuenta echada muy por encima hacía pensar a don Acisclo en un derroche seminal que no excedía el par de centímetros cúbicos al mes: cantidad realmente modesta si se la comparaba con las cifras astronómicas que ciertos cálculos le habían suministrado: un millón de centímetros cúbicos en París, dos en Londres, tres en Nueva York, y no por mes, ¡por noche! La corriente del Sena, la del Támesis y la del Hudson reunidas. No se explicaba cómo todavía la Providencia no había enviado su fuego contra las tres ciudades del pecado, Pentápolis moderna (pues, aunque faltaban dos, se les podían sumar tranquilamente Buenos Aires y Chicago), y que ni Lot se salvase. Y esta disconformidad entre lo que él tenía por justo y lo que, al parecer, tenía Dios, le causaba unos quebrantos mentales que pronto se traducían en melancolía, y, esta, en malestar físico con patatuses y síncopes inesperados que le tuvieron en la cama una temporada. Después se repuso un poco, pero guardó en secreto las causas de su mal, no fuera que los curas —sobre todo sus compañeros de la Colegiata, que la envidiaban porque sabía más que ellos— le tuvieran por loco. Su clientela se había alarmado por la enfermedad, y las señoritas de Aguiar, por su ausencia, y una tarde le enviaron recado de si les daba permiso para visitarle. Las recibió, pero solo vinieron Beatriz y Clotilde. Don Acisclo quedó, al mirarlas, turulato, porque Clotilde traía consigo el cesto de la compra repleto de caimanes vivos, y porque Beatriz, a primera vista, semejaba una gallina gigantesca, aunque uno comprendiese inmediatamente que la silueta avícola resultaba de la combinación de un cubrecorsé blanco, muy ceñido a la cintura y ornado de cintajos rosas y azules, y de unas bragas de las de antes con el puño ceñido debajo de las rodillas y abiertas por la entrepierna para facilitar el tránsito: el todo rematado de un gran sombrero negro, nido de pajarraco al mismo tiempo, cruelmente traspasado por un doble agujón con remates de polisaedros de azabache. Don Acisclo reconoció las bragas como procedentes del tendedero doméstico; el cubrecorsé como de su madre (que está en la gloria), y el sombrero del agujón como propiedad y uso de su abuela (también, si no en la gloria, cerca de ella): todas las tres prendas que, durante la infancia y por razones dispares aún no dilucidadas, le habían preocupado, y de cuya abundancia de perifollos y jeribeques procedía su afición a improvisar, sobre sencillísimos textos de Bach, complejas variaciones ornamentales. Pero las causas por las que aquellas prendas olvidadas reaparecían ahora en el cuerpo de Beatriz no se le alcanzaban, al menos de momento. En cuanto a los caimanes, eran sin duda los mismos que le habían contemplado desde la orilla del riachuelo en cuyas márgenes el Obispo de Puebla, en Méjico, enfermo, agotado y a punto de arrojar la esponja, le había conferido las órdenes mayores, y, con ellas, la custodia de las nueve esmeraldas cuyo escamoteo a los sicarios del presidente Calles era la causa inmediata de que su guarneri, en los días de gran sequedad, emitiese ciertas vibraciones impertinentes, si bien sutiles e imperceptibles para oídos que no fuesen los suyos; pero también de que se hubiera convertido él, Acisclo, en propietario de varias casas de vecindad sitas en Villasanta y en Castroforte. En fin, que espabiló los ojos y les preguntó por Lilaila, y Beatriz le contó que la había sorprendido leyendo un periódico americano en que aparecía un banquete, y, en él, Jesualdo Bendaña dando las gracias. “Me dijo mi sobrina que fue la despedida que le hicieron, porque este año se va de vacaciones. ¡A mí me da la espina de que vendrá a casarse. Ya se lo dije a esta!” “Pero ¿cómo va a venir, si es emigrado político?” “No lo sé, pero no se olvide que es católico, y, a lo mejor…” Lilaila, además, se había pasado una semana yendo al pazo de Bendaña a hacer limpieza, y aunque eso ocurría todos los meses, Beatriz sabía por las mujeres que le habían ayudado que el trabajo se hiciera con más esmero, y que una cama había quedado lista para dormir en ella, y que, además, unos hombres trabajaban en el jardín y arrancaban la maleza. “¡Luego, no se meterá monja!”, comentó don Acisclo con amargura, y añadió: “No me explico el miedo que tiene la gente a la santidad”. Después hablaron de música, y, cuando Beatriz regresó, su hermana Pura le dijo que Jacinto había tenido noticias de su marido. “¿De tu marido? Pero ¿cuándo has tenido marido?” Pura se enfureció y le rogó que dejase sus bromas para, mejor ocasión. “Te escucharé, si quieres —admitió Beatriz—, pero no olvides que, aquí, la única que tuvo marido fui yo, y que si toleré durante tantos años ese cuento de que estás casada, no fue más que por cariño fraternal.” Lo que Pura tenía que contarle era que Barallobre, a fuerza de escribir cartas, había logrado dar con el paradero de Miguel, a quien habían expulsado del Ejército después de la guerra, no porque estuviera con los rojos, sino por no haber estado con nadie. Y desde entonces vivía de representaciones, y, como estaba solo, se había amancebado con una mujer de la que tenía dos hijos. “¡Fíjate tú, los pobres, sin poder llevar su apellido!” Y vivían mal, y la mujer aquella lo despreciaba, y él se consolaba bebiendo. “¡No se te ocurrirá traerte aquí a toda la familia!” “No se me había ocurrido.” “¡Es que tú eres capaz de eso y de mucho más!” “Pero, mandarle algún dinero…” “¿De dónde vas a sacarlo?” “Tengo algunos ahorros. Pensando que si Lilaila se casaba… Pero ella también tiene su calcetín.” “En eso no me meto. Allá tú. Como si quieres mantenerlos a todos. ¡Con tal de no verlo delante!” “¡Pues a ti bien que te gustaba cuando nos casamos!” “¡Mejor dirás al revés!” Pero no se enzarzaron en la disputa de siempre, porque Pura prefirió consultar si se lo diría a Lilaila de repente o si sería mejor prepararla. “Eso, tú verás. Pero te advierto que Lilaila se casa.” “¿Que se casa?” “Me dejaría cortar la mano derecha.” “Pero ¿con quién?” “¿Con quién va a ser? Con su novio.” A Pura le empezó a subir la cólera, y echó en cara a Beatriz su poca seriedad y su manía de mentir en las cosas solemnes. “Bueno, bueno. No me hagas caso, pero acuérdate de lo que te dije.” Pura no se atrevió a contárselo a Jacinto cuando fue a verle para que enviase cinco mil pesetas a Miguel y le diese a entender que eran las primeras y las últimas, y que ni su hija ni su mujer querían saber nada de él, y que esto y que lo otro. Fue aquel mismo día cuando Jacinto mandó el recado a Bastida. Aprovechó la visita de Pura, y le dijo: “Que tu criada vaya a ver a su hermana, y que avisen al señor Bastida de que lo espero en mi casa a eso de las cinco”; y después le preguntó si, dada la penosa situación del invitado, le convendría ofrecerle la merienda. “Pues si lo pasa tan mal como nos dicen, ponerle unos buenos bocadillos es de cajón.” “Pero ¿no se ofenderá?” “Más se ofendería si lo dejases ayuno.” Julia subió al cuarto de Bastida y lo halló echado en la cama, tapado con la gabardina, pero despierto. “El señor Barallobre, que vaya a verlo esta tarde.” Al principio, Bastida no lo entendió bien, y, después, no lo quería creer. Lo primero que se le ocurrió fue que, con aquella facha, no podía presentarse en la Casa del Barco. “Plánchame un poco el traje, Julia, aunque mañana me sirva de mortaja.” Entonces sí que se metió en cama, mientras Julia le adecentaba la ropa a fuerza de cepillo y plancha, pero ni aun así quedaba pasable. “¿Y esa camisa, don Joseíño? ¿Va a presentarse con los puños deshilacliados?” “¡No tengo otra!” Julia lo dejó con la palabra en la boca, pero regresó en seguida: traía una camisa nueva y planchada, una camisa de un viajante catalán, azul a listas moradas. “No encontré otra de su número, pero, al menos, está limpia y nueva.” “Pero ¿cómo voy a salir con una prenda que no es mía, y además tan llamativa? Me expongo a que su dueño me desnude en la calle.” “Se cierra bien la gabardina por la parte del cuello, y ya está.” Antes de salir, Julia le hizo una cruz con ajo en la espalda. “Para que tenga suerte.” Bastida no se preguntaba para qué le querría Barallobre: sentía que aquella invitación, tanto tiempo deseada, llegaba, al fin. Sus piernas flacas le llevaron de prisa por la Rúa Sacra. Hacía una tarde clara y tibia, y el aire estaba limpio alrededor de la Colegiata. Hasta que estuvo dentro del zaguán, no le dio miedo. Se pasó un rato sin llamar, mirando las puertas oscuras, la bóveda de piedra. Por fin, golpeó, pero tan suavemente que ni él mismo oyó el golpe. Lo repitió con fuerza, y, entonces, se multiplicó por las escaleras y corredores, por salones y crujías. Escuchando los caminos del sonido, pudiera adivinarse el plano del edificio, en el caso de que un objeto tan complicado como aquel pudiera reducirse a geometría. Se contaba que las criadas tardaban al menos un año en aprender el camino por aquellas vueltas y revueltas, por aquellas subidas y bajadas que tenían que recorrer a diario, sin perderse. En la Casa del Barco todo eran añadidos, como si cada uno de sus habitantes hubiera dicho al menos una vez en la vida: “Ahora, a embarullarla un poco más”. Bastida sintió un trotecillo corto que golpeaba por unos escalones de madera, y el paso humano de alguien que bajaba también. Después, se abrió la mirilla de bronce, y unos ojos grandes, azules, le contemplaron. Alguien dijo algo, al otro lado, algo que fue respondido con los gritos y carcajadas de un loro. Se abrió la puerta. “¡Pase, pase!” El asno asomaba la cabeza gris, de ojos entristecidos; el loro, en el hombro de Clotilde, agitaba las alas. “¡Pase, pase! Estos animalitos son inofensivos, son las mejores personas del mundo.” Bastida, con la boina en la mano, ascendió dos escalones de piedra y pisó el umbral. “Se los presentaré, aunque quizá ya haya oído hablar de ellos. Este es Ballantyne; el loro es el Obispo. El gato se llama Balseyro, pero yo le llamo el Brujo, y este perrito tan cariñoso es mi abuelo Joaquín. Usted también es Jota Be, ¿verdad?” “José Bastida, para servirla, nada más.” “José Bastida. ¡Pues sí que es casualidad! Haga el favor de pasar, aquí, a esta salita. Quiero hablar con usted antes de que le vea mi hermano. Tengo que hacerle algunas prevenciones.” Le empujaba hacia una puertecilla recia, entreabierta, y lo metió en una habitación cuya ventana enrejada daba al zaguán. “Siéntese, siéntese. Pórtese como en su casa.” Las paredes, encaladas; el techo, de madera oscura, vigamen al descubierto. Un zócalo de roble, no muy alto, y una sillería de raso verde manzana. En la pared, encima del sofá, había un cuadro grande, al óleo, que representaba una batalla naval del tiempo de los veleros: jarcias rotas, vergas colgantes, mástiles truncados, barcos a la deriva y un fuego muy aparatoso de cañones. “Para empezar, y sin meter a mi hermano en esto, quiero hacerle una pregunta.” La mar del cuadro, encrespada, sostenía náufragos agarrándose a leños y cadáveres juguete de las olas. Se veía perfectamente, en el puente de mando del navío más grande, al almirante, espada en alto. No debía ser Ballantyne, porque la nave era la victoriosa. “Algo para entre nosotros, pero muy íntimo y delicado. ¿Está dispuesto?” Bastida asintió con el gesto acostumbrado, el gesto ante lo irremediable de su irremediable vida. “Pues bien, quería preguntarle si sabe usted que es feo.” “Sí, desde que tengo uso de razón, o acaso desde antes, porque mi madre solía decir que fui listo muy pronto.” “¿Y de los ojos? ¿Sabe también que tiene ojos bonitos?” Bastida, ruborizado, asintió. “Pues, mire, a mí me había llegado la fama de la fealdad de su cara, pero no de la belleza de sus ojos, y le aseguro que me alegro, porque siempre gustan las sorpresas agradables.” En el cuadro había también marineros heridos que se caían, por la borda, al mar; cañones desmontados de las cureñas por el fuego enemigo; oficiales heroicos dando la voz de “¡Fuego!”; grumetes encaramados a los sobrejuanetes de mesana, y la infantería de Marina dispuesta al abordaje. “Y resulta chocante mirárselos, porque parecen ojos de mujer en un rostro viril, aunque feo.” Bastida estuvo a punto de responderle que también se lo decía su madre, como otras muchas cosas, y que, si no se lo decía a él, se lo decía a las vecinas, pero en su presencia. Prefirió, sin embargo, advertir que, en el cuadro, había al menos tres banderas: la inglesa, por supuesto, que era la que ganaba; la francesa, perdiendo, y, en un barco medio hundido, como queriendo erguirse sobre la derrota, como queriendo gritar adiós, otra, española, hecha jirones. “Y una vez puesto en claro este asunto particular, quiero decirle algo de mi hermano, algo que usted no sabrá nunca, o tardará en saber, por mucha que sea su perspicacia, si no le informo antes. ¿Sabe que Jacinto es un sinvergüenza?” Los grandes, los bellos ojos de Bastida se ensancharon un poco. “¡No me diga!” “Sinvergüenza, pero en el buen sentido de la palabra, ya me entiende. Mejor hubiera debido decir que mujeriego. Un donjuán. Usted no estará casado, ¿verdad? Casado, al menos, con una goda.” “Estoy soltero, no tengo más remedio. Como comprenderá…” “Mejor así. Mi hermano, en materia de faldas, todo lo atropella. La moral, las costumbres, e incluso su propia conveniencia.” El Obispo Jerónimo Bermúdez se había acercado a la ventana abierta, metía el pico por el enrejado, y parecía muy atento a lo que sucedía en el zaguán vecino: había volado del hombro de su ama, se agarraba a los hierros como si les clavase las uñas y canturreaba un aire gregoriano, que Bastida identificó en seguida, que le hizo olvidarse de la batalla naval y de las truhanerías de Barallobre y zambullirse en el recuerdo de sus años en el seminario. “Y, como usted comprenderá, esto lo pone en peligro, porque, ¿qué sucederá el día en que los maridos se enteren y quieran arrastrarlo por las calles?” El atrio de la Colegiata, las escaleras, todo el espacio hasta allá abajo, se llenó de maridos vociferantes, de maridos con cuernos hasta las nubes, de maridos cargados de razón, que intentaban arrebatar el cuerpo pecador de Barallobre y conducirlo a la horca sin muchos miramientos. Bastida se atrevió a decir: “¡No será tanto!”. “¿Lo pone en duda?”, preguntó ella. “No, no, de ninguna manera. ¿Cómo atreverme? Si usted lo dice…” “Eso es. Lo digo porque lo sé. Lo digo porque espío tras los visillos, y veo a esas desvergonzadas, porque ellas lo son más que él, venir a la Colegiata a horas en que no hay nadie, a horas en que no hay misa, ni rosario, ni siquiera beatas, y entrar, y desaparecer.” “¿Comidas por la tierra?” “¡Literalmente, y no lo tome a broma!” “¡Dios me libre! ¡Si usted lo dice…!” El Almirante Ballantyne se había quedado junto a la puerta, movía arriba y abajo la cabecita de pana gris, pero sus grandes ojos estúpidos no se apartaban de la batalla, cuyo trágico curso, de graves consecuencias históricas, seguramente seguía con interés apasionado, aunque discreto: hasta el momento en que una falsa maniobra de la nave capitana francesa la colocó en la peor situación posible, en el mismo instante en que Lord Nelson bajaba el brazo y el ayudante se preparaba a ordenar una andanada por babor. “¡Toda la caña a estribor!”, gritó entonces Ballantyne, y, convencido acaso de que la orden se ejecutaría con lentitud, pegó un salto, entró en el cuadro, y él mismo hizo girar la rueda del timón hasta que el barco presentó a los ingleses el menor blanco posible. La andanada enemiga se perdió en la mar y alcanzó a barcos inocentes. Ballantyne subió al puente, agarró el megáfono, dio voces que ponían en vilo hasta a los heridos, y el barco, describiendo una elegante curva en la mar ensangrentada, dejó al inglés a babor. Nelson contemplaba la maniobra con su único ojo, cuyo temblor denunciaba la súbita seguridad de la muerte. Ballantyne alzó la espada y le hizo un saludo. “¡Fuego por babor!”, gritó. Los ochenta disparos atronaron el aire, se estremeció el barco, y el Almirante Nelson cayó sobre cubierta. Ballantyne, más tranquilo, abandonó el cuadro y regresó al asno de pana gris. Clotilde, sin darse por enterada, acercó un poco más su silla y casi rozó las rodilleras brillantes de Bastida. “Escúcheme. Usted habrá oído hablar de La Cueva, ¿verdad?” “Cuando uno llega a Castroforte, es lo primero que le dicen: En la Casa del Barco hay sótanos y cuevas.” “¿Y usted lo ha creído?” “Yo, la verdad, no pensé nunca que pudiera preocuparme de si es cierto o no.” “Sin embargo, está usted ahora encima de un abismo.” Bastida se levantó de un salto, y, con muchas precauciones, se acercó a la pared y quedó allí, arrimado y quieto. Clotilde reía. “¡Siéntese en su silla, hombre de Dios! Lo que quería decirle es que, debajo de esta habitación, hay una bodega a la que nadie ha bajado hace más de un siglo.” Bastida se reintegró al calorcito del sillón tapizado en verde manzana, un precioso sillón, probablemente francés, igual al que en aquel momento soportaba las nalgas de Clotilde, tan ponderadas por el brazo eclesiástico local. “Tiene usted que ir acostumbrándose a todo. Y esto de los sótanos y pasadizos tiene mucho que ver con mi propósito al traerle aquí. Porque usted está aquí por ocurrencia mía, no de mi hermano. Mi hermano es uno de esos listos que son tontos, tontos para la vida aunque sean listos para los libros. No hacía más que quejarse de su mucho trabajo, porque mi hermano trabaja mucho, aunque yo me pregunte para qué, porque todas esas cosas que escribe para el extranjero no le dan más que disgustos y noches en vela, pero ni un ochavo, que si fuera a vivir de lo que gana, estaba aviado, pero para eso me tiene a mí, que soy rica, y que lo mantengo y lo visto y le pago sus caprichos, y abono las cuentas de los libreros de París, y cuando hubo que soltar veinte mil duros de los de antes para salvarle la pelleja, pues ahí me tiene usted malbaratando unas acciones inglesas y sacándolo del apuro; pues yo le decía que se buscase un secretario, y él me contestaba que no hay en toda Castroforte quien le sirva para eso, y yo le decía que copiar cartas lo puede hacer cualquiera, y él me respondía que no se trataba de copiar cartas, sino papeles muy delicados, para lo que hace falta un entendido, y fue entonces cuando nos hablaron de usted, que tiene fama de saber mucha gramática, y que escribe en el periódico esos artículos tan bonitos sobre los Jota Be, y que se acababa de quedar sin trabajo, y, entonces, se lo dije, y él me contestó que bueno, pero que no creía que usted aceptase un puesto tan humilde, y yo le razoné que con probar no se perdía nada, y que invitarle a tomar un café y ofrecerle el trabajo no era ofensivo, y por eso…”. La mutación que siguió, rica en gestos de reserva y en tonalidades confidenciales, fue dicha aparentemente de una sola emisión de voz: “¡Y a ver si le quita el miedo, oiga!, que tiene más que un cagón, y no hay para qué, es lo que yo digo, en el treinta y seis era distinto, oiga, no sabe usted, pálido como un difunto, ahora es todo una fantasía, no sé si estará usted enterado, si lo viera usted cuando salía de su escondrijo, digo, eso de los Jota Be, lo inventó no sé quién, aquello tenía una razón de ser, usted lo habrá oído y no tiene miedo, ya sabe, cuando pasa no sé qué en el cielo, pues entonces andaba como ahora, y es lo que yo me digo, caray, después de todo nadie sabe dónde la tiene, no vamos a andar temblando todo el día, mira que voy a morirme no sé qué día de marzo, si usted no está enterado, pues ya lo está ahora, pero no le diga nada, todo lo que está hablado entre nosotros es secreto, aunque de los Jota Be usted tenía que saberlo porque es un Jota Be como ya le dije antes y no anda pensando que se va a morir pronto, como mi hermano, lo que se dice temblando como una vara verde, que si el día de marzo, lo del treinta y seis tenía más razón de ser porque lo andaban buscando…”. Bastida, alerta la mente, aguzada su conciencia gramatical, seguía los meandros de la sintaxis de Clotilde, enlazaba las completivas con la principal y los relativos con su antecedente lejano, eliminaba las conjunciones innecesarias, y, en la medida de lo posible, introducía un orden en aquel batiburrillo: MODUS TOLLENDO PONENS “Hay uno de esos callejones secretos, sobre todo, que parte de la biblioteca, atraviesa lo que se llama La Cueva por antonomasia (no sé lo que quiere decir eso, pero mi hermano le llama así), y llega hasta detrás del Cuerpo Santo. Por ahí es por donde sale mi hermano a conquistar a sus víctimas. Ellas se arrodillan delante del altar; mi hermano aparece detrás. Las mira, las seduce, y se las lleva al antro.” “¿Es tan sencillo?” “Tiene que ser así, de flechazo, porque no da tiempo a más.” “Entonces no habrá miedo de que los maridos les sorprendan, porque no sabrán cómo se entra en La Cueva.” “¡Ni yo tampoco, señor Bastida, ni yo tampoco! Y a esto es a lo que quería llegar. Hubo un tiempo en que los secretos se transmitían de mujer a mujer, pero, no sé por qué, mi padre cambió de idea y me dejó fuera, y ya ve usted: si yo supiera cómo se entra y sale de La Cueva, iría por allí de vez en cuando, y mi hermano no se atrevería a llevar a ella a sus víctimas.” El gato de la señorita de Barallobre, de nombre el Brujo Balseyro, se había entretenido en arañar delicadamente la seda de la butaca, con sus uñas pequeñitas, unas uñas que parecían de juguete, y, de pronto, dejó de arañar, pegó un brinco y se instaló en el lomo del Almirante, y allí permaneció sin mover más que los ojos. Joaquín María Barrantes, entretanto, dormitaba. “Me parece que ya comprendo lo que quiere usted de mí. Que espíe a su hermano, y averigüe cómo entra y sale.” “¡Eso es, aunque sin usar esa palabra tan fea de espionaje!” “Le advierto que soy bastante miope.” “¡A esos ojos tan hermosos no se les puede escapar nada!” “Muchas gracias.” La fase de la batalla posterior a la muerte de Nelson no fue, sin embargo, favorable a las armas coligadas, porque el almirante muerto fue sustituido por otro, vivo, y como Ballantyne no pareció interesado en dar muerte también a Collingwood, un coro inmenso de voces varoniles, muchas de ellas dolientes, después de los tres “¡Hurrah!” de reglamento, cantaba ¡Dios salve al Rey! La solemnidad del canto se le escapó, no obstante, a José Bastida, porque Clotilde había dado por suficiente la entrevista y, en un espacio empedrado de donde arrancaban dos escaleras, la una oscura y la otra iluminada por la luz del día, avisaba a voces a su hermano de que ya había llegado la visita. Evidentemente, a causa de la distancia del uno y de la proximidad de los otros, los trompetazos de Clotilde ahogaban el coro de los marinos ingleses, pero como la letra del himno guardaba ciertas relaciones con Dios, Bastida los escuchó como si fueran trompetazos anunciadores de Jehová, que de un instante a otro debía aparecer en el rellano más alto de la escalera iluminada, iluminado él mismo por los rayos del sol cadente. Y Bastida, a quien la presencia de Clotilde no había intimidado y, por lo tanto, no había experimentado todavía aquella sensación, tan frecuente en él, de achicarse de tamaño, la sintió ahora con tal fuerza que pasó sin transición al estado de rana, preparada a saltar hacia arriba de uno en uno los escalones, y a ofrecerse a la planta de Jehová para que le aplastase. Jehová, sin embargo, debía de tener otra idea, porque, antes de ver su figura, oyó su voz que le decía: “Suba, suba, señor Bastida”. Era una voz grandiosa, por supuesto, una voz para atronar grandes espacios, el Sinaí o, al menos, la Plaza de San Pedro, y resultaba excesiva para el lugar y la ocasión, aunque, bien mirado, pudiera ser un efecto acústico más en aquella caja de resonancias: porque también el trotecillo del Almirante, que había huido por la otra escalera, sonaba como una banda de tambores. Sin embargo, aquella potencia sonora, a poco que se fijase el oyente, resultaba explicable y sin el menor misterio, pues no era ni más ni menos que el resultado de un modo de pronunciar que pudiéramos llamar reforzado; quiere decir que las explosivas lo eran en medida atronadora; que las fricativas acariciaban la piel de puro suaves, y que las sibilantes parecían salir de un nido de sierpes mitológicas. Bastida, pues, midió su voz al responder “Muchas gracias, señor. Buenas tardes”, no fuese que, sin querer, le hiciese la competencia. Jehová traía puesta una bata gris, y las gafas le reposaban encima de la frente. Llevaba al cuello un pañuelo de seda verde, pero no un verde difícil, de esos que no sabe uno si escoger o tirar a la basura, sino un verde seco, suave, que iba tan bien con la tez de su cara como con el gris oscuro de la bata. “Con una bata así, pensó Bastida, y ese pañuelo, y esas gafas, también yo podría resultar un Jota Be bastante digno, y no subiría estas escaleras como las estoy subiendo, a tropezones, sino incluso con cierto garbo.” En lo cual coincidía con la opinión de don Annibal Mario, que, siempre que pensaba en él, lo imaginaba bien vestido y en situaciones airosas; pero, como nunca se lo había dicho, Bastida no pudo comprobar jamás la coincidencia de opiniones, lo cual le hubiera ayudado, pues siempre gusta que alguien tan distinguido como el Rey Artús, que había sido escogido solo por lo bien que vestiría el cargo, piense lo mismo que uno a propósito de uno mismo. Por cierto que don Annibal Mario se portó como un verdadero señor cuando Bastida, el día que cobró su primer sueldo, dedujo quince duros y fue a devolvérselos. “Mire, Bastida —le dijo—; casualmente me coge hoy sin un cuarto, porque mi señora está un poco encabronada conmigo por un cuento con que le fueron y no suelta la pasta hace unos días. Pero, si no tiene inconveniente, vamos a bebérnoslos juntos, con algo sólido de añadidura. Y que conste que lo hago por escucharle a usted, que ahora, desde que tiene trabajo, solo se le ve de ramos en pascuas”. Y se lo llevó a una taberna cerca del Mendo donde guisaban las lampreas según una receta milenaria, y si bien el propósito de don Annibal Mario no pasaba de amistoso y gastronómico, como la ocasión, por lo larga, dejaba espacio para introducir, por cualquiera de sus resquicios, elementos narrativos, y como ninguno de los dos se interesaba por las menudencias de la ciudad, el Rey Artús contó que, unas noches atrás, Merlín les había leído, como solía hacer, otro artículo de la revista de divulgación científica que recibía en la botica, en que se anunciaba que los experimentos encaminados a la obtención artificial de la vida, aplicables precisamente a la generación humana, iban muy adelantados, y que era probable que hacia fines de siglo, lustro más o menos, dejasen las mujeres de parir y la gente naciese en los laboratorios, lo cual implicaba ni más ni menos que la ruptura de toda relación entre la actividad sexual y la generativa, hasta ahora peligrosamente indiferenciadas. “Y ya ve usted si la cosa es importante, como que la razón de que hoy esté sin cuartos se debe a que una jovencita que nos beneficiamos los de La Tabla Redonda individual y mancomunadamente, le fue el otro día a mi señora con el cuento de que había quedado preñada de mí, lo cual es una afirmación temeraria, primero, porque la susodicha no era virgen cuando llegó a nuestros brazos, y, segundo, porque los primeros que la recibieron fueron los de Galaor, el hijo de Merlín, que no sé si sabe usted que anda desatado y no hay mujer que se le ponga delante. De modo que, cuando los niños nazcan por procedimientos más racionales que los de ahora (y la frase no es mía, sino de Lanzarote, que anda también muy ilusionado y piensa que la cosa se resolverá antes de terminar el siglo), uno podrá tener sus aventuras sin temor a denuncias como la que ahora me trae por la calle de la Amargura.” Bastida le había escuchado más serio que de costumbre, y cuando don Annibal terminó, Bastida suspiró largamente y dijo: “A mí no me alegra nada la noticia, querido Rey Artús”. “¡Pues no irá usted a decirme que no es más cómodo que lo de ahora!” “¿Quién lo duda? Pero es terriblemente arriesgado para el futuro de la virilidad.” “¿Tiene usted alguna idea soluble acerca del particular?” “La tengo, y no de ahora, porque hace ya tiempo que se anda tras eso de la generación artificial, y yo tuve el privilegio de comprender cuál será el porvenir de la humanidad, y no por raciocinio, lo confieso, sino porque cierto día cogieron a don Celso Taladriz haciendo una paja a un niño que se dejaba manipular para sacarle dinero e ir al cine con sus amigos. Nunca podré explicarme por qué aquel episodio puso mi imaginación en marcha y por qué me desveló. Es el caso que, hacia la madrugada, había sacado ya mis consecuencias, que son estas: cuando esa idea empiece a ser realidad, quiero decir, cuando los primeros niños salgan de los alambiques, todas las especies conocidas e ignoradas que componen el género de los maricas, empezarán a estudiar biología como fieras, hasta dominarla, hasta monopolizarla, y, poco a poco (quizá la operación dure quinientos años), se irán apoderando de los laboratorios donde se fabrican los niños. Y cuando sean los amos, cuando ni uno solo de la otra acera pueda vigilarles, entonces, amigo mío, entonces empezará a disminuir la producción de hembras, y llegará un día en que ya no nazcan. El razonamiento es inatacable, es un razonamiento sólido y obvio: ¿para qué más mujeres, si no hacen falta? Y, a partir de ese momento, el viejo ideal helénico del amor entre varones se habrá realizado para siempre y sin salida.” Don Annibal Mario le preguntó: “¿Dice usted que es otra idea soluble?”. “La más soluble de todas.” “¿Y puedo contarla a los amigos?” “Incluso puede ampliarla, redondearla y decorarla, si le apetece. Un poquito de merengue en las esquinas no le vendría mal.” “Yo sé de quien no va a dormir esta noche.” “Es como para quitar el sueño.” “Yo, por fortuna, no llegaré al fin de siglo.” La merienda de las lampreas terminó, pues, con bastante preocupación, y aquella noche, sobre el conjunto entristecido de La Tabla Redonda, planeaba la amenaza sombría de una humanidad sin mujeres, de lo que, a causa de una tergiversación de datos en que había incurrido don Annibal, cuya mente se había obnubilado del disgusto, se culpaba unánimemente a don Celso Taladriz. “A ese tocayo mío le voy a romper la cresta un día”, gritó, en un momento dado, y sin que nadie lo esperase, don Celso Painceira, por otro nombre Bohor. Y Gowen, siempre enérgico, aquella noche alicaído, llegó a decir: “Ahora sí que hacía falta que eso del Santo Cuerpo y de toda la religión fuese verdad, para ir a hacer rogativas”. Todo lo cual, sospechado por Bastida, le hacía sentir remordimiento por haber comunicado al Rey Artús aquella idea soluble que podía llevar y de hecho había llevado a sus amigos la inquietud por el futuro erótico de la humanidad, entre la que se contaba la propia descendencia; no, por supuesto, la del mismo Bastida, que no pensaba hallar en quien engendrarla, a pesar de la transformación que, en poco tiempo, se había operado en su persona, puesto que engordaba, y en los aditamentos indispensables, puesto que se había hecho un traje al fiado y se había comprado algunas cosas pertinentes al personal decoro, como zapatos y camisas, y aun al ornato, como una hermosa corbata del mismo verde del pañuelo de don Jacinto: a quien dejamos, por cierto, en el rellano más alto de la escalera, invitando a Bastida a que subiese, y a este a punto de metamorfosearse verdaderamente en rana, como así fue, una rana con algo de sapoconcho y algo de peregrino a Compostela, figura que, apenas esbozada, sin más que poner el pie en la escalera inmediata, se desintegró en sus partes constitutivas, acaso por las contradicciones que implicaban: salieron por el aire, y, al caer, reconstruyeron no se sabe cómo la imagen real de José Bastida, si bien incrementada en algo muy particular y visible que le acreditaba como indiscutible Jota Be, posiblemente algo de la manera de mirar, o quizás fueran la familiaridad, la seguridad que adquirió en un santiamén respecto de aquellas piedras, de aquellas estancias, de aquellos espacios cerrados por donde los Jota Be habían transcurrido. Y lo comprendió al hacerse cargo de la complejidad de la arquitectura, que parecía concebida nada más que para alejar en lo posible de toda forma racional el espacio creado por la serie interminable de interiores que la fachada regular, pura piedra y ventanas, más el pétreo bergantín, ocultaban tras su mudez y seriedad. Le sucedió como si se encontrase, de pronto, en un lugar conocido y olvidado, un bosque de la infancia o la puerta de la casa del primer amor. Y la misma voz de don Jacinto Barallobre, incluida la sonrisa que la acompañaba, se le hicieron de pronto tan familiares como aquella recientemente recordada experiencia de unos espacios caprichosos, escaleras que subían bajando y que bajaban subiendo, y todo lo demás. La misma rugosidad del pasamano de piedra que Bastida rozaba con sus dedos ofrecía hendiduras, grumos minúsculos, diminutos salientes y curvas imperceptibles que ya había, quizá, explorado. Pero no se atrevió a pensar: “Yo estuve aquí otra vez”, porque no era cierto y porque creerlo podría llevarle a cualquier tropezón irreparable. Y si, como había entendido, en aquella entrevista se jugaba la pitanza, convenía dejarse de experiencias extraordinarias y andar con pies de plomo. De modo que se limitó a sonreír a don Jacinto desde la mitad de la escalera, a darle la mano cuando él le ofreció la suya y a seguirle adonde le llevó: la diestra de Jehová, salud y gloria nuestra, diestra, diestra, diestra, le señalaba la puerta abierta de la biblioteca, donde los lomos de los libros, acariciados por el sol ternísimo, casi maternal, resplandecían de oros rojizos. “Entre, entre.” Le empujaba con suavidad, le empujó hasta un sillón muy grande, muy hondo, muy encarnado, muy aterciopelado, en el que Bastida se hundió como en una sima de plumas, o como en la boca de un pozo de aire elástico o resistente en medida superior a la normal, que hiciese lenta y blanda la caída. “Ya veo que mi hermana acaba de llamarle feo sin el menor embarazo. No lo habrá tomado a mal, ¿verdad?” “¡Oh, no, señor! Ya estoy acostumbrado.” “A pesar de lo cual es un tema penoso en el que me veo en la penosa necesidad de insistir. Pero, toda vez que involuntariamente se ha involucrado con el tema de mi hermana, que es también previo a cualquier acuerdo, ¿por cuál le parece a usted que comencemos?” “Quizá sea mejor, para descansar un poco del de siempre, hablar del otro, que, al menos para mí, es nuevo.” “No, en cambio, para mí, sino de todos los días. Pero como es posible, y yo lo deseo, que también llegue a serlo para usted, empezaremos por él.” Barallobre se había arrimado a la chimenea, y sus manos hurgaban ágilmente en una caja de tagarninas. “Mi hermana se llama Clotilde.” “Ya lo sé.” “Y confiesa cincuenta años.” “Eso, ya ve, no lo oí bien.” “Pero es una doble mentira. Primero, porque no nació más que hace cuarenta y cinco. Segundo, porque, en realidad, de verdad, su nacimiento no fue más que una apariencia, porque es eterna. ¿Le sorprende?” “Vengo dispuesto a aceptarlo todo.” Barallobre le ofreció una de las tagarninas. “Fume. Siempre ayuda.” “¿A qué?” “A explicarse lo inexplicable y a admitir lo inadmisible. Lo que acabo de decirle resulta escandaloso, lo comprendo, incluso para mí, que lo he dicho. Tiene una explicación, que acaso sea la verdad, acaso no. Yo la tengo por válida, y por eso se la digo. Mi hermana nació hace cuarenta y cinco años como tal ciudadana, incluso como tal mujer, aunque antes mujer que ciudadana. Es mi hermana de acuerdo con ciertos papeles, o, mejor dicho, medio hermana, porque somos hijos de distintas madres. Hasta aquí, todo es creíble. Pero, a partir de aquí, no tanto.” Bastida había esperado con la tagarnina sin encender, y Barallobre le echó el mechero. “Todo depende de un montón de cosas que, a poco que nos fijamos en ellas, o pertenecen al orden de lo metafísico, o al de lo mítico. Yo, por ejemplo, soy pagano. ¿Y usted?” “Yo, no, se lo aseguro.” “¿Cree usted en Dios?” “Inexplicablemente, pero sí.” Barallobre pareció meditar, mientras arrojaba bocanadas de humo gris. “Es una grave diferencia con la que no contaba. Pero, si no recuerdo mal, según cierta leyenda, también creía en Dios mi abuelo, el Vate Barrantes.” “Y el Obispo Bermúdez, si bien con cierta inclinación al panteísmo.” “¿Sí? ¿También el Obispo Bermúdez…?” Bastida, un poco inquieto, se atrevió a preguntar: “¿De veras piensa que es una diferencia grave?” “Sí, al menos de momento, porque quien crea en Dios no podrá nunca admitir que mi hermana sea una vulgar encarnación de las fuerzas telúricas que los griegos simbolizaban en la diosa Gea y los incas en la Pachamama.” “De esta última, ya ve, no había oído hablar.” “No, no son dos diosas, sino solo dos nombres. Pero, ahora, no hace al caso. Dejemos para mejor ocasión todo lo concerniente a mi hermana, porque estoy seguro de que usted mismo acabará descubriéndolo. Ahora, si me permite, quisiera hacerle unas preguntas, algo así como un examen de reválida. ¿Está dispuesto?” “¡Si las preguntas no traen retranca…!” “Vamos a ver: ¿a quién llamamos el nieto de las ondas?” Bastida no vaciló: “La hija de la espuma venía preñada de él cuando amaneció a la vida en la isla de Chipre. No hubo más que apartarle las piernas y sacárselo”. “¿A qué orden de figuras pertenece?” “A la misma que el Manco de Lepanto.” “¿Cree que el sacrificio religioso es, propiamente hablando, una metáfora?” “De las más complicadas.” “¿Ha oído hablar de los Idus de marzo?” “Cuando era niño traduje la vida de Julio César. Si se refiere a los inmediatos, le diré que es como una ruleta de tres números.” “¿El nombre del tercero?” “Jesualdo Bendaña.” A Barallobre lo sacudió una especie de corriente eléctrica. “¿Por qué lo nombra?” “Hay que contar con él.” “¡Es un desterrado político!” “Pero no lo va a ser eternamente. Porque también yo era un condenado político, y, ya ve, ando relativamente suelto.” Barallobre arrugó la frente y, después, fue como si tomase una decisión. “Venga conmigo”, y marchó derecho al fondo de la biblioteca, rasgada por tres ventanas francesas por las que entraba el sol. Abrió una, esperó a que Bastida pasara. “Esta es la famosa terraza de la Casa del Barco. ¿Quiere asomarse a aquel parapeto? Si le resulta alto, allá, en la esquina, hay un poyete al que se puede subir.” “¿Y por qué es famosa, dígame?” “Porque lo es la Casa, y esta terraza es parte de ella.” “¡Ah!” Bastida atravesó el enorme espacio empedrado, con hierbecitas entre las losas, y se subió al poyete. De la lluvia de la mañana quedaban algunos charquitos espejeantes aquí y allá. “Sin necesidad de empinarse más, puede ver aquella casa que está enfrente. Quizás la haya visto alguna vez, aunque desde otro observatorio. Es el Pazo de Bendaña.” “Sí, ya lo sé.” “¿Y también sabe por qué está ahí?” “Porque el tajo del Baralla separa la diócesis de Tuy de la de Villasanta.” Barallobre, de espaldas al cauce del río, se apoyó en la murallita; hablaba como soñando: “Cuando el canónigo don Asclepiádeo vino a parlamentar con el Obispo Bermúdez, las tropas del Mariscal Bendaña esperaron ahí. Y cuando don Asterisco entró en la ciudad a proponer a Balseyro la rendición sin condiciones, las tropas de la Inquisición acamparon en el mismo lugar. Usted conocerá, naturalmente, la lápida situada en la muralla del Pazo, en que se recuerda que allí hizo alto el Batallón Literario a su regreso victorioso de Puentesampayo, pero quizás no sepa que, mientras tanto, don Amerio había entrado en la ciudad a intimidar al Almirante. Por fin, ahí estaba el Regimiento de artillería que se apoderó de la ciudad en 1873; ahí estaba cuando mi abuelo el Vate disparó aquel cañonazo inútil y enormemente simbólico”. “Todo eso lo sabía.” Barallobre se volvió hacia él rápidamente: “¿Y sabe usted también por dónde entraron, en esas cuatro ocasiones, los que tomaron la ciudad?” Bastida vaciló. “Supongo que por la Puerta del Mar.” Barallobre se echó a reír. “¡Todavía hay algo que usted no sabe!” Lo agarró por las solapas. “Mire: los Bendañas se instalaron ahí para tenernos vigilados. Eso lo comprende cualquiera. Pero, lo que no sabe nadie, lo que averigüé yo a mis quince años después de haber emborrachado a Jesualdo, un día de mi santo, es que los Bendaña poseen el secreto de la expugnabilidad de Castroforte. ¡Por eso entraron en todas las ocasiones! Y, ese secreto, ¿sabe cuál es? ¡El mismo que permitió a Celso Emilio el Romano, hace casi dos mil años, invadir la ciudad, saquearla, matar a sus habitantes y no dejar en ella piedra en su sitio! Hay un vado, ¿sabe?, hay un vado en el Mendo, al terminar la curva. Allí no llegan las lampreas. Se puede pasar sin peligro.” A la mirada espía de Barallobre respondió Bastida con un gesto de asombro, un si es no es forzado. “Le sorprende, ¿verdad? A usted y a cualquiera. Bueno, pues ahora voy a contarle otra cosa. Yo soy el traidor, yo abandoné a La Tabla Redonda en 1936 y me salvé como pude. Aunque de eso ya hablaremos. Usted sabe cómo se desarrollaron los acontecimientos. El Rey Artús de entonces, por muy serenamente que haya muerto, era un imbécil. ¿Se ha dado cuenta de que lo fueron todos los Reyes Artús, desde don Torcuato del Río a don Annibal Mario? El de 1936 quiso hacer una hombradita. Cuando se enteró de que venían las tropas, ordenó que el pueblo entero se pusiera a cavar trincheras a lo largo de esa carretera, hasta coronar el cerro, para defenderse. Y la gente le obedeció, porque la gente, cuanto más absurda es la orden, de mejor gana obedece, y todo el mundo se puso a abrir boquetes en la tierra. Yo les contemplaba desde aquí, pero, de vez en cuando, escuchaba la radio, y la radio iba dándome cuenta de por dónde pasaban las tropas. Yo no podía comprenderlo, porque un regimiento que se desplaza para atacar a una ciudad no va anunciando el camino que recorre ni da pie a que se calcule la hora de llegada. A cualquiera se le podía ocurrir que aquello fuese un ardid, pero lo que no alcanzaba a entender era su porqué. Pero, al escuchar que el batallón que se dirigía a Castroforte lo mandaba el comandante López Bendaña, se iluminó mi cerebro confuso. ¡Habían previsto una defensa insensata, y el comandante, que era un Bendaña, que estaba en el secreto, quería coger a los defensores por la espalda! Corrí a la torre de la Colegiata con mis gemelos, y pude ver al comandante atravesando a caballo el río, como lo hizo seguramente Celso Emilio. Me sentí lleno de compasión por aquellas pobres gentes que cavaban fortificaciones y defensas. Me agarré a la campana, y toqué a rebato: no podía hacer otra cosa. Y toqué, toqué, hasta que los soldados de Bendaña golpearon con los fusiles las puertas de la Colegiata. Entonces, me encerré en La Cueva y, por si acaso, encerré conmigo al Santo Cuerpo, no fuese que, para ponerlo fuera de peligro, se lo quisiesen llevar a la catedral de Villasanta.” Bastida, acodado al pretil, contemplaba el Pazo, cuyo jardín abancalado descendía hasta las aguas mismas del Baralla. “Es una hermosa historia —dijo—; pero, en ella, ha engañado usted al Destino con el estilo directo”. “¿Por qué lo dice?” “Porque no huyó Baralla abajo hasta Más Allá de las Islas, como hicieron los demás, sino que se escondió en La Cueva.” “Pero también respeté al Destino. Tenga usted en cuenta, sin embargo, que, en aquella ocasión, algo andaba desfasado. En efecto, un Bendaña entró de nuevo en la ciudad al frente de unas tropas, y un Jota Be les hurtó el Cuerpo Santo; pero ni aquel día ni ningún otro de los de entonces hubo conjunción de astros. La que esperamos es, desde entonces, la primera.” “¿Y en qué consistió el respeto?” Barallobre se asomó al pretil y señaló, allá abajo: “Vea usted aquel barquito”. Bastida, con los pelos de punta, contempló la pared del tajo, casi cortada a pico, muchos metros por encima del río. Había una escalerita que se pegaba a ella, y, al final, una embarcación que parecía de juguete. “¿Es de usted?” “La uso para mis paseos nocturnos. Tiene un motor fuera borda y alcanza una velocidad bastante grande.” “Pero ¿cómo sale del río? ¿No se estrella contra las peñas?” “Lo navego desde los siete años, y podría hacerlo con los ojos vendados.” “¿Y no le da miedo bajar por la escalera?” “A mí, no. A Bendaña, sí. Nunca fue capaz de hacerlo.” Bastida repitió la pregunta. “Llamémosle, una vez más, metáfora, puesto que usted habló del estilo directo. En una miniatura de ese barco, metí un muñeco de cera con recorte de mis uñas en el lugar del corazón, y lo lancé al río.” “Es una metáfora ortodoxa.” “Llena, por otra parte, de reverencia ante el Destino. En aquella ocasión no faltaron ni el barco ni Jota Be.” “Me gustaría que hablásemos de los hechos desfasados.” “Sí, pero dentro. Es casi seguro que mi hermana habrá traído ya la merienda.” Entraron en la biblioteca. Había dos bandejas grandes encima de la mesa, dos bandejas de plata cubiertas de manteles de encaje. Su contenido lo clasificó Bastida inmediatamente en tres grandes grupos: lo cocido, lo crudo y lo misterioso. Y, por mucho que intentó evitarlo, acabó quedándose absorto ante aquella magnificencia, que ni el Espiritista ni ningún tabernero de la ciudad hubieran podido imaginar. “Me gustaría, señor —dijo a Barallobre—, que no estuviera usted presente.” “¿Por qué?” “Porque mi madre me decía siempre: hijo mío, cuando estés hambriento y vayas a comer, que nadie te note el hambre.” “Pues yo tampoco estoy desganado y no pienso disimularlo.” “En usted, es distinto…” Barallobre, mientras servía el vino, alabó la habilidad culinaria de su hermana, y, mientras comían los bocadillos, se dejó deslizar hacia el tema de los dioses o mitos ctónicos, Proserpina o la serpiente, y sus relaciones con las mujeres y con el motivo central de la Orestiada y la victoria final de Apolo. Mientras Bastida hincaba el diente a un exquisito emparedado de ternera, en la biblioteca de la Casa del Barco suscitaba Barallobre el recuerdo o la imagen de las antiguas divinidades del sexo y de la muerte, y las hacía coincidir sucesivamente con su hermana Clotilde, en cuyo cuerpo sin embargo no había nada de serpentino, sino más bien de rellenito, y en cuya mirada, por mucho que Barallobre se empeñase, no resplandecían las oscuras luces subterráneas. Pero él tendría, evidentemente, sus razones, que consistían principalmente, según dejó entrever, en el empeño de Clotilde en casarlo cuanto antes, pues tenía miedo a morirse del corazón y dejarlo desamparado y en manos de criadas, o de ladronas o de putas. El tema de los hechos desfasados coincidió con el alimento dulce y el café. Barallobre no disponía, de momento, de explicación con que aclarar las causas, o al menos los motivos, de aquella separación de unos cuantos años entre dos hechos que hubieran debido coincidir, y allí aprovechó Bastida la ocasión para exponer someramente su teoría del tiempo, aunque un tanto modificada, y aplicarla al caso, con la conclusión desoladora, aunque racional, de que, visto desde fuera del Tiempo, que es como el Destino considera los acontecimientos, no había desfasamiento. Se trataba, sin duda, de un error de los astros, o quizás de una toma anticipada de Castroforte por las tropas de Bendaña. Ahora bien, a Barallobre no le convenció en absoluto la idea soluble de Bastida, acaso por haberla este expuesto solo en líneas generales y con trabazón más poética que lógica: en materias tan graves, Barallobre no admitía que un silogismo fuese sustituido por una metonimia. Por lo que el desfasamiento de los hechos quedó, de momento, fuera de juicio, y en el aire la pregunta sin respuesta de si lo que había comenzado en julio del treinta y seis acabaría o se completaría en los Idus de marzo inmediatos. Bastida se mostró partidario de que, llegado el día, y si no aparecía otro remedio, se enviase río abajo un nuevo barquichuelo con un nuevo muñeco que llevase en el corazón un rizo de su propio cabello —no era cosa de repetir lo de las uñas—, con lo cual se introduciría una novedad que el Destino tendría que admitir como verdadera diferencia; pero a esta proposición enmascarada, Barallobre no respondió, y después pasó al tema del sueldo que Bastida había de recibir por su función de secretario, en lo que no hubo discusión, porque era justo y porque, a la vista de que las cosas iban marchando, Bastida se entregó con verdadera aunque disimulada falta de mesura al consumo de la merienda, por lo que aquella noche le dio un entripado con acompañamiento de sudores y bascas que hicieron temer a Julia que se tratase de algo más grave que un empacho. Fue una noche incómoda, en que la mente de Bastida se sentía tan sumisa al paquete intestinal, que ni pensar podía durante los intervalos de un viaje al retrete y otro viaje; noche ominosa, de pesadillas fisiológicas e intermedios de fatiga, de la que amaneció cansado y un poco más flaco todavía, mal color, lengua gorda y pesadez de cabeza. No pudo, sin embargo, evitar que el Espiritista le anunciase que le cobraba aparte la manzanilla que había desayunado y la que Julia le había cocinado durante la noche, calculada en litros. Bastida aprovechó la ocasión para decirle que desde el día anterior tenía empleo. El Espiritista le respondió que ya estaba enterado. Bastida le insinuó que, por lo tanto, deseaba cambiar de habitación y pasar a la del seminarista o, en su lugar, a cualquier otra que tuviera ventana a la Plaza. El Espiritista lo admitió como posible, aunque no como probable, al menos de una manera inmediata, ya que, antes, tenían que hacer cuentas. Bastida le propuso ir pagando la deuda poco a poco. El Espiritista adujo que el deudor no la había contraído poco a poco, sino día a día. Bastida lo aceptó y propuso la solución de pagarle cada mes, no solo la pensión atribuible al nuevo cuarto y a la nueva comida —y lo de la nueva comida lo subrayó con una sonrisa, con un gesto y con la debida entonación—, sino también el dinero correspondiente a la pensión de los meses vencidos y no abonados, a razón de mes por mes; propuesta que fue rechazada por el Espiritista, quien hallaba más equitativo que siguiera ocupando el mismo mechinal, tan cerca, por otra parte, de las estrellas, y comiendo la misma bazofia, pero que le entregase la totalidad de su sueldo hasta saldar el débito, porque en realidad no se trataba de dinero de él, de don José Bastida, sino de él, del Espiritista. Bastida rearguyo que, si bien era cierto lo que el Espiritista afirmaba, lo era también que él, José Bastida, necesitaba disponer de algún excedente numerario, al menos durante los primeros meses, para hacerse un traje y comprarse alguna ropa interior, puesto que no podía presentarse a trabajar en la Casa del Barco con aquella facha, ya que el uso continuado del mismo traje (viejo) y de la misma ropa interior (escasa) había operado en su aspecto ciertas transformaciones que, por una parte, le hacían parecerse a un mendigo, de suerte que si por un azar se detenía o arrimaba a una pared, aunque solo fuera para guarecerse de la lluvia, la gente que pasaba intentaba dejar una perra gorda en el hueco de su mano; y, por la otra, le equiparaba tan exactamente a un espantapájaros, que a poco viento que hiciese le venía la tentación de ponerse a menear brazos y piernas contra los inocentes e inexistentes pajarillos; y, si lo dudaba, que se lo preguntase a Julia, que tenía sobre la cuestión, seguramente, puntos de vista distintos de los de su padre; pero el Espiritista proclamó, con voces de tono incrementado, sus derechos indiscutibles sobre tantos sueldos futuros de don José Bastida, y no estaba dispuesto a ceder ni creía que nadie pudiera convencerle de lo contrario, y menos su propia hija, que era una romántica; y que si el deudor necesitaba comprar ropa, que lo hiciese al fiado, si encontraba quien se lo diese en tales condiciones, cosa que él dudaba, a juzgar por la mala fama que el deudor había adquirido en la ciudad, de gorrón sobre todo, puesto que sin tener dinero iba todas las noches al café y seguía fumando como un trabajador honrado y buen pagador. Pero seguramente la pasión que ponía en las palabras y el natural acaloramiento de la escena le habían obnubilado un tanto la mente, puesto que solo al final preguntó a Bastida cuáles iban a ser sus emolumentos, y Bastida, muy pillín, le dio una cantidad rebajada en quinientas pesetas, suma de administración a cuenta que consideró suficiente para los plazos del sastre y del camisero, y para pagar al contado unos zapatos nuevos y al menos tres pares de calcetines, y no verse en la necesidad de lavárselos todas las noches y zurcírselos todas las mañanas, muchas veces todavía húmedos, como venía haciendo desde tiempo prácticamente remoto. De modo que, por el momento, permaneció en la habitación bajo la tejavana, y tuvo Julia razones nuevas para desahogarse contra su padre por su tacañería y falta de caridad, que era en lo que terminaba su conversación cuando había comenzado por las quejas de lo mal que lo pasaba durante toda la semana, por miedo al sábado, y de lo mal que lo pasaba el sábado a causa de su soledad; y solía asegurar, unas veces, que cuando no pudiera más tendría que tomarse un veneno de los que matan, y, otras, que a lo mejor hacía un disparate más gordo todavía, de los que llevan inexorablemente a las mujeres a vivir de su cuerpo en las casas de la vida. Particularmente los domingos aparecía ojerosa y descolorida, comenzaba afirmando que aquella noche no había pegado ojo, y después preguntaba a Bastida si sería un gato lo que tenía en las entrañas, que se las roía de aquella manera; pero después lo pensaba mejor y concluía que no podía ser un gato, porque los gatos arañan y lo que la atormentaba a ella era suave y ardiente. La receta de agua fría que Bastida le aconsejó una de las veces, solo dio resultado momentáneo. Y el día en que se enteró de una de las varias versiones que ya corrían por la ciudad acerca de la inminente desaparición de las mujeres a causa del invento atribuido por algunos a don Celso Taladriz, dijo que ya podían acabar con ellas de una vez, puesto que no venían al mundo más que a sufrir, y que lo que sentía era que el invento no se hubiese inventado antes de nacer ella. Porque lo que Bastida prefería llamar temor sólido, y no idea soluble, se propagaba por los ámbitos de la ciudad, así masculinos como femeninos, aunque con variantes numerosas que, en ciertos casos, iban de la deformación a la transformación, y don Acisclo lo había recibido de boca de la mujer de Galaor, quien, temeroso de que las hembras desapareciesen de repente, había vuelto a usar de la suya con verdadera incontinencia —que, para don Acisclo, como para otros autores, comenzaba a partir de quatuor eadem nocte— y que exigía, Galaor quiero decir, en el uso, determinadas variaciones que a ella se le antojaban más pecaminosas que lo acostumbrado, verdadera razón de la consulta. Y el cura, después de escuchar de otras personas diferentes versiones de la noticia, comprendió, con su aguda inteligencia crítica, que cierta verdad inicial se había modificado al ir de boca en boca; silbó unos compases de El Barbero de Sevilla y siguió averiguando hasta dar con el origen, es decir, con el número de la revista francesa de divulgación científica que Merlín había leído ante La Tabla Redonda cierta noche memorable; entonces, se presentó en la botica y dijo a don Perfecto: “Mi presencia aquí no significa perdón, ni siquiera disculpa, para la intolerable burla de su loro; pero ¿quisiera usted prestarme esa famosa revista?” La leyó allí mismo, dio las gracias, y, llegado a su casa, dejó aparte el violín y se puso a redactar las notas de un sermón condenatorio de todo proyecto, por científico que fuera, de utilizar para la generación humana otros procedimientos que los estimados naturales por la tradición y por los doctos; pero las ideas brillantes y apisonadoras que esperaba reunir no le brotaban de la mente como era sólito y, para decir verdad, no le salían en absoluto, porque le andaban otras, subterráneas, más que ideas, imágenes, que lo estorbaban: imágenes de un mundo en que no hubiera más que mujeres, aunque organizadas en grandes conventos y en gigantescas orquestas, y el número de curas necesario para controlar los laboratorios ginecológicos. De este mundo se habrían excluido, entre otros objetos, las jeringas, las lavativas, las mangarriegas, los volcanes, las fuentes de surtidor, los grifos del agua o del vino, y todo cuanto implicase expulsión de líquidos en chorro o gota a gota; del mismo modo, los varones encargados del gobierno deberían poseer tales cualidades intelectuales y morales que resultasen repeticiones, sin variantes, del propio don Acisclo, que de aquella manera se valía de la generación artificial para crear su descendencia, que quizás no fuera propio denominar así, sino repetición de sí mismo por multiplicación bioquímica de un mismo modelo, lo cual, bien mirado, no era sino la manera, hasta ahora inimaginable, pero, a partir de ahora, posible (al menos teóricamente), de perdurar, de gobernar el mundo por medio de vicarios iguales a él y de ser por este procedimiento indirecto el único varón sobre la tierra. Se dio cuenta de que era aquella precisamente su utopía íntima y original, la que, desde las partes más secretas y calladas de su alma, movía tantas ideas suyas y dictaba tantas palabras. Quedó perplejo: a primera vista, la Iglesia no podía estar de acuerdo con una sociedad en que las mujeres, en lugar de parir, formasen grandes orquestas; una sociedad de la que se habrían excluido los varones por innecesarios salvo aquellos pocos que dirigían los conjuntos orquestales y los laboratorios. Pero ¿y si un día… suponiendo que… admitiendo que… y dando por supuesto que…? Renunció al sermón y se dedicó a buscar las bases escriturarias que le permitieran presentar la idea como conforme a la ortodoxia. Y fue una lástima que no lo pronunciase, porque la gente andaba bastante alarmada, y empezaba a creerse que, en algún lugar de los Estados Unidos, donde, a causa de la última Gran Guerra, se había desarrollado tan exageradamente la investigación biológica, ya se estaban preparando las probetas de plástico de las que saldrían, de dos en dos, los niños. Una tarde, Lanzarote fue a buscar a Bastida y le dijo: “Por favor, por lo que más quiera, escríbame usted un artículo que deshaga de una vez este infundio”. “Pero ¿a usted qué más le da?” “¿Cómo no va a darme más? ¿No ve que estamos a punto de salir por el aire? No es que se hable ya del asunto en las tabernas, sino que también se habla en el mercado. El día en que alcance y penetre las clases populares, Castroforte puede desaparecer del mapa, y no sabemos si lo hará para siempre.” Bastida prometió escribirlo aquella misma noche; pero, como no dominaba, como casi desconocía, la jerga de los biólogos, y un artículo con visos de veracidad necesitaba incluir al menos una docena de tecnicismos, se fue a la botica, pidió a don Perfecto su colección de revistas, leyó durante un par de horas, y, al día siguiente, La Voz de Castroforte publicó un trabajo firmado por el doctor Oblea Pintado, de la Universidad de Melbourne, Australia, sobre el particular. El artículo llevaba una entradilla presentando al autor como uno de tantos sabios españoles desparramados por el mundo y dando gloria a su patria, director de un laboratorio de fama universal, y presunto premio Nobel. El doctor Oblea Pintado reducía, después, a un justo término, las leyendas extendidas por todo el mundo acerca de las posibilidades de la generación artificial, y aseguraba que, según sus cálculos, coincidentes por otra parte con los del doctor Baxter, de la Universidad de Boston, Massachussets, se tardarían a lo menos mil años en conseguir, por síntesis, un cromosoma, pero que sería lo menos del tamaño de un chícharo, es decir, capaz de generar un mastodonte, nunca un hombre de tamaño corriente, porque la verdadera dificultad no estaba en la síntesis, sino en lograr que el germen artificialmente conseguido fuese del tamaño justo, y no una millonésima de micromilímetro más. Y donde el doctor Oblea veía el peligro, no era en la supresión de un sexo por el otro, sino en el uso estratégico de cromosomas gigantes, que repoblarían el mundo de dinosaurios, plexiosaurios y toros de especies prehistóricas, con grave peligro para la circulación y para los toreros acostumbrados a reses chicas. Porque, ¿quién se confiará a un aeroplano con el aire lleno de monstruos? ¿Quién saldrá a la carretera los fines de semana, si en los bosques acechan los elefantes lanudos? La indiscutida reputación internacional del doctor Oblea, la sencillez y la lógica de sus palabras, el tono convincente del discurso, sirvieron para tranquilizar las conciencias y para frenar la imaginación de don Acisclo, que ya había hallado una frase bíblica de interpretación dudosa que hubiera podido servir de base a su razonamiento. Lanzarote había pedido a Bastida el artículo por consejo del Poncio, que no dormía de miedo: quedó tan contento del resultado, que, de los fondos secretos, dio veinte duros a Lanzarote para pagar a Bastida su trabajo, dinero que Bastida no recibió jamás por olvido del intermediario, y sugirió además al Jefe de Policía que, en lo sucesivo, tratase a aquel sospechoso con más benevolencia y no lo hiciese comparecer todos los meses en la Comisaría, sino solo de vez en cuando. El gozo y la tranquilidad del Poncio no duraron, sin embargo, mucho, porque la inquietud volvió a surgir de la niebla aquella noche en que un caballero cuyo nombre no ha quedado en la memoria de nadie, pero a quien, por conservar su figura de varón vestido de castaño, con gabardina y boina, durante el tiempo de actuación, nadie se atrevió a llamarle Hermes ni emisario; aquella noche, pues, en que el no mencionado sujeto entró a todo correr en la ciudad por el camino que trae de Villasanta de la Estrella, y fue de taberna en taberna contando a grandes voces que acababa de ver un automóvil parado delante del Pazo de Bendaña, y que de él había descendido un hombre que muy bien podía identificarse como don Jesualdo, entre otras razones porque todas las maletas que venían en la baca del coche, y que el chófer se afanaba por bajar al suelo, eran de fabricación extranjera y, seguramente, americana, y también porque al pagar el servicio, había dicho que carecía de pesetas, pero que en cualquier parte cambiarían los dólares que entregaba al chófer, quien, por su parte, los había recibido con entusiasmo. Era además, aquella, una de esas noches en que el Mendo y el Baralla empiezan a vomitar niebla desde el atardecer, y, si no sopla el viento (y a veces aunque sople), la ciudad se va oscureciendo, y el aire pierde transparencia, y llega un momento, que suele ser a medianoche, en que quien salga a la calle tropezará con su propia sombra, aunque disuelta en la sombra universal del mundo; de modo que la gente se retiraba temprano, y todos esperaban, incluso la Policía, una noche tranquila, de esas en que los escasos ruidos se embotan en la niebla, y aun el más agudo resulta opaco y romo (como si le hubieran limado las aristas). Cabía, sin embargo, la posibilidad de que el mensajero, rápidamente engullido por aquella oscuridad, se hubiera equivocado, y por eso se destacó una avanzadilla hasta el Pazo de Bendaña, donde se pudo comprobar que las luces estaban encendidas y que alguien andaba dentro, a juzgar por la sombra un poco barriguda que iba y venía y se manifestaba a través de los cristales. Fue la noche misma en que Beatriz Aguiar llamó al dormitorio de su hermana y le dijo: “¿Estás ahí, Pura?”. “Sí, y bien podías dejarme en paz.” “¿Estás segura de que eres tú, o soy yo?” “¡Vete a paseo de una vez!” “Es que estaba contándome mentiras como casas, y como aquí eres tú la única que miente, temí que fueras tú y no yo la que se había acostado en mi cuarto.” Y eso sucedió a las diez menos veinte. A las diez menos cuarto, salió Bastida de casa: a pesar de la niebla, podían verse a lo largo de las paredes una especie de nichos alargados donde dormían o dormitaban, quizás en espera de la luz, hombres y mujeres de una especie desconocida; hombres, mujeres y niños de caras terrosas y cuerpos informes, sin pies, desde luego con manos, que, a su paso, le miraban con ojos brillantes y estúpidos y tendían brazos anhelantes, suplicatorios, en demanda no sabía de qué. El sereno del comercio, que llegaba en aquel mismo momento, le saludó, le pidió fuego para reavivar la colilla que le pendía del labio y, con su charla, le hizo olvidar la gente aquella de los nichos. Parapouco Belalúa entró en el periódico a las diez menos diez, y a esa misma hora, más o menos, habían llegado al café por distintos caminos Galaor y Gowen, y como no tenían nada que decirse, uno leía el periódico ya leído, el otro preguntaba al camarero varias cosas sin sustancia, y cada uno de ellos pensaba del otro que era imbécil. A las diez menos siete, Clotilde Barallobre fue a mear y se irritó bastante porque el grifo del lavabo estaba estropeado: “La culpa la tiene Jacinto”, pensó. Un poco antes de las diez, minuto incierto, el Espiritista comunicó a los asistentes a la sesión de aquella noche su temor sólidamente fundado en conjeturas y en presentimientos de que Adolfo Hitler estuviera por llegar de un momento a otro a su posada. Don Acisclo Azpilcueta terminó de cenar a las diez menos cinco; desabrochó la sotana, contempló a Belcebú, que se había dormido en la dorada percha, y decidió tocar un poco para hacer la digestión. Justo a las diez y cinco, Julia se arrojó en la cama, sollozando. Al punto de las diez, Beatriz salió otra vez de su cuarto, entró en el de su sobrina, y le preguntó que qué hacía a aquellas horas levantada; Lilaila le respondió que estaba desvelada, y cogió un libro. La noticia del regreso de Bendaña llegó al periódico a las diez y dos minutos, y Lanzarote se quedó de una pieza. Bastida arribó al café a las diez y tres: pidió “uno con leche” y, unos instantes después, una copa de coñac: desde la otra esquina, Gowen le enviaba un saludo. Pocos minutos antes, Barallobre, asomado a la ventana, experimentaba la sensación de estar por encima de todos, pero no completamente, y comprobaba el contraste, o más bien la falta de coincidencia, entre aquella sensación y la convicción correlativa, que se le ofrecía sin restricción alguna. La noticia entró a las diez y cinco en el local o domicilio de la Real Sociedad Santa Lilaila de Música y Poesía, llevada por el VocalSuplente de Festivales y Conciertos, uno de Vigo que se llamaba Lago y que tenía un negocio de compra-venta y tocaba muy bien la ocarina. Tres acontecimientos coincidieron a las diez y diez: la Directiva incompleta de la dicha Sociedad se reunió en primera convocatoria urgente para tomar una decisión ante las circunstancias; Barallobre se retiró de la ventana, y la cerró; Parapouco Belalúa, con la mejilla en la mano y la mirada perdida en las grietas radiciformes del techo, meditaba los términos exactos de un suelto en que se manifestase la alegría popular por la noticia y al mismo tiempo no despertase las sospechas de la censura. A las diez y cuarto, Clotilde Barallobre entró en la biblioteca y abrió la ventana que su hermano acababa de cerrar. “¡Cómo hiede a tabaco!”, dijo. A las diez y veinte, Parapouco Belalúa empezó a escribir, Bastida envió un saludo por encima de las mesas al Rey Artús, que llegaba, y el Espiritista, a la pregunta capciosa de uno de sus correligionarios, respondió: “Lo tendré bien vigilado, y si encuentro quien me venda un par de granos de arsénico, lo iré envenenando poco a poco”. A las diez y dieciocho, la junta de la Real Sociedad Santa Lilaila de Músicos y Poetas había llegado a la conclusión de que, lo mejor, era mandar recado a los de la rondalla y dar una serenata al recién llegado: “Tenemos ensayado Toma a Sorrento, la Danza Quinta, de Granados, y el intermedio de La boda de Luis Alonso, pero también podríamos tocar el tango Volver, que viene muy al caso”, dijo el director. “¡Dios mío, Dios mío!”, gemía Julia, y se retorcía las manos, sacudía el cuerpo, y se dio cuenta de que el llanto había mojado la almohada. La noticia llegó a La Tabla Redonda cuando, además de Gowen, habían llegado Merlín y el Rey Artús. A Merlín se le ocurrió que se podía enviar un propio a los de la Real Sociedad Musical y Poética, pero justo en aquel momento un embajador de esta Laureada Entidad entraba en el café con propuestas concretas. “Pero ¿y si vigila la policía?”, interrumpió el objetante; y el Espiritista le respondió: “En ese caso, habría que pensar en el estrangulamiento”. “Hemos engañado a la censura”, murmuró Belalúa al contemplar las cuartillas, y se dispuso a enviarlas al reino del siniestro lápiz rojo: “Jamás comprenderán la intención que se encierra en las inocentes palabras «Nuestro querido amigo y admirado paisano el profesor Bendaña»”. “Bueno, bueno, lo de la rondalla es una excelente idea”, aprobó el Rey Artús. Clotilde Barallobre llamó con los nudillos en el cuarto de su hermano. “Hay que llegar a conclusiones radicales”, pensaba don Acisclo Azpilcueta, el violín mudo en su regazo; “conclusiones, tanto de orden metafísico como político, porque lo importante es precisamente el orden, el del cosmos, el de la sociedad y el de la música; y así como para moverse una hoja tiene el Señor que dar permiso, así, para respirar un hombre, tiene que pedir permiso al que mande”. Aquella noche, al Poncio y a su señora les tocaba humillar el orgullo y conceder a los cuerpos la expansión de que estaban necesitados, a juzgar por ciertos síntomas, y, en tales ocasiones, se preparaban con la lectura y comentario de algún libro de los que encaminan a la perfección. “¡En la jerarquía de los santos, los casados no somos más que soldados rasos, carne de cañón vil!”, había asegurado el Poncio en su comentario, mero paráfrasis, por no decir tautología, de algo que había oído; y su señora había estado de acuerdo, e incluso llegó a considerarse a la altura moral de una criada, aunque no fuese más que por aquello de que criadas y soldados andaban siempre juntos; y cuando ya se sintieron suficientemente humillados, y ella empezaba a remangar resignadamente el camisoncito, sonó el teléfono, y el Jefe de Policía comunicó a la Autoridad Superior que la ciudad andaba alborotada a causa del regreso de cierto personaje. “¿Dice usted la ciudad entera?” “¡Como lo oye!” “¡Búsqueme inmediatamente al director del periódico, y que se ponga al habla!” La señora había suspendido la operación del remangue, y esperaba recogidita, agradeciendo al Señor que, con aquella llamada, le hubiera dado ocasión para seguir humillándose. Poco después volvió a sonar el teléfono. “¡Me acaban de decir que toda la ciudad está alborotada!”, gritó el Poncio, y subrayó la palabra toda. Belalúa comprendió. “No pase usted cuidado. En ese toda, no se incluyen galios ni godos. Es un asunto de la exclusiva incumbencia de los nativos.” “¿Entonces, usted no cree…?” “¡Respondo con mi vida, señor Gobernador!” “¿Y también me responde del orden?” “¡Una rondalla y unas canciones jamás lo han alterado!” “De todos modos, mañana venga a verme.” La rondalla salió hacia las once menos cuarto, tocando un pasacalle. “¡Claro está que también yo podía meterme en el jaleo, a ver qué pasa!”, pensó Bastida, y se sumó al grupo que seguía a los músicos. “¿Qué quieres a estas horas?”, preguntó Barallobre a su hermana, e intentó darle con la puerta en las narices; pero ella se coló. “Yo creo que don Annibal Mario debe quedarse en casa. La distancia hasta el pazo es mucha para un hombre de su edad. Además, esta niebla no es buena para sus bronquios.” Lilaila Aguiar había cerrado el libro; salió al balcón y escuchó la música lejana de la rondalla. “¿Quiere usted un pitillo?”, dijo el hombre alto que caminaba a su lado, y Bastida le respondió: “Muchas gracias. Cabalmente acaban de terminárseme, y, a estas horas, están cerrados los estancos”. “Pues tiene usted mi paquete a su disposición.” La música iba encendiendo a su paso las luces de las ventanas, iba abriendo las puertas, iba sacando a la calle a los que todavía no se habían acostado, y, a muchos, del lecho. “Debe ser tarde ya para que venga el Hermano Agatocles. ¿Qué os parece si llamásemos a Robespierre?” “Eres un cerdo, y un miserable, y un egoísta, y un tonto de comedia, y un infatuado que te lo has creído. Las personas serias te desprecian, y tienes que comprar a un enano cabezudo para tener un amigo. Lilaila lleva años riéndose de ti y de tus esperanzas, ¿qué te has creído?” Al salir del pueblo, la carretera hace una curva que se empina, y las aguas del Baralla rugen allá en el fondo. “¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!”, seguía diciendo Julia, aunque ya sin llorar. “Os digo que Robespierre no fue un falsificador de moneda, sino un presidente de la República francesa que murió de una bomba que le puso un clerical.” Barallobre se envolvió bien en las ropas de la cama, y pensó que su hermana decía la verdad en eso de que no tenía ningún amigo, y de que había alquilado, no comprado, a una especie de enano para tener con quien hablar; pero también era cierto que el enano era la única persona de la ciudad con quien se podía sostener una conversación de la altura intelectual apetecida. “Alto”, dijo en voz baja, pero suficientemente fuerte, el director de la rondalla; los músicos se pusieron en círculo, y la gente, silenciosa, los rodeó. A pesar de la niebla, las luces encendidas de la sala del pazo iluminaban suavemente la plazoleta, y nadie tropezaba. El director levantó la batuta: “¡Ya!”, y comenzaron a tocar el conocido tango: ¡Volver con la frente marchita! Las nieves del tiempo platearon su sien.Lilaila Aguiar, asomada al balcón, había seguido la dirección de la música y comprendió adónde había ido la rondalla y para qué. “¡Ahí está!”, susurró el Espiritista al escuchar los tres golpes de la mesa con que se anunciaba Robespierre. El balcón de la casa de Bendaña se abrió, y se vio la silueta de un hombre que se acodaba al barandal y escuchaba. Hubo un murmullo en las sombras. “¿Te parece que aplaudamos?”, preguntó Galaor a Bohor, que se había incorporado en el camino; y este le respondió gritando: “¡Bienvenido!”, con una voz que superaba la altura de la música, un vozarrón de macho joven, tronitonante, atronante y casi diríamos resplandeciente; una voz que fue como la llave que abrió las puertas al entusiasmo, ya que la gente, sin consideración a la excelente versión del tango que la rondalla ofrecía y casi ofrendaba, rompió a aplaudir y a vitorear al recién llegado. “Bueno, según se mire, pensó Bastida, esto no le va a sentar bien a Barallobre, es la apoteosis de su enemigo y, al mismo tiempo, una manifiesta demostración del desprecio que sienten por él sus paisanos. Pero, claro, para que lo admirasen, tendría que haberse dejado matar en el treinta y seis, y, de haberlo hecho así, no estaría ahora Bendaña escuchando la música, ni nosotros metidos en la niebla, que vamos a coger un reúma colectivo a poco que esto dure.” “¡Caray, parece que el tío va a hablar!” “¡Amigos míos, estoy verdaderamente conmovido, y me falta la voz para daros las gracias!” “Y si le falta la voz para dar las gracias, ¿por qué las da? Por lo pronto, es bastante topiquero.” “Si eres Robespierre, responde con un golpe; si no lo eres, responde con dos y dinos tu nombre por medio de la güija.” “¡Dios mío, Dios mío, qué va a ser de mí!”, seguía gimiendo Julia; y en las entrañas reaparecían las calientes oleadas del deseo, reaparecían como enjambres de avispas, cada vez más furiosas. “Ahora —dijo Merlín—, deberíamos dar una serenata a la novia, cuya fidelidad y constancia la han hecho tan acreedora de nuestra admiración como la misma sabiduría del señor Bendaña.” “Sí —respondió el director de la rondalla—; pero, si es posible, que nadie aplauda hasta que terminemos.” Clotilde Barallobre, sentada en la cama, con una mañanita rosa encima del camisón y las gafas en las narices, hacía las cuentas del día: “Después de todo, lo que yo debía hacer era casarme con el enano. Cuando uno se acostumbra a mirarlo, no resulta tan feo, y en cuanto a varonil, bueno, se huele que es un macho nada más oírlo respirar, y no como Chinto, que no es más que fachenda”. “¿No oyes que tocan la música? —dijo Beatriz a su hermana, aunque sin abrir la puerta—; me recuerda aquellos tiempos en que los pollos me daban serenatas.” “Pues no te hagas ilusiones y sigue durmiendo, o, al menos, déjame dormir a mí.” “¡Te juro que es aquí mismo, delante de nuestra casa!” “Hubo un error, por supuesto, nosotros llamamos a Robespierre y no a un tal Robaperas. ¡Claro, como Robespierre es francés!” Lilaila volvió a abrir el balcón: su ágil silueta blanca parecía flotar en la niebla, mientras los acordes de la Danza quinta llenaban de armonías meridionales el reducido espacio de la plazuela. Estaba quieta, con los brazos cruzados, y probablemente tendría cerrados los ojos, y la emoción le haría temblar las piernas más que el frío, como temblaban las púas entre las cuerdas de las bandurrias y las mandolinas. “¡Si yo creyera en el cielo —murmuró Merlín—, diría que la Santa de su nombre le había prestado la ingravidez y la transparencia! Si todas las mujeres fuesen así, la cosa cambiaría mucho.” “¿Qué va a ser de mí?”, volvía a preguntar Julia, y, abrazada a la almohada, intentaba contener su cuerpo, que daba saltos en la oscuridad. La Danza quinta fue premiada con aplausos. Las ventanas de la plazuela se habían abierto todas; maniquíes de jóvenes y viejas escuchaban, envueltas en cobertores y abrigos, si no era alguna, que mostraba sin preocupación sus barnizadas desnudeces superiores. ¿Sería posible que las lampreas del Mendo no hubieran participado también en el entusiasmo? Lilaila se retiró después de haber saludado con la mano; y volvió a saludar mientras miraba detrás de los cristales. El hombre alto ofreció a Bastida otro pitillo. “Lo malo —dijo— es que el otro no se va a quedar así.” “¿Cómo dice?” “Que, o mucho me equivoco, o tendremos tragedia, porque el otro no dejará así como así que este se le lleve la novia.” “Pero hace muchos años que no es novia del otro.” El hombre alto miró a Bastida a la cara. “Usted no es de aquí, ¿verdad?” “No, señor. Soy de Soutelo de Montes, en la provincia de Pontevedra; José Bastida para servirle.” “Ya se nota que no es de aquí.” La niebla había espesado. Bastida se rezagó y quedó solo en la Plaza de los Marinos Efesios, donde no se veían ni la estatua, ni los magnolios, ni la muralla almenada ni el curso quieto del Mendo, sino solo una claridad difusa y débil al otro lado del río. Voces lejanas traspasaban el silencio, y las aguas del Mendo le lamían los pies (al silencio, se entiende). Bastida percibió un ritmo, o quizás fuese que le naciese dentro, un ritmo que llamaba a las imágenes y a las palabras, que las ordenaba y clavaba al verso, y allí quedaban quietas como ladrillos en una arquitectura: Jota Be late ul vinjo, per el nearca ma tisas, Barallobre, Bendaña, Bastida decal tar, solitrán venecol vi, gelasmolder arfisas Bastida nel corodo forungol debefar. Votil Lilaila lora decopolertas lisas gesa tolan ta yarto belor gadoun fanar. Jer mi terto, Lilaila, zemas garces per nisas, lampreas argioyakas velu ecelta moltar. Barallobre gertila, Bendaña milta leca, Bastida jirodasta, melocutina láin, rodotrasmón vi mura, falki’strorón di teca, Castroforte kertite, múltite fos to dáin, Mendo, Baralla’sturte, milikart’on so neca Bermúdez di Balseyro, Barrantes, Ballantyne! Lo garabateó como pudo en un papel hallado en el bolsillo. El tubo del cañón estaba húmedo. Colocó debajo el pañuelo, y, al escribir sobre aquella blandura, el lápiz rasgaba el papel. Marchó a casa. Subió a oscuras las escaleras, y al pasar por el segundo piso, creyó oír un gemido. Se detuvo, escuchó: era Julia que sollozaba. Dejó los zapatos en un rincón, se acercó en puntillas a la puerta cerrada, pegó la oreja a la madera. Julia gemía y, a ratos, llamaba a su madre, lo que no era propiamente llamarla, sino usar su nombre como materia verbal de una exclamación apenada; pero Bastida, que se sentía acongojado e impotente para llevar el remedio a aquella criatura, se apoyó precisamente en el concepto encerrado en la exclamación y en su tono dramático, y, como era su costumbre, se habló a sí mismo: Bueno, Bastida, tú no eres su madre, que es lo que está pidiendo a voces esa muchacha, una madre con quien desahogarse. A ti, claro, no te lo dice todo porque le da vergüenza, y lo que le queda dentro le hace daño. Ahora, sube a tu cuarto, siéntate en la cama, pon en limpio el soneto, y, no lo dudes, has dado en el clavo, eso que has escrito es la cifra del misterio de Jota Be; la cifra, entiéndelo bien, no su explicación, porque sigue tan misterioso como antes. Si lo hubieras escrito en castellano, mañana podrías leérselo a Barallobre, mire usted, aquí tiene, todo está concentrado en unos versos, esto es lo que pasa, para qué dar más vueltas, Bendaña vino porque tenía que venir, sin él no estaba completo el juego, tenía que venir para los Idus de marzo y jugársela con nosotros, todavía no sabemos cómo, pero ya verá usted la situación cómo se va creando sola, quiero decir cómo entre todos y el Destino la formamos, ese día la veremos completa, entera y resuelta, y cada cual sabrá la parte que le ha cabido en ella, el Destino también, aunque no habla, pero se manifiesta con signos que deja a nuestra dilucidación, ya usted ve; después, cada cual lo entenderá a su modo. ¿Sabe que hay en la Cibidá un regular alboroto? Las mujeres andan como aleladas, todas a las ventanas, o hablando unas a otras de puerta a puerta, parece que la señorita de Aguiar tenía hecha una promesa, y hoy la va a cumplir, porque anoche llegó el novio, subir descalza a la Colegiata, así como suena, descalza, usted recordará que también hizo Coralina Soto una peregrinación así, pero calzada. Barallobre se había arrimado a la ventana y apartaba un poco los visillos. «Es la tercera vez que sube.» «¿Quién?» «El Santo Cuerpo Iluminado.» A Bastida le parecieron palabras de desvarío. «Venga. Acérquese. Desde aquí podemos ver sin que nos vean.» En la Rúa Sacra no había más que mujeres amilagradas y chiquillos que corrían, se perseguían, chillaban. Lilaila salió calladamente de su casa. Al llegar al portal, se quitó los zapatos y las medias. «Señorita, ¿va a andar así descalza, con lo frías que están las piedras?» «¡Déjala ir, mujer, que tendrá sus razones!» Las ventanas de la plazuela se poblaban de rostros asombrados y también las de la Plaza de los Marinos Efesios. «Hay que reconocer, dijo Barallobre, que los burgueses nunca hemos tenido el sentido del espectáculo, como la Iglesia y la nobleza. Gracias a él han podido hacerse con el pueblo, entenderse con él y engañarlo durante tantos siglos. A nosotros en cambio, el pueblo nos plantea huelgas.» La tarde de la primera entrevista, Barallobre se había proclamado burgués, había contado cómo, en repetidas ocasiones, sus antepasados rechazaran la oferta de ennoblecimiento hecha por varios reyes, singularmente la de Carlos V a Ramiro Barallobre, cuando las Cortes de La Coruña, porque le había prestado dinero que no recuperó jamás. «Por eso pusieron ese barco en la fachada. Nuestro poder y nuestra riqueza, del mar venían, y no de explotar labradores y artesanos, como el de los Bendaña. Nuestro barco fue el desafío a los cuarenta y ocho cuarteles de la Torre de enfrente. Y, ya ve: la torre es una ruina, nido de grajos y de sapos, y la Casa del Barco, aun sin barcos, continúa firme.» Lilaila se había echado el velo encima de la cara, y, así, salió de la Plaza, llegó a la Puerta del Mar y empezó a subir la cuesta. También llega a la Puerta del Mar un fiacre alquilado, del que descienden el Vate y Carolina. «Insisto en que subiré sola y a pie —dice ella—; de otra manera, no sería penitencia, sino devaneo.» Y el Vate se resigna a esperarla. «No te muevas de aquí, amor mío. Ni un paso más en tu compañía.» (Y este «amor mío» es otra prueba de que don Torcuato del Río mentía al negar que entre el Vate y Coralina hubiese relaciones amorosas.) «Podemos imaginar, a este respecto, cómo habrá sido la procesión que trasladó aquí el Santo Cuerpo, cuando fue traído a tierra por el primer Barallobre. Tiene usted que despoblar de casas el monte en que se asienta la Cibidá, tiene que imaginar el roquedo de la cima, la maraña de tojos que ciega la entrada de la cueva, la fraga que cubre las laderas. Entonces, Castroforte no existía, sino una innominada aldehuela de pescadores en la orilla del mar. Quizás hubiese un caminito hasta la cumbre, resto de la antigua calzada desde el muelle al santuario de Diana, utilizado por los cazadores de conejos. Pero como ya no había santuario ni muelle, el camino empedrado había caído en desuso, y lo cubría la maleza. Calcule usted que desde la victoria de Celso Emilio el Romano habían transcurrido más de quinientos años.» «¡Pobriña! ¡Lo que hace querer a un hombre!» «¡Dios la bendiga y le dé salud y suerte!» «¿Y no hay por ahí una mala toalla que poner bajo esos pies de reina?» Lilaila se asustó, y se detuvo. «¡No, no, nada de toallas! ¡Tengo que subir pisando piedras!» «¿Y me va a despreciar, señorita, esta caridad de una pobre?» «¡Si te pones así, Marcela…!» Los pies de Lilaila hollaron la toalla gastada que apenas cubría una losa. «¡Qué te digo, amor mío, que no te muevas del coche!» «¡Allá tú con tus caprichos!» El Vate enciende un cigarro y se acomoda en el pretil del puente, hacia la parte en que las aguas hacen remolinos, y Coralina, erguida, airosa, modesta en la intención, pasa bajo del Arco, de piedras mordidas con rabia por las balas de los cañones que habían triunfado de Napoleón. «¿Y no me da una limosniña, señoritiña, por las benditas ánimas del Purgatorio?» La mendiga se mantiene todavía en la oscuridad del pasadizo, pero se ve su mano claramente. «Hay que suponer que los nobles del contorno acudirían a la playa, y no digamos los monjes y ermitaños. Cuatro monasterios, al menos, había en la comarca, y seis o siete castillos. Bajarían los nobles a caballo, y sus mujeres en pacíficas mulas; los monjes, en procesión, con cruz alzada, ropas litúrgicas y ritmos de gregoriano para acompasar la marcha. Imagínelo usted, señor Bastida: todos hacia la playa, donde las mujeres de los pescadores, mi tatarabuela al frente, esperan a que las barcas atraquen: las cien, las doscientas barcas que habían salido de todos los puertos en busca no sabían de qué. ¿No ve usted las banderas desplegadas, los vestidos de colores, las armas relucientes? Escuche los relinchos, las voces, los cánticos, las trompetas. ¿No llega a sus narices el hedor a salmuera, que a tantas damas nobles hace torcer el morrito? El viento marinero trae con su salitre ecos de letanías que vuelan por encima de las aguas tranquilas. Discuten, por el brazo secular, el señor de Bendaña, y el abad de Piñeyro por el eclesiástico, que cuál de ellos se hará cargo del Cuerpo Santo: el uno aduce, como razones, los honores y cultos; el otro, la protección contra bandoleros y tropas reales. El señor de Bendaña tenía su castillo en la aldea que hoy conserva su nombre, al otro lado del Baralla. El señor de Bendaña era el más poderoso de la comarca; el abad Piñeyro gobernaba un monasterio de cien monjes y cien monjas, pero las monjas, como eran de clausura, no habían podido venir.» La mendiga, surgida de los mismos infiernos, se agarra a los vuelos del abrigo de Coralina. «¡Una limosniña, señoritiña, por el amor de Dios!» Es tuerta, y su frente se cubre de pústulas. Coralina mete los dedos en la escarcela y saca un luis de oro, lo arroja al aire, y la mendiga lo recibe con los dientes, y aprieta. «¡Oro!», chilla, y, a aquella voz, empiezan a salir de todos los rincones, de todas las rendijas de la niebla, de todos los sotabancos, de todas las oscuridades, bultos informes que se mueven, más bien se arrastran, aproximándose. «¿Qué hacéis, mujeres? ¿No tenéis en vuestras casas colchas o sábanas, toallas o cobertores? ¡El Señor manda que no se enfríen los pies de esta reiniña!» Delante de Lilaila iban cayendo al suelo, iban cubriendo las losas, iban sus pies recibiendo sábanas remendadas, colchas descoloridas, cobertores rotos; y las mujeres, al tenderlos, se arrodillaban. Un rayo tibio de sol atravesó la niebla y cayó sobre la barca que traía el Cuerpo Santo como un chaparrón de gloria: Lilaila Aguiar lo recibió como una caricia, como una ayuda de Dios a sus piernas ateridas; a su luz, Coralina distingue, en aquellos bultos, cuerpos contrahechos, carátulas sangrientas, harapos, lisiaduras, mutilaciones. “¿No lo ve usted, Bastida? Cuentan con la complicidad del cielo. Así, aquella mañana gris se encendió conforme la escuadra rezadora se acercaba. Usted ya sabe cómo es: la niebla oscura se ilumina, de pronto, como por dentro. Nos ciega, y los que andan en ella parecen como envueltos en un halo de gloria. Pero los que esperaban creyeron, naturalmente, que había sido el Santo Cuerpo quien alumbraba así: por eso le llamaron Iluminado, cuando debieron llamarlo Iluminante. Todos se arrodillaron al distinguir al Obispo de Tuy, revestido de pontifical y con báculo y mitra, erguido en la popa de la barca, en cuya proa el marinero Barallobre, armado del bichero, miraba desconfiado a todo aquel concurso. Entre el obispo y el marinero estaba la urna de cristal, que también resplandecía. Los monjes y los señores, en tumulto, quisieron apoderarse de ella. Muy tranquilo, pero con el bichero apercibido, Barallobre dijo al Obispo: «Ahora le toca a usted. Si no defiende mis derechos, hundo la barca». Y el Santo Obispo hubo de hacer frente al brazo eclesiástico, que protestaba en latín, y al brazo secular, que lo hacía en romance. Les explicó el trato hecho con mi antepasado.” «Pise aquí, señoritiña, que lo guardaré como una reliquia.» Una fila de niños, los ojos muy abiertos, las manos a la espalda, embarazaba el paso. «Apartádevos, rapaces, y hacer la señal de la cruz.» Detrás iban mujeres, gordas y coloradas, o flacas y de ojos oscuros, y rezaban, después de recogidos sus avíos. Lilaila ocultaba el rostro cada vez más, y se apresuraba, pero el centro de la calle estaba ya alfombrado hasta allá arriba. Coralina echa luises de oro que le abren el paso: viejas terrosas, viejas sanguinolentas, viejas pálidas de negra tez, gritonas, chillonas, tienden las manos: «A mín, a mín». Manos callosas, sarnosas, descabaladas, como garras, como sarmientos, como garfios: palmas sin dedos, muñones cárdenos o sangrientos, muñones que muestran esquirlas del cúbito y del radio. «A mín, a mín, a mín, a mín.» Las que seguían a Lilaila, mientras rezaban, sonreían de felicidad, pensaban que Lilaila por fin iba a casarse. «Ave María, llena de Gracia, el Señor es contigo…» «Y allí mismo reiteró el obispo la promesa, acto público que el abad de Piñeyro y el señor Bendaña juzgaron impolítico, pero que firmaron y sellaron con sus sellos en documento que después había de trasladarse a piedra; y sin protestar, aunque con reservas mentales. “Tendremos, al menos, el derecho de llevar la urna a hombros: seis caballeros a la derecha, seis monjes a la izquierda.” “¡No, gritó Barallobre, sino los doce que reman en mi barca!” ¿Se da usted cuenta de la osadía? El abad de Piñeyro, que era un raposo viejo, preguntó a Barallobre si pensaba guardar el Santo Cuerpo en su choza. “¡Yo bien sé dónde!” “Tiene que ser un lugar público y sagrado. El Santo Cuerpo requiere culto y magnificencia”, intervino el Santo Obispo de Tuy. “Yo llevo el nombre de ese monte”, respondió Barallobre; y era lo cierto, porque, como usted no ignora, la raíz céltica «bre», con las variantes «ber» y «berg», significa precisamente monte: «En él lo he de guardar y será como guardarlo dentro de mí». Y, ante la terquedad, o la fuerza de carácter, ¡vaya usted a saber!, del fundador de mi familia, la procesión no discurrió por el camino real hacia castillos o monasterios, sino por entre las breñas y los carballos de esta ladera. Iban delante hombres de armas abriendo paso con las hachas, y detrás, en larga procesión, todos los monjes, con sus cirios y sus latines. Seguía el Santo Cuerpo, llevado por marineros, con la cruz delante y el Obispo detrás; y el abad de Piñeyro, que era mitrado, con clérigos revestidos y acólitos turiferarios. Por último, el tropel de la nobleza, las mulas y los caballos, los pendones y las lanzas, las risas y las blasfemias, y todo el aparato de trompetas y otros generadores de ruido.» Entró Clotilde, toda apurada, dando gritos: «Pero, Jacinto, ¿no ves a la pobre Lilaila pisando la ropa sucia del barrio? ¡Y tú, ahí, tranquilo! Después dices que la quieres tanto». Se había puesto a apartar muebles y a hacer un rollo de la alfombra más grande de la biblioteca. «Ayúdeme, señor Bastida, écheme una manita. Nada más que hasta el zaguán. Allí están las criadas para llevarlo al atrio.» Las mendigas de los luises, que han aparecido lentas, desaparecen rápidas; pero, más arriba, de las calles próximas salen nuevas caras, medias caras primero, inquisitivas, que se asoman a la arista de la esquina; después, caras con cuerpos, cuerpos sin piernas o sin brazos, piernas de palo, baldadas que se arrastran, paralíticas y reptantes; muletas de cojitrancas, caras sin ojos, sin narices, desorejadas, gusaneras. «¡A mín, a mín!»; y las que no tienen voz, emiten gemidos imperiosos y roncos. Y se acercan a ella como la falange tebana, una en cabeza, después dos, después tres… Busca en la escarcela el tintineo de los luises, y la escarcela no responde. Entonces, se lleva la mano a las orejas. ¡Los pendientes de esmeraldas, los que le había dado aquel príncipe consorte, severo garañón de cierta Reina alcohólica, por solo besarla! No se atrevió a más, a causa de sus principios morales: «¡Un beso y le doy esta esmeralda, señorita!». Y después había añadido: «Si quiere la pareja, deme otro beso», y ella se lo había dado para que, al menos dos veces en su vida, aquel monarca en precario originado en la Remonta besara una boca que no oliese a aguardiente. La punta de la flecha es la cara comida de gusanos diminutos, bullentes como angulas: Coralina arranca, rápida, el pendiente y lo arroja a la rúa; la esmeralda y sus oros circundantes quedan enganchados en una hierbecilla. La cara de gusanos la cubre con su cuerpo. Las otras caras le caen encima: piernas al aire, desnudas nalgas de luna llena, huesos de piel pegada a ellos, medias de lana, refajos en revuelo, bragas de bayeta. Coralina intenta correr, pero los zapatos le resbalan en las losas pulidas. «¿Usted ha visto, Bastida? Toda la fuerza de los burgueses la aniquiló su cursilería. ¿Pues no se le ocurre a mi hermana estropear el homenaje espontáneo del pueblo, la devoción caliente de esas mujerucas, llevando las mejores alfombras de la casa? Y vea usted lo que sucede: el séquito de Lilaila se detiene, y solo ella las pisa. Las mujeres del pueblo temen mancharlas y que mi hermana les riña. Sin embargo, ellas sacaron a la calle sus pobres trapos por amor, y, mi hermana, por vanidad, para que se vea que sus alfombras son las mejores de Castroforte.» Pero, en las esquinas del otro lado, hay caras, cuerpos, llagas, lisiaduras y vermes de recambio. Sin esperar a que se organicen en falange, Coralina les arroja el segundo beso del príncipe consorte, y corre mientras ellas pelean. No ve el tumulto, lo escucha: los gritos, las blasfemias, el golpe de una cabeza contra el suelo, el alarido de la muerte, el aturuxo de la que huye con la esmeralda en la mano. «En esta altura del monte, había piedras de la antigua fortaleza, columnas del santuario derruido por el Romano. A los hombres de armas les costó gran trabajo abrirse paso. La procesión hubo de detenerse. Ballarobre, abandonando su puesto, tuvo que adelantarse para indicar la dirección del camino que había de llevar a la entrada de la cueva. ¿Por qué lo conocía? ¿Acaso era pagano sin saberlo, que adoraba la diosa ausente, la diosa cuya ara vacía cubrían las zarzas y las ortigas? Mientras la desembarazaba, mientras la limpiaba, los monjes de los cirios y los cánticos, los porteadores de la urna cristalina, los caballeros y las damas, y el mismo clero con cruz alzada, se limpiaban el sudor y descansaban. “El camino hasta mi castillo hubiera sido más fácil”, decía el señor de Bendaña; y el abad de Piñeyro le respondía: “También el de mi monasterio”.» Lilaila empezó a subir los escalones, Clotilde y sus criadas se arrodillaban, las mujerucas rezaban avemarías infinitas, los críos no habían cerrado los ojos ni separado las manos de la espalda. Y la nueva turba de mendigas que desciende por la Rúa obliga a Coralina a desabrochar el collar de esmeraldas ¡que también tiene historia! Se las ha ofrecido un emperador, y se dice que las había arrancado de la corona: el lecho al que Coralina fuera una noche convocada, se ornaba de águilas bicéfalas. Pero ella se había puesto remilgada, a pesar de las águilas. “Son muchas esmeraldas, Majestad. Solo puedo admitirlas una a una, porque no estimo en más cada uno de mis servicios.” Y el pobre emperador, con mucho esfuerzo, había conseguido regalarle tres, y se lo habían tenido que llevar después en parihuelas; pero, reaparecido al mediodía, le acompañaba el Príncipe Heredero. Echó en la mesa las esmeraldas que quedaban, un montón reluciente e impresionante, y dijo: “Espero, señorita, que la juventud del Kronprinz consiga lo que no pudo mi madurez”, y se marchó. La primera esmeralda se la entregó allí mismo aquel muchacho fogoso, después de haberla apechugado contra la pared. Hay pechos comidos, vientres enormes, espaldas llagadas, cabezas calvas y tiñosas. Coralina arranca la primera esmeralda, y otra y otra. Los rugidos quedan atrás. Sigue sembrando esmeraldas, las del padre y las del hijo… «Y, por fin, depositaron en el ara blanca, intacta, la urna del Cuerpo Santo, y allí mismo cantaron un Tedéum. El señor de Bendaña dijo, al final: “Ahí enfrente edificaré mi torre para custodiar el Cuerpo Santo”. “Con la ayuda de Dios, replicó Barallobre, nosotros lo guardaremos.” “Yo soy la ayuda de Dios”, proclamó orgulloso el señor de Bendaña, y nadie osó discutírselo; pero mi antepasado y él se miraron, y la mirada subsiste todavía.» Lilaila había llegado a la puerta de la Colegiata. Un sacerdote revestido de sobrepelliz la esperaba con el hisopo. Ella se arrodilló. Fue rociada de agua bendita. El brazo eclesiástico la introdujo en la Iglesia. Pero cuando llega Coralina, dejando atrás el camino balizado de muertos, Don Apapucio (Pafnucio) cubre con sus brazos abiertos la puerta del Señor. «¡Atrás la pecadora! —grita—. ¡Atrás la culpable de todos los pecados!» «¡Bueno, señor, no se me ponga así! Después de todo, mi promesa ya la he cumplido.» Se prosterna delante de la entrada, y don Apapucio (Pafnucio) le da con la puerta en las narices. Ella no se mueve. Después de un rato, ya levantada, busca en sus brazos, en sus dedos, la joya de la limosna: brazos y dedos desnudos ya de resplandores. Vacila. Su mano se alza, temblando, hasta el escote, se demora allí, hurga después entre los pechos calientes y, sin mirarla, se arranca una cruz y la mete en el cepillo de piedra. Aquella cruz le da espanto, porque es el pago de un sacrilegio. «El marinero Barallobre, cubriendo con su cuerpo el de la Santa, gritó a los que iban a marcharse: “¿Y la limosna? ¡Hay que levantar la capilla!”. Y tendió el gorro de lana, ancho y hondo. El Santo Obispo de Tuy le respondió el primero: se arrancó el pectoral de amatistas y lo echó en el fondo de aquella sima. Detrás fue la cruz del abad. El ejemplo conmovió a las damas, que iban dejando anillos y collares, pulseras y pendientes; y al brazo militar, cuya contribución fue en dinero, salvo un caballero pobre que regaló su daga de puño de diamantes. “¡No lo olvides, muchacho!, dijo el Obispo al despedirse; el Santo Cuerpo será tuyo mientras que en la capilla que edifiques no aparezcan goteras.” ¿Sabe usted que, por eso, los de Castroforte son los mejores retejadores del mundo? ¡La cuenta que les iba!» El aire hiede, y Coralina se lleva el pañuelo de encaje a las narices. Una caterva de mendigos varones le estorba el regreso: colocados en dos filas, que casi se juntan en un cabo y se abren del otro, como una uve; y, en medio, en el suelo, un hombre de corpachón grande, piernas y brazos pequeñitos, que se acuesta en un como medio huevo hecho de duelas, y ferrado: aquel tortugo al revés se vale de unos cayados diminutos para deslizarse por las losas como en un baile: «E tantarantán, e nada me dan», canta; y los demás responden a coro: «E tantarantán, e nada nos dan», y se balancean a un lado y a otro, marcando el ritmo. «¿Quiere dejarme sola?», dijo Lilaila al Deán, y le sonrió. «¡Pues no faltaba más! Que Dios la inspire.» La capilla del Santo Cuerpo doraba sus piedras al leve sol, y cuando los pasos del Deán se perdieron, remotos, quedó en silencio. Lilaila, arrodillada, los labios quietos, había clavado la mirada en el retablo, y sus ojos espiaban los contornos, escrutando los huecos, entre las nalgas rollizas de un angelote y la exuberancia de uvas y pámpanos de oro, en que pudiera vislumbrarse otra mirada. El tortugo, hincados en tierra los bastoncillos, alza un poco el medio huevo y le imprime un meneo saleroso. «E tantarantán, e nada me dan.» Se cierran las filas al pasar Coralina, y queda en medio del círculo con el tortugo bailarín, que, además, al mirarle picarón, sonríe. «¡Ya no tengo nada, dejarme pasar, ya lo di todo!» «¡E tantarantán, e nada nos dan!» El muñón llagado de un brazo, las cuencas vacías de unos ojos, caras comidas por la lepra, el tísico ciego de la boina a dos vertientes. «¡Que ya no tengo nada, nada!» El vientre hidrópico, el cuello agrandado por el bocio, el hombro hundido de un barreno, con las puntas de la clavícula fuera; el muslo llagado, la nariz comida por el cáncer, la mano de un solo dedo, la potra gigantesca del herniado. «¡E tantarantán, e nada nos dan!» Lilaila se levantó, brusca; subió al presbiterio, rodeó el altar y se quedó parada y como sorprendida. De pronto le entró la comezón de golpear las losas con los pies, de tocar y empujar columnillas de piedra, salientes de los ábacos, cabezas de figuras, bultos de flores y otras lindezas ornamentales. Tocó, palpó, hasta el frenesí, sillares, basamentos, cuerpos gastados, claves de arcos. Sus dedos se hundieron en los huecos polvorientos, exploraron las simas negras de los ojos vacíos. Donde una piedra parecía más limpia o más nueva, se demoraba, ensayaba toda suerte de toques, presiones, empujones. Desalentada, se sentó en el banquillo de piedra que recogía las columnas ciegas, todo alrededor de la capilla. «¡Imbécil!» Alzada la cabeza, miraba a las ventanas de vidrieras sucias, en cuyos átomos de polvo se irisaba el sol. Coralina se quita el sombrero y cubre los ojos sin luces del tísico; se quita el abrigo y tapa la cara del leproso; se quita el corpiño y oculta el hombro hundido. «E tantarantán…» Con la falda se libra de la nariz comida del cáncer; con el cubrecorsé, cobija la clavícula al aire, con la saya bajera envuelve el cuello bocioso como con una bufanda. «E tantarantán…» «¿Aún queréis más?» Cuelga del dedo solitario los sostenes suaves, arropa con la camisa el vientre hidrópico; las cintas brillantes del corsé acarician los ojos sin mirada; las braguitas de encaje caen sobre la potra monstruosa. «¡Ya no me queda más!», y echa a correr, y el tortugo, detrás. «¡E tantarantán, e nada me dan!» Allá abajo, el Vate abre los brazos de asombro. «¡Ya no me quedan más que los guantes, Joaquín! ¡Si se los doy a este hombre estaré completamente desnuda!» El Vate la recibe en su capa, la empuja. Coralina entra en el coche. El tortugo se acerca con su meneo, con su mirada lúbrica. «¡Vamos, vete!» «¡Espera, Joaquín! ¡Dale los guantes y los zapatos!» Asoma la mano por la ventanilla del coche con un burujo de seda y tafilete: Barrantes lo recoge y se lo entrega al tortugo. «¡Toma tu parte!» El tortugo lo coge al vuelo, lo huele, lo pasa por la bragueta y lo devuelve por el aire: «¡Que se lo meta en el culo! ¡Lo que quiero es tirármela!». Y de un empellón se sitúa bajo el estribo del coche. El Vate ha desenvainado el estoque del bastón. «¡Vete o te pincho!» El tortugo le mira con desprecio. «¡Así, cualquiera!» Y se aleja hacia el Arco de la Puerta del Mar. Cuando salió Lilaila de la iglesia, las mujeres se habían desparramado y hablaban en corros. Lilaila se calzó y empezó a bajar la calle. «¿La ve usted? Modesta y, sin embargo, triunfante. Ahora le dirán: “¡Dios la bendiga, señorita, y la haga muy feliz!” Le dirán: “¡Mucho hay que querer a un hombre para hacer lo que usted hizo!” Le dirán: “¡Hasta en el respirar se le nota el señorío!” Alguna se acercará a besarla, y ella besará los niños de todas las comadres.» Barallobre quedó un momento en silencio: Lilaila era ya una silueta oscura, rodeada de bultos negros. «Usted y yo somos demasiado inteligentes para ser señores. En todo hurgamos, todo lo sometemos a crítica, todo lo destruimos.» «Yo, algunas cosas, no», le respondió Bastida. En la caja íntima del coche, Coralina se apretuja al Vate. «Es una idea genial, ¿no crees? Estoy segura de que el Maestro Offenbach me escribirá la música. Sobre esa misma cantinela: “E tantarantán, e nada me dan”, y ritmo de can-can. ¿Lo imaginas? Treinta mendigos increíbles y, yo, treinta prendas de ropa. Podríamos llamarla “Ballet del strip-tease”. ¡Qué éxito voy a tener en Nueva York! ¡Hoy mismo escribo a mi representante!» (En los papeles de don Torcuato de Ulloa figura un recorte del New York Times en que se cuenta que la famosa bailarina gitana Coralina Soto ha sido condenada a dos mil dólares de multa por haberse desnudado en escena.) «Ahora, vamos a trabajar un poco», dijo Barallobre. «¿Conoce la polémica entre Josué Bennáser y Javier Balaúnde acerca de la propiedad o impropiedad del neologismo técnico “macrosintagma”? Bennáser sostiene que es más apropiado decir “maxisintagma”, y, a propósito de esto, pone en parangón la cultura griega y la latina. Si quiere, puede echarle un vistazo.» A la madre y a la tía de Lilaila las había cogido de sorpresa la llegada de Clotilde, tan de mañana, encendidas las mejillas y hecha un puro asombro. No sabían lo de Bendaña y Pura no hacía más que repetir: «¡Esa chiquilla es una loca, se me va a acatarrar!». Y, después de Clotilde, llegó Jesualdo, que no las había visitado todavía; cargado de paquetes: aparatos útiles para la cocina, tejidos inarrugables, medias irrompibles. «¡Yo también quiero un par!», chillaba Clotilde, que abrazaba y besaba a Jesualdo más que ninguna. Había quedado en la mesa una cajita envuelta en papel rosa, con un lacito de tisú de plata. «¿Y ese, no lo abres?» Era el regalo especial para Lilaila. Se pusieron tan pesadas, que tuvo que enseñárselo. ¡La sortija de compromiso, un enorme brillante montado en platino por Cartier y comprado en la Quinta Avenida! «¡Pues yo os voy a regalar la cruz de Coralina Soto! —dijo Clotilde en medio de lágrimas—; estaba destinada a Lilaila desde siempre, es decir, desde que decidí quedar soltera. ¡Y este matrimonio es el afán de mi vida!» Hasta Pura entró en la rueda del entusiasmo, aunque pensase de vez en cuando: «¡Pobre Jacinto!» «No pongo más que una condición: que os caséis en los Idus de marzo.» «¿Y esa, qué fecha es?» «¡No lo sé exactamente! ¡El seis, el siete, el nueve! ¡Jesualdo lo sabrá!» «Naturalmente que lo sé. Pero ¿por qué ese día?» «¡Alguna vez os lo diré! ¡Pero, tiene que ser en los Idus de marzo!» Cuando oyeron los pasos de Lilaila, salieron de la sala las tres mujeres. «¡Entra, entra, verás la sorpresa!» Y cerraron la puerta. «¡Yo os digo, niñas, que estoy preocupada por ese loco de mi hermano!» «Pero ¿qué puede hacer, mujer?» «¿Yo qué sé? A lo mejor se le ocurre matar a Jesualdo». En lo que Clotilde coincidía con don Perfecto Reboiras, que llegó sombrío al «Suizo», que permaneció mudo mientras barafustaba Lanzarote, que no insultó a su hijo por sus estupideces, que no tomó café. «Tengo miedo —confesó, al fin—; me da en las narices que Jacinto Barallobre va a hacer un disparate. Y no soy yo solo a pensarlo.» Lo pensaba la gente y lo empezaba a decir: que, a lo mejor, ahora…; que quién sabe si ese tío…; que vaya usted a saber lo que hace ese imbécil; que si tiene pelotas… Y las mismas mujeres que, aquella mañana, habían seguido, rezando, a Lilaila, se reunían en corrillos al atardecer, y hablaban de cuchillos afilados para la muerte, de pistolas cargadas para el disparo nocturno, de un muñeco de goma en cuyo cuello Barallobre ensayaba sus dedos. «¿Y no será el otro el que lo mate?» «¿Cómo va a matarlo, mujer? Viene gordo y reluciente, y tiene barriga.» «¡Claro, como en ese país donde trabaja se come tanto!» «Si se pelean, el otro le ganará.» Más o menos, todas ellas habían estado enamoradas de Barallobre; veinte años atrás, cuando bajaba por la Rúa Sacra, lo espiaban en la penumbra de las ventanas entornadas y le chistaban. «¡También es una pena que las cosas no se arreglasen como debían arreglarse! Porque, desde que nació, todos sabíamos que ella iba a ser para él.» «¡Pues, ya ves! Es para otro.» «Eso, aún no se sabe.» «No te digo que no, mujer. Las cosas del cariño es Dios quien las ordena. Pero tú, lo mismo que yo, recordarás lo esmirriado y antipático que era Jesualdo.» «Pero viene de mejor familia.» «¡De familia mejor! ¿De dónde sacas tú que hay en toda la provincia gente que haya estado por encima de la Casa del Barco? ¡Los únicos que fueron ricos siempre!» A Lanzarote, la idea de una riña le desconcertaba, le irritaba, porque sería necesariamente una riña privada, una riña en que nada tenía que hacer el periodista, salvo si había sangre, y lo que él hubiera deseado era un buen reportaje, lo más truculento posible, en que salieran a relucir todas las viejas historias de la rivalidad multisecular entre Barallobres y Bendañas. ¡Ah, si uno de los dos muriese! Podría llenar, durante un mes, una página entera del periódico con los antecedentes, quizás con la colaboración de Bastida, que dominaba el tema, escribía bien, y se dejaría convencer. Era la gran ocasión para enseñar al pueblo su pasado y resucitar viejos nombres y recuerdos de viejos acontecimientos. ¿De quién es hijo el muerto? ¿De dónde viene el matador? Todos los que habían sido barallobristas hasta la guerra, esperaban que el muerto fuese Bendaña, aunque lamentándolo como pérdida nacional. La criada de las de Aguiar llegó una mañana toda llorosa. «¡Ay, señorita Lilaila, que mi hermana oyó en la taberna donde sirve que el señorito Jacinto quiere matar al señorito Jesualdo!» «Bueno, mujer, ¿quién inventa esas tonterías?» Pero Beatriz pensó que a lo mejor no lo eran, y dijo a Pura que, puesto que ella era tan amiga de Jacinto, debería ir a verlo y a apartarle de la cabeza cualquier idea mala; pero Pura le respondió que no se atrevía, que le daba vergüenza, y que no podía fingir pena de que Lilaila se casara con Jesualdo cuando la verdad era que no se la daba, sino todo lo contrario, porque lo que una madre quiere es ver a su hija bien casada, y Jesualdo parecía haber cambiado, no había más que estimar el rasgo aquel de haberles traído tantos regalos, hasta un juego de agujas y un montón de hilo de oro y de canutillo para ella. La ocurrencia de visitar a Jacinto también había surgido en la conversación de La Tabla Redonda, arrojada a la mesa no se sabe por quién, y no era mala. Lo difícil era encontrar un embajador imparcial y elocuente que se ofreciese, porque ninguno de los presentes se sentía capaz de dirigir la palabra al Viejo de la Montaña sin recordar los agravios inferidos a la ciudad y, sobre todo, a sus antiguos partidarios. A don Acisclo le llegó el rumor a través de la rejilla del confesionario, cosa que tenía prohibida a su clientela, no fuera que cualquier noticia del dominio público le sujetase al secreto de confesión solo por el modo de enterarse: y como esta era importante, obligó a la penitente a que esperase en la iglesia y a que se lo contase de nuevo fuera del confesionario, con lo que él quedaba exento de secreto. Pero, desde el momento de oírlo, le bullía algo muy movedizo en el meollo, algo así como si le hubiera entrado en el cerebro un renacuajo que no hiciera más que menear la cola y despertar de ese modo imágenes dormidas. Antes que nada, fue de visita a casa del Poncio, y después de una conversación muy espiritual con la señora, durante la cual se enteró de que las cosas marchaban bastante bien y de que marcharían mejor, fue recibido por el marido, que ya conocía el rumor, e incluso le preocupaba, pero que no sabía a qué atenerse. Los informes de don Acisclo versaron sobre Barallobre, sobre cómo había salvado la pelleja al empezar la guerra; pero como esos mismos datos figuraban, con riqueza de detalles, en el informe general sobre la ciudad y sus gentes que había endilgado al Poncio en la primera entrevista, al día siguiente de su llegada, el interesado se mostró sin sosiego y muy movible, sobre todo hacia la izquierda, como si el sillón giratorio y basculante se le hubiera estropeado de aquella parte. «¿Y usted quién cree que matará a quién?» «La justicia trascendente exige que el muerto sea Barallobre.» Y él mismo se veía transmutado en archimensajero portador de la muerte e irradiando luz de victoria, mientras su pie y su espada reposaban respectivamente en el cuello y en el pecho del difunto. «Es que, si es así, vamos a tener un lío, porque el señor Bendaña es ciudadano americano.» «Luego, ¿piensa que iría a la cárcel por asesinato?» «Por asesinato probablemente no, pero sí por homicidio con atenuantes, es decir, unos cuantos años a la sombra. Y como es un profesor de cierta fama…» «Y un hombre de bien, créame usted, aunque con mala suerte, como todos. Como usted sabe, yo entré en esta ciudad con las tropas que mandaba el comandante Bendaña. ¡No sabe lo preocupado que estaba aquel gran militar por si habrían matado estos bestias a su primo! Se les había ocurrido proclamar una republiquita de tres al cuarto; Barallobre era el candidato a la presidencia, y la oposición de orden cometió el error de proponer para el cargo al señor Bendaña, que no estaba aquí.» El Poncio seguía inclinándose hacia la izquierda. «Pero, si eso fue así, ¿cómo no fusilaron a Barallobre?» Don Acisclo saltó y apuntó con un dedo a la respuesta desconocida. «Eso mismo me pregunto desde entonces. ¿Por qué? ¿Quién aportó las pruebas de que él no se había prestado a aquella farsa y de que la rechazaba? ¿En dónde se escondió mientras hubo peligro de procesamiento? ¿Qué misteriosas manos le protegieron? ¿Y dónde están quienes lo saben?» «En cualquier caso, es ya cuento muerto —dijo el Poncio; y su mano cortó las interrogantes en cadena de don Acisclo—; lo que ahora importa es evitar que esos dos se maten.» «Yo no me atrevería a sembrar de obstáculos los caminos misteriosos de la Providencia.» «¿Cree que sería pecado grave?» «Depende de la intención.» «La mía no puede ser mejor.» «En este caso, yo, al menos, le absolvería.» Después de aquella entrevista, don Acisclo buscó a Clotilde, le habló del tiempo y de la música, y procuró sonsacarla. Clotilde estaba convencida de que el muerto sería Jesualdo, lo cual la conmovía prematuramente, y no por las consecuencias penales que pudieran acaecer a su hermano, sino porque adoraba y deseaba ver feliz a Bendaña con Lilaila. Don Acisclo quedó preocupado por la respuesta: «En tal caso, dijo, sería patente e indiscutible la voluntad del Señor, que no es otra que ver a su sierva Lilaila en el claustro de Santa Clara.» Pero, después, en casa de Aguiar, no se atrevió a sacar la conversación, entre otras razones porque estaba presente uno de los interesados, a quien dedicó un solo de violín y de quien escuchó minuciosas explicaciones sobre la situación financiera del catolicismo en los Estados Unidos. Pero, en un aparte que pudo hacer con Pura, le preguntó: «¿Y usted es también de las que temen que este hombre y el otro se maten?» «¡Ay, don Acisclo, no me lo miente, porque no vivo, le aseguro que no vivo! ¡Ahora que veía a esta hija colocada, ese temor no me deja dormir!» A solas con Belcebú, don Acisclo llegó a la conclusión de que las cosas no estaban claras, y de que había que esperar unos días a ver qué indicios manifestaba el Señor de sus propósitos. Cuando estaba pensando esto, sintió un golpe en el cristal de la ventana abierta, y un estornino se coló en la habitación; Belcebú comenzó a chillar y a esconderse, y don Acisclo, con una servilleta, intentaba ahuyentar al ave; pero, por la ventana abierta, entró otra, y otra, y otra más. Llamó a la criada para que le ayudase, y la criada dijo que eran estorninos, y que en aquella época no solían aparecer. Consiguieron, a fuerza de escobazos, arrojarlos a la noche. A la misma hora del mismo día, una pareja de estorninos entró, persiguiéndose, en la sala de la casa de Aguiar, y se armó un alboroto regular por el miedo de que los pájaros estropeasen o manchasen la sillería francesa. Jacinto Barallobre estaba entonces asomado, y contemplaba la escasa luz que quedaba en el poniente —un resplandor rojizo, casi apagado, y como absorbido por las nubes de plomo—, cuando un estornino tropezó con su cabeza, y otro más golpeó la ventana y cayó al suelo. A don Annibal Mario le revoloteaban los estorninos alrededor del sombrero cuando iba hacia el café, y don Perfecto Reboiras encontró uno, perdido, en lo profundo de su cueva: miró al loro, y este se encogió de hombros: «No lo conozco». El sacristán de la Colegiata, a la hora de cerrarla, quedó sorprendido del ruido que armaban unas aves allá arriba, junto a las bóvedas, aunque no pudo identificarlas, a causa, seguramente, de la oscuridad, y Lanzarote se los encontró en su despacho, callados y mirándole con sus ojillos menudos. Bastida no durmió en toda la noche por el ruido que metían en el tejado, y el Espiritista, viéndolos ir y venir, perseguirse, esconderse, reaparecer de entre las copas de los magnolios, pensó que una bandada de espíritus se habían abatido sobre Castroforte y decidió convocar sesión para el día siguiente. Pero, ese día, los estorninos estaban en todas partes, y nuevas bandadas llegaban por el aire del norte y se posaban en las calles, en los árboles, en los hombros de los transeúntes asombrados. Todo el mundo cerró las puertas y las ventanas, pero los estorninos se colaban por las chimeneas. En el tejado, en la torre, en las cornisas y salientes de la Colegiata, no había ya sitio para ellos, y el aire de la Torre de Bendaña estaba denso y oscuro de estorninos. La Casa Consistorial les ofreció balcones; el palacio del Gobierno, alarmantes aleros y otros jeribeques arquitectónicos. Se corrió la voz de que venían a sustituir a las lampreas, pero nadie pudo demostrarlo. Un tabernero decidió cocinarlos, y anunció en un cartel escrito a mano que servía pajaritos fritos. Un cálculo publicado en La Voz…, garantizaba que, aunque cada ciudadano se comiera un ciento diario, quedaban estorninos para dar y tomar. Añadía a continuación unas cuantas recetas para guisarlos: estofados, cocidos, encebollados, asados en el espetón y servidos con salsa al ajo arriero, en salpicón, en croquetas, en empanada (quitándoles los huesos), envueltos en bechamel y pasados por el horno; ídem, pero rehogados antes en la sartén, donde se hubieran puesto previamente a freír en manteca de vaca 100 gramos de harina de flor, una cucharadilla (de las de café) de levadura, una pulgarada de sal, un polvo de pimiento, rayaduras de limón, un ajo macho, cebolla picada (20 gramos) y una cantidad discreta de agua destilada, y cuando todo estuviera a punto, incorporarle lentamente salsa mahonesa (no de las de frasco) y revolverlo con cuchara de madera hasta lograr una masa homogénea para servir con los estorninos a razón de cucharada por barba. La baratura del nuevo comestible no compensaba, sin embargo, de los gastos causados el erario municipal y aun a las haciendas privadas, porque se lo comían todo, hierba, flores, hojas de los árboles y cuantos vegetales o animales pequeños hallasen a mano, y, además, porque llenaban la ciudad de mierda y el alcalde había tenido que contratar temporeros de poco escrúpulo olfativo para recogerla. La lucha entre las lampreas y los estorninos, que Lanzarote calificó en La Voz… de verdadera struggle for life, la descubrió un muchacho cuyo nombre permanece en el anónimo, pero que tenía unos catorce años, iba vestido de chaqueta castaña, pantalones grises, y un sweater beige debajo de la chaqueta; tenía, además, un lobanillo junto a la oreja izquierda y usaba boina; uno de esos niños que dejaban de ir al Instituto para largarse al Cantón con dos o tres gandules de la misma calaña a fumar pitillos robados y a sostener conversaciones licenciosas sobre si en clase le habían visto o no el chocho a Ramírez Sendino, Francisca, que era la más guapa y la más lista del curso, pero que ni los miraba. Aquel muchacho de nombre desconocido, quizás de padre también, que chupaba la colilla con delectación desvergonzada y que siempre simulaba creer las mentiras contadas por sus compañeros porque le proporcionaban apuntes para la paja de la noche, pegó de pronto un grito y señaló la superficie del Mendo, aquel cristal de azogue envejecido donde una lamprea acababa de agarrar a un estornino por una pata y lo arrastraba al fondo. Inmediatamente, las intimidades más o menos imaginarias de Ramírez Sendino, Francisca, pasaron a segundo plano de la atención colectiva, y los cuatro muchachos corrieron a asomarse a la barandilla del pretil que separaba el Cantón del río devorador de hombres, y vieron que no era uno, sino cientos, los estorninos que descendían a las aguas con la intención de arrancar los ojos a las lampreas, ocasión que estas aprovechaban para atraparlos y llevarlos a los palacios ocultos de su cieno. En este momento, las imágenes que el mayor de los muchachos aseguraba recordar de las tetas de Ramírez Sendino, Francisca, a quien se las había visto un día de excursión al campo cuando ella se inclinaba a la orilla de un regato para lavar el pañuelo en las aguas cristalinas, pasaron definitivamente a los recónditos escondrijos de su mente y allí fueron sepultadas hasta mejor ocasión, desplazadas por la fascinante operación de arrancar ojos y sumergir aves a que los dos bandos con frenesí se entregaban. Y cuantos más estorninos se hundían, más acudían a cubrir bajas, y cuantos más estorninos volaban, más lampreas asomaban las bocas oscuras y voraces, bocas de rata de alcantarilla de gran ciudad, esas cuyos ojos relucen en los oscuros pasadizos y son más temibles que anacondas. «¡Ganan los peces! ¡Ganan los pájaros!» Se dividieron en bandos de a dos; una pareja apostaba por los volátiles y la otra por los habitantes de las aguas tranquilas; sucesivos transeúntes fueron atraídos por el alboroto: se sumaron al entusiasmo y, algunos, a la quiniela, y también gritaron, con lo que los nuevos viandantes añadieron su presencia al espectáculo, que, por otra parte, no parecía más que comenzado, ya que la abundancia y la furia de las partes garantizaba una duración de horas, salvo si una de esas órdenes que no se sabe de dónde viene y que rigen la vida de los animales lo interrumpía. Dio tiempo a que los niños y las niñas salieran de las escuelas, a que los obreros abandonaran sus fábricas expulsados por los gemidos de las sirenas, a que las chachas con los críos bajasen al Cantón, a que los jubilados se dejasen llevar por la riada de gente, a que los curiosos no enterados escuchasen el barullo y acudiesen. Y allí se estaban un buen rato, hasta que el espectáculo se les hacía monótono, pues, al fin y al cabo, si se fijaba uno bien, era siempre lo mismo. La noche los dispersó, pero quedaban estorninos arriba y lampreas abajo como si hubieran acabado de empezar. A la mañana siguiente, ya no había estorninos. «¡Se los han comido las lampreas!», se decían unos a otros, dispuestos a celebrar con vino la victoria local, a pesar de que el sereno de la Calle del Mirlo afirmaba que, al escapar del alba, un ruido tremendo lo había despertado del sueñecito que estaba echando, y que había visto cómo los estorninos levantaban el vuelo y continuaban su camino: ordenadamente, bandada tras bandada, como habían llegado; y todos hacia el sur. Pero no lo creyó nadie, porque el sereno de la calle del Mirlo era un galio de importación reciente, indiferente a las glorias locales y más bien mentiroso. El periódico aceptó la versión popular, si bien corregida y, por decirlo así, limitada, al admitir la posibilidad de que algunos cientos de estorninos hubieran salido indemnes. Aquel suelto del diario, inocuo y, al mismo tiempo, ecléctico, planteaba sin embargo, en su última línea, la cuestión de fondo: «Hemos visto cómo los estorninos acampaban en Castroforte; hemos asistido a una batalla aeronaval de lo más dramático y vistoso. No hay memorias de que haya ocurrido nunca nada semejante. Nosotros nos preguntamos: ¿por qué ha ocurrido ahora y por qué en nuestra ciudad? Que los doctos respondan». Y no especificaba quiénes eran los doctos, pero todo el mundo los conocía. Don Perfecto respondió a las insinuaciones de La Tabla Redonda que lo estaba pensando; don Acisclo, a las de sus amigas, que «No sé, no sé»; el catedrático de Historia Natural del Instituto dio una conferencia en el Casino sobre la vida y costumbres de estorninos y lampreas, pero se le acabó el tiempo antes de explicar los motivos de la batalla. La respuesta, no obstante, vino de donde nadie la esperaba. El Deán de la Colegiata era el enemigo de don Acisclo, su rival en la retórica del púlpito. Llegó la misa del domingo, a la que don Acisclo asistía en el presbiterio, negligentemente sentado en un banco: su cabeza de gallo portugués encanecido emergía de la sotana ribeteada de púrpura. Imponente, como siempre, pero tranquilizador al mismo tiempo, porque, cuando hablaba el Deán, simulaba dormir. Aquella vez, José Bastida asistía a misa: no se sabrá nunca por qué don Acisclo descubrió, entre tantas cabezas, la suya. ¿Qué hará ese tipo en la iglesia?, tuvo que haberse preguntado: el caso es que Bastida se sentía mirado, sabía que aquel ojo medio abierto se le había echado encima y no le dejaba. Bastida había ido a misa por casualidad. Más exactamente, la misa le había cogido, porque, desde que trabajaba para la Casa del Barco, a la llegada o a la salida, solía darse un paseo, o por el interior de la Colegiata, o por el exterior. Se preguntaba por qué en la puerta de entrada, por qué en los arcos ciegos de la capilla del Santo Cuerpo, por qué en los capiteles de la girola habían esculpido los retratos de tanta gente conocida: vestidos de obispos griegos, don Atanasio Gálvez, don Basilio Ordóñez y don Crisóstomo Cortázar le miraban a uno como para saludarle, mientras don Jerónimo Estévez, de prelado latino, torcía un poco la cara hacia occidente. En las figuras de los capiteles bajos de la arquería ciega, era posible identificar sin grandes esfuerzos imaginativos al abogado del Estado, Blanco Bertrán; al Comisario Jefe de Policía, don Abundio Bolaño; al Secretario de la Delegación de Hacienda, don Fernando Huarte, y al Ingeniero de Obras Públicas, don Julián González. Pero, en las arquerías altas, el retratista se había despachado a gusto, pues indudablemente aquel sujeto desnudo a quien un diablo de puntiagudas orejas introducía el miembro por lo más arduo de la parte posterior saliente, era don Celso Taladriz, con su sonrisa ambigua; y la mujer en cuya entrepierna se incrustaba una recia calavera masculina se parecía como un huevo a otro a la señora del Registrador; la calavera, en cambio, era inidentificable, a causa de que solo se le veía la parte del cogote. A cada visita, Bastida descubría un nuevo retrato, y aquella mañana había visto con sorpresa la cara del Alcalde entre las de un grupo de precitos a los que Pedro Botero remejía con un tridente en una inmensa caldera. A Bastida le daban miedo sus descubrimientos, y, siempre escamado, pensaba que era mejor no saber nada, porque esa clase de noticias secretas redundan siempre en perjuicio de quien las averigua; pero la tentación le arrastraba al interior o al exterior de la Colegiata, en cuyas gárgolas había descubierto, en la punta de un falo gigantesco, la cara de don Acisclo, quien, cuando el Deán subió al púlpito, dejó de mirar a Bastida y se rindió a las primicias de un sueño que esperaba mecido por el ritmo amplio, por el tono subido, por la complejidad wagneriana del Deán. Cuando le oyó decir: «¿A qué dar más vueltas a la cabeza, hijitos míos, si la cosa está clara?», subrayó el acierto de la frase con un ronquido suave; pero se espabiló rápidamente, abrió los ojos y sonrió alerta y suspicaz al escuchar lo que seguía: «Nos hallamos ante un hecho inexplicable según la naturaleza, pues, primero —y el Deán se cogía el índice izquierdo con la mano diestra, y lo sacudía—, nuestra ciudad está fuera de la ruta migratoria de los estorninos, que solo llegan aquí esporádicamente, y nunca a la ciudad misma, sino a sus alrededores. Segundo —volvía a sacudir el dedo—, porque ni el instinto de las lampreas ni el de los estorninos les ha llevado nunca a establecer ninguna clase de contienda; viven, como si dijéramos, en distintos hemisferios, en hemisferios independientes; tercero, porque ni el cuerpo de los estorninos sirvió hasta ahora de alimento a las lampreas, ni los ojos de estas a los estorninos. ¿Qué es lo que ha sucedido, pues? Ni más ni menos que esto: ¡la semana pasada, nuestra ciudad ha sido testigo y teatro de una alteración de las leyes naturales que no admite explicación racional ninguna!» —y golpeó con dos puños como dos sinécdoques, aunque con intención claramente metonímica, el antepecho del púlpito. «¿Y cómo llamamos a eso los teólogos? Pues, lisa y llanamente, le llamamos milagro.» Don Acisclo se sobresaltó y murmuró «¡Imbécil!» entre dientes, pero tan claramente, que el canónigo que de verdad dormía a su derecha se despertó y le miró extrañado. «Y… ¿milagro de quién? Y… ¿milagro por qué? Son los extremos a los que consagraré la parte principal de esta homilía.» Y, volviéndose al altar, hizo una genuflexión y comenzó: «Soberano Señor Sacramentado». Bastida se había acogido al resguardo de una columna y no perdía ripio. Pero le sucedía una cosa muy rara: que, teniendo delante de él la figura del Deán, cuyos aspavientos, cuyos manoteos, cuyos golpetazos veía, la voz le llegaba desde atrás, como si diera una vuelta por las naves laterales y regresase, cansada, por la central; por lo que muchas veces hubo de volver la cabeza. Y, cuando terminó el sermón, salió y fue a contárselo a Barallobre, que aquella mañana estaba un poco morriñoso a causa de un sueño en que se presagiaba su muerte; un sueño compuesto de elementos de procedencia difícilmente detectable: muñecas rotas, brazos quebrados, cajones vacíos, lanzas. «El Deán dijo que es un milagro del Santo Cuerpo, porque las lampreas, a causa de que hace más de tres meses que nadie cae al río y de que nadie se suicida, estaban desnutridas y su carne iba perdiendo sabor. Acabó proponiendo una procesión para el jueves por la tarde.» Y como la propuesta implicaba nada menos que la presencia de las autoridades, don Acisclo, tras haber puesto al Deán como un trapo en la sacristía, fue hecho una furia al Gobierno y le dijo al Poncio que no hiciera caso del Deán, que el Santo Cuerpo era apócrifo y no podía hacer milagros, y que debía negarse a figurar en la procesión ni siquiera en calidad de cristiano particular. Pero la procesión se celebró, algo más tarde de lo propuesto por el Deán, pero antes de que cundiera la noticia de la supuesta muerte de Barallobre. Que no fue el día de los Idus de Marzo, como estaba previsto, sino algo antes, así como tres o cuatro semanas. Don Perfecto Reboiras, al escuchar el relato del sermón del Deán, de quien se reía Gowen a mandíbula batiente —«¡Mira tú que venirnos ahora con milagros!»—, le interrumpió con un «¡Cállese!» suave, aunque imperioso, y explicó a La Tabla Redonda que, evidentemente, la versión del Deán era falsa en su texto; pero que si nos acostumbrásemos a pensar y admitir que la realidad no es más que un sistema de símbolos más o menos encadenados en sistemas de apariencias en las que se traduce la compleja realidad de la Conciencia Cósmica lo mismo en estado de reposo que en el de actividad; si reconociésemos que la leyenda del Cuerpo Santo Iluminado no es más que una representación de la misma Conciencia manifestándose en un caso concreto y, en cierto modo, focalizado, no nos costaría trabajo concluir lógicamente que el episodio de los estorninos y las lampreas no había sido otra cosa que una acción extraordinaria con que dicha Conciencia acudía a una deficiencia imprevisible, por azarosa, pero, como todas ellas, remediable. Y añadió que, a su entender, el arquitecto y escultor, o el arquitecto y el escultor que había o habían edificado la Colegiata y dejado en ella todo un libro de signos, símbolos y alegorías para que las leyera quien pudiera o supiese, dejaron o dejó convenientemente profetizado el episodio, que, en este caso, deja de ser tal —si hemos de entender por episodio algo no necesariamente necesario, sino azarosamente azaroso o casualmente casual—, y se cambia, trasmuda o metamorfosea en hecho previsto e ineludible. En efecto: en el capitel de la columna izquierda de la Puerta del Perdón, existe una decoración de aves y peces que los arqueólogos estudiaron a causa de la perfecta estilización de los animales allí representados, pero que nunca intentaron interpretar. Pues bien: no se trata, como piensan los estudiosos, de meros elementos decorativos plásticamente relacionados por necesidades estéticas, sino de aves de largo pico que pican los ojos de los peces, y de peces de ancha boca que devoran a las aves de un bocado. «¿Y no hay más profecías, don Perfecto?», le preguntó el Rey Artús, quien, en los últimos días, y a causa de cierta muchacha difícil que solo accedería a acostarse con él previo paso por la iglesia, no hacía más que pensar en la eventualidad de una viudez inesperada. «Sí, en lo que tengo estudiado. Una que nos afecta, y no dentro de mucho tiempo. En el parteluz de la Capilla del Santo Cuerpo, hay una figura a la que se ha prestado atención escasa, la de un hombre que trae un cuerpo en brazos. Siempre se ha creído que era el de Santa Lilaila conducido por el marinero Barallobre; pero es un error, ya que el Santo Cuerpo nunca salió de su urna, ni fue traído en brazos. Pero nadie hasta ahora se fijó en que, encima de la cabeza del hombre vivo, hay una serie de círculos, uno encima de otro, hasta siete. “¡Un capricho decorativo!”, se dijo siempre. ¡Qué capricho ni qué niños muertos! Es una representación de los siete planetas conjuntados ¡situada encima de la cabeza de un hombre que, en una barca, lleva en brazos un muerto!» Las miradas, más que curiosas, temblonas, de La Tabla Redonda, convergían hacia don Perfecto, escrutaban sus labios. «¿Y qué deduce?» «Debo decirles que solo hace pocos días alcancé a comprender el significado del relieve, y les aseguro que me quedé perplejo. Porque está claro que ninguno de los pasados Jota Be se llevaron consigo un cuerpo, y está claro también que, tal como van las cosas, la profecía puede aplicarse a la ocasión que esperamos. Ahora bien, ¿cuál será el muerto? Las posibilidades son estas»; y en un pedazo de papel escribió algo que echó a la mesa: Barallobre lleva a Bendaña muerto y deja a Bastida en tierra Barallobre lleva a Bastida muerto y deja a Bendaña en tierra Bastida lleva a Barallobre muerto y deja a Bendaña en tierra Bastida lleva a Bendaña muerto y deja a Barallobre en tierra Bendaña lleva a Barallobre muerto y deja a Bastida en tierra Bendaña lleva a Bastida muerto y deja a Barallobre en tierra «¡Hay que eliminar a Bastida!», saltó don Annibal Mario; «¡Hay que sacarlo de Castroforte y enviarlo a Madrid o a donde sea! ¡Estoy dispuesto a pagarle el viaje si ustedes se niegan a escotar conmigo!» Don Perfecto sacó la cartera, de ella un billete, y lo dejó en el centro de la mesa. «Ahí va mi contribución; pero me permitiré recordar a ustedes el cuento del comerciante que escapó a Samarcanda para huir de la muerte, sin saber que la cita con la muerte era precisamente en Samarcanda.» «¿Y por dónde cae eso?», preguntó Galaor; y su padre le miró con desprecio y le dijo: «¡Cállate, imbécil!». Entre tanto, varios billetes se sumaban al de Merlín. El Rey Artús los recogió: «Yo me encargaré de la comisión. Hay que tener mucho tacto con Bastida, ya saben ustedes cómo es de digno, y yo tengo motivos para poder hacerlo mejor que otro.» Al día siguiente, citó a Bastida en el café, a hora temprana. «Mire, Bastida: no voy a andarle con rodeos. Los próximos Idus de Marzo, como usted sabe, son peligrosos para los Jota Be. Y La Tabla Redonda, que no olvida las noches en que usted estaba presente y nos comunicaba sus ideas solubles, le ruega que acepte este dinero y se vaya a Madrid por unos días, hasta que pase el peligro.» «Pues, mire, don Annibal, se lo agradezco de veras, pero no puedo aceptar.» «¡Hombre, Bastida, nosotros no queremos ofenderle, usted lo sabe bien!» «No es por la ofensa, sino porque —hizo una pausa breve— porque hay una persona que necesita de mi ayuda moral y no puedo abandonarla.» «¿Es que tiene usted amores, Bastida?» «No, don Annibal, no tengo amores; es alguien que sufre de amores ajenos, una mujer.» Don Annibal se guardó el dinero: «En ese caso, no digo nada. Yo haría lo mismo. ¿Qué destino mejor puede dar un hombre a su vida que servir a una dama? Y si lleva implícita la muerte…» «La muerte no la lleva precisamente implícita —dijo Bastida con ironía tierna—, pero es igual. Dé usted mis verdaderas gracias a esos caballeros.» «Se las daré, pero que conste que aquí no hay más caballero que usted.» Bastida marchó de prisa a la Casa del Barco, a la que llevaba cierto poema suyo que Barallobre deseaba conocer. El día de la primera entrevista, después de tratar la cuestión espinosa del sueldo, Barallobre le había dicho: «Ya sé que es usted poeta», y Bastida bajó los ojos. «¿Por qué no pertenece a la Real Sociedad Santa Lilaila de poetas y músicos?» «Solicité el ingreso hace algún tiempo, pero me echaron bolas negras.» «¿No les gustó el poema presentado?» «No lo entendieron.» «He oído decir, si no recuerdo mal, que escribe usted en un idioma propio. ¿Por qué lo hace?» «Mire, señor —le respondió Bastida—, cuando triunfó el Frente Popular, en el treinta y seis, el Inspector de Primera Enseñanza me llamó un día y me dijo: “Bastida, sería conveniente que, ya que es usted poeta, hiciera algunos versos celebrando la victoria de las izquierdas”. Y yo fui y escribí un soneto, que se publicó en seguida. Pero, después del 18 de Julio, volvió a llamarme y me dijo: “Usted es sospechoso, Bastida. ¿Por qué no escribe una oda al triunfo de las armas nacionales?”. Y yo me puse a hacerlo, pero, en vez de romperme la cabeza buscando metáforas bélicas, cogí el soneto al Frente Popular, lo cambié un poco, y quedó un poema estupendo al Frente Nacional, y así se publicó. Después, cuando me metieron en la cárcel, el dichoso soneto para cualquier ocasión fue decisivo como cargo, y si no me costó la vida fue por esas cosas que pasan. En la cárcel, a pesar de lo mal que estaba, podíamos contemplar unos preciosos atardeceres, y usted debe saber lo que ayuda a pensar un buen conjunto de nubes y colores. Decidí que, en lo sucesivo, escribiría mis versos en un alfabeto con clave, pero lo pensé mejor y, como tenía mucho tiempo libre, inventé un idioma.» «¿Y no le da pena que su poesía no la pueda leer nadie?» «Eso es precisamente lo que busco.» «¿Entonces?» Bastida hizo un esfuerzo como si fuera a confesar un crimen. «Lo que digo en mis versos es de mi exclusiva incumbencia. No le importa a nadie y encuentro ofensivo para los demás proponerles su lectura.» «Además de los versos, hay otras cosas que considera suyas, o al menos eso me dio a entender. ¿Cuáles son?» «Pues, mire, señor: las estrellas, las piernas bonitas de las muchachas que pasan y mientras pasan, el dolor de los hombres, mi propia esperanza y algún que otro juego de palabras.» «¿Nada más?» «¿Le parece poco?» A Barallobre, en efecto, le parecía demasiado poco, le parecía nada, porque ni las estrellas, ni las piernas bonitas, ni el dolor de los hombres le importaban gran cosa, o al menos eso dijo; en cuanto a esperanzas, estaban puestas por entero en su trabajo de lingüista, y, más o menos, las había cumplido casi todas. No mostró interés alguno en conocer la poesía de Bastida pero, en cambio, le hizo pregunta tras pregunta acerca de su lenguaje, sus reglas y sus excepciones. Bastida le respondió que, en efecto, existían unas y otras, porque las unas a las otras engendraban. Pero que había conseguido al mismo tiempo la excepcionabilidad de las reglas y la regularidad de las excepciones, lo cual estaba a punto de cambiar el carácter de unas y otras, algo así como un intercambio o trueque de sustancias, de lo cual podía, acaso, deducirse algo muy poco favorable a la estabilidad e inalterabilidad de estas últimas, si bien fuera este un tema en que no quería meterse por no tenerlo bien meditado. Barallobre le preguntó, entonces, por el verbo sustantivo, si era uno o dos, si solo sustantivo o también auxiliar. «Ni uno a la francesa, ni dos a la española. Son, al menos, cinco, mis verbos sustantivos: el ser y el estar, por supuesto; pero también el ser que viene de la nada y el que va a la nada desde el ser, los cuales, usados como auxiliares, me permiten matizar hasta el infinito significaciones que en nuestra lengua son demasiado concretas y recortadas, como pensadas por un pueblo educado en el Derecho romano. Mi quinto verbo auxiliar es defectivo, y, aparte el infinitivo presente, no tiene más que dos formas, porque no necesito más: una para confesarme a mí mismo que soy feo; la otra, para increparme cuando me veo en un espejo. Y como mi fealdad es un presente continuo que abarca el pasado y el futuro, con el presente me basta, y estoy para decirle que me sobra. Mi conjugación agrupa los verbos según un criterio más significativo que morfológico, por cuanto la significación precedió a las formas: los que significan acción, que hacen el infinitivo en ama; los que significan pasión, lo hacen en eme; los de inteligencia, en imi y los de creación, en umu. Quedan fuera, como irregulares, los de amor, esperanza, nostalgia, goce y dolor: enormemente simplificados por ser los de más uso. El que significa morir carece de conjugación especial, y se usa solo en formas compuestas, como elemento semántico de otro verbo, como morir de amor o morir de felicidad.» Barallobre, en tanto le escuchaba, había alargado el brazo, y tomaba notas rápidas en una libretita. «Y, de su Poética, ¿no tiene nada que decirme?» «Lo ya dicho, a ella se refiere, puesto que mi lengua es poética en la raíz y nunca utilitaria. Las necesidades poéticas han presidido y regido su formación. No he inventado una preceptiva ni una métrica: mis tropos y mis figuras son los usuales, y mis versos se apoyan en las estructuras rítmicas conocidas. Sin embargo, debo decirle que, en mi poesía, los acentos cumplen una doble misión, puesto que no solo marcan el ritmo y rigen la entonación, sino que gobiernan la formación de las palabras.» «Como en toda lengua», le interrumpió Barallobre, con el lápiz en suspenso. «Pero con diferencias —le respondió Bastida— que lo hacen más importante si cabe. Esto obedece a que mis morfemas y mis semantemas son siempre monosilábicos y, por tanto, de fácil desplazamiento. Podría, además, decir que parecen imantados y que se sienten atraídos por el acento como el amante por la amada. Si tiene usted en cuenta que la disposición de las sílabas establece cambios en la significación, y que mi lengua agrupa fácilmente, o, por decirlo mejor, aglutina sílabas significantes con absoluta facilidad, y que, como en el griego o en el alemán, en una sola palabra se pueden encerrar significaciones plurales y organizadas que en otro idioma exigirían una oración completa y, a veces, todo un sistema sintáctico complejo, comprenderá usted lo que intento explicarle, aunque sin tecnicismos, puesto que no los domino, es a saber, que si cambio la disposición de los acentos de un verso, el nuevo verso significa otra cosa y no hace falta mucho para que signifique la contraria.» «¿Podría usted explicármelo con un ejemplo?» «A eso iba. Partamos de unas cuantas clases de endecasílabos, los más usuales, cuyas acentuaciones son las siguientes: oo-oo-o-oo-o ooo-ooo-o-o o-ooo-ooo-o El verso formado por las siguientes sílabas: las cu la vi te ba fos can mol de ca puede organizarse de tres maneras: lasculávi tebáfos can moldeca lasculavite bafoscánmol deca lascú lavitebá foscan moldé ca cada una de las cuales significa una cosa distinta; pero mejor lo verá usted si le recito, de tres maneras de las varias posibles, el cuarteto a que ese verso pertenece, primero de un soneto, y le añado la traducción: Lasculavi tebafos can moldeca divilán voricer malagoscía; arconta latilós debalatía ormelabán orcalitán zos teca. Que quiere decir, aproximadamente: Ha quedado en el aire una luz demorada, un poco gris y un poco púrpura, siento que mi voluntad se demore también, aunque en medio de la niebla. La segunda manera de leerlo nos da una nueva versión: Lasculavite bafoscánmol. ¿Deca diví lanvoriscerma lagos cía, ar contala tilós deba latía ormelá banorcán litonzosté ca? que quiere decir, con la misma aproximación: No seas cretino. ¿Qué más da que las nubes sean grises, que el aire sea claro, que los vencejos atraviesen el cielo, mientras estés hambriento? Por fin, el tercer modo de enunciación, que es este: Las cú. Lavitebá, Foscan moldé ca. Divilanvoris cermalagos cía. Ar conta latilosde balatía ormela banorcanli tonzosteca. hace que las mismas sílabas adquieran este significado: Escúchame. No llores más. Aún queda una esperanza. No estás tan sola como crees. Todas las noches pienso en ti y me entristezco, porque eres bella y yo feo.» «De donde se infiere —dijo Barallobre con sorna— que si a cada una de esas versiones aplicamos los métodos tradicionales de interpretación, nos resultan doce modos distintos de entender el mismo soneto.» «Eso —Bastida bajó la vista, modestamente—, por lo menos.» A partir de aquella tarde, no pasaba día sin que repitiera algunas de las preguntas o las hiciera nuevas, y sin que pidiese a Bastida que fuese a buscar algún texto (jamás decía poema) en que tal o tal circunstancia gramatical se cumpliese, y por fin acabó confesándole que iba a escribir un trabajo sobre aquel tema, y que esperaba recibir de él —de Bastida— la mayor cantidad posible de materiales. Lo cual sucedió justamente dos o tres tardes antes de su supuesta muerte, tres o cuatro semanas —como se dijo— antes de los Idus de Marzo. La oscuridad del asunto se deduce de sus muchas versiones, de las contradicciones entre una y otra y de la inconsistencia de todas ellas. El Poncio llamó urgentemente a Belalúa para pedirle una explicación, Belalúa le dijo: «Mire usted, señor Gobernador: eso puede pasarle a cualquier director de periódico. Es como las erratas garrafales. Llega una persona, a última hora, casi cuando vamos a cerrar, con el texto de una esquela. “Doña Fulana de Tal, que acaba de palmarla, y su familia quiere que esto salga mañana.” Deja el papel, paga lo que cuesta, y nadie se fija en nada más. Así sucedió esta noche. ¿Quién se acuerda de la cara de la persona que la trajo? A los cajistas que a aquella hora quedaban en el periódico, que no son de Castroforte, el nombre de Barallobre les resultaba desconocido. Compusieron el texto, lo corrigieron, lo metieron en máquina, y a otra cosa. A cualquiera le puede pasar, y usted tiene que reconocerlo». Lo que Barallobre contó a Bastida fue bastante distinto: «He sido yo mismo, y no por extravagancia ni capricho. Hubo una razón poderosa, que no conoce nadie, y que voy a contarle porque me fío de usted. Ayer, después de cenar, me telefoneó Bendaña. ¿Se da cuenta? Bendaña. “¿Qué te pasa?”, le dije; “Tengo que hablar contigo”, me respondió. “Si es así, puedes venir cuando quieras”, le dije. “Ahora mismo, si te parece”, me respondió. Mientras llegaba, fui a la cocina y preparé un café, acompañado del mejor coñac que encontré en la despensa. Mi hermana, a todo esto, ni enterarse. Bajé y abrí la puerta, para que no tuviera que llamar. Le esperé en lo alto de la escalera, como a usted, pero con distinta bata. Él subió solo, pero alguien le había acompañado y quedaba en el atrio, a juzgar por cierto cuchicheo. “Cierra la puerta”, le dije; “¿Tienes miedo?”, me respondió; “No, pero no quiero que se me cuele nadie sin mi permiso”, le dije. Me obedeció. No nos dimos la mano, ni nos dijimos hola, ni nos preguntamos por la salud, ni por lo que habíamos hecho, ni nada de eso. “Toma el café. Escoge la taza que te dé la gana. Toma el coñac: puedes también escoger la copa.” “¿Y aquello de muera Sansón con los filisteos?”, me preguntó con sorna, pero después de haber probado el café. “Aquello carece de aplicación en este caso.” “No pensaba otra cosa de ti.” Esperé a que probase el coñac. “Ahora puedes decirme a qué vienes.” Y, sin pausa, casi pisándome las palabras, me respondió: “A pedirte que te mueras”. “Hombre, ¡así, de pronto!” “Va en ello la felicidad de la mujer que amamos.” “No veo en qué puede estorbarle el que yo siga viviendo.” “Para ella, es un problema de conciencia.” “No acierto a explicarme cómo su problema de conciencia puede convertirse para mí en un problema de existencia.” “Ella podría hacerlo.” “Entonces, ¿por qué te manda a ti?” “No se atreve a entrar en esta casa como Perico por la suya. Compréndelo. Muchos años, y todo lo pasado.” “Entonces, Jesualdo, tu visita es inútil. La simple mención de un problema de conciencia de la mujer que amamos, según tú, no puede ser la causa de que apriete el gatillo de una pistola o de que me deje resbalar por la ladera hasta caer en las aguas del Mendo. Si una acción tiene que ser causa de otra, ha de haber al menos, entre ellas, una relación, que en este caso no se me alcanza.” Jesualdo daba muestras de preocupación, no a causa de mis palabras, que no eran terminantes, sino de su imposibilidad para responderme. Jesualdo siempre fue tardo y premioso en el habla, aunque siempre escribió bien. Yo, en cambio, que escribo mal, soy elocuente desde niño. Si me quitó la novia, no fue porque tuviera más labia que yo, sino porque sus cartas eran más convincentes que las mías. Yo mandaba a Lilaila textos de telegramas; él, larguísimas misivas en que exponía con palabras patéticas los extremos de su pasión. Fue, lo reconozco, una derrota de la oratoria por la escritura. Después de pensarlo un poco, me dijo: “¿Y si ella misma te lo explicase?”. “No la creo capaz de afrontar mi presencia.” “¿Y si fuera capaz?” “En ese caso, la escucharía.” “¿Sabes que es ella la persona que me acompañaba, y que me está esperando en el atrio?” “¿Y tú fuiste capaz de abandonarla, estando la puerta de mi casa abierta?” “Lo habíamos acordado así.” “Pues vayamos a buscarla.” “¿Los dos?” “Yo, hasta la puerta nada más.” Lo hicimos. Lilaila entró casi sin mirarme. Me aparté de ellos el tiempo necesario para traer una tercera taza, en la que serví un café que ella tomó a regañadientes. “Te aseguro que no está envenenado. Jesualdo te lo puede garantizar.” Lilaila se esforzó en sonreír, pero no parecía muy tranquila, a pesar de que mis palabras y mi conducta se parecían lo menos posible a las de un juez. A decir verdad, no se parecían nada, porque yo no había asumido tal actitud, que no vendría a cuento ya que el episodio del noviazgo, la traición y la ruptura, además de remotos, han sido beneficiosos para mí, me han permitido descubrir y cultivar mi verdadera vocación. Usted, Bastida, mejor que nadie, es testigo del interés científico que se contiene en los trabajos de Belaúnde, de Bennáser, de Belalcázar, esas tres hipóstasis mías en que se proyecta, no la bifurcación, sino la tripartición de mi espíritu y de mi intelecto ante los problemas fundamentales de la Lingüística. ¿Lo imagina usted posible, con esta casa llena de niños, y teniendo que acompañar a mi esposa de visita a casa de los señores de Regúlez? Solo quien me desconoce, como ellos mismos, pueden pensar que permanezcan en mi alma rastros de aquel amor, o que el rencor los haya sustituido. No. Les estoy agradecido, y por eso mi comportamiento de ayer noche fue tranquilo e irónico. “¿Por qué no hablas, Lilaila? Jesualdo dice que tienes graves problemas de conciencia relacionados conmigo.” “Sí”, soltó por fin; “Cuando éramos novios, me proclamé tu esposa delante del Señor. Fue un acto impulsivo, lo reconozco, pero me siento atada por él, y solo si mueres me consideraré libre para casarme con Jesualdo, a quien amo.” Me quedé de una pieza. ¿Se da cuenta, Bastida, de la enorme bobada que movía todo aquello? La gente no las piensa, y es capaz de convertir un estúpido sueño de beata en causa de la muerte de un hombre. Pero, ni siquiera al oírla, perdí el ánimo alegre y bromista. “Me doy cuenta de que tu alma debe ser un pozo de contradicciones, de que tu situación espiritual es de verdad dramática, y estoy dispuesto a ayudarte. Ahora bien: ese matrimonio que te ata a mí es meramente espiritual, no es verdadero, sino solo imaginario. ¿Te parece que una muerte imaginaria bastaría para sentirte viuda?” “No lo entiendo”, respondió ella. “Suponte que, mañana, cuando leas el periódico, te enteras de la noticia de mi muerte.” “Nunca leo el periódico.” “Pero Jesualdo puede hacerlo por ti y mostrarte el testimonio de la desoladora novedad. En aquel momento, te sientes libre de esos lazos creados por tu inocencia. Ya eres viuda de Jacinto y puedes casarte con Jesualdo.” Parecía un poco estupefacta, pero Jesualdo, más inteligente que ella, la animó: “Me parece una solución excelente, chica, y no hay más que hablar. Aunque… (se dirigió a mí), ¿cómo podrás hacerlo?” “Los modos no os importan.” Y así quedó convencido. Se marcharon muy felices. A ella se le había quitado un peso de encima, nada menos que el peso de mi existencia. Miré la hora, me vestí, salí a la calle como verdadero Jacinto Barallobre, es decir, vestido de mí mismo para que nadie me reconociese, fui al periódico y encargué la esquela de defunción. ¿Y sabe usted qué me sucede ahora? Que me siento libre como deben sentirse los muertos. Siento sencillamente que todo es posible». Bastida le había escuchado sin atreverse a sonreír, pero no creía de todo el cuento una sola palabra, o, más exactamente, creía en todas sus partes una a una, ya que pudieran ser verdaderas, pero creía también que el orden en que Barallobre las había expuesto y las conexiones establecidas entre ellas destruían lo que pudiera haber de verdad. De modo que la explicación de Barallobre no le sirvió de nada. Otra versión, esta más popular y, por decirlo así, una de las dos que se extendían por el pueblo, era que el proyecto de matar a Jacinto periodísticamente había surgido durante la cena que La Tabla Redonda había ofrecido a Bendaña y, por extensión, a Lilaila. La parte habida en ella por Bastida fue indirecta y reducida a límites de mera consulta. El rey Artús y Merlín, organizadores del acto, le preguntaron acerca del ceremonial, y Bastida les respondió que, ante todo, deberían dejar la «Silla peligrosa» libre de abrigos y sombreros, y ofrecérsela como tal a Bendaña; en segundo lugar, a él le parecía que, estando invitada también la novia del homenajeado, debería retirarse de su sitio el retrato de Coralina Soto, y sentar debajo, en el puesto de honor, a Lilaila. De lo cual el Rey Artús pareció entusiasmado. La cena transcurrió con alegría y excelente humor, y solo en una ocasión Merlín tuvo que dar a Galaor una patada en la canilla para que dejase de proferir sandeces. Sucedió que Gowen, sin que se recuerde a propósito de qué, refirió el cuento de un antiguo vecino de Castroforte especialmente detestado por sus conciudadanos a causa, al parecer, de la pelotilla que hacía a los godos, viniera o no viniera a cuento. En todas partes donde iba se le solía recibir cantando a coro aquello de Adula, adula que el que no adula en este mundo es una mula. Y le habían quedado de mote las primeras palabras de la copla. En cierta ocasión, pasó unos días en la ciudad el conocido humorista Fernández Flórez, escritor ingenioso si los hubo, y «Adula, adula» se había constituido su acompañante e informador. Poco después, se publicaron en el ABC de Madrid unos cuantos artículos, muy divertidos e ingeniosos, en que don Wenceslao, tomando el partido de Villasanta de la Estrella, describía a Castroforte como la ciudad que se soñaba a sí misma, y se reía de todo lo que le habían contado de las lampreas, del Santo Cuerpo y de La Tabla Redonda, cuya comisión permanente, entonces, decidió tomar venganza del oficioso, y después de una sesión muy movida y memorable en que se habían estudiado y desechado varias suertes de venganza, se acordó por unanimidad publicar al día siguiente en el diario su esquela de defunción, y así se había hecho, con tal éxito, que, a partir de entonces, «Adula, adula» pasaba por las calles como un muerto invisible y nadie le dirigía la mirada ni la palabra. Acabó suicidándose en el Mendo y su carne de traidor agrió por más de una semana el sabor de las lampreas. ¡Si tendría el andova mala leche! Y fue en este momento, según la versión del correturnos, elevado a la función de segundo camarero, muy orondo aquella noche dentro de su frac recién traído del tinte, cuando Lilaila Aguiar, así como a media voz, pero con toda claridad, dijo estas sospechosas palabras: «Yo sé de quien debería ser castigado con el mismo castigo». Sospechosas, no en aquel momento, sino a la luz de los hechos posteriores. Esta atribución a Lilaila no es, sin embargo, indiscutible, ya que, al terminar la cena, Merlín y Gowen se quedaron en el Café y discutieron largo rato en voz baja y con toda clase de precauciones, y después marcharon a la redacción de La Voz… y permanecieron encerrados con Lanzarote bastante más de una hora. Había, por último, quienes atribuían a Clotilde la entera responsabilidad del hecho, y no porque nadie la hubiera visto disimulándose a altas horas de la noche por las calles de la Ciudad Nueva, camino del periódico, sino por el relato que ella misma había hecho a varias personas de cómo la había recibido su hermano la mañana misma en que apareció la noticia necrológica. Atando cabos, algunos investigadores cayeron en la cuenta de que ciertos datos de la esquela, redactada con todas las de la ley y mención de parentela, misas y sufragios, solo de Clotilde podían ser conocidos. Pero la prueba no era del todo concluyente, ni convincente el examen de los motivos que hubieran empujado a Clotilde a aquella acción, si bien todo el mundo estaba de acuerdo en que el autor pretendía evitar de algún modo que Bendaña fuese la víctima en los próximos Idus de Marzo. Merlín, sin embargo, no compartía la opinión general. Para Merlín, experto en símbolos, el acontecimiento en su conjunto no se refería tanto al futuro como al pasado, no conjuraba la muerte de Bendaña sino que realizaba la muerte de sí mismo que Barallobre debía a la ciudad, y no como un Jota Be, que de esa muerte ya se encargaría su Destino, sino como el Lanzarote candidato a la Presidencia del Cantón Federal que, en 1936, había faltado a su cita con la muerte, la había escamoteado, había comprado la vida con la traición y veinte mil duros, más o menos. La tesis de Merlín postulaba la concepción de un Barallobre formado por dos personalidades autónomas a cada una de las cuales correspondía distinta muerte, o dicho de otra manera, acaso menos clara, que cada una de aquellas personalidades, la de Lanzarote y la de Jota Be, se insertaban en sistemas causales distintos que conducían a dos muertes de imposible homologación; y como la cosa no parecía suficientemente inteligible, Merlín pidió una caja de fichas de dominó, y compuso en la mesa las dos trayectorias vitales, la una terminando en el seis doble, que quería decir la muerte en los Idus de Marzo, y la otra en la blanca doble, que quería decir la muerte escamoteada en Julio del 36. Y para que a nadie cupiese duda, desbarató ambos sistemas biográficos y construyó otros dos, representantes de la también doble personalidad del Vate Barrantes, asimismo Lanzarote y asimismo Jota Be, pero que se diferenciaban de los anteriores a causa de su figura angular, convergente en la blanca seis, ficha que representaba un mismo y único acabamiento para ambos sistemas. «Y esto lo comprenderá él, estoy seguro, y lo aceptará. Si no, al tiempo», y, en efecto, el tiempo dio la razón a Merlín, puesto que, para hacer más patente la muerte simbólica de Lanzarote, Barallobre bajaba a la ciudad todos los días, recorría sus calles, a pesar de la enorme cantidad de lagartos que iban de un lado a otro y que no había más remedio que pisar; las recorría como un fantasma o una sombra de nadie vistos ni tocados; y llegó incluso a entrar en el Casino y a sentarse en la Biblioteca a leer los periódicos. «¡Ahí está el muerto!», dijeron algunos godos, y se acercaron a él, y el más osado se atrevió a preguntarle si era don Jacinto Barallobre. «¡Déjeme en paz, imbécil! ¿No ve que soy un muerto?», y este acontecimiento, en seguida propagado, convenció a todo el mundo de que Merlín tenía razón y de que Barallobre aceptaba la muerte que le había venido sin saber de dónde. Cosa que no hicieron los godos, que no podían concebir que el asunto concerniese exclusivamente a la ciudad y que a ellos los descartase. Fue, como siempre, el señor Irureta quien asumió la responsabilidad de expresar el sentimiento colectivo, o quizás la colectiva indignación, cuando dijo, también en el Casino: «¡Todo esto no es más que una broma gigantesca que estos tíos quieren hacernos a nosotros y al poder central! Si yo fuera Gobernador, metería en la cárcel a la ciudad entera y abriría un proceso por intento de alta traición del que no se escaparían ni los perros». No logró, naturalmente, que el proceso se incoase, pues conocida es la pachorra del poder central ante casos así, pero sí que unos cuantos godos de los más desocupados fundase en el Casino una tertulia semejante a La Tabla Redonda (aunque de muchos más miembros, y, estos, sin nombre literario), con la finalidad de demostrar, por todas las vías posibles, que Barallobre no había muerto, sino que andaba vivito y coleando, como quien dice; y, así, se dispusieron a la publicación de un boletín quincenal en que apareciesen diversas pruebas jurídicas y gráficas de que el supuesto muerto vivía. Le hicieron fotografías clandestinas durante los paseos, y a alguien se le ocurrió que, para dar más valor al testimonio, en cada número del Boletín se publicaría la Fe de Vida de Barallobre; pero sucedió que, al ir al juzgado a solicitarla, se encontraron con que, en el Registro Civil, figuraba el Acta de Defunción con todos los requisitos y firmada por el Juez. El lío que se armó, aunque secreto, fue incalculable. El juez había firmado por rutina un acta escrita con una letra que no se pudo identificar, y las declaraciones prestadas por los escribanos, que eran godos, no esclarecieron el asunto. El Presidente de la Audiencia, a quien se llevó la cuestión, pensó primero en abrir uno de esos procesos de «¡Adelante, y caiga quien caiga!», pero luego lo pensó mejor, convenció al Poncio, que andaba muy irritado, y echó tierra al asunto. El primer número del Boletín, sin Fe de Vida, se repartió el domingo a la salida de las iglesias, pero solamente lo tomaban los godos y las godas. Los nativos se negaban en redondo. De todos estos acontecimientos se enteraba Barallobre por Bastida, y acostumbraba a reírse, pero no lo hizo al saber que Merlín había hallado en la Colegiata la profecía esculpida de su muerte. «Es muy curioso, añadió Bastida al cuento, porque, según las “Memorias” de Don Torcuato del Río, Coralina Soto fue identificada como Lilaila Souto Colmeiro a causa precisamente de siete lunares rubios, ordenados de mayor a menor y simétricos a la raja del culo, que ostentaba en la nalga izquierda, y todo el mundo comprendió, en aquella ocasión, que semejantes lunares se relacionaban necesariamente con la conjunción de astros pronosticada para muy pronto, pronosticada para el día de la muerte de Barrantes.» «¡Me niego en absoluto a admitirlo! —dijo, casi gritando, Barallobre—; cuando se construyó la Colegiata, el Destino de los Jota Be no estaba todavía establecido»; y como Bastida le hiciera notar que, como Destino, era anterior al tiempo, Barallobre le rearguyó que, aunque así fuese, sus efectos no se manifestaban como tales hasta haberse hecho conscientes en algunas mentes, y esto, continuó argumentando, no ha sucedido hasta tiempos muy recientes, tras la observación e interpretación de las coincidencias advertidas en ciertas muertes muy distantes entre sí. Para precisarlo más, situaba la aparición o constitución de esta conciencia en el lapso transcurrido entre la muerte del Almirante y la del Vate, es decir, entre 1811 y 1873. «Y para que usted aparte de su mente y de su temor todas las paparruchas que se le ocurren a un imaginativo desocupado como don Perfecto Reboiras, similares más o menos a las que se le ocurrieron a un racionalista senil como fue don Torcuato, ahora mismo nos vamos a la capilla del Santo Cuerpo y estudiamos esa escultura profética.» «A estas horas, la Colegiata está cerrada», dijo Bastida ingenuamente. «¿Y qué? Espéreme usted en la puerta. Yo le abriré desde dentro.» Y le dio una linterna eléctrica, que, dijo, les sería necesaria. Estaba lloviendo. Bastida atravesó el atrio y se metió bajo los arcos de la portada, entre San Basilio Ordóñez y San Crisóstomo Cortázar. A poco, se oyeron pasos en el interior de la iglesia, chirriaron los cerrojos y en la puerta se abrió un estrecho espacio. «Entre.» Bastida se coló por la casi rendija y, de hoz y coz, penetró en una sombra compacta, un como bloque tenebroso. «No veo nada.» «Agárrese a mi brazo y sígame.» La linterna de Barallobre señalaba el camino; Bastida encendió la suya y envió a la altura un estilete de luz, que se desvaneció antes de alcanzar las bóvedas (en el caso de que estuvieran allí, pues lo mismo podían no estar). Oyó el ruido de la reja al abrirse. «Tenga cuidado, que aquí, a la derecha, hay una escalera de mano.» «Andaré con pies de plomo.» «¿Por qué no utiliza la linterna?» «Porque no me lo había indicado.» «Alúmbreme.» Mandó la luz en dirección a la voz de Barallobre, quien había cogido la escalera y la arrimaba a una columna. «Agárrela, no vaya a resbalar y a hacerme trizas.» Sujeta la escalera, Barallobre trepó. Allá arriba, con la linterna encendida, exploró, durante un rato, los relieves más altos. «Ahora, suba y vea.» Bastida lo hizo, y su linterna recorrió figuras, penetró en recovecos. «¿Lo ha visto ya?» «Yo creo que sí.» «¿Ha contado el número de círculos?» «Siete.» «¿Cree que representan las estrellas?» «Para mí, y sintiéndolo mucho, son los anillos de la cola de una serpiente que, un poco más arriba, está tentando a Eva.» «¿Y el navegante con el muerto en brazos?» «Yo diría que es Jesucristo Crucificado.» De las sombras inferiores surgió una risa casi sacrílega, una risa que retumbó en la iglesia vacía y acabó cobrando la forma del espacio en que sonaba. «¡Bájese ya, no se vaya a caer!» Cuando Bastida estuvo abajo, se sintió cogido del brazo. «Voy a darle una prueba de confianza, o, hablando con entera propiedad, media prueba. Sígame con la linterna encendida. Yo no necesito luz para andar por estos vericuetos. Me los sé de memoria, como la escalerilla del tajo.» En los linderos de la luz, veía Bastida basamentos de pilares, perpiaños gastados de pared, reclinatorios abandonados. Llegaron a una portada con reja que Barallobre atravesó y él también. Estaban —no necesitó, para saberlo, más que un vistazo— en la capilla del Cuerpo Santo. Pasaron el comulgatorio, se metieron tras el altar. «Apunte al suelo con la luz.» Al hacerlo, Bastida vio la oscura boca de un pasadizo, del que arrancaba una escalera de piedra. «Le dije media prueba de confianza porque no pienso enseñarle el modo de abrir esto. Y no por nada, sino porque me impide hacerlo un juramento.» Encendió él mismo su linterna. «Vaya delante y con cuidado. Los escalones empiezan a estar gastados. Camine sin preocuparse de mí y deténgase cuando le estorbe el camino una piedra blanca.» Bastida pisaba quedo. Cuando llegó al final de la escalera, se oyó por encima de su cabeza un roce fuerte y un ruido metálico. Después, los pasos de Barallobre. Iban por una especie de túnel hecho de grandes bloques de piedra, techado de lo mismo, que se estrechaba al final y abría a un espacio mayor, en cuyo centro blanqueaba el Ara de Diana, si bien encima hubiese una bufanda y un manojo de llaves grandes. «No le dé miedo. Lo sacro es una ilusión.» Y se sintió empujado. «Ahí tiene el lecho en que mi padre fue engendrado, según usted mismo asegura.» La mano de Barallobre entraba en la luz, y su dedo apuntaba el ara. «¿No le parece cómico? ¡En el mismo lugar en que se hacían sacrificios a Diana y en que reposó el Cuerpo Santo antes de tener capilla propia! No cabe duda de que la tía Celinda era genial.» Bastida le oyó moverse a su derecha. «Espere, que encenderé las luces.» El lugar quedó iluminado, pero no se veían por ninguna parte lámparas ni cables. «¿Hermoso, no? En cualquier caso, menos misterioso que la palmatoria que usaban mis abuelos. En la imposibilidad de crear sombras siniestras preferí suprimirlas.» Era una luz lechosa y difusa, que venía de todas partes y que, efectivamente, le despojaba a uno de su sombra, por modesta que fuese. «¿Usted no ha pensado nunca en que mi hermana Clotilde se parece a tía Celinda? No lo digo solo por ser, como ella, una bruja, sino porque…» Aquella mañana en que apareció en La Voz de Castroforte la esquela mortuoria de don Jacinto Barallobre Elviña, Clotilde entró en la biblioteca con el periódico en la mano. Jacinto desayunaba, o quizás tomase algunas notas. «¡No lo sabía, Jacinto! ¡Qué alegría de sentirme viuda!» Y se detuvo ante la mesa con la hoja del diario vuelta hacia él. Jacinto se ajustó las gafas y leyó la esquela. «Bueno, ¿y qué?» «¡Que llevo una mañana terrible. La gente no hace más que telefonear para darme el pésame. Ni tiempo he tenido hasta ahora para venir a decírtelo!» Jacinto le respondió: «No hacía falta, ya lo sabía». «Es natural, puesto que eres el interesado, pero bien podías habérmelo advertido. Me hubieras evitado el sofocón que pasé al telefonearme Dorotea García. “¡Ay, hija mía, cuánto lo siento, eso de tu hermano!” “¿De mi hermano?” “¡Sí, hija! ¿No has leído el periódico? Parece que se ha muerto.” “¡Ah, sí, claro, muerto! Creí que te referirías a otra cosa…” Pero no creo que Dorotea se los haya tragado.» «Supongo que dará lo mismo.» «Para ti, naturalmente; pero yo vivo entre las personas, no aquí enjaulada, como tú.» «Yo ya estoy muerto.» «Gracias a Dios.» «¿No era eso lo que deseabas?» «¡Desde hace mucho tiempo! Pero no de esta manera.» «¿Qué le falta a mi muerte? Porque, si no es muy difícil, podemos añadirlo ahora.» Clotilde dejó de reír y arrojó el periódico al suelo. «¿Y vas a tolerar esto?» «¿Tolerar el qué?» «¡Esta burla, esta mofa, esta tomadura de pelo!» Jacinto se quitó las gafas. «Tu afición a la redundancia, querida hermana, me hubiera sacado de quicio una vez más si el estado en que me encuentro no me obligase a la indiferencia. Por otra parte, no veo en qué consiste la burla. Estoy muerto. Algún día tenía que suceder. Te ves libre de mí y yo de ti, pero salgo ganando, porque también me veo libre de los demás, y mi condición de muerto me permite hacer lo que me dé la gana. Si ahora mismo te mato, ¿cómo van a acusarme de fratricidio, si estoy muerto?» Clotilde se dejó caer en el sillón de orejas. «Siempre has sido un cobarde. Ahora lo eres más que nunca. Esta broma pesada procede de los godos. Tenías que ir al Casino e insultarlos; tenías que coger al Alcalde de las solapas y darle de bofetadas. Tenías…» «No sigas. No pienso hacer nada de eso. Además, no fue ningún godo.» «¿Quién fue entonces?» «Yo.» «¡Imbécil encima de cobarde! ¿Piensas que voy a creerte?» «Eso no me preocupa.» «¿Por qué lo has hecho?» «Porque anoche me aburría. Me sentía cansado de mí mismo y quería ser otro, pero, para ser otro, tenía que dejar de ser el que era. En fin, una cosa bastante complicada que tu inteligencia de gallina no puede abarcar, ni menos comprender.» Clotilde se levantó y se acercó a la mesa. Jacinto, al mirarla, reprimió un temblor. «Jacinto.» Él no le respondió. «Jacinto, ¿cuánto tiempo hace que no vas a tus putas?» «¿A ti que te importa?» «Jacinto, luego te traeré dinero, y te vas a Vigo un par de días, y me vuelves tranquilo y razonable. Si no, algo va a pasar aquí.» «No necesito tu dinero. ¿No sabes que encontré una trampa secreta en La Cueva, una nueva habitación llena de barras de oro?» Clotilde le descargó una bofetada. «He dicho que te vayas a Vigo, y después hablaremos. Mientras tanto, encargaré un traje negro. Ya que encajas así la broma, yo te la seguiré, y pondré luto por ti.» Jacinto se rascaba la mejilla. «Aunque no lo creas, es cierto. Más de veinte barras de oro, de un kilo de peso cada una. ¡Y me voy a morir de verdad para los Idus de Marzo, como tú quieres, y me llevaré conmigo los secretos! ¡Lo que voy a reírme en el camino!» Barallobre se había interrumpido, y, durante la interrupción, miró a Bastida de reojo, «… porque coinciden en el ansia de mando, en el deseo de gobernar las personas y las cosas, en que el mundo sea como ellas quieren. Lo de mi hermana llega a extremos ridículos, porque Celinda, al menos, tuvo al Palanganato, donde ejercía su dictadura, y, como tenía los secretos, hacía y deshacía a su gusto. Pero mi hermana solo manda en sus bichos, y los secretos no los tendrá nunca.» Se levantó de pronto. «Pero yo no le traje aquí para contarle cuestiones de familia. Suelen ser aburridas y a mí me traen sin cuidado. Lo importante es lo otro. Acabamos de descubrir que Merlín se ha equivocado, pero él no lo sabe, de modo que no entenderá nada de lo que pase. Lo curioso del caso es que si mañana fuera usted a verle y le dijera: “Mire, don Perfecto, eso de que la muerte de quien muera para los idus de Marzo está profetizada en los relieves de la Colegiata es un error, porque no hay tal conjunción de astros, sino los anillos de una serpiente, ni tal hombre con un muerto en brazos, sino una imagen del Crucificado bastante borrosa”, él no le creería, porque él entiende el mundo desde su ciencia Hermética y nada más. No debemos olvidar, sin embargo, que lo mismo le sucede a la mayor parte de la gente, porque son almas de una sola pieza, y para entender la realidad hay que ser dúplices, como yo…» Señaló a Bastida con el dedo, «… y como usted.» «¿Como yo? A mí no me meta en líos, don Jacinto. Yo no soy más que un pobre hombre que sabe alguna gramática y que se entretiene escribiendo versos en un idioma absurdo, pero bastante sonoro.» Barallobre se había puesto de pie, y paseaba. Se detuvo, apoyó las manos en el Ara de Diana. «No se enmascare en la modestia. Ese truco ya se lo he descubierto el primer día que vino a verme, y se lo disculpo porque forma parte de sus defensas. Pero si le he traído aquí, es para que juguemos con cartas vistas. Usted y yo somos dos almas dúplices, y usted lo sabe. Cuando me hablaba de su poesía, dijo algo de juegos de palabras, pero le vengo observando y sé que también juega con las acciones. Como yo. Es posible que mi juego sea más complicado que el suyo, pero en eso no vamos a meternos ahora. Es posible también que usted juegue por entretenerse, o por escapar a su condición, mientras que, en mí, el juego es una segunda naturaleza; pero esos matices, ahora, no importan. El hecho es que, sea lo que sea, nuestros juegos coinciden. Por eso conviene ahora abatir las cartas. Lo que hemos visto arriba prueba que no solo nosotros jugamos. Es cierto. Lo que yo quiero es que todos lo hagamos con la misma baraja, y sin trampas. Es, en cambio, imposible que juguemos con el mismo ánimo. Hay quienes creen y quienes no. Nosotros no creemos, pero hacemos como si creyésemos.» Bastida pidió la palabra con un ademán apenas esbozado. «O usted empieza a perderse, o yo no acierto a seguirle. ¿En qué creen y en qué no creemos?» «Ante todo, en la fábula de Jota Be. Después, en los Idus de Marzo. Usted se ha pasado años investigando en la historia de mi familia, y aunque no haya dispuesto de la documentación que yo poseo, conoce lo bastante para saber que lo de Jota Be fue una invención de unas cuantas viejas locas. Lo de la conjunción de astros, si llegó hasta nosotros, fue porque de toda esa fábula intentó valerse mi hermana para tenerme sumiso y sacarme, llegada la hora, los secretos. Porque los secretos sí existen —se echó a reír—. ¡No puede usted imaginar la seriedad con que el Notario, antes de entregarme el pliego en que mi padre, desde la tumba, me lo revelaba, me exigió juramento! Fue el día en que cumplí veintiún años. Y, ya ve: de toda esta maraña de mentiras, es lo único real. La Cueva existe, y para entrar a ella hay que saber dónde están los resortes, y cómo se manejan. La Cueva, además, es útil, pues, como usted sabe, aquí me escondí en Julio del treinta y seis, y no hubiera salido ni me hubiera puesto en peligro sin la necesidad de salvar mi biblioteca de ese incendiario de don Acisclo.» «¿Y el oro? ¿También hay oro en La Cueva?» «¿Quién se lo dijo?» «La gente, ya sabe.» «Voy a enseñarle lo que, de verdad, hay en La Cueva. Venga.» Echó a andar, y Bastida le siguió. Llegaron, por un túnel de piedra semejante al primero, pero más estrecho y más alto, a una habitación pequeña, de la que arrancaba otra escalera. «¡Mire!» Al encenderse las luces, Bastida vio cuatro maniquíes alineados. «¡A eso se reduce Jota Be: a esos cuatro trajes! Me los hice para los bailes de disfraces del Casino. De Obispo, de Almirante, de Brujo y de Poeta. Por cierto que el de Obispo no pude usarlo hasta que vino la República. El año treinta, a pesar de cómo estaban ya las cosas, salí de casa con él puesto, pero, al llegar al Casino, la policía no me dejó pasar.» Bastida se había acercado a los maniquíes y los contemplaba. Sus manos palpaban las telas, sus dedos recorrían los bordados. «¿Cuál le gusta más?» «El de Obispo y el del Almirante. Con los ojos cerrados.» «Esperaba que se inclinase por el de poeta.» «Eso haría si no lo fuese.» «En cuanto al de brujo, ¿no lo encuentra horrible? Es de mi entera invención, pero el más fácil de todos: un balandrán de cura y un capirote con estrellas de plata. Espero que don Jacobo Balseyro jamás haya vestido así.» «¿Para qué los quiere?» «¡Oh!, me entretiene mirarlos.» «A mí también.» «No se los regalo porque le vendrían grandes.» «Es evidente.» Aquella noche Julia le había acompañado unos minutos, durante la cena, porque el Espiritista había salido. Ya no lloraba ni se quejaba; estaba quieta y silenciosa, como la estampa del dolor. De vez en cuando, daba un largo suspiro. «¿Y usted va a ir al funeral?», le había preguntado. «¿A cuál?» «Al de don Jacinto Barallobre. Oí decir en la taberna que todo el mundo piensa ir.» Un éxito de público, seguramente, como el entierro. Pero acerca del funeral había sus más y sus menos. Don Acisclo Azpilcueta se propusiera impedirlo. Si bien un funeral es siempre cosa santa, aquel formaba parte de una burla y bien podía considerarse como un proyecto de sacrilegio. Acusaba al Deán de complicidad, lo acusaba en sus mismas narices y delante de los demás canónigos. «Usted, que lo ha contratado, sabe quién es el contratante, y el contratante es el autor de esa broma intolerable que se nos quiere hacer a los de fuera. Ustedes, los de Castroforte, se consideran muy graciosos, pero también la gracia tiene un límite, incluso la de Dios, salvo en el caso excepcional de Nuestra Señora. Si yo fuera Gobernador, empezaría por meterle a usted en la cárcel, aunque fuera cargándome el Concordato, porque usted, por su cargo, debería estar por encima de ciertas estupideces. Pero razón tiene quien dice que nacer en Castroforte confiere carácter. Usted es un ejemplo bien elocuente. Pero no contaba conmigo, y yo haré lo posible para desbaratar sus planes. Por lo pronto, esta misma tarde me voy a Tuy y presento al Obispo una denuncia en toda regla.» Y fue allá, en efecto, y armó un escándalo en la Curia, y otro delante del Prelado sin consideración a su edad y a sus achaques, y regresó con la promesa de que se haría una investigación y se prohibiría el funeral de haber razones para hacerlo. El investigador vino el día antes de la fecha señalada, y la orden de prohibición llegó una semana después por lo que don Acisclo fue diciendo a todo el mundo que la persona que movía desde la sombra el fregado, había comprado con dinero a los pobres y mal pagados sacristanes de la Curia. Entretanto, sin embargo, las cosas se complicaran, sobre todo a partir del día en que La Voz de Castroforte publicó una entrevista de su director, Parapouco Belalúa, con Jesualdo Bendaña; una entrevista inserta en la última página, con fotografías, y una entradilla en cursiva bajo el título a toda planaEL PROFESOR BENDAÑA NO CREE EN JOTA BE Don Jesualdo Bendaña, Profesor de la Universidad de Cornell, en el Estado de New York, U.S.A., ha concedido una entrevista a nuestro director. Verá quien las lea que las afirmaciones de nuestro ilustre paisano (cuya figura se ha hecho familiar a todos los castrofortinos desde su reciente llegada a esta ciudad, del mismo modo que lo eran ya su personalidad y su reputación científica) están llamadas a marcar una época en la historia local. Nuestro director confiesa haberlas escuchado con perplejidad, incluso con inquietud, y así lo ha manifestado al señor Bendaña en el curso de la entrevista. La respuesta del famoso Profesor de Cornell University es válida para todas las perplejidades, para todas las inquietudes, para todos los temores: «Los pueblos tienen que estar dispuestos a hacer frente a la verdad». Por la naturaleza de su contenido, esta conversación que hacemos pública está predestinada a la impopularidad, quizá al escándalo, aunque el ámbito de sus efectos se reduzca al de Castroforte. Aconsejamos a nuestros lectores calma y prudencia. No es cualquiera el que habla, sino un ilustre paisano nuestro que ama a nuestra ciudad y que con su ciencia ha conquistado un puesto muy elevado en el primer país del mundo. «Un criado ocasional —el profesor Bendaña vive solo en una casa de treinta habitaciones— nos introduce en el amplio zaguán oscuro donde perduran las bancadas y los arcones de antaño, y, por una escalera de piedra, nos lleva a un enorme salón noble, de mobiliario romántico; uno de esos salones hechos a la medida de los hombres de otros tiempos, en el que nos sentimos perdidos y pequeños. Están abiertas las ventanas, y se escucha el rumor de la lluvia que cae sobre los mirtos y los camelios del jardín. “Don Jesualdo tardará unos minutos.” Contábamos con eso, y lo agradecemos, porque la espera nos permite curiosear lo curioseable. Ante todo, el jardín, que nos solicita. Lo contemplamos desde la amplia balconada. ¡Cómo lo hubiera amado Valle Inclán! Veredas melancólicas bordeadas de nobles piedras; escalinatas de amplias proporciones y traza complicada que comunican entre sí las plataformas del jardín abancalado; juegos de agua hasta la orilla misma del Baralla; glorietas, cenadores, estatuillas, un arco roto, una mesa de piedra… El Gran don Ramón de las barbas de chivo hubiera poblado de ilustres y bellas damas, de nobles hidalgos intemperantes y violentos, de antiguas y milagreras criadas, vocadas al celestinaje desde la misma infancia, estas umbrías donde ahora se pudren las camelias, y hubiera imaginado pasiones tan ilustres, tan nobles y tan violentas como sus propios protagonistas. ¡Ay, el Marqués de Bradomín! Ahora, el musgo mancha el mármol de las estatuas; corroe los hierros el óxido; la maleza espontánea sustituye a las rosas y a las madreselvas, y los restos de un estanque esperan la hora de la reconstrucción. ¿Piensa el Profesor Bendaña restaurar la que fue casa de sus mayores? Así nos lo hacen creer los cuatro o cinco obreros que se afanan bajo la lluvia. El Pazo de Bendaña fue famoso. Tras las almenas de su torre había siempre arcabuceros alerta que llevaban en el pecho la espada verde de Villasanta de la Estrella. El Pazo de Bendaña fue la avanzada militar de la ciudad rival, el puesto de vigilancia, la amenaza. Pero de eso hace ya muchos siglos. Vinieron otras costumbres. El cauce del Baralla dejó de ser frontera de los odios para serlo solo de las diócesis. Muchos cortejos nupciales pasaron por su puente, llevando a los linajes castrofortinos doncellas de la casa de Bendaña, o mancebos de esa sangre en busca de esposas castrofortinas. Los cruces familiares aniquilaron la antigua historia de rivalidades. Los Bendaña, al menos desde el siglo XVIII, se consideran nativos de Castroforte. Un crujido de la madera a nuestras espaldas nos advierte de que alguien atraviesa el salón. Jesualdo Bendaña se aproxima. Viste sencillamente, un poco a la americana, y trae en los labios una sonrisa cordial. La conversación se desliza fácilmente. Le hablamos del jardín, y nos explica sus proyectos: antes de terminar el año lo habrá rejuvenecido, aunque tenga que emplear doble número de trabajadores. “¿Por qué esa prisa?” “Porque, cuando pase ese tiempo, habré de reintegrarme a mi puesto, allá en América.” “Y, ¿hasta entonces?” “Como todo el mundo sabe, cuando se lleve a cabo determinada ceremonia que afecta a mi vida privada y que ha sido la razón suprema de mi viaje, me esperan los archivos. Yo soy un investigador.” “¿Un libro?” “Fuera de esas razones de orden privado que acabo de mencionar, un libro, sí, es la causa de mi viaje a España.” Sin darnos cuenta, nos hemos apartado del balcón y estamos en la sala. El Profesor, apoyado en la antigua, imponente chimenea de piedra; nosotros, arrimados a una mesa vecina. “Algo se habla de eso, e incluso se asegura que el libro nos atañe.” “Por supuesto.” “¿No se tratará de un estudio sobre nuestro gran poeta, el Vate Barrantes?” El Profesor Bendaña se echa a reír, pero en seguida refrena la risa. “Puedo garantizarle, querido amigo, que, fuera de esta ciudad, es un nombre desconocido.” “¿Quiere eso decir que va usted, como si dijéramos, a descubrirlo?” “No vale la pena.” “¿Cómo…?” El Profesor Bendaña se inclina un momento, como si fuera a darnos una explicación breve y tajante; después, parece pensarlo mejor. “Mire. El título de mi libro será: Los mitos de Castroforte del Baralla. Si usted lo piensa bien, comprenderá que en un libro con tal título, forzosamente ha de hablarse de Barrantes. Pero el mío no será un libro de historia literaria, ni siquiera entendida a la manera corriente, sino un libro ante todo crítico, eminentemente crítico; un libro en el que aplicaré los métodos de desmitificación característicos de la ciencia moderna. ¿Me entiende?” Le confesamos que no muy bien. Y algo en la expresión de nuestro rostro, en el desasosiego inmediato de nuestro cuerpo debe de traducir nuestra inquietud, porque el profesor nos dice: “Sentémonos, querido amigo. De ciertas cosas se habla mejor sentado. Y lo que voy a decirle, no solo le causará sorpresa a Vd., que me escucha, sino que sorprenderá, y muy fuertemente, a todos los que lean esta entrevista si se decide usted a publicarla. Acabo de decirle que mi libro será ante todo un trabajo de desmitificación. Nuestro país está un tanto atrasado, la ciencia moderna suele llegar aquí tarde y, con frecuencia, mal entendida. Vivimos, en este país, en un momento en que todavía se cultivan los mitos, cuando en el resto del mundo se tiende a desembarazarse de ellos. Esta es la causa por la que mis palabras sonarán a escándalo… Pero ¿qué quiere Vd.? Es misión de la ciencia descubrir y proclamar la Verdad, y, del científico, arrostrar los inconvenientes que la Verdad trae consigo. Porque escrito está que los hombres prefieren las Mentiras Amables a las Verdades Ásperas.” Algo, de pronto, ha cambiado, y tan rápidamente que tardamos unos segundos en percibirlo. El cambio se ha operado en la faz, en la actitud, en la voz del Profesor. No es a nosotros a quien habla, sino, desde la cátedra, a un auditorio ideal, que quizá esté compuesto por todos los habitantes de Castroforte. “Entramos, sin embargo, en una Era que, en cierto modo, pudiéramos llamar ‘De la Desmitificación’. Observe cualquier ámbito de la actividad intelectual moderna: el físico, el biológico, el teológico. Advertirá inmediatamente cómo, a un período de descubrimientos, sigue otro en que las viejas afirmaciones, tenidas por verdaderas, se tambalean y caen, arrastrando consigo, las más de las veces, modos de pensar y de creer particularmente amados por esta o aquella sociedad que en ellos enterraba la raíz de su espíritu. Y es frecuente y explicable que los hombres que forman esas sociedades se aferren con desesperación a los mitos destruidos, solo porque constituían su verdad interior y porque nadie puede vivir sin un sistema de verdades que dé sentido a la vida y al comportamiento humano. Acabo de mentar una palabra clave: raíz. Podría añadir otra, del mismo modo clave: soledad. Sin sus viejos mitos, los hombres se sienten solos, se sienten angustiados y desesperados. Porque la causa de la angustia consiste ni más ni menos que en comprender la invalidez de las respuestas (es decir, de los mitos) de que antes disponíamos para usarlas ante y contra los interrogantes del universo.” No es solo que el contenido de estas palabras sea nuevo para nosotros, sino ante todo el modo y la autoridad de quien las dice. ¡Ahí le duele! La autoridad que acompaña al sabio como un aura y que obra en el oyente con más fuerza que las palabras mismas. Lo que estoy escuchando en este abovedado salón romántico del Pazo de Bendaña y es para mí nuevo, resuena diariamente bajo las bóvedas de prestigiosas aulas del mundo entero, aunque no tengan bóvedas. Y me pregunto: ¿Por qué razón, cuál es la causa de que lo que se nos dice y enseña esté tan retrasado en relación con lo que se dice y enseña en el mundo moderno? ¿Por qué así, si cada mito destruido se ve inmediatamente suplantado por la verdad correspondiente? “Pues porque la asimilación de esas verdades es ardua, ya que exige la acomodación apresurada a una mentalidad que no es la nuestra. Pese a cien años de investigación, pese al culto del progreso y de la verdad científica, el caso es que las almas comunes se han formado y conformado en la contemplación de los mitos, y, al perderlos, quedan vacías y, al mismo tiempo, inhábiles para asumir verdades de distinta naturaleza.” Como si la entonación profesoral le hubiera fatigado, don Jesualdo dulcifica el gesto, y su voz parece enternecerse. “Los mitos hacían felices a los hombres, ya que destruían la angustia. También la verdad científica los hará felices. Pero, entre unos y otra, resulta inevitable que mucha gente sienta que el suelo se le escapa bajo los pies y se contemple a sí misma como flotante en un mar de incertidumbre. Por fortuna, es un período transitorio. Las nuevas generaciones no necesitarán para nada de los mitos, porque, en su lugar, hallarán verdades fundamentales e indiscutibles, menos bellas, quizá, pero más firmes. Los tiempos venideros no se caracterizarán por una palabra negativa (desmitificación), sino por un conjunto, cada vez mayor y más resplandeciente, de afirmaciones.” ¿Quién será capaz de hacer la menor objeción a tan razonado discurso? Manifestamos nuestro acuerdo, e incluso nos atrevemos a afirmar que eso, precisamente, querían los progresistas de otros tiempos. “Por supuesto —nos responde el Profesor—, aunque con otros medios, más sentimentales que científicos. Cuando Joaquín Costa gritaba que había que cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid, se colocaba en la misma línea. Pero el sepulcro del Cid sigue abierto, y, aquí, en Castroforte del Baralla, lo están varios sepulcros más, que hay que cerrar y enterrar en el olvido. Abiertos como están todavía, infectan el aire con el miasma contagioso de la mentira.” “Luego, ¿piensa usted que lo son nuestras viejas historias?” “A eso iba a parar, y, precisamente, con la figura del Vate Barrantes como ejemplo. ¿Qué se piensa en el pueblo de Joaquín María Barrantes? ¿Cuál es la razón de que se haya dado su nombre a una glorieta en los jardines públicos, de que se le haya erigido un busto y de que todas las primaveras manos desconocidas pongan flores recientes al pie de su efigie? Ante todo, la creencia de que fue un héroe; luego, la de que, además, fue poeta. Todos los pueblos necesitan héroes y poetas, y, cuando ambas condiciones se reúnen, como en el caso de Barrantes, en una sola persona, se ahorran estatuas. Castroforte del Baralla tiene en un solo hombre su héroe y su poeta, el que escribió unos versos inmortales y que dio la vida por su ciudad natal, ¿no es así?” “Efectivamente, eso es lo que creemos todos.” El Profesor Bendaña saca un paquete de cigarrillos americanos y nos ofrece uno; luego expresa en voz alta su creencia de que una conversación como la nuestra merece el acompañamiento de unos tragos. Llama al criado y encarga unas copas de jerez. “Los mitos de esta ciudad son cinco: el Cuerpo Iluminado de Santa Lilaila de Éfeso, y las figuras supuestamente históricas del Obispo Bermúdez, del Canónigo Balseyro, del Almirante Ballantyne y del Vate Barrantes. De todas ellas hablaremos, si usted está dispuesto a escucharme. Pero, como le anuncié, empezaremos por el Poeta. Es el más próximo; es, como quien dice, de anteayer. Barrantes murió en 1873. Según la leyenda, él solo se encargó de defender la ciudad contra las tropas del Gobierno, que venían a sofocar la rebelión cantonal que el Vate y otros amigos suyos habían dirigido: una revolucioncita, algo como para andar por casa, como estas zapatillas que yo llevo, y que terminó nada más que anunciarse la proximidad de las tropas.” Nos vemos precisados a interrumpir de nuevo la palabra del Profesor. “No sin antes disparar el Vate un cañonazo simbólico.” “A eso vamos. Mejor dicho, a eso iremos. Porque de lo primero que voy a tratar es de la gloria literaria de Barrantes. ¿No se ha preguntado usted por qué su nombre es desconocido en la ciudad más próxima, por qué no figura en ninguna antología, por qué no se ha hecho ningún estudio de su arte; en una palabra, por qué su gloria es meramente local?” “Casos de injusticia como este se han dado.” “Sí, solo que este no es un caso de injusticia, sino de justicia estricta. ¿Ha leído alguna vez los poemas de Barrantes?” La pregunta nos coge de sopetón. “Sí… de niño… o quizá de muchacho. En esa época en que se piensa en el amor.” “¿Está usted seguro? ¿No habrá sido su novia la que los leyó?” “Mi novia, sí, claro, por supuesto.” “Casi nadie ha leído a Barrantes, salvo algunas mujeres en las que se mezclan a partes iguales la ingenuidad y la incultura. Y, ¿sabe usted por qué nadie lee a Barrantes? Porque es ilegible. Barrantes fue un mal versificador y un malísimo poeta que no merece ese nombre ni aun como apodo.” “Bien. Esa puede ser una opinión…” “¿…personal mía? Créame, amigo: cuando un crítico arriesga juicios de valor, lo hace, si es honrado, apoyándose en firmes cimientos científicos. Un capítulo de mi libro estará consagrado a demostrar que Barrantes no fue un poeta y que en su obra no hay un solo verso interesante. Es la conclusión a que he llegado después de haberlo leído entero. Y estoy convencido de ser el único hombre actual capaz de semejante hazaña.” “¿Ni siquiera el profesor Barallobre?” “¿Se refiere al difunto profesor Barallobre?” “Sí, claro. Al difunto profesor Barallobre.” “Jacinto Barallobre era un hombre de buen gusto. De haber encontrado en Barrantes algo digno de mención, un solo poema defendible, se hubiera apresurado a proclamarlo. Pero a Barallobre le sucedió lo que a mí. Puedo decirle incluso la fecha aproximada. Usted conoce la amistad que nos unió durante la juventud. Hicimos juntos los estudios y también nuestra primera lectura de Barrantes, allá por los años de nuestra adolescencia. Leíamos un soneto, nos mirábamos… ‘¿Tú crees…?’ ‘No, no lo creo. Esto no vale nada.’ Unos muchachos con una formación literaria insuficiente como éramos nosotros, comprendíamos el valor nulo de aquella poesía.” Nuestra incomodidad empieza seguramente a manifestarse de modo demasiado visible. El profesor se interrumpe. “Si usted lo prefiere, podemos dar por terminada la entrevista.” “¡Oh, no, de ninguna manera!” “Veo que le causa disgusto lo que digo.” “Es natural, pero, aunque admitiéramos que Barrantes no fue un gran poeta, aunque no haya sido poeta en absoluto, muchas de sus cosas justifican todavía nuestro amor y nuestra admiración; su vida, su muerte, sus amores.” “La vida privada de Barrantes no me interesa, ni creo que nadie la conozca. Ya le dije que lo que intento destruir es su leyenda, su mito. Y sus amores, así como su muerte, forman parte de ese mito, o, hablando con propiedad, casi lo constituyen por completo.” Se detiene y nos mira. “Me refiero a sus amores con Coralina Soto.” “¿Va usted a negar, acaso, la existencia de esa dama?” “No soy tan insensato. Coralina Soto fue una figura muy conocida en su tiempo. Hay un montón de retratos suyos, uno muy hermoso, por cierto, de Manet; su nombre y sus aventuras se han contado mil veces. Se habla de ella en muchos epistolarios y libros de recuerdos; los periódicos de la época refieren sus escándalos con todo detalle, y, por si eso no bastase, ella misma escribió sus memorias… Es decir: se las dictó a alguien que las escribiese, porque Coralina Soto fue analfabeta.” “¿Entonces…?” “Lo que niego es que haya estado alguna vez en Castroforte y, por lo tanto, sus amores con Barrantes.” Damos un salto en el asiento, un salto inevitable. ¿Y los poemas dedicados a Coralina? ¿Y su retrato esculpido en madera, que todo el mundo vio durante muchos años en el Café El Siglo y que hoy puede de nuevo contemplarse? Hacemos al Profesor estas objeciones, que nos parecen serias. “No se alborote, amigo mío. Yo no niego lo evidente, ni siquiera lo dudoso, sino solo aquello cuya falsedad pueda demostrarse. Vayamos, pues, por partes. ¿Quién fue la llamada Coralina Soto?” “Una chica nacida cerca de aquí, en Gunderiz, Lilaila Souto; una chica violada a los once años por…” El Profesor Bendaña alza una mano y sonríe. “Priman nego!, como dicen en los seminarios. Coralina Soto no nació en Gunderiz, ni fue violada por un zapatero de apodo El Coneiras, ni llevada más tarde por el director de un circo que se aprovechó de su belleza y de su hermosa voz. Veamos sus memorias. ¿Qué dice en ellas? Que nació en Cádiz, ¡fíjese bien!, en Cádiz, hija de una gitana y de un marino griego llamado Anastasios Papaelios. El verdadero nombre de Coralina fue Corina Papaelios. El Soto le venía por su madre. Y de su madre recibió también el temperamento y la intuición del baile andaluz. Coralina Soto fue famosa por sus bailes, que llevaba en la masa de la sangre. ¿Es verosímil semejante intuición en una muchacha de Gunderiz?” “En Gunderiz también bailan.” “Pero no flamenco. El flamenco es un baile singular. No se aprende, se vive. No es una diversión, sino un sacerdocio. Es, si usted quiere, una cultura, la expresión de una realidad biológica. Las crónicas del tiempo dicen que cuando Coralina bailaba o cantaba hondo, se transformaba como si un dios se apoderase de su sangre; y yo lo creo, porque he conocido bailarinas flamencas en las que se repite el fenómeno: mujeres vulgares, incluso despreciables, que, al bailar, se transforman en diosas. Coralina fue una gran bailarina flamenca; tan grande, que la excelencia de su arte hizo olvidar, hace olvidar todavía, sus restantes cualidades, buenas y malas. Malas, sobre todo: desvergonzada, liviana, jugadora, tramposa, infiel… ¿Quiere usted que siga? Todo eso es lo que se desprende, no solo de sus memorias, sino ante todo del testimonio de quienes la conocieron y trataron. Pues bien: esa mujer no estuvo nunca en Castroforte ni tenía por qué estar. Pasó por Galicia, pero el lugar donde embarcó para América fue La Coruña. Puedo asegurar sin miedo a equivocarme que ignoraba el nombre de nuestro pueblo y, por supuesto, el del Vate Barrantes.” “Entonces, ¿cómo explica que el Vate le haya dedicado todo un libro? ¿Cómo explica que otras personas, como don Torcuato del Río, hombre serio si los hubo, se refieran a ella?” “Don Torcuato del Río, el Vate Barrantes, y todo el grupo que formó la primera Tabla Redonda, eran ante todo unos falsarios. No por mal, eso por supuesto, sino porque se divertían así. Si usted hubiera alguna vez hojeado los números de la revista que publicaron durante muchos años, y que titulaban La Tabla Redonda, habría descubierto que, en cada uno de ellos y precisamente en la contraportada, aparece, envuelta en elogios literarios que van del entusiasmo a la pornografía, el retrato de una mujer famosa en aquellos tiempos, con preferencia de las llamadas demimondaines: bailarinas, cupletistas o simplemente mujeres galantes, y no españolas, que había pocas entonces, sino las de fama europea. Se preguntará: ¿De dónde les venían los retratos y las publicaciones en que se informaban?; pero usted no ignora que alguien de nuestra ciudad, en cualquier momento de nuestra historia que usted elija a partir de 1745, alguien, digo, de este pueblo, estuvo siempre en relación directa y continua con París, o al menos con algún librero de París. La famosa biblioteca de La Casa del Barco, que conozco perfectamente, se formó de esa manera. Por ese medio recibían libros, revistas y toda clase de información, y, por supuesto, fotografías, de las que hay en dicha biblioteca cajas enteras. La fotografía empezaba a ser un arte hacia mediados del siglo pasado y también un negocio. Pues así fue cómo llegó hasta ellos el nombre y el rostro de Coralina.” “En la colección de mi periódico puede encontrar usted…” El Profesor alza la mano izquierda como para detener un alud de noticias añejas. “La conozco. Usted no sabe que, en Nueva York, en la biblioteca de la Calle 42, existen todos los periódicos españoles del siglo pasado. Yo he repasado a conciencia La Voz de Castroforte, y la tengo concienzudamente fichada. ¿Sabe lo que se llamaba, en el lenguaje periodístico, un canard?” “Pues… ¡claro!” “No creo que haya habido en el mundo, fíjese bien lo que le digo, en el mundo, periódico que haya mentido más que nuestra Voz… En aquellos tiempos, me refiero. ¿Sabe usted cómo describió la entrada en París del Kaiser Guillermo I después de la derrota de los franceses? Pues más o menos así: el Emperador llegó en un carro triunfal de bronce tirado de dos elefantes, a cuyos lomos, convenientemente encadenados, figuraban Napoleón III, la Emperatriz Eugenia y su tierno hijo.” “¡No me diga…!” “Usted, como periodista, debería estudiar esa colección, sobre todo desde que el primitivo semanario se convirtió en diario, es decir, desde 1865. (¡Otra vez la fecha clave!) Costaba dinero, y había que venderlo. Para ello, nada mejor que mantener a los presentes compradores en un estado de alucinación perpetua mediante la comunicación de noticias extraordinarias. Comenzaré por asegurarle que la primera mención de la Serpiente de Mar, de que siguen ustedes echando mano en los estíos, como en todos los periódicos del mundo, aparece en La Voz por primera vez en la historia del periodismo. Es una invención de la que esta ciudad puede enorgullecerse. Pero el talento de aquellos hombres no se manifestaba solo en lo gratuito y fantástico. La serie de noticias preparatorias de la proclamación de la República Cantonal debería estudiarse en las Escuelas de Periodismo. Es una serie de noticias falsas perfectamente graduada y dosificada, hasta tal punto que el pueblo acabó por preguntarse por qué, si España era ya, y sería para siempre, un pueblo de cantones federados, por qué Castrofuerte no era independiente todavía. La proclamación, pues, pudo así hacerse sin la menor oposición.” “Pero ¿y el resto de la prensa?” “O no existía, o no llegaba. Los ciudadanos de Castrofuerte se comunicaban con el mundo a través de La Voz, y los hombres que escribían La Voz establecían la comunicación que les convenía o que les divertía. La conservación de la Cibidá, la restauración de la Basílica, el embellecimiento de ciertos lugares, son tantos a su favor. Y la novela de Coralina… ¿qué quiere usted que le diga? Si no se hubiera convertido en elemento de un mito local, no pasaría de historia inocente. Aquellos hombres propendían a la literatura escandalosa y salaz: lo prueban las páginas pornográficas de La Tabla Redonda. Habían inventado el nombre de la tertulia, se llamaban a sí mismos por Artús, Lanzarote, Galván… Un día echaron de menos a una Reina Ginebra, y la inventaron. Fue Coralina Soto como pudo haber sido Lola Montes o cualquier otra estrella de la época. La hicieron llegar a Castroforte, la instalaron en el hotel El Suizo, atribuyeron a su llegada una finalidad piadosa, le inventaron idas y venidas, entrevistas, amistades, preferencias… y el Vate comenzó a publicar soneto tras soneto, refiriéndose a ella. Un día la proclamaron Reina Ginebra en una fiesta que no aconteció jamás pero cuya descripción detallada aparece en el diario. Y ya estaba la leyenda armada: Ginebra, esposa del Rey Artús, amante de Lanzarote… es decir, de Barrantes. Y, cuando murió el Vate, completaron el cuento al suponerle ahogado en el Mendo y comido de las lampreas.” “Pero ¡el Vate murió así!” “¡Naturalmente que no! El Vate murió de un tiro que le pegó su amante, dama de calidad, cuando se disponía a entrar en la sala de juego del hotel El Suizo. Acababa de pedir un duro prestado a mi abuelo Patricio, y se lo iba a jugar al monte. ¡Cuántas veces lo he oído contar, así como el nombre de la dama que lo mató! Pero, como es natural, mi investigación no se apoya en lo oído en mi casa. Hubo un proceso, la dama fue absuelta por falta de pruebas. Todo lo cual está archivado en Madrid, con otros legajos procedentes de esta Audiencia, ¡y yo he leído el proceso completo!” “Entonces, usted cree…” “Que lo que todo el mundo tenía por verdadera historia de Joaquín María Barrantes no es más que una leyenda inventada después de su muerte por los mismos inventores de las otras, la del Obispo, la del Canónigo, la del Almirante. De ninguno de estos personajes se habla en la ciudad antes de 1865, fecha de la fundación de La Tabla Redonda y comienzo de lo que pudiéramos llamar la actividad mitificadora del grupo. Fue un trabajo concienzudo y muy meritorio, no lo niego; porque no solo inventaron, sino que lo hicieron con visos de verosimilitud y con todas las apariencias de la investigación científica de aquel tiempo. Si bien los matices románticos de las tres historias hay que atribuirlos a la mente folletinesca de Barrantes, que no concebía que una historia pudiera interesar si no había por medio mujeres, amores y adulterios, todo lo demás fue presentado como resultado de estudios serios, históricos y arqueológicos. Claro está que, si el señor Amoedo publicaba un trabajo referente al hallazgo de un documento sobre el Canónigo, e incluso lo transcribía, nadie se tomaba la molestia de comprobar su veracidad. Así se sacó de la nada a Jerónimo Bermúdez, que no figura en los catálogos de los obispos tudenses ni en ningún documento de la época; así al Canónigo Balseyro, que es una figura histórica, pero que jamás estuvo en Castrofuerte, se le hace cabecilla de la rebelión de marineros contra la Inquisición cuando él había muerto ya en la cárcel del Santo Oficio de Valladolid, donde estaba preso y procesado por brujo. He tenido en mis manos y he fotografiado los papeles del proceso: murió el 21 de octubre de 1607, y la rebelión de los marineros aconteció en octubre, sí, pero dos años más tarde. Por último, el almirante Ballantyne, a bordo del navío Redoutable, estuvo aquí, sí, pero inmediatamente después de Trafalgar; y no bajó a tierra, sino que envió una compañía de desembarco a buscar víveres y a hacer agua de grado o por fuerza; el Almirante se hallaba muy enfermo, y murió en la travesía antes de llegar a Brest: eso dice puntualmente el ‘Diario de a bordo’, que existe archivado en el Ministerio de Marina de París y que también he fotografiado. Toda la historia romántica de su defensa de la ciudad es completamente novelesca.” No podemos menos de suspirar ante las afirmaciones contundentes del Profesor Bendaña. ¡Es todo un mundo, el nuestro, el que se convierte en humo! “No nos queda, entonces, más que el Santo Cuerpo Iluminado.” “Nos queda, efectivamente, un cuerpo.” “El de Santa Lilaila de Éfeso.” “¿Está usted seguro?” Temblamos. El Profesor nos mira sonriente y aprieta la mano, como si en ella guardase los últimos argumentos, los que amenazan con volatilizar los restos de la Santa navegante… “Por lo pronto, hacia 1864, un grupo de catedráticos de la Universidad de Villasanta de la Estrella, todos ellos sabios reputados de la Facultad de Medicina, y asesorados por un canónigo, examinaron, con autorización del Obispo de Tuy, y dictaminaron, ¡fíjese bien!, que el cuerpo venerado como de Santa Lilaila podría tener de doscientos a trescientos años de antigüedad, pero ni uno más. Y yo puedo añadirle a usted, porque lo he visto y estudiado no hace muchos días, que el famoso icono que, según la leyenda, llegó a estas playas con el Santo Cuerpo, es una falsificación que no remonta más allá de los primeros años del siglo XVII. Imita un icono griego, pero… ¡está pintado al óleo! Y el óleo, como usted no ignora…” “Pero ¿y los relieves de la Capilla? ¿Va usted a negar la antigüedad de sus capiteles? ¿Y no está en ellos esculpido, aunque toscamente, el episodio de la llegada del Cuerpo Santo?” “Los capiteles son auténticos y muy hermosos. Pero ¿qué figura en ellos? Una barca con un ataúd navegando por la mar; la misma barca llegando a tierra; un obispo que la recibe; una procesión en que alguien conduce el ataúd por un bosque… ¿No es así?” “Exactamente.” “¿Y no se le ocurre a usted que, estando como estamos en tierras jacobeas, la historia que se cuenta en esas piedras sea la del Cuerpo del Apóstol Santiago? Las señas coinciden: barca, ataúd, traslado, bosque… Espero poder demostrar algún día que, en sus comienzos y durante muchos años, la capilla octogonal que aquí llamamos del Santo Cuerpo Iluminado, estuvo destinada al culto del Apóstol.” “¡Con lo cual ayudará usted a la victoria definitiva de Villasanta de la Estrella contra Castroforte del Baralla! Una batalla casi milenaria o, por lo menos, secular. ¿No influirá en su actitud el llamarse usted Bendaña? Porque, Profesor, como usted no ignora, un Mariscal de Bendaña, el primero, mandaba las tropas del arzobispo Ramírez contra nosotros, y un segundo Bendaña mandaba las que sofocaron la rebelión de los navegantes de 1609. Un Bendaña, si no el jefe, era figura muy importante del Batallón Académico de 1811, y el coronel Bendaña se apoderó de la ciudad, sin disparar un solo tiro, en 1873. ¿Es su descendiente el que viene a darnos, con otras armas, el golpe definitivo?” El Profesor se echa a reír y ríe durante unos segundos. “Mire usted: por lo pronto, ese Mariscal Bendaña que mandaba las tropas de Ramírez es una figura tan mítica como la del obispo Bermúdez y forma parte del mismo círculo de invenciones. Si una coincidencia, que yo deploro, quiso que los demás, personajes históricos todos, fuesen efectivamente antepasados míos, es indudable que los falsarios de 1865 aprovecharon esa circunstancia para convertir a Bendaña en el malo de la historia. Renuncio al primer Mariscal de Bendaña y acepto como tanto en contra los restantes. Pero, como acaba usted de citar el nombre de Villasanta, quiero aprovecharlo para exponerle otro aspecto de mi tesis. Que es este: la culpa de todas esas invenciones no la tienen sus inventores, sino la rivalidad, efectivamente secular, entre Villasanta y Castrofuerte, de la que es responsable Villasanta…” “…rivalidad fundamentada, ante todo, en la de los respectivos Cuerpos Santos.” La expresión, el ademán del Profesor pudiera muy bien ser la de un Mariscal de Bendaña victorioso. “¡Ahí le duele! ¡Eso forma parte del sistema de falsedades, de las de aquí y de las de allá, porque también allá las hay! La verdadera causa de la rivalidad estriba en las lampreas.” “¿Cómo?” “En las lampreas. Las del Mendo son más finas que las del Tambre, soy el primero en reconocerlo. Toda la disputa de los arzobispos de Villasanta con los obispos de Tuy para que las diócesis estuvieran limitadas por el Mendo y no por el Baralla se debe a las lampreas. Su comercio, durante la Edad Media, fue una fabulosa fuente de ingresos. Pasó a segundo término durante los buenos tiempos del tráfico de nuestra ciudad con los puertos del Norte, es decir, durante la segunda mitad del siglo XV y casi todo el XVI. El Santo Oficio lo prohibió en 1609, y, desde entonces, se volvió a las lampreas. La invención del Santo Cuerpo data de esta fecha y está relacionada con este asunto. Los amotinados invocaban a su Santa Lilaila; las tropas que intentaron defender la ciudad la llevaban en su bandera. ¿Se da usted cuenta? La Casa más afectada por el veto al comercio con los hugonotes buscaba en el Santo Cuerpo una fuente de ingresos, y, la ciudad, igualmente perjudicada, esperaba resarcirse con el dinero de los peregrinos. De ahí, no solo la invención, sino el despliegue de propaganda, llamémosle así.” “Como teoría, le reconozco el mérito; pero hay que demostrarla.” “Espero hacerlo. Cierto que los documentos no son tan fáciles de hallar como los concernientes al Vate, pero, por lo pronto, en los fondos del Archivo Histórico Nacional referentes a la Inquisición, he encontrado al menos una pista.” “Una cosa quisiera preguntarle. ¿Cómo se explica usted que los miembros de La Tabla Redonda, autores de todas nuestras leyendas, o, al menos, quienes les dieron la forma en que llegaron hasta nosotros, no hayan utilizado el tema de las lampreas como ingrediente de su propaganda?” “Lo han usado, pero fuera de lugar, o sea, paradójicamente, en el lugar que le corresponde. Porque, para ellos, las lampreas fueron la causa de que los griegos fundasen aquí una factoría comercial, lo cual es también una leyenda, pero, al menos, supone que las lampreas ya estaban aquí. Pero, en la Biblioteca Nacional de Madrid, en la Sección de Papeles Sueltos del Siglo XVII, hay una curiosa colección de folletos, de dos páginas, de cuatro, los más de ellos en verso, con dibujos en madera de Santa Lilaila seguida por la mar de millones de lampreas. Los textos explican el milagro: doscientos años de viaje desde Éfeso a Castrofuerte, y las lampreas actuando, diríamos, de escuadra protectora. Hay uno de esos papeles en que se dice que la densidad de las lampreas era tanta, que las galeras moriscas no podían llegar hasta la barca y averiguar qué conducía: así se explica, según ellos, que pudiera atravesar un mar infestado de piratas. A lo que yo añado que, claro, con tanta lamprea a babor y a estribor, no hay barca que pueda hacer el viaje en menos de dos siglos, ¿no le parece?” El Profesor Bendaña sonríe, y yo no puedo menos de buscar a su sonrisa un parecido, porque no me es desconocida: la he visto en otra parte, refinada, inteligente, maligna. ¡Sí, claro! La he visto en el retrato de Voltaire. “Puestos a hablar de todo lo que concierne a nuestra historia, hay un detalle por el que siento curiosidad y al que usted, hasta ahora, no ha hecho referencia. Todos sabemos que (siempre según la leyenda) las muertes, o como quiera llamárseles, de nuestros cuatro héroes locales acontecieron una noche de conjunción de astros. ¿Qué me dice a eso?” “Mire usted: de esa conseja he oído hablar desde que tengo uso de razón. Más aún, todos a mi alrededor estaban seguros de que cierta persona de nuestra amistad moriría en una noche así. Como elemento importante de la leyenda, no podía haberlo olvidado. Pero su verdad o su mentira es de fácil comprobación. El Profesor Baker Edith, de la Universidad de Northwestern, en Evanston, Chicago, donde hay un famoso programa de Astronomía, se encargó de hacer los cálculos necesarios. Puedo, a su vista, garantizarle que en ninguna de las fechas conocidas hubo tal conjunción de astros ni fenómenos celestes que pudiera llamar la atención de la gente.” Nos echamos —es un decir— las manos a la cabeza. ¿Queda algo en pie de lo que, imitando el lenguaje del Profesor Bendaña, ha constituido hasta hoy nuestra mitología? Sentimos la impresión de que, ante nuestros ojos asombrados, un gran castillo gótico, con añadidos de otras épocas, se va desmoronando: ahora, una torre; antes, un baluarte; dentro de unos minutos, el gran patio de armas. Y no es un ejército bien pertrechado, un poderoso ejército, sino un solo hombre armado de documentos y de sentido común, el que lo está destruyendo. ¿Cuál es nuestro deber de hombres modernos? ¿Acudir al socorro del castillo o a la ayuda del destructor? Que cada cual lo resuelva en conciencia. Nosotros, sin embargo, tenemos la sensación de que, en esta ciudad de nieblas como ceniza, ha entrado, y triunfa, un rayo de sol que deja ver las cosas sin interposición de cendales engañosos. Las cosas fueron así y así. Ahora bien, ¿es más hermoso Castroforte envuelto en sus nieblas habituales o a la luz de un sol crudo y desmitificante? Al regresar de nuestra visita al Pazo de Bendaña, al pasar la hondonada donde está el puente del Baralla, se aclara un poco la niebla y contemplamos, allá arriba, el conjunto formado por la Casa del Barco y la Colegiata, dos símbolos de nuestra historia. El tercero, las ruinas de la Torre de Bendaña, no puede verse, porque está al otro lado de la colina. Pero es este precisamente el que más nos interesa. La Colegiata, la Casa del Barco, permanecen recios e inconmovibles. La Torre está en ruinas. ¿No sucederá ahora que, de aquellas ruinas vencidas, se levanta el único personaje que puede vencer en nuestro tiempo, El Espíritu Científico? ¿Y qué quedará después de su victoria?» “Parapouco Belalúa.” El día en que fue publicada la entrevista, don Benito Valenzuela parecía más apresurado que nunca, pero hasta entonces no se le había visto cargado como aquel día, de suerte que su prisa se veía frenada y como si dijéramos empantanada por la carga, consistente en un baúl lleno de piedras encima de una carretilla, del que tiraba dificultosamente. Se lo encontró, sudoroso y cansado, pero terco, don Jerónimo Estévez, el que se parecía al Obispo Bermúdez, y le preguntó si quería que le echase una mano. Don Benito le respondió que bueno, y le entregó una de las varas del vehículo, y fueron dos a tirar, hasta que se encontraron a don Gerardo Villavieja, que venía de la oficina y que también se ofreció, de modo que ya fueron tres, si bien don Gerardo, en vez de tirar, empujaba. Para admitir la ayuda de don Teófilo Alcalá, que se llegó corriendo junto a ellos al verlos desde lejos, hubo que pedir una soga prestada, que permitía a don Teófilo abrir la marcha como burro delantero: posición de preeminencia que le duró hasta que don Justo Ugidos, que los vio desde el mirador, les hizo señas de que esperasen y bajó corriendo y tiró también. Sin proponérselo acaso, pasaron por delante del Casino, donde más de veinte ofrecieron su ayuda, pero en la segunda soga que se pudo encontrar, solo diez podían meter mano y tirar como jabegotes, y los otros quedaron bastante tristes, porque les hubiera gustado cooperar y quizá también cantar como cantaban los uncidos, nada menos que la conocida canción de «¡Volga, Volga!», que inició don Herminio Jiménez, del Comercio, aunque su tono era tan bajo que las voces que le acompañaban componían un desconcierto. Los nativos, sin embargo, no prestaron al acontecimiento la debida atención, ya que estaban preocupados por lo que habían leído en el periódico y no sabían qué hacer, y, sin que pueda hallarse una explicación razonable, todos pensaron que La Tabla Redonda daría la pauta de la conducta. Hay que decir también, para no faltar a la verdad, que a la mayor parte de la gente todo aquello la cogía de nuevas; sobre todo, los jóvenes oían por primera vez ciertos nombres, pero no por eso dejaron de comprender que la cosa atañía a la comunidad de los nativos y que, como se decía en el mismo diario, la fecha era capital en la historia de la Ciudad. Bastida llegó a la Casa del Barco con el periódico en la mano, y ni siquiera dijo «¡Buenos días!». Se limitó a mostrarlo a Barallobre, que leía ya uno exactamente igual. «¿Qué le parece?», preguntó Bastida; y Barallobre le respondió: «Eso se llama jugar con cartas ajenas, porque, como usted sabe, hace días hemos hablado de esto, los triunfos que maneja Bendaña eran los míos, y a usted le pongo por testigo. Pero, en cierto modo, me alegro de la jugada, porque en ella se pone de manifiesto la calidad del jugador. ¿Ha visto nada más suficiente, más desprovisto de gracia, más cargado de resentimiento? Yo no sé si Bendaña piensa de veras escribir el libro o no. Me da lo mismo y, para el caso, da igual, porque los efectos serán idénticos. Pero es evidente que, de una manera o de otra, lo que le mueve es la imposibilidad de entrar en un mundo al que siempre quiso pertenecer y del que su nombre le excluye. El otro día le dije que jamás había podido descender por la escalerilla del Baralla. Pues, para mí, esa impotencia suya es todo un símbolo, el de otra imposibilidad mayor. Se llama, como nosotros, Jota Be, pero la Be encierra un “Bendaña” que le sitúa necesariamente al otro lado del río. Le aseguro que me da pena». «Y, usted, ¿qué va a hacer ahora?» «¡Lo estoy pensando, y algo me anda por la cabeza!» «A mí también.» «¿Piensa intervenir?» «¡Pienso, al menos, poner en claro ciertos errores!» «¡No irá a decirme que Bendaña está equivocado!» «Si no enteramente, en parte, al menos.» Barallobre se quedó pensativo. «Usted sabe que, en el fondo, estoy de acuerdo con él.» «Yo, no.» Barallobre le miró de una manera rara, una mirada entre molesta, admirativa y sorprendida; y no dijo más que «¡Usted verá lo que hace!», pero en un tono bastante abstracto y en modo alguno conminativo. «Pues, mire, no sé lo qué voy a hacer, pero sé al menos lo que podría hacerse. Porque ciertas afirmaciones de Bendaña son de fácil refutación. Tomemos, por ejemplo, el caso de Barrantes. ¿Es poeta, no lo es? Para mi gusto tiene muchos versos malos y muchos versos buenos, como cualquier otro. Pero no voy ahora a eso. ¿Por qué no se le conoce? Porque nadie gastó su vida en descubrirlo y estudiarlo, como sucede con otros. ¿Qué se podría decir de él? Pues muchas cosas: que su Viaje subterráneo se parece a Une saison en enfer, de la que es contemporáneo; que su poema “Uno, dos, tres…” usa un truco muy semejante al de “Un coup de des”; que la métrica y el aliento de sus Odas particulares coinciden con el metro y el aliento de las Six grandes odes; que usó el alejandrino como Rubén Darío antes que Rubén Darío; que su concepto del amor coincide con el de Machado; sus poemas políticos y sociales dicen cosas que parecen de Celaya y de Otero; que en sus Canciones al bosque muerto se preludia La entrada a la madera. ¿Quiere más? Un crítico hábil, con todo esto, haría de él, no solo un gran poeta, sino un gran precursor, y esto le aseguraría la gloria. Sabe de sobra que a los poetas, hoy, no se les lee, se les estudia. ¿Qué tomó y de dónde? ¿Qué legó y a quién? ¿Cuál es su lugar en la cadena de oro de la poesía? ¿Se anticipó a su tiempo, fue de acuerdo con él, o caminó retrasado? Eso por no referirme a los que se preguntan, ante la obra de un poeta, si contribuyó o no a la revolución. ¡Fíjese, pues, si hay materia que estudiar en la obra de Barrantes!» Barallobre le había escuchado como distraído. «Bien sabe usted, Bastida, que esas cuestiones de Historia de la Literatura no me interesan. ¿Por qué no escribe un libro sobre el Vate?» Bastida, aquella noche, ante la sorpresa de todos, se presentó en el café y fue derecho a La Tabla Redonda, donde se sentaba el pleno, exceptuado Lanzarote, y donde Galván y Bohor parecían muy divertidos, a juzgar por sus risas y por sus voces. Pero Merlín, en cambio, se mostraba preocupado; Gowen no había abierto la boca, y el Rey Artús blandía la guitarra. «¡Es que en esa operación de limpieza me dejan sin mi rey don Sebastián, y eso no estoy dispuesto a tolerarlo!» Bastida preguntó por Belalúa, y le dijeron que no había venido y que no creían que se atreviera a volver por el café, al menos como amigo, pues la publicación de la entrevista, enteramente innecesaria, no se la perdonaban. Había aquella noche una niebla más espesa que nunca, y hasta el propio don Benito Valenzuela, godo activo y singular, tenía que andar despacio y con tientos. Borrosos rostros humanos con algo de animales —perros, búhos, cerdos, caballos, calandrias, gaviotas…— salían de la niebla, y se desvanecían en ella; y en el silencio opaco se oían como ráfagas de voces alteradas, como gritos de muchedumbres. Bastida tuvo miedo y apretó el paso: no se sintió tranquilo hasta hallarse bajo los soportales, frente al café, y no porque allí estuviese más sosegado el aire, sino porque los rostros eran humanos y las voces como músicas. Pidió permiso para sentarse en compañía de aquellos caballeros, y el Rey Artús se lo concedió de buena gana, y hasta llegó a pedirle que abandonara su habitual mandorla de oscuridad y se sentase a su lado, en un lugar bien visible, que era precisamente el ocupado por La Silla Peligrosa. Bastida agradeció el honor, y, al sentarse, sacó del bolsillo unas cuartillas dobladas y dijo: «Les pregunté por Lanzarote a causa de este escrito. Me gustaría leerlo. Y, por mi parte, deseo que lo escuchen y que me hagan las observaciones que juzguen oportunas». «¿Trata de Jota Be?», preguntó Galván, riéndose; y Merlín le llamó, como de costumbre, imbécil. «Sí, de Jota Be precisamente. Y no sé si con ello me meteré en camisa de once varas, o, mejor dicho, en territorio ajeno.» «¡Todo lo concerniente a Jota Be le pertenece por derecho, y ninguno de los presentes lo ha dudado jamás, o, al menos, así lo creo!», clamó, inesperadamente, Gowen; y volvió a su mutismo, pero un mutismo de otro orden, un mutismo expectante y por así decirlo esperanzado: se le notó en que, en vez de jugar con la cucharilla del café y mirarla, la dejó en paz y miró a Bastida. El cual aceptó primero un cigarrito puro que le ofreció Merlín, y tomó el café que para él había pedido el Rey Artús, y estaba a punto de comenzar la lectura, cuando entró Lanzarote, y con mucha calma se acercó a la trinca y saludó: «¿Cómo les va, señores?». No le respondió nadie, pero cayeron sobre él todas las miradas, y en cada una de ellas había una acusación y una repulsa. «¡Bueno! Veo que no están conformes, y lo siento, porque eso me demuestra que la gente es menos inteligente de lo que uno piensa.» Empezó a retirar los abrigos y los sombreros que habían echado en su silla para dejar vacante la Peligrosa. «Pues, aunque no contaban conmigo, me sentaré. Y después veremos quién tiene la razón y quién no la tiene.» «¡Lo que usted ha hecho es una cabronada!», dijo Galván, y miró rápidamente a su padre; pero Merlín permaneció callado. «Y lo que ustedes hacen, una torpeza», respondió Lanzarote; y golpeó la mesa con la palma abierta de la mano. «Porque, ¿no comprenden que acabo de dar vida a lo que estaba muerto?» «Creo más bien que ha enterrado lo que estaba moribundo», fueron las palabras de Merlín. «Señor Reboiras, me extraña que el hombre más listo de la ciudad, según dice la fama, cometa un error tan evidente. ¿No se da cuenta de que, hasta hoy, los que recordaban el mito de Jota Be eran los viejos o, al menos, los maduros, y que a estas horas lo discuten todos los jóvenes? ¡Cuántos que ni habían oído nombrarlo me han telefoneado hoy pidiendo datos, y yo los he remitido a los artículos que al principio de este jaleo, ya va para meses, publicó en mi periódico el señor Bastida, aquí presente, como todos recordarán! ¿Qué quiere decir eso, sino que los jóvenes no los habían leído, no habían pensado que Jota Be tuviera que ver con ellos? Hoy están lo mismo que si hubieran insultado al equipo local de fútbol, en el caso de que lo tuviéramos, que ni aun eso tenemos. ¿Y las muchachas? Ignorantes de Jota Be, sabían, al menos, que el Vate Barrantes había escrito los versos que ellas se repiten a solas cuando están enamoradas; y también me han telefoneado, desconcertadas y con ganas de estrangular a Bendaña. Finalmente, señores, debo recordarles que, si bien es cierto que la entrevista publicada hoy en mi periódico de mi pluma ha salido, también lo es que ni una sola de las ideas me pertenece, sino a nuestro gran hombre local, a nuestro orgullo, al hijo preclaro por quien suspiramos tantos años y a quien no hace muchos días dimos serenatas de bienvenida y un banquete en esta misma mesa, al que asistimos todos, yo el primero. ¿No les parece más justo que le atribuyan a él la cabronada?» Fue seguramente a esta altura de la conversación cuando salió de la Casa del Barco un hombre embozado que comenzó a bajar la cuesta de la Rúa Sacra tanteando las paredes con un bastón que sonaba a metálico: toc, toc; pero la niebla estaba tan espesa, que se tragaba el sonido y la figura. «Además, decía Lanzarote, en esta tertulia es tradición la defensa de la Ciencia. Nuestros predecesores fueron progresistas y, por serlo, algunos pagaron con su vida. El primer Rey Artús pensaba más o menos como el señor Bendaña, aunque lo expresara de otro modo. ¿Vamos ahora a cambiar la chaqueta y pasarnos al enemigo? A la Ciencia, señores, ya no hay quien la detenga, y todos tenemos que aceptar las consecuencias. Fuera el señor Bendaña otra persona, y maldito el caso que le haríamos; pero el señor Bendaña, como él mismo me ha dicho ayer, representa la vanguardia de la investigación, sus métodos son los más modernos, y si él descubre que Jota Be es una paparrucha, pues a ponerse el sombrero y cada uno a su casa, porque es él quien tiene razón.» Desde la llegada de Lanzarote, y en virtud de una operación traslaticia inadvertida por el concurso, José Bastida había recobrado su puesto en la mandorla, y desde su habitual penumbra, previo avance de sus manos, no ya tan flacas, pero igualmente fantasmales, dijo: «¿Y si los datos del señor Bendaña estuviesen equivocados? ¿Y si además lo estuviesen voluntariamente?». Lanzarote medio volvió la cara hacia el lugar de donde le llegaba aquella voz. «Pues, ¡a demostrarlo, amigo! ¡Y si hay alguien en la ciudad capaz de hacerlo, usted es, y no otro!» Y al decir «otro», aumentó el volumen del aire espirado, de modo que las palabras sonaron con más fuerza. «Cabalmente, cuando usted llegó, me disponía a leer a estos señores un trabajillo cuya publicación en La Voz de Castroforte espero de su amabilidad.» «¡Pues no faltaba más! ¿Una polémica? ¡La polémica, como usted sabe, es la quintaesencia del periodismo y su más elevada manifestación! Cuente con la ayuda necesaria, y vaya leyendo sus cuartillas, por las que siento, si no más, el mismo interés que estos amigos.» Bastida las había guardado en el bolsillo y empezó a buscarlas. Salieron a relucir los papeles doblados, que eran así como cuatro o cinco holandesas, las abrió con parsimonia, y leyó con su habitual, sonora y bien timbrada voz: PUNTUALIZACIONES por J(osé) B(astida) y en el mismo momento se detuvo y se quedó mirando hacia la puerta del café, fascinado, porque alguien perteneciente a un sistema real había echado mano de ciertos elementos naturalmente insertos en un sistema imaginario, se los había encasquetado e intentaba ahora introducirlos sin modificación alguna en un tercer sistema, tan real e indiscutible como lo era el salón del Café Suizo, con la pretensión visible, bien de que lo imaginario pasase por real, bien de que lo real se viese inmediatamente introducido en una serie imaginaria o al menos que por tal fuese tenida. Y no era Bastida solo a mirar y a fascinarse, sino varios de los clientes que golpeaban el mármol de las mesas con las fichas del dominó, y el dueño desde su mostrador, y el correturnos metido en su frac de botones dorados, y el primer camarero en medio del salón (a punto de caérsele la bandeja). También miró el Rey Artús, y se quedó quieto de la sorpresa. Y Merlín. Y Galván, que dijo: «¡Atiza!», sin recibir reprimenda; y Gowen, y Galaor y Bohor y, último de todos en mirar y fascinarse, Lanzarote. De la niebla había salido un embozado que no hubiera llamado la atención de nadie de llevar un sombrero cualquiera, o una boina, o una gorra de visera. Pero llevaba un sombrero de copa del año de la Pera; y cuando dejó caer el embozo de la capa con airoso ademán, de esos cuyo secreto se ha perdido, vieron todos un rostro fino y triste, con bigote caído y barba apuntada, que todos conocían. El hombre sacó una mano con guante gris, se quitó el sombrero, hizo una reverencia y volvió a ponérselo. Lanzarote se había levantado y el Rey Artús, la cabeza vuelta, examinaba de cerca el retrato del Vate colgado bajo el busto de Coralina. «Sí, es él», le advirtió Merlín; y José Bastida, con una sonrisa, dobló las cuartillas y las guardó. De pronto, Lanzarote salió corriendo hacia el teléfono, y se le oyó ordenar que viniera el fotógrafo a toda prisa. Cuando regresó a su sitio, ya el recién llegado estaba junto a La Tabla Redonda, y ponía su mano en el respaldo de la silla de Lanzarote. «Esa silla está comprada, hidalgo.» «Lo mismo digo.» Se hicieron una reverencia, y Galaor dijo a Bohor: «Es como si Baroja quisiera sentarse en la silla de Camilo José Cela en la Academia»; y Bohor se rio. El recién llegado fue derecho al lugar donde el busto de Coralina esperaba la restauración, y solo al hallarse frente a él se destocó definitivamente. Alzó el brazo derecho, derribó la capa, y una luz atravesada de pasión y desengaño le brilló en la mirada. Se habían congregado alrededor los camareros y los clientes, si no era una partida de chamelistas que, a voces, insistía en doblarse al seis. El Rey Artús gritó: «¡Que se callen!». Y fue entonces cuando una voz engolada y de estilo arcaico, pero hermosa, llenó el ámbito: «¡Oh, tú, corazón frágil, alma de brisa, risa de caracola, cuerpo de nardo en primavera! ¡Amorosa y esquiva, cercana y nunca asida, remota y siempre deseada! ¡Oh, tú, voz de timbal y arcángel, voz de espelunca y de sirena, verdaderamente diva! Aquí estoy, como siempre: tu paladín y esclavo, tu dicha y tu amargura. Aquí estoy, Coralina, con lágrimas y sombras. Porque te has ido y mi voz se ha cerrado. Porque no volverás y mis manos te buscan. Porque has muerto, cantora, y yo me sobrevivo. Porque quiero morir y la muerte me huye. Porque te sigo amando…» Inclinó la cabeza y sollozó. En la mesa del chamelo, se oyó un voz distinta que decía: «¡La blanca!». El Rey Artús reiteró la orden de silencio, aunque con más energía. Y el embozado, que ya no lo era, levantó la cabeza. «En tanto tiempo, ¡oh diosa!, se te han quebrado las colores. Ostentas un desconchado en el pezón izquierdo. Y un miserable ha escrito “Puta” en tu cuello sin mácula. Yo te hubiera robado, y estarías intacta junto a mí, como lo estás en mi alma. Con los colores del día en que te pintaron, ennoblecidos por la pátina, ¡ay!, que cubre mis sentimientos, porque no en vano el tiempo huye.» Volvió a inclinar la cabeza, aunque por breve espacio. Giró sobre sí mismo, y con gentil movimiento se encaró a La Tabla Redonda. El Rey Artús se levantó, y lo mismo hicieron los otros caballeros. Galaor estupefacto y Bohor muerto de risa. El recién llegado señaló el retrato del Vate, y dijo: «Ese soy yo, Joaquín María Barrantes, en otro tiempo Lanzarote de esta ilustre tertulia. Enamorado hoy y entonces de la Bella Ginebra». «¿Y dónde va a sentarse?», preguntaba Bohor, sin dejar de reírse; y el Rey Artús atajó: «A mi lado, en el asiento de honor. ¡Pues no faltaba más!». Y señaló al Vate la Silla Peligrosa. «¡Gracias, señor!», le dijo el Vate, pero no se sentó en seguida, sino que arrojó la capa en el asiento y dijo: «Vengo de un sueño largo o de un largo viaje, no lo sé bien. Porque un día embarqué con mi reina en el corazón, y, escuchándola cantar, perdí la noción del tiempo. No sé si vivo o sueño. Pero esas luces de la plaza me hacen comprender que han pasado cien años. Las luces, y esos extraños trajes que ustedes visten. Y los nombres de las calles. ¿Por qué la Ronda de Tejedores se llama Avenida de no sé quién, y la Alameda, Paseo de no sé dónde? En esta Tabla Redonda, yo fui el primer Lanzarote. Veo que me reciben como a miembro de número. Soy el Vate Barrantes, muerto o vivo. En cualquier caso, soy.» Y el Rey Artús, entonces, puesto en pie y con muy gentil sonrisa, le respondió con este discurso: «Señor, los ojos de los hombres no fueron hechos para el milagro, y, lo es, sin duda alguna, su presencia. Tome asiento y sea bienvenido. Pida lo que quiera, bébalo con nosotros y, si tiene el ánimo dispuesto, resuelva ciertas dudas que, desde esta mañana, nos acongojan a todos los presentes». A lo cual Lanzarote, que había sacado del bolsillo bolígrafo y cuartillas, añadió: «Soy periodista, y si le parece bien, lo que usted cuente lo publicaré mañana en mi periódico en forma de entrevista, acompañada de unas fotografías que, con su permiso, le hará un compañero a punto de llegar». El camarero se había acercado, y preguntó al Vate que qué iba a ser y el Vate le respondió: «Lo de siempre, café y coñac, mitad y mitad. Lo que se dice un vulgar carajillo», y mientras se sentaba, operación que hizo ceremoniosamente y solo después de haberse sentado los demás, añadió: «No sé si soy de espíritu o de carne, de modo que no respondo de que esa fotografía sea más que la de un ectoplasma; pero, en cualquier caso, soy memoria, y espero responder con puntualidad y verdad a lo que me pregunten». «Ante todo, si se considera o no un gran poeta.» El Vate sorbió un poco del carajillo. «Según. ¿Quién que es poeta no se considera grande? Es el oficio tal, que solo en la grandeza se justifica, porque el que no es grande, el que solo es bueno, o está de más, o sirve de escalón para que un gran poeta ascienda a las alturas. ¡Si pensáis que no he tenido maestros ni discípulos, que nadie trepó a mi espalda para escalar, me encuentro al menos solo, como los grandes! Pero ya sé que la pregunta no se refiere a esa clase de grandeza que dan la soledad y la hondura, sino a esa otra que disciernen los textos de historia y los profesores que la explican. Según esos, no soy grande porque soy desconocido. Soy lo que puede aspirar a ser un poeta local; lectura de muchachitas y epónimo de un rincón del parque. Ahora bien: ¿se han fijado en mi Viaje subterráneo y lo han comparado con la Estación en el Infierno, de un tal Rimbaud, publicado el mismo año? Las concomitancias, las correspondencias, las coincidencias, son algo más que un azar. ¿Hay alguien que haya descubierto, en mis Odas particulares, el mismo procedimiento que, años más tarde, usó Claudel en sus Seis grandes Odas? ¿Y mi soneto “Uno, dos, tres…” no es un claro antecedente del famoso “Coup de des”, de Mallarmé? Quien, naturalmente, no me había leído, por supuesto. Y, si vamos a la poesía nacional, mi tratamiento del alejandrino, ¿no precede y preludia el de Darío? El concepto del amor disperso en mis poemas, y al que nadie ha prestado atención suficiente, ¿no coincide más de una vez con el de Antonio Machado? Y, ¿no se presagia ya, en mis Canciones del bosque muerto, La entrada en la madera, de Neruda? Por no hablar de mi poesía política y social, en la que tanto hay ya de Celaya y de Otero. No digamos, pues, si soy poeta pequeño o grande; digamos que soy poeta desgraciado». Fue este el momento en que el fotógrafo del periódico entró como un torbellino de viento, con la cámara en bandolera y el flash electrónico en la mano. «¿A quién hay que retratar?», preguntó; y con esta llegada se interrumpió la entrevista, pues Lanzarote hizo que el Vate se pusiera la capa y el sombrero y repitiese la actitud en que había dirigido a Coralina; y, luego, ya reducido a la simple levita, que se sentase en actitud explicativa: y, después, con cara triste y reconcentrada, con rostro abierto y expresivo, las manos quietas, las manos elocuentes, el cigarrillo o la taza de café en la mano, de pie otra vez, otra vez sentado, en diálogo con el Rey Artús y, por supuesto, hablando con el propio Lanzarote. «¡Que las tengan preparadas para dentro de una hora!» Marchó el fotógrafo, siguió el interrogatorio. «Se han aducido las Memorias de Coralina Soto para sostener que nació en Andalucía. ¿Sabe algo de esta historia?» «¿Cómo no, si en cierto modo la provoqué? Me contaba tantas cosas, aquella mujer extraordinaria, que juzgué necesario conservarlas para la posteridad. Le aconsejé que, ya que escribir no era su fuerte, se las dictase a alguien que supiera hacerlo, con la esperanza de ser yo el amanuense. ¡Ah, caballeros, qué libro hubiera escrito! Pero las cosas se torcieron, Coralina marchó, y el redactor de las Memorias fue un saltatumbas francés que pidió dinero, a unos, para no sacarlos, y, a otros, para sacarlos mejorados. Ni reyes ni emperadores figuran en sus páginas, sino solo arribistas, chulos de postín y millonarios americanos.» «No ha explicado usted, sin embargo, por qué se dice nacida en Andalucía, hija de una gitana y de un marino griego.» «Por lo mismo que usaba el nombre de Coralina Soto y no el suyo propio: razones de propaganda. Gunderiz de Castroforte no figura en ningún mapa. Cádiz, en cambio, despierta ecos sensuales en la imaginación más pobre.» «Había que demostrar, sin embargo, que Coralina Soto y Lilaila Souto Colmeiro son la misma mujer.» «No es difícil. En el cementerio de Saint-Tropez hay una tumba en la que se lee: “Coralina Soto, Bailarina”; en el registro de la misma ciudad hay una partida de defunción correspondiente a Lilaila Souto, ciudadana española, de profesión bailarina, nacida en Gunderiz, departamento de Castroforte del Baralla.» «Entonces, ¿usted cree que la identificación de Coralina Soto con Lilaila Souto es posible?» «Estoy dolorosamente convencido.» Los de La Tabla Redonda escuchaban con atención; Gowen tamborileaba en la mesa con los dedos; Merlín no movía la mirada, puesta en la boca elocuente del Vate, y el Rey Artús había olvidado la guitarra. En cuanto a Galaor y Bohor, fumaban un pitillo tras otro y no decían palabra, que ya era raro. No se reían, que ya era más raro todavía. Bastida se mantenía en su penumbra, de donde no sacaba ni las manos: una de ellas acariciaba las cuartillas guardadas, las «Puntualizaciones», que, tras lo dicho por el Vate, tendría que rehacer, pues ya les sobraba algo. «Se niega, señor Barrantes, que haya sido usted amante de Coralina.» «Y eso, ¿qué importa?» «Es un dato histórico…» «Es un dato de mi vida privada. ¿A quién puede importarle si un poeta olvidado amó o no amó a una mujer? Sin embargo…» Pero no continuó, y su mano hizo un movimiento que equivalía a algo así como «Asunto concluido». «En ese caso, señor, nos gustaría saber quién disparó el famoso tiro.» «A mí, también.» «¿No fue cierta dama de la localidad?» «Esa dama tenía las manos tan delgadas, que no podían sostener el pistolón aquel, tan grande y tan pesado. Parece que lo estoy viendo, saliendo de la sombra y apuntándome al corazón. No puedo estar seguro, porque atardecía y la luz del zaguán era escasa, pero la mano que lo agarraba era de un hombre.» «¿Adónde iba usted?» «A ver a Coralina.» «¿De dónde venía?» «De mi casa.» «¿No había pedido un duro a cierto señor Bendaña para jugárselo al monte?» «¡Yo no he pedido jamás un duro! Y hubiera muerto antes de pedírselo a un Bendaña.» «Señor Barrantes, ¿murió usted de aquella herida?» «Mucho ruido y pocas nueces. Me había rozado las costillas y manaba mucha sangre.» «Entonces, ¿cómo murió?» «Como dice la historia, ni más ni menos.» «Los historiadores no se ponen de acuerdo.» «Que se pongan.» «¿De veras marchó usted, río Baralla abajo, hacia ese lugar, Más Allá de las Islas, etc., etc.?» «De lo contrario, ¿cómo hubiera podido volver?» «Señor Barrantes, a mis primeras preguntas respondió de manera tajante y contundente, aunque lógica. Las respuestas pueden ser verificables. Ahora, en cambio, la contundencia y la tajancia parecen disimular la falta de convicción. ¿Por qué?» «Señor periodista, piénselo un poco. Los actos por los que usted me interroga fueron solitarios y absolutamente improbables. Todo lo que hice, todo lo que me aconteció desde que me dejaron en la barcaza con dos cañones cargados, carece de testigos, salvo, si acaso, el haber escondido el Santo Cuerpo para que no lo robasen, porque de esto se habló en el periódico. Sea cual sea mi respuesta, o me cree bajo palabra, o no me cree.» «Señor Barrantes, si la herida fue leve, ¿por qué buscó la muerte y no la curación?» «Porque el corazón me dolía de amor desengañado.» «¡Ah!, es otra respuesta improbable.» El corazón de Bastida, por momentos, se enternecía, y, entonces, acariciaba las cuartillas, las recorría con los dedos, como para comprobar que estaban íntegras. Al salir del café, al marchar a su casa, se sentía como si alguien le hubiese chupado la sangre, le hubiera borrado la cara, y, sin relación alguna con esta sensación, salvo que la experimentaba al mismo tiempo, tuvo la de que la calle estaba pavimentada de cuerpos vivos, encajados unos en otros como las sardinas en la banasta, de modo que no quedaba hueco donde poner los pies sin aplastar la cabeza de un niño, que se escachizaba y crujía como un huevo, o el vientre de una mujer preñada, que daba un grito y le llamaba asesino, o el pecho escueto de un anciano, cuyas costillas quebradizas rompían como vidrios, y él no sabía qué hacer, él no tenía más remedio que pisar. En dirección contraria vio venir a don Benito Valenzuela, godo activo y singular, subido a una apisonadora en cuya delantera un cilindro perforado regaba de asfalto la calle, que el rodillo trasero aplastaba después, y, así, aquellos cuerpos embanastados desaparecían bajo el olor de chapapote y el peso del rodillo. «Así, pensó Bastida, con estos firmes tan frágiles, ¿quién va a pensar en una sociedad sólidamente fundamentada?» Juraría que, al pasar por su lado, don Benito había intentado atraparlo con el artefacto, rociarle de asfalto ardiente y reforzar así la sociedad de los hombres; pero él pudo esquivar el esguince de la máquina sin más que una mancha en la pernera de los pantalones. La fonda estaba en silencio. Se quitó los zapatos, subió las escaleras con cuidado, para no despertar a los viajantes catalanes, y, al entrar en su cuarto, lo halló lleno de negros y de negras que celebraban una macumba ante el busto de Coralina Soto, alumbrado de velas y adornado de flores. Para llegar a su catre tuvo que abrirse paso entre culos enormes, que lo aplastaban. Por fin consiguió tenderse, y pensó que con aquellas melopeas y aquellos espirituales se dormiría en seguida y a gusto, pero cerca de él había unas piernas tan bonitas y tan oscuras que se distrajo mirándolas, hasta que su propietaria, temblorosa de trances, le puso un pie encima de los ojos y le obligó a cerrarlos. Como también los brazos y las piernas los tenía inmovilizados, no le quedaba más que el oído, y así no tuvo más remedio que limitarse a escuchar aquellos cánticos en un portugués divino, que le hubiera gustado oírlo al Rey Artús, aunque muy corrompido de voces africanas. Aquello terminó como el rosario de la aurora: negros y negras apareados alcanzaban contactos esenciales con el misterio y lo manifestaban con gritos y con ayes. Tres parejas al menos lo aplastaron, y, de lo que se movían, le crujían los huesos, y, de lo que olían, se le cerraban solas las narices. Hasta que se fueron calmando, los contactos místicos se agotaron en sí mismos, y se fueron marchando más bien tristes, a juzgar por las canciones que cantaban. Soñó toda la noche con ladrones que le dejaban en cueros y le entregaban después a un artefacto gigantesco del que las personas salían como adoquines de pez endurecida. Se despertó cansado y con mal sabor de boca, escuchó distraído las quejas y los suspiros de Julia. Al salir a la calle, compró el periódico —quedaban ya muy pocos ejemplares, y el vendedor decía que se estaba haciendo otra edición—, y vio en la última plana la entrevista, con cinco fotografías y este título: EL VATE BARRANTES CONTESTA AL PROFESOR BENDAÑA. «¿Ha visto usted?», le preguntó don Jacinto, riendo, y él, sin reír, le respondió: «Lo he visto». «Se habrá dado usted cuenta, querido Bastida, de que, al atribuirme sus ideas, lo hice como homenaje a su talento.» «¡Ah! ¿Sí?» «Le vi tan arrinconado y tan silencioso, y la ocasión era tan oportuna, que no pude menos que aprovecharla. Se lo habrá explicado después a sus amigos, ¿no?» «Pues, mire, no se me ocurrió, y, además, no hubo tiempo, porque, nada más que irse usted, se deshizo la tertulia y cada cual marchó por su camino.» «Entonces, ¿no hicieron comentarios?» «Le aseguro que no.» «Sin embargo, estaban bien impresionados.» «Eso, creo que sí. Estaban, al menos, sorprendidos, nadie esperaba cosa semejante.» Don Jacinto tenía delante un desayuno más copioso que de costumbre, un desayuno con arenques en mantequilla, que tanto gustaban a Bastida y que no se atrevía a tocar. Barallobre se los alargó. «Fue una ocurrencia súbita, puede creerme, una de estas ideas disparatadas que, una vez realizadas, parecen la cosa más lógica del mundo. Yo soy un muerto, los muertos pueden hacer lo que quieren. ¿Por qué no disfrazarme de Vate, por qué no ir al café y dirigirme a La Tabla Redonda, por qué no dar un buen baño a Jesualdo? La presencia de Belalúa, que es un majadero, perfeccionó la operación. Ya ve usted: una plana entera del periódico, y esas fotografías que habrán dejado envidioso a Bendaña. Personalmente, lo estimo como una verdadera victoria, de la cual un aspecto importante le pertenece a usted, y estoy dispuesto a testimoniarlo por escrito si le parece conveniente.» «¡No, gracias, gracias!» El sabor de los arenques le hacía olvidar aquella desagradable sensación de la noche anterior: estaban buenos, estaban realmente estupendos, con su sabor a té Suchon, a tocino ahumado y a tabaco de los Balcanes. Valía la pena cambiarlos por unas ideas literarias que ni iban ni venían y de las que él mismo casi se había olvidado: «¿Ha visto usted?», preguntó don Acisclo a Bendaña en casa de Aguiar. Y Bendaña, afectando indiferencia, le respondió: «El derecho al pataleo es natural e inalienable». «Que lo diga.» «Pero, cualquiera que sepa leer, se habrá dado cuenta de que los argumentos de ese insensato carecen de valor. Salvo, si acaso, esa identificación posible de Coralina Soto y la tal Lilaila Souto. No la creo, pero antes decía a mi novia que nuestra luna de miel tendrá una etapa en Saint-Tropez.» Don Acisclo, a partir de la publicación de la entrevista, a partir de lo que él llamaba «la destrucción de los ídolos», había cobrado una admiración visible, y en ciertos momentos tangible, hacia Bendaña. «No sabe usted cómo le agradezco la publicidad que dio a sus convicciones. Siempre había sospechado que todo eso de los Jota Be era una fábula, pero carecía de pruebas para demostrarlo. Me aferraba, eso sí, a la seguridad de que el Santo Cuerpo Iluminado es apócrifo, porque durante mi estancia en Villasanta de la Estrella, tuve ocasión de averiguarlo.» Beatriz, que les escuchaba, intervino. «Será apócrifo, todo lo que ustedes quieran, pero yo me pregunto a quién vamos a rezar ahora.» «¿Es que no hay santos a millares en la Corte Celestial?» «Sí, pero desconocidos. Santa Lilaila era nuestra Santa particular, nuestra y de nadie más.» «No será porque no lleve años diciéndoles lo que debía decirles.» «Sí, pero a usted no se lo creíamos, y a Jesualdo no hay manera de no creerle.» Jesualdo estaba muy satisfecho. Cuando llegó Clotilde, aquella misma tarde, entró como una flecha. «No me hablen de mi hermano. Acabo de decirle que no volveré a hablarle en la vida. ¿Han visto ustedes qué manera de ponernos en ridículo? ¡Disfrazarse de Vate, como si estuviéramos en Carnaval! Me gustaría que lo metieran en la cárcel durante una semana, a ver si escarmentaba.» «Pues a mí me ha hecho gracia —intervino Lilaila, más bien callada, como siempre—; es una salida que no se le hubiera ocurrido a cualquiera.» «Yo ya le dije —continuó Clotilde—, que como siga así, me voy de casa, y que se las componga como pueda.» «Se llevaría a vivir con él a ese mono que tiene de secretario», dijo, riendo, don Acisclo; y añadió: «Que por cierto es también un Jota Be, y estoy seguro de que presumía de ello, y no sé qué hará ahora, el pobre, desplumado como los otros». «Tenga caridad con él, don Acisclo, que nosotras sabemos del hambre que pasaba, y, ahora, al menos, come, y anda mejor vestido.» «A cuenta de la estupidez de mi hermano, claro.» A don Acisclo, aquel giro privado que tomaba la conversación no le entretenía, porque deseaba escuchar de labios de Jesualdo ciertos extremos científicos que a él no se le alcanzaban, y que incluso le causaban inquietud, pues si bien el desmantelamiento de los Jota Be podía en cierto modo considerarse como triunfo personal, era cierto también que la aplicación del método a ciertas figuras tambaleantes del Santoral podrían dejarlo en cuadro. Y, así, consiguió que, después de la merienda, Jesualdo hiciera con él un aparte en el mirador, y allí le planteó la cuestión. Jesualdo le escuchó con algo de ironía en la sonrisa, y después le explicó: «Voy a ponerle a usted un caso muy claro y, en cierto modo, complementario de los Jota Be. Según la literatura que he podido acumular, un extraño canónigo aparece en las cuatro historias como elemento secundario, capellán, por ejemplo, de las tropas, que siempre vienen de Villasanta; pero siempre también, en un momento dado crucial, su intervención es más activa, como que actúa de intermediario e incluso de embajador. Sus nombres respectivos son don Asclepiadeo, don Asterisco, don Amerio, y don Apapucio, de los cuales solo uno es cristiano y verosímil. Pero de este detalle hablaré luego. Determinadas circunstancias concurren en las biografías de estos cuatro eclesiásticos, fijadas por primera vez en el capítulo que a don Asclepiadeo se dedica en el Codex Magdaleniensis, ese curioso centón de leyendas que conservaban las monjitas de La Magdalena, en Braga, que hoy figura en la Biblioteca Nacional de Lisboa. El Codex Magdaleniensis dice, aunque en latín: “Don Asclepiadeo era un canónigo joven, dilecto de San Brandao, y vivía con él en su isla. Don Asclepiadeo no pertenecía aún al orden de los presbíteros, pero sus grandes virtudes y sobre todo su hermosa voz y su habilidad de tañedor de vihuela le habían hecho merecedor de un sitial en el coro, para alabar al Señor, y de un sitio cerca del Obispo, para deleitarlo con su música. San Brandao solía escucharle en las tardes de bruma, cuando su corazón sencillo se encogía amorriñado por la nostalgia del Cielo, donde había estado ya un par de veces, y calificaba de celeste y de angélico el arte de don Asclepiadeo. Pero otra persona amaba por igual su música y su voz: una sirena rubia rondaba la isla y se asomaba a sus playas en los atardeceres. Era Aline su nombre, y cantaba también. Cantaba, alegre, en los amaneceres, y un poco melancólica al caer la tarde, y tenía la virtud de que sus cánticos quedaban demorados en el aire, y ella podía escucharlos y recrearse en ellos. Pero descubrió un día que, a la hora meridiana, ni antes ni después, alguien cantaba en un roquedo que había al occidente de la isla; alguien cuya voz le gustaba más que la suya. Se escondió en unas aguas claras, y pudo ver cómo don Asclepiadeo venía cada mañana con sus papeles de música, y ensayaba frente a la mar, quizás para no distraer con su voz el trabajo de las gentes sencillas. Le amó desde aquel momento y su amor le dio tan fuerte, que se aventuraba en la tierra, a las horas canónicas, y se acercaba a la morada del Obispo, o a la catedral, y allí fue sorprendida y capturada. El Santo Brandao, después de haber ordenado que le cubriesen el torso, la interrogó, y ella le confesó su amor por Asclepiadeo. ‘Pero, hermosa hija del mar, ¿tú no sabes que el mancebo a quien amas pertenece al servicio del Señor?’ ‘Yo no sé lo que es eso. Yo solo sé que lo amo y lo deseo para mí. Tengo una hermosa cueva en el fondo del mar. Allí viviremos juntos.’ ‘Pero, hermosa hija del mar, ¿no sabes que los hombres, a causa quizá de alguna deficiencia, mueren debajo del agua?’ ‘¡Le enseñaré a no morir!’ El Santo Obispo le dio algunos consejos y la devolvió a las ondas; pero, pocos días después, cuando oraba a media noche, la oyó cantar muy cerca de la orilla, y el cantar era triste y sin esperanza, pero hermoso. Se aficionó a él, el Santo Obispo, aunque sin decírselo a nadie, y con frecuencia acudía a oírlo, y por el sentimiento que la quejosa en el canto ponía, fue penetrando en el conocimiento de algo que hasta entonces nunca había entendido, el amor de las mujeres y los hombres, pues, aunque Aline no fuese propiamente una mujer, lo era en cierto modo. Y dio en pensar el Santo, en su inocencia, que acaso el Señor, Misterio de los Misterios, desease que, por el amor, aquella criatura adquiriese un alma y la salvase; y, así, llamó una noche a don Asclepiadeo, hizo que escuchase a la sirena, y después de exhortarle a que permaneciese en el camino de la virtud y en el cultivo de las bellas artes, le preguntó si no le gustaría renunciar al celibato y casarse con aquella criatura que con tanta tristeza le reclamaba: él, Brandao, Obispo por mandato del Señor, tenía poder para eximirle de los votos y autorizarle el matrimonio. Le mandaría construir una casa junto al mar, con piscina para Aline, y vincularía al uno y a la otra, cada cual a su modo, a la alabanza de Dios, pues lo mismo se le podía cantar en el coro de la iglesia que al aire libre; y nadie podía pensar que el Altísimo rechazaría las alabanzas de aquella mixta criatura, pues está escrito que todas ellas fueron hechas para el caso, como dicen los Salmos. Pero don Asclepiadeo se negó, adujo su voluntad de acceder al sacerdocio cuando el Obispo lo creyera justo, y añadió que el olor a pescado, cuando era fuerte y al vivo, le levantaba dolores de cabeza. Por lo cual San Brandao le dio su bendición y le despidió de su presencia; pero continuó escuchando cada noche los lamentos de la sirena, doloridos y punzantes, y en su corazón la compadecía. Hasta que, cierta vez, le pareció que el tono de la canción amenazaba, y en los días siguientes las amenazas crecían, y alcanzaban a don Asclepiadeo, a los habitantes de la isla, Obispo incluido, y a la isla en sus fundamentos y en su existencia. San Brandao sabía que los de su diócesis no eran seguros, y que de vez en cuando, con alguna clase de viento, navegaba. San Brandao temía desde antiguo que una tormenta demasiado fuerte arrastrase la isla al fondo. San Brandao comprendió que la hora había llegado, y, de rodillas, oró al Señor y acató su Santa Voluntad. Hizo después venir a don Asclepiadeo, y le habló así: ‘Hijo mío, tengo sospechas de que el naufragio nos espera, pero estoy convencido de que, de todos los habitantes de la isla, tú serás el único superviviente. Cuando Aline te vea luchando con las olas, te salvará. En agradecimiento, debes casarte con ella, templar su alma y reducirla al Altísimo. En esta confianza, quiero hacerte un encargo: cuando veas que la mar se embravece y que crujen los cimientos de la tierra, entra en la catedral, recoge respetuosamente los Vasos, mételos en un saco de cuero impermeable, y llévalos contigo. Que Aline te conduzca a tierra firme. Una vez en la playa, da gracias a Dios, encamínate a la diócesis más próxima, y entrega a mi colega, con mi bendición, tu sagrada carga, como regalo’. Don Asclepiadeo le escuchaba tranquilo, y le dijo que bueno, que le obedecería; y en este punto vinieron a avisar al Santo de que la mar ennegrecía, de que arreciaba el viento y de que la altura de las olas aumentaba de una en una. San Brandao dijo adiós a su canónigo, mandó tocar la campana, y, a los fieles congregados, habló con palabras tranquilas de la muerte y del Paraíso. Así, rezando y alabando al Señor, llegó la ola gigante, llegó la racha del vendaval que sepultaron la isla para siempre. Don Asclepiadeo, con su carga, se halló flotando. Creyó que iba a morir. En lugar de rezar por la salvación de su alma, peleó por la de su vida. Cuando desfallecía, finalmente, se sintió sostenido y vio junto al suyo el rostro verde de Aline, incomodado, pero amable. ‘Mira, le dijo a la sirena, voy a casarme contigo, pero, antes, has de llevarme a la orilla y permitirme que entregue a un Obispo el presente de otro.’ Aline le dijo que sí, y lo llevó hasta las playas de Malpica, que caen en la diócesis de Villasanta de la Estrella. ‘Espérame. Tardaré una semana. Escóndete bien, no sea que vayan a pescarte los hombres en sus redes.’ Aline respondió que andaría con cuidado, y, durante siete noches, cantó bajo la luna la esperanza de su amor. Pero don Asclepiadeo se encontraba tan a gusto en Villasanta, y su arzobispo escuchaba con tanto placer su música y sus canciones, que olvidó a la sirena, y se olvidó también de que los Vasos del saco impermeable pertenecían a la Iglesia, y, como de su propiedad, los empeñó a un banquero para mercarse ropa decente. Este es el don Asclepiadeo que acompañó al Mariscal de Bendaña a la conquista de Castroforte del Baralla, cuando era Obispo de Tuy don Jerónimo Bermúdez y, de la Sede Villasantina, el poderoso Ramírez, siervo de los siervos de Dios”». Bendaña había recitado la leyenda como sabida de memoria y como si la fuese traduciendo, y probablemente el esfuerzo no le permitió percatarse del interés creciente con que don Acisclo le escuchaba. «¿Y qué, y qué?» «Si usted estudia las leyendas, posteriores a esta, de don Asterisco, de don Amerio y de don Apapucio, observará que la repiten con escasas variantes. En todas un canónigo aficionado a la música huye con un tesoro ayudado por la mujer que le ama. En todas el canónigo la abandona. Don Asterisco viene de Manila y trae perlas; la mujer se llama Elvira. Don Amerio viene de Bolivia y trae diamantes; la mujer se llama Matilde. Don Apapucio viene de Goa y trae rubíes; la mujer se llama Susana. ¿Qué hace el hombre de ciencia ante este conjunto de relatos? Ante todo, dividirlos en segmentos, abstraer los elementos esenciales, compararlos y ver que son una y la misma historia. En este caso, la materia y la estructura de las cuatro narraciones coinciden. Son, a no dudarlo, cuatro distintas versiones, usadas intencionadamente por alguien en cuatro ocasiones diversas. Dentro de algún tiempo, cuando haya examinado las colecciones de baladas nórdicas sobre el tema de las sirenas, podré decirle a usted, si todavía le interesa, las fuentes de la primera, que sospecho procedente de Irlanda. Como usted no ignora, Galicia, y Castroforte en particular, mantuvieron relaciones comerciales y culturales con la Isla Verde en varias épocas de la Edad Media. Pero hay un detalle secundario sobre el que quiero entretenerme un poco más. Le habrá sorprendido el nombre extravagante de Apapucio. El verdadero nombre del canónigo que, en 1865, vino a Castroforte con poderes para examinar el Santo Cuerpo y dictaminar su autenticidad de acuerdo con los tres médicos que le acompañaban, era el de don Pafnucio, el mismo que unos años después acompañó a mi bisabuelo, el entonces Bendaña. Nombre extraño, sí; pero, además, un nombre que rompía la uniformidad de la serie: Asclepiadeo, Asterisco, Amerio. ¿Qué hicieron, pues? Inventar una versión popular de Pafnucio. La gente no le llamaba así, a causa de la dificultad de pronunciarlo. Le llamaba Apapucio, que se le parece. Con lo cual, la serie queda reconstruida: Asclepiadeo, Arterisco, Amerio, Apapucio. Naturalmente, no hay prueba alguna de que nadie haya llamado Apapucio a don Pafnucio más que las dejadas por los inventores de la leyenda, pruebas, sin duda, falsas.» Don Acisclo le había escuchado inmóvil. Don Acisclo estaba más pálido que de costumbre, y hasta la coronilla roja de su cabeza había empalidecido. Don Acisclo, de pronto, sintió una prisa casi grosera. Don Acisclo, aquella tarde, hurtó a sus amigos la sesión de violín, una sonata de Brahms que había hecho padecer a Beatriz. Don Acisclo tomó el portante y la caja del guarneri, y marchó a su casa, corriendo. En otras circunstancias, se hubiera encerrado con su loro y le habría interpelado, pero, desde que el loro ponía huevos, había perdido su confianza. Don Acisclo estaba reducido a la más espantosa y difícil soledad: no se sintió tan solo ni siquiera aquella mañana en que se había celebrado el funeral sacrílego en sufragio de Jacinto Barallobre, cuando invocaba a Dios y nadie le escuchaba. Don Acisclo no tenía más que a Dios, pero, en aquel preciso momento, Dios no le respondía. En el maremágnum caliginoso de sus encontrados pensamientos, algo sin embargo empezaba a precisarse: unos nombres, unos hechos. Don Acisclo arrastró hasta el comedor la pizarra en que solía escribir las variaciones sugeridas por un tema melódico, y escribió en ella: NombreDiócesis de ProcedenciaNaturaleza del TesoroNombre de la MujerBendaña de turno AsclepiadeoIslaVasos sagradosAlineMariscal AsteriscoManilaPerlasElviraCapitán AmerioCochabambaDiamantesMatildeComandante ApapucioGoaRubíesSusanaCoronel ACISCLOPUEBLA (México)ESMERALDAS (nueve)GUADALUPE (¡claro!)Teniente-Coronel Y se quedó mirando aquellas filas y aquellas columnas que encerraban un secreto cuya clave no se atrevía, de momento, a usar, aunque estaba al alcance de su mente, aunque estaba en la mente misma, como que era ella —¡una sola palabra, y con mayúsculas también!— lo que bullía con más brío en el maremágnum, y a veces asomaba la primera letra. Don Acisclo se sentó y encendió un cigarrillo. Arrojó el cigarrillo y cogió el violín. Abandonó el violín y se levantó: ante el encerado, quieto, la cabeza erguida, las manos a la espalda, la mirada clavada en las palabras escritas y ordenadas, pensaba. El freno que había puesto a su raciocinio tascaba como a un caballo, el freno acabaría por romperse, y don Acisclo sabía ya que, después, la debacle. Y sabía también que, contra su voluntad, el raciocinante empezaba a raciocinar, y que, si dejaba que aquella palabra pugnaz saliera a la superficie de su conciencia, detrás saldría la temerosa cadena excogitativa como sale el cuerpo estirado de una tenia. El esfuerzo físico que hacía, porque los dientes apretados se apoyaban en toda la musculatura tensa, en todos los nervios alertados, excedía su capacidad de resistencia. ¡Que se van a romper, Acisclo! ¡Que no lo resistes más! ¡Que es como si apretaras demasiado una cuerda del violín! ¡Que si das otra vuelta a la clavija, va la cuerda y salta! ¡A la mierda! Ya saltó. Y lo que saltó al sobrehaz de la conciencia fue una proposición sin sujeto visible: ¡¡ES EL DESTINO!!, a la que las admiraciones reiteradas conferían patéticos contornos. Libre de la tensión, aliviado, don Acisclo la escribió así en el encerado: ¡¡ES EL DESTINO!! Y se sentó a contemplarla. Era al mismo tiempo fascinante y estúpida, pero esa duplicidad contradictoria postulaba el análisis, exigía despojarla de la estupidez o de la fascinación. Demostrada la falsedad quedaría patente su estupidez. Pero, demostrada su veracidad, su fascinación crecería incalculablemente. «Vamos a ver, Acisclo, cómo pones en juego el rigor de tu mente, la implacabilidad de tu raciocinio, la inexorabilidad de tus conclusiones. Razones, pasiones, melones. Tienes ante ti, casi gritando, un sistema de hechos cuya condición legendaria, increíble, te han mostrado esta tarde con palabras que convencerían a cualquiera, pero que a ti no pueden convencerte. ¿Por qué? Porque tú, Acisclo, canónigo de Puebla, en Méjico, has huido de la revolución de Calles protegido por una mujer que te amaba y a la que abandonaste con la promesa de volver. Llevabas contigo un loro, un violín y nueve esmeraldas que el Obispo te había confiado. ¿Que cómo pudiste sacarlas sin que te las quitasen los dorados? Muy sencillo: pegándolas en el interior de tu guarneri a riesgo de estropearle el sonido para siempre. ¿Que cómo pudiste escapar de las uñas de tus perseguidores? Disfrazado de italiano, con el loro en el hombro, y cantando Torna a Sorrento en las plazas de los pueblos: tu excelente acento te hacía inconfundible. Audible, visible, posible. Veamos ahora una pequeña cuestión: cuando prometiste a Guadalupe volver y casarte con ella, ¿había algo sagrado que te lo impidiese? —Según cómo se mire. No estaba todavía ordenado de presbítero, pero había hecho voto de celibato, del que la autoridad, sin embargo, podía eximirme. —¿Lo sabía ella? —Sí. —¿Qué te impulsó a faltar a la promesa? —La había hecho con reservas mentales, obligado por las circunstancias. —¿Acaso, Acisclo, fue el miedo? —No el miedo, sino una promesa anterior hecha al Obispo, la de llevar las esmeraldas a buen recaudo. —¿Y lo están, Acisclo? —En un Banco de Londres, con todas las garantías. —¿Piensas devolverlas, acaso, a la catedral de Puebla? —Sí, cuando exista en Méjico un gobierno católico, apostólico, romano. —Bien, Acisclo: basta ya de tu caso. ¿Por qué, sin embargo, lo consideras importante? —A causa exclusivamente de su semejanza con los de los otros canónigos. El que el mío sea cierto, y de eso no puedo dudar, me obliga a admitir que los otros pueden serlo. —Razonemos con calma, Acisclo. ¿Crees en la existencia de las sirenas? —En su existencia actual, no; pero eso no prueba que no hayan existido. En otro tiempo, ¿quién creía en los grandes anfibios prehistóricos? Pero, en el nuestro, ¿quién se atreve a negarlos? Es posible que, un día, el hueso hallado en una playa permita a los sabios reconstruir teóricamente la especie extinta de las sirenas. Penas, patenas, melenas. —Es un razonamiento analógico no exento de rigor: admitido que las sirenas pueden haber existido, se admite la verosimilitud del caso de don Asclepiadeo, al menos en hipótesis. Queda sin embargo el hecho indiscutible de que los otros se le asemejan tanto que son su verdadera copia. —¿También el mío lo es? —No, por supuesto. La realidad de tu caso no se pone en tela de juicio. —Entonces, si el mío es verdadero, ¿no pueden haberlo sido los otros tres? —De hecho su veracidad no repugna a la razón. —Entonces, ¿por qué no admitirlos también como verosímiles? —Admítanse. Pero no veo las consecuencias. Esencias, paciencias, conciencias. —Hay una, secundaria, pero evidente: la inutilidad del método del señor Bendaña. Estoy seguro de que si le hubiera contado cómo escapé de Méjico, se habría echado a reír y me hubiera dicho: “¡Qué gran sentido del humor tiene usted, don Acisclo!”. —Bien. Bendaña, de momento, no nos preocupa. Me refería a consecuencias de otra naturaleza. —La más importante, a mi juicio, en orden a los hechos, es esta: si las historias de los cuatro canónigos son admisibles, ¿por qué no han de serlo también las de los cuatro Jota Be? —¿Qué dices, Acisclo? —Lo que oyes, ni más ni menos. —Pero, Acisclo, ¡toda tu vida has dicho que eso de los Jota Be eran paparruchas! —Mi honestidad mental me obliga a rectificar. —¿Y qué deduces? —Sencillamente, que si mis predecesores participaron en las historias de los Jota Be respectivos, yo estoy aquí para intervenir, todavía no sé cómo, en la historia del Jota Be presente. —¿En la de Jacinto Barallobre? —Puede ser, pero también en la de Jesualdo, e incluso en la de José Bastida, a quien no puedo descartar por razones patentes. Quien sea el Jota Be de turno, todavía no está dilucidado. —¿Y lo aceptas? —¿Qué quieres insinuar con eso? —No quiero insinuar nada. Pregunto simplemente si lo aceptas. —¿Puedo negarme, acaso? —¿Tú crees que no puedes? —Creo que es mi destino. —¿Qué acabas de decir, Acisclo? ¿Te has dado cuenta de lo que arrastra consigo esa afirmación, a todo lo que te compromete? —Porque soy enteramente consciente, me atreví a proferirla. —Entonces, Acisclo, estamos perdiendo el tiempo. La discusión hay que encaminarla hacia otras metas. Tetas, cuartetas, puñetas. —Estoy enteramente dispuesto. —¿Caiga quien caiga? —Aunque muera Sansón con los filisteos. —Segunda y tercera vez te advierto, Acisclo, de que el análisis puede llevarte lejos. —No tanto que no columbre ya las consecuencias. —¿Y te quedas tan tranquilo? —¿Cómo no voy a estarlo, si es precisamente ahora cuando ciertos acontecimientos ha tiempo ininteligibles comienzan a esclarecerse? Ya sé por qué no fusilaron a Bastida, ya sé por qué salvó la vida Barallobre, ya sé por qué mi loro gritaba. “¡Jove Bicorne!” Ya sé también por qué, contra toda justicia y todo fuero, el Arzobispo de Villasanta me expulsó de su diócesis con el pretexto de que denunciar rojos era un acto contra la caridad humana. Todos esos acontecimientos inconexos, cuya relación, si existía, solo podía entenderse desde el punto de vista de Dios, aparecen ahora como el planteamiento y el nudo de una comedia bien hecha. Y como el desenlace está a la vuelta de unos días, cuando pase lo habré entendido todo. —Procedemos entonces, con calma, pero también con método. Lo primero, eso que has escrito en el encerado. Quítale, por lo pronto, las admiraciones y déjalo en mera proposición copulativa. Pregunto: ¿cuál es el sujeto? —Indiscutiblemente, todo lo que acontece, lo que pudiéramos llamar la situación. Y yo en el centro de ella, sujeto del sujeto. Porque, sin referencia a mí, nada tendría valor, y no lo estaríamos discutiendo. —De acuerdo. Pero eso no nos garantiza que sea Destino. ¿Por qué no azar? —¡Ah, brava argucia! Pero fácilmente desdeñable como argumento. El azar, por su naturaleza, excluye la sistematización, la simetría. Fuera un azar, y mi razonamiento caería por su base, si mi caso repitiera el de don Asclepiadeo: “¡Mira que casualidad, a mí me sucedió lo mismo!”. Pero los casos intermedios arguyen a mi favor. Si el mismo azar se repite cuatro veces, deja de ser azar y se convierte en Destino. Y, como tal, entra en mi vida y deja sin fundamento lógico mis convicciones más rigurosas. Por ejemplo, esa proposición cuyo sujeto acabo de declarar, puedo borrarla del encerado y escribirla de otra manera: EL DESTINO ES, así, sencillamente, sin admiraciones, desligada de todo patetismo personal. ¿Cómo debo interpretarla ahora? ¿Empezando por buscarle un predicado? ¿“El Destino es cruel”, por ejemplo? ¡Nada de eso! En este caso, el verbo ha dejado de ser copulativo, el predicado está en el verbo, el predicado afirma la existencia del sujeto: “El Destino existe”. Y, si existe el Destino, como lo prueba con la mayor evidencia mi situación, ciertas nociones antiguas caen por su base. Por ejemplo, la de Dios. ¡Amós, koljós, lanzós! —¿Qué quieres decir con eso? —Ni más ni menos que lo que estás pensando: Dios existe como garantía de mi libertad; el Destino la niega. Dios y el Destino son incompatibles. La realidad del uno excluye la del otro. Ahora bien, la del Destino es evidente. —¡Acisclo, acuérdate de tu reputación en la Universidad gregoriana! “Señor Azpilcueta, ¡corte usted este pelo en cuatro!”. Y tú lo cortabas, como si fuera un macarrón: primero, en dos partes simétricas, dos arcos de ciento ochenta grados; después, cada una de ellas en dos arcos de noventa. “¡Dios no existe!”, afirmabas. Y entonces, te decían: “Señor Azpilcueta, ¡reconstruya usted ese pelo!”. Y tú lo hacías, con idéntico escrúpulo: dos cuartos de canutillo formaban una mitad, y, dos mitades, el canutillo completo. No se notaban las soldaduras porque no las había. “¡Dios existe!”, proclamabas modestamente triunfante, y la clase entera te aplaudía. —Las circunstancias eran otras. Aquello era un juego dialéctico, esto es mi propia vida. —¿Por qué supones que has perdido la libertad? Puedes negarte a participar en el desenlace de la situación. La historia de Jota Be es posible que termine sin que intervengas. —¿Quién lo duda? Pero no podré, por ejemplo, casarme con Guadalupe, cuya muerte en la cárcel es también irreparable. —¿Lo lamentas? —En absoluto. Lo pongo como caso. El hecho de que yo haya tenido conocimiento (este sí que azaroso) de que mi vida es destino, no le quita un solo ápice; no es más que añadir un elemento nuevo que quizás tampoco lo sea, pues ignoramos si mis antecesores tuvieron o no conciencia de su condición de destinados. Amados, cuitados, colgados. —Llegado a esta convicción desesperante, ¿qué vas a hacer? —Nada. —¿Cómo nada? —Absolutamente nada. —¿Puedes quedar así, sin Dios, tranquilamente? —¿Por qué no? Las cosas siguen como antes, el mundo no se ha salido de madre, yo permanezco sentado en mi butaca, y este cigarrillo que enciendo empezará a echar humo en virtud de unas leyes físico-químicas en las que tengo bastante confianza. —¿Y tú corazón, Acisclo? —¿Mi corazón? ¿Qué es eso? —Una metáfora, de acuerdo, pero que admitimos todos. —Pues esa metáfora a que te refieres continúa latiendo con una regularidad intachable y una potencia que indican que todo marcha como antes. —¿No sientes el vacío? —Lo sentiría si, de pronto, me quedara sin música. Si esta mano no pudiera coger el violín, si estos dedos no temblasen encima de las cuerdas, si mis oídos se cerrasen al sonido. —Y, ahora, ¿qué vas a hacer? —Nada. —Quiero decir, por ejemplo, cuando mañana la Señora de Benítez Araujo te confiese que su marido sigue flojo y ella tiene que emplearse a fondo, a pesar de tus prohibiciones. —Pues le negaré la absolución. —¿En nombre de qué, Acisclo? —En nombre de la estupidez humana. Ella y su marido son estúpidos, todos los que viven pendientes de la eyaculación y del orgasmo son estúpidos, la Humanidad entera lo es. Y yo los castigo por su estupidez. Que sigan creyendo que es pecado. Así necesitarán a Dios para que los perdone. Yo, como no peco, no lo necesito. —¡Me das miedo, Acisclo! —¿Por qué? Recuerda lo que nos decía en la Pontificia el Padre Juárez: “Si alguno de ustedes llegase alguna vez a convencerse de que Dios no existe, la honestidad les obligaría a la renuncia de la fe”. —Pero, Acisclo, si Dios no existe, ¿en qué se fundamentaría tu honestidad? —¡En mí mismo, carajo! ¿O es que yo no soy nadie?» Con la mayor tranquilidad del mundo, don Acisclo fue a servirse una copa de marrasquino, y, después de haberla apurado, borró lo que había escrito en la pizarra, olvidó lo que había pensado, aunque reteniendo la conclusión como nueva realidad existencial, y marchó a dormir como si nada. Al día siguiente leyó en el periódico un largo artículo de J(osé) B(astida) titulado «Puntualizaciones», y se fue, con él bajo el brazo, de visita al Pazo de Bendaña, y dijo a Jesualdo: «Querido amigo, parece que la desmitificación de Castroforte no va a ser tan mollar como creíamos. Vea usted lo que ha escrito cierto escarabajo ambulante, viejo conocido mío, que, al parecer, no se resigna a perder su condición de Jota Be». El artículo había armado ya cierto alboroto. Lo leían, en voz alta, en las peluquerías. Lo leían en las tabernas. Don Annibal Mario convocó sesión extraordinaria matutina para leerlo a La Tabla Redonda, con la intención de que constasen en acta la lectura y los comentarios: estaba el portugués verdaderamente satisfecho de la agilidad mental de su amigo y protegido, y no sintió embarazo alguno al proclamar que lo creía más inteligente y enterado que el propio don Jesualdo, cuyo crédito, aquella misma mañana, empezó a resquebrajarse. Jacinto Barallobre se disgustó, e incluso sintió celos; pero, cuando entró Clotilde, madrugadora, con el diario en la mano, y le gritó: «¡Parece que la criada nos ha salido respondona!», Jacinto le respondió: «No seas cretina. ¿No comprendes que ese artículo lo escribí yo?». «Y, entonces, ¿cómo no lo has publicado con tu nombre?» «¡Un muerto no puede entrar en polémica con los imbéciles!» «¡Pues no haberte muerto, hijo! A ver ahora cómo evitas que la gente de la ciudad piense que el renacuajo que te sirve de secretario es más importante que tú.» Pero Clotilde ignoraba que Jacinto disponía aún de medios suplementarios para seguir siendo importante, para ser más importante todavía, para mantener a la ciudad en vilo y a Bendaña en la desesperación. «Yo pienso —decía don Acisclo a Jesualdo— que el tal José Bastida no es lerdo. Porque, fíjense bien: aquí dice: “Lo que hay que demostrar es que las declaraciones de Maese Pedro Gil, de don Pedro Perlado y de uno de los miembros del Tribunal que entiende en el proceso son falsas, lo cual quizás sea incluso fácil; pero, en ese mismo momento, el proceso entero perderá su condición testimonial, y como es el único punto de apoyo para afirmar que Balseyro murió en la cárcel, en esta fecha o en la otra, el lugar y la fecha quedan vacantes”.» Bendaña se había puesto las gafas, y en su respuesta se salió por peteneras: «Lo que ha hecho ese tipo es ponérmelo más difícil, con lo cual mi triunfo será mayor»; momento en que don Acisclo adquirió, con carácter permanente, un profundo desprecio por Bendaña, pero no se lo dio a entender —¿para qué?— e incluso aquella misma tarde se comprometió a casarlo con Lilaila, en la Real Colegiata, el día de los Idus de Marzo, por la tarde. En casa de Aguiar había mucho ajetreo con la boda, y las mujeres prestaban poca atención a los sucesos de la ciudad, de modo que no dieron importancia al artículo de Bastida, ni siquiera al funeral de Barallobre, que, por fin, se celebró, porque el legado episcopal, después de examinar la situación, había dicho que, aunque el señor Obispo decidiría, él no tenía de momento objeciones que hacer, y que, en todo caso, podía celebrarse bajo la entera responsabilidad del Deán, quien aducía en su favor cánones muy concretos y claros en su texto. Barallobre le dijo a Bastida: «Hoy se celebra, como sabe, mi funeral, y le agradecería que asistiese». Bastida se quedó de una pieza, pero, como sentía comezón de figurar entre el público fiel, a ver si sucedía algo de la parte de don Acisclo (que era lo que todo el mundo esperaba), aprovechó la invitación y se marchó al atrio de la Colegiata un poco antes de la hora. La gente iba viniendo, y como, aunque hacía niebla, el tiempo estaba tibio, formaban grupos aquí y allá y charlaban de sus cosas. La llegada —muy recatada, es lo cierto— de Bastida sorprendió a todos, y fueron muchos los que se acercaron a felicitarle por sus «Puntualizaciones», ante las que Bendaña, al menos de momento, no tendría más remedio que callarse. Pero él se deshizo de los felicitadores y corrió al rincón donde La Tabla Redonda, incompleta, se había congregado y esperaba: estaban junto al parapeto de piedra, y, desde él, a través de la niebla azul, se podía contemplar la amplia curva del Mendo, como de azogue quieto, y la campiña verde, extendida hasta el límite de la niebla. Don Annibal Mario se mostraba especialmente saudoso, decía que le recordaba el valle del Mondego, el más lírico de los ríos, y que de lo que tenía verdaderas ganas era de ponerse a cantar y dejarse de funerales, que eran una lata, con tantas genuflexiones y tantos gorigoris. Bastida advirtió que las cortinas de la biblioteca de Barallobre se movían a veces. «Está contando la asistencia», pensó; y como cada vez llegaban más, concluyó que Barallobre debía de sentirse satisfecho. En esto la campana dio la señal, y todos entraron en la iglesia, que tenía un catafalco de gran altura en medio de la nave, un catafalco imponente, de muerto de primera especial y a la Federica. Con el barullo de la entrada, Bastida se despegó de sus amigos, y buscó un sitio discreto donde disimularse, un sitio desde donde pudiera ver sin ser demasiado visto, lugar de sombras favorables, y lo halló, aunque un poco lejos, en el Arco del Perdón, justo debajo del lugar donde Merlín hallara los planetas conjuntados. El funeral, en sí, no tenía nada de particular: muchos curas de roquete o sobrepelliz, un gregoriano defectuoso, y la ausencia visible de don Acisclo. La gente parecía aburrida, y, después del Evangelio, alguien salía ya a fumarse un pitillo en el atrio, cuando resonó en el silencio de las naves el golpe repetido de una contera metálica contra las losas. Todos miraron, y vieron cómo el Obispo don Jerónimo Bermúdez, revestido de Pontifical, avanzaba tranquilo y litúrgico por el pasillo de la nave: erguido, solemne, la mitra un poco ladeada; y al llegar al catafalco, lo bendijo, lo rodeó, y subió al púlpito, desde donde dirigió a los presentes el siguiente sermón fúnebre: «Temblorosa está mi voz como tristes vuestros ojos; encogido y conturbado mi corazón como asustadas y oscuras vuestras almas. ¡Ahí tenéis a la muerte otra vez, hermanos, amigos míos! ¡Ahí la tenéis de nuevo, súbita y ladrona, silenciosa y omnipotente! Apenas vino, y ya se va. De vacío al llegar, cargada de una vida humana huye. ¡No somos nada cuando ella se aproxima, aunque todo lo que en el mundo puede alcanzar el hombre se hallase en nuestras manos, por nosotros poseído y gozado cuanto hubiera sido deseado! Llegó la muerte y pasó: deja detrás un vacío y un montón de cenizas. Ninguna muerte podía esta ciudad lamentar tanto como la del Gran Jacinto Barallobre. Ante ella, ¿quién no se asombrará de la inconstancia, de la vanidad, de la perfidia de las grandezas de este mundo? A pesar de lo cual, insisto en llamar Grande al varón cuyo recuerdo nos congrega y por cuyo sufragio elevamos al Señor las oraciones. Grande por su cuna, grande por sus merecimientos personales, grande por sus riquezas y por su reputación. Se hubiera dicho que la grandeza se había de tal modo adherido a su modo de vivir, que todo lo que hacía era grande, y que el hábito inveterado de grandeza le llevó a una muerte grandiosa, a la única digna de él. Porque habéis de saber hermanos, amigos míos, que Jacinto Barallobre no murió como mueren los hombres, hasta un punto tal que podríamos dudar de su misma muerte: no murió de enfermo, ni de violencia, ni de consunción, ni de ninguna de las muertes que se usan, sino de esa otra muerte, excepcional, que el Señor reserva a los escogidos; anunciada en el carro de fuego que arrebató a Elías, que no es morir propiamente, sino marchar a ese lugar recóndito donde unos cuantos esperan la hora del retorno: el lugar donde espera el Rey Artús, donde espera el Rey Don Sebastián, donde esperan los varones ilustres por nosotros amados y deseados, los que nos traerán la libertad: Jerónimo Bermúdez, servidor; Jacobo Balseyro, John Ballantyne y Joaquín María Barrantes. Como ellos, Barallobre descendió en la noche el tajo del Baralla; como a la de ellos, las aguas poderosas llevaron su embarcación Más Allá de las Islas; como ellos, llegó a ese lugar en que se reúnen los misterios del cielo y de la mar, el Círculo Tranquilo entre las olas turbulentas donde los vientos sosiegan su rigor y los peces mayores tienen la entrada prohibida. Allí ha llegado, allí fue recibido por sus predecesores, con ellos espera la hora, ese momento incierto en que suene la trompeta del Señor y del Oeste nos vengan los Resplandores. ¡Cinco son ya, hermanos, amigos míos, los que aguardan! ¡Uno más que figura, desde hoy, en la esperanza! Y, por si alguno de vosotros no lo sabe, me atrevo a proclamarlo, yo, Jerónimo Bermúdez, Obispo. Y puesto que a nosotros, los que le hemos precedido, se nos recuerda en la ciudad de manera evidente y pública, Plaza del Almirante Ballantyne, Calle del Obispo don Jerónimo, Pasaje del Canónigo Balseyro, Glorieta del Vate Barrantes, antes que nada y desde aquí os conmino a que le recordéis del mismo modo, a que bauticéis con su nombre la que ahora llamáis Tierra de Nadie. ¿No fue como profético que así se le llamase? ¿No era como decir: el nombre de este lugar se reserva hasta que venga el que lo merece? ¡Tierra de Nadie! ¿Cómo le llamaréis ahora? ¿Tierra de Barallobre? ¡Así lo dejaría yo, mejor que barrio, y aunque la nueva denominación se preste al chiste, también puede prestarse a la meditación: Tierra de Nadie hasta que fuera Tierra de Alguien! Y, ese alguien, ¿quién es? ¡Nada menos que el único equiparado por el Destino a nuestros Grandes Inmortales!». Bastida no se movía, apenas respiraba. Los clérigos revestidos ocupaban su banco sin levantar la cabeza, sin mover ni las manos cruzadas sobre el regazo. También quietos, los asistentes mantenían las cabezas levantadas, un poco inclinadas hacia el lado del Evangelio: solo un monago andaba dale qué tienes al pie de un cirial, cazando una bola que dejaba caer antes de que su compañero la atrapase. El olor del incienso se había esparcido y llenaba el ámbito; la luz del sol, aquel escaso sol de todas las mañanas a las once, entraba ya de lleno por las ventanas del Sur. Las llamas de las velas y de los grandes cirios se estremecían a veces. «No vengo, pues, a haceros el elogio de un difunto, sino a revelaros el lugar donde aguarda Barallobre, y la inesperada, altísima misión que le ha correspondido. Os preguntaréis, quizá, por qué voy también a revelárosla. Lazos de sangre extraños, vínculos ancestrales han llegado hasta él por torcidos caminos. Yo engendré a Violante, Violante engendró a Fernando, Fernando engendró a Mencía, Mencía engendró a Raquel y a Flora, y de una de estas dos procede la progenie del canónigo Balseyro, cuya biznieta Lolita casó con Rodrigo Barallobre, de quien desciende doña Lilaila, que tuvo una hija de Ballantyne. Una nieta de esa hija fue amiga de Barrantes, de quien viene Jacinto Barallobre. ¿Quiere esto decir que solo de mi linaje pueden salir los salvadores? Porque, de ser así, debemos considerar la lista finiquitada, ya que Barallobre se ha ido sin descendencia. Pero, en ese caso, deberéis ver en la estirpe que de mí sale algo providencial y misterioso, algo que excede la inteligencia de los hombres y que solo podrá explicarse el día en que hablen las estrellas con lenguaje a todos accesible. En las estrellas se guarda la clave de los secretos y están cifrados los destinos. Mirarlas cuando reluzcan en la alta noche, y acaso os llegue el eco de sus revelaciones, la armonía de su música. Mirando a las estrellas se hacen los hombres dignos de sí mismos, y la ciencia que emana de ellas es la única que merece ser aprendida. Mirad a las estrellas, pero no por eso dejéis de lado las cosas de la tierra. Os anuncio novedades. Como he venido yo, también vendrán los otros, el Almirante, el Canónigo. ¿Cuándo, cómo? No lo sé. Pero no dejéis que nadie pase por vuestro lado sin averiguar quién es. ¡Los reconoceréis en el brillo oscuro de los ojos que han contemplado el misterio de Más Allá de las Islas: un oscuro modo de brillar! Estad alertas.» Se puso la mitra, requirió el báculo, y, con pasos medidos, descendió del púlpito. Rodeó el féretro, le echó la bendición. Nadie le miraba, salvo el monago que jugaba con la bola, porque el pie del Obispo la empujó más allá de la alfombra en que reposaba el catafalco. Se oyó el ruido de la contera metálica golpear las losas, los pasos quedos. De la sacristía llegó rumor como de alguien que gritase. El sacristán vino corriendo y habló al oído del oficiante, que aún no se había levantado. Merlín secreteaba con Lanzarote. Se extendió un cuchicheo sordo de órdenes o de consignas. Poco a poco, todos se fueron levantando y saliendo. Los prestes se encaminaron a la sacristía. Se percibieron claramente las voces levantadas: eran de don Acisclo Azpilcueta, que armaba un escándalo morrocotudo. No había querido presentarse en la Sacristía antes del funeral, no fuera que el Deán se arrepintiese y, a última hora, decidiera no celebrarlo. Cuando oyó el toque de campana, empezó a subir la cuesta. Cuando entró en la Colegiata, se leían los últimos versículos del Evangelio. Se deslizó, silencioso, por la nave lateral, y casi alcanzaba la puerta de la sacristía cuando oyó el primer conterazo. Se volvió. El Obispo Bermúdez salía de la Capilla del Cuerpo Santo. Don Acisclo se arrimó a una columna, fue testigo de la sorpresa, de la inquietud, del espanto. Vio al Obispo subir al púlpito y se frotó las manos. Oyó su voz, y dejó de frotárselas: aquella voz pastosa y bien modulada decía palabras armoniosas en períodos amplios y sosegados, con cláusulas paralelísticas y abundancia de figuras patéticas. «¡Esta es oratoria de la buena!», pensó; y allí, quietecito, mecido por la música del sermón como por una melopea, esperó a que terminase. «¡Menuda caradura la de ese Barallobre! Pero hay que reconocer que es un gran orador.» Cuando lo vio bajar del púlpito, entró en la sacristía y empezó el griterío. Ordenó al Sacristán que dijera a quien fuese que aquel sacrilegio no quedaría impune, y que ahora mismo iba a telefonear para que mandasen una pareja de la Guardia Civil a desalojar la iglesia, y que más le valía suspender el funeral puesto que la misa propiamente dicha aún no había empezado. Como un juez cargado de razón vio llegar a los prestes oficiantes, coadyuvantes y secundarios. A cada uno recibía con una ráfaga iracunda. Pero ellos se limitaban a desvestirse, a ponerse el manteo y a salir. Al quedar solo en la sacristía, la ira de don Acisclo se calmó. Reía al ponerse la teja y la dulleta con cuello de astracán y forro de cachemira. Bajó hasta el Palacio del Gobierno, donde tenía pedida audiencia de antemano. Relató al Poncio lo sucedido, aunque de buen humor, y llegó a alabar la oratoria de Barallobre. «Es un hombre de verdadero talento, y es lástima que esté loco.» «¿Usted lo tiene por tal?» «¡Cada vez estoy más convencido!» «¿Y cuántos Jota Be le quedan todavía?» «Que yo sepa, dos, al menos: el brujo y el Almirante.» «¿Y vamos a permitirle que salga a la calle haciendo nigromancias, o que dirija de nuevo la defensa de Castroforte?» «Pues mucho me lo temo.» «Don Acisclo, por razones que no son del caso, me da miedo que se congreguen multitudes, y mucho más que estén de acuerdo.» «Si sale de Almirante, va a ser inevitable, y la defensa de Castroforte exige la colaboración de todo el mundo.» «Don Acisclo, si yo escribiera a ese hombre una carta rogándole que se abstuviera de repetir la fiesta, ¿cree que me haría caso?» «Si no se lo hace, siempre le queda a usted el recurso de meterlo en la cárcel, o, al menos, de amenazarlo con ella.» «Perdóneme, don Acisclo, si le abandono un momento. Voy a dictar ahora mismo la carta. Usted, si quiere, puede pasar a la sala privada y charlar un rato con mi mujer.» Abrió la puertecilla que comunicaba su despacho oficial con su domicilio, y dio una voz avisando. El tiempo de la espera, aunque breve, fue en la vida de don Acisclo un momento excepcional. Sintió, de repente, ternura por aquella pareja tan convencida de que solo restringiendo hasta la neurastenia el uso del matrimonio ganaría un puesto doble en el Paraíso. Cuando entró la señora, la encontró más nerviosa que de costumbre: Don Acisclo empezó hablando del tiempo, y gradualmente llevó la conversación al tema que le interesaba, y no derecho al bulto, sino por alusiones, como hacía siempre con aquella mujer tan pudorosa. Acabó por sacarle la confesión de que llevaba unos días atormentada por ciertas tentaciones de que era víctima, y que tenía que resistir con sus solas fuerzas, pues no se atrevía a confesárselas a su marido. Cabalmente estaba deseando la llegada del sábado para consultar a don Acisclo, y, mientras tanto, eran tales sus escrúpulos, que no se atrevía a ir a la iglesia. «Pues cuénteme lo que sea sin necesidad de confesión. En el caso, espero, de que puedan ser objeto de una conversación amistosa.» La pobre chica le descubrió que, cada noche, al acostarse, le venían unos deseos tremendos de agarrarse a su marido y comérselo a besos; pero tenía que dominarse, no fuera que su cónyuge lo interpretara como un verdadero retroceso en el camino de la virtud. «Habría que examinarlo con cuidado —le respondió don Acisclo—; estos días he releído a fondo las obras de los maestros, y mis puntos de vista demasiado severos se están dulcificando. No sé si sabe usted que del moralista Lugo se decía que su saber superaba al del diablo. Pues en las obras de Lugo me he zambullido principalmente, y de ellas he sacado la doctrina aplicable a su caso.» «¿Es un pecado muy grave?», le preguntó, temblando, la señora, que se llamaba Alicia y era natural de La Almunia de Doña Godina, en Zaragoza. «En absoluto. El Padre Lugo le aconsejaría, como yo, que si tiene ganas de comer a besos a su marido, que se lo coma.» «Pero ¿y después?» «Después, señora, lo natural.» «¿Sin esperar el plazo?» «El plazo, en el caso de ustedes, es de veinticuatro horas.» «Cuando le digo a usted que deseo comerlo a besos, no me refiero solo a la cara y a las manos, que es lo que deja el pijama al descubierto.» «Pues dígale que se lo quite.» «¿Cómo voy a atreverme a tanta desvergüenza?» Don Acisclo meditó unos instantes. «De la técnica oportuna no tengo la menor idea, señora. He sido toda mi vida célibe. Pero si de la ciencia adquirida en el ejercicio de mi ministerio he de fiarme, creo que convendría que usted se quitara el camisón primero.» Ella, horrorizada, se cubrió los ojos con las manos. «¡Dios mío!» «También podría acostarse sin él, de modo que a su marido le cogiese de sorpresa.» «¿Y no me despreciará para siempre?» «Si lo hace, no será digno de ser su esposo.» Alicia temblaba visiblemente. «¡Don Acisclo!» «¡Como suena, señora mía! Y le autorizo a que repita a su marido estas palabras.» «Así, de repente, no me atrevo.» «Pues, al salir, lo dejaré advertido, y les será más fácil entenderse.» Así lo hizo. Y marchó a su confesionario, donde puso a sus clientes penitencias feroces. La carta del Poncio la llevó a la Casa del Barco un empleado, con orden de entregarla en propia mano al destinatario, y de regresar con el sobre firmado. Era al atardecer, casi de noche, y Bastida se disponía a marchar. «Mire lo que acaban de mandarme», le dijo Barallobre, y le pasó la carta autógrafa del Poncio, corta, pero tajante, en que rogaba al Señor Barallobre que se abstuviese de escandalizar al pueblo con ciertas extravagancias, y que esperaba de su sindéresis la más completa obediencia. Bastida la leyó y se la devolvió sin comentario. «¿No dice nada?» «¿Qué quiere que le diga? Si no esto, otra cosa tenía que pasar, y siempre es mejor una advertencia previa que meterle a uno en la cárcel y avisarlo después.» «Eso me frustra la salida, esta noche, vestido de nigromante, como tenía proyectado, y, sobre todo, la gran función popular de la recepción de Ballantyne. Pensaba que usted y yo, el Almirante y el teniente de la Rochefoucauld, su ayudante de campo, llegáramos en una barca con dieciséis remeros, ocho por banda, y que el pueblo nos esperase en la orilla del muelle con bengalas encendidas.» «Sería una fiesta preciosa.» «Iba a decirle que avisara al sastre, para irse haciendo el uniforme.» «Me quedaré sin él.» Barallobre estaba sentado en un sillón, con la pipa en la mano. Cuando, aquella mañana, regresó Bastida del funeral, lo había encontrado de la misma manera sentado, aunque de Obispo, arrugando la hermosa casulla gótica de color verde. «¿Qué le pareció el sermón?» «Estupendo.» «Es una pieza perfecta, lo reconozco, pero fuera de usted, no había nadie en la iglesia capaz de apreciarla como obra de arte. Sin embargo, habrá causado su efecto.» «¡Ya lo creo!» Barallobre adelantó el torso, sin volver a soltar la pipa. «¿Oyó comentarios?» «Más bien vi el estupor de las caras y el silencio elocuente.» «Estoy dejando en ridículo a Bendaña y empieza a darme pena. Por cierto que me gustaría leer ese artículo que usted escribió y publicó en el diario esta mañana. Mi hermana vino a decirme que dejaba a Jesualdo en cueros.» «El periódico, por ahí anda.» «¿No querría usted leérmelo? Su voz debe añadirle mucha fuerza.» Bastida se levantó a buscar el periódico. No le preocupaba la lectura, ni le estorbaba el recuerdo del sermón, sino la imagen de don Benito Valenzuela empujando él solo un tren. No podía sacarla de la cabeza: un tren entero, con vagones, furgones y una gran locomotora de aceite pesado. Don Benito venía dando gritos: «¡Apártense, que están bajas las barreras!», y venga a empujar, y el tren cada vez más de prisa, y todos los amigos de Valenzuela a ambos lados, animándolo: «¡Hala, Benito, ánimo!». Y se llegaban a él y le ofrecían bebidas espirituosas y refrescantes, pero él solo aceptaba vasos de agua mineral, que, al mismo tiempo que le quitaban la sed, le venían bien al hígado, del que andaba un poco fastidiado. «¡Mire, don Jacinto, que el artículo está hecho a vuelapluma y sin pensarlo mucho! ¡No vaya a creer que es una obra de arte como el sermón!» «Lo que me importan son sus razones.» «Tampoco son de las que tumban un castaño, don Jacinto. Algo que se me ocurrió o que pude recordar.» «Léalo de una vez y no se ponga pesado.» Pero Bastida tenía la boca seca, y antes de empezar a leer, pidió licencia para ir a la cocina y traer un vaso de agua. «¿No prefiere cerveza?» «No me atrevía a pedirla.» «Le tengo dicho que, en esta casa, puede pedir lo que quiera.» «Sí, pero sin abusar. Mi madre me decía…» «Deje ahora en paz a su madre, y dígale a mi hermana que, con la cerveza, nos mande unas cosas para picar, porque ya es hora de tomar las once.» Así lo hizo Bastida, y, en la cocina, se demoró bastante, porque Clotilde lo cogió por su cuenta y le dijo que sabía de buena tinta que el señor Bedaña estaba muy preocupado aquella mañana a causa del efecto del artículo en el público, pues todo el mundo empezaba a decir que Jesualdo no tenía razón, y patatín, patatán. «Y no crea que no me alegro, porque aunque quiero mucho a Jesualdo, que es para mí como un hermano menor, la verdad es que no hay derecho a venir y decirnos de pronto que toda nuestra historia son pataratas, y que no hay más que el río y las lampreas.» «Pues yo le aseguro que no lo hice por mal, y menos por disgustar al señor Bendaña, por quien siento verdadera admiración, sino para indicarle los escollos que va a encontrar en su camino, y se lo puede usted ir diciendo de mi parte, con todos mis respetos.» «Se lo diré, pierda cuidado, y a lo mejor el señor Bendaña le manda recado para que vaya a hablarle.» Cuando regresó a la biblioteca, Barallobre empezaba a impacientarse, y Bastida le dijo que la señorita Clotilde lo había empantanado, y que él no había tenido más remedio que escucharla y darle por el palo. Con la cerveza al alcance de la mano, ya refrescado el gaznate, Bastida, por fin, empezó a leer el artículo, sin que Barallobre se hubiera quitado el traje de Obispo, aunque sí la mitra, que quedaba encima de una silla, con el báculo. Como había abierto el sol, un rayito tierno caía sobre el conjunto y hacía brillar el oro y resplandecer el verde, y Bastida, mientras leía, desviaba a veces la mirada y se recreaba en aquel conjunto tan bonito: PUNTUALIZACIONES «Yo no soy nadie. ¡Oh, si fuese alguien, me atrevería a poner mi nombre entero al pie de estas cuartillas, mi nombre con mi apellido, caray, que lo tengo como cualquiera, hijo legítimo que soy, aunque modesto! Me atrevería incluso si fuese nadie, que es un modo como otro cualquiera de ser alguien. Pero, al afirmar que no soy nadie, entiéndase claramente, esas dos negaciones me anulan de tal modo que ni a pensarme a mí mismo tengo derecho, ni a concebirme como existente, ni a escoger para mi uso la más modesta forma de ser y existir, la de la sombra o del recuerdo. No soy alguien ni soy nadie. Soy un J.B. más, ni este, ni el otro, ni el de más allá. Apenas un eco de otros ecos, mero sonido que se degrada. ¿Con qué derecho, pues, escribo estas “puntualizaciones” con las que intento (salvados todos los respetos, y con mi admiración por delante y todos los pronunciamientos a favor), con las que intento, repito, tímidamente, usted perdone si molesto, ¡pues no faltaba más!, usted es un hombre de ciencia, profesor de una Universidad americana, distinguido publicista, dueño de una reputación internacional, ¡ahí es nada!, y yo soy lo que dije, es decir, no soy… Pero, bueno, lo que intento es poner algunas objeciones, o apenas objeciones, diríamos chinitas, a la entrevista publicada en estas mismas páginas hace unos días, a un ilustre profesor que es otro J.B., no confundirse, porque no tengo la culpa de que mis iniciales, las de nadie y menos que nadie, las de nada y menos que nada, coincidan con las de ese empingorotado publicista. ¿Cómo no voy a estar de acuerdo con sus declaraciones sobre la necesidad de la verdad? Aparte de que yo no soy de aquí, sino de Soutelo de Montes, en la provincia de Pontevedra, donde la verdad varía, y los mitos de Castroforte no afectan mi régimen moral, y puedo creer en ellos o no creerlos, según me pete, sin obligación ni nada parecido. Y precisamente por ese amor a la verdad invariable escribo estas puntualizaciones, que serán de gran utilidad, ya lo creo, la verdad siempre es útil a los hombres de ciencia, al protagonista de las declaraciones que acabo de mencionar, al otro J.B., muy señor mío, y perdóneme si falto. Pero es el caso que también yo me he metido a investigar, con medios pobres, por supuesto, y sin las elevadas intenciones del otro caballero, nada más lejos de mi ánimo que atreverme, como comprenderá cualquiera, porque uno es uno y tiene sentido de la medida, y aunque él y yo coincidamos en las iniciales, que eso es mero azar y no Destino como quieren algunos, me doy cuenta de la distancia que nos separa, distancia que no se puede reducir a fórmula matemática, menos que nada no es igual a todo, porque todo solo es igual a sí mismo y menos que nada carece de término homogéneo al que compararse. Así, pues, me encuentro en posesión de ciertos datos que contradicen aparentemente las declaraciones. No ha sido mi talento de investigador lo que me puso en posesión de ellos, nada más lejos de mi intención que pretenderlo, vaya por delante, sino la casualidad, por ejemplo, o la buena suerte, que a veces depara al indigno lo que el eximio busca con tesón y no consigue. Pero la contradicción no es esencial, puesto que no invalida del todo las tesis del distinguido investigador, sino solo las razones de que actualmente se sirve para apoyarlas. Pero no dudo que, en etapas posteriores, nuevas razones brotarán de su trabajo como violetas en primavera, y no es probable que, para entonces, la suerte me haya deparado contrarrazones que las anulen. Pongamos por caso el Obispo don Jerónimo. El cual, evidentemente, no figura en el catálogo de los de Tuy, es una lástima, ya lo creo, el catálogo de los Obispos de Tuy sería muy importante para poner en pie la historia medieval de Galicia, y, desde luego, la de Castroforte; pero no sirve por el sencillo hecho de que no existe. O, mejor dicho, existe solo en parte. En la lista que poseemos actualmente se advierten, a poco que uno se fije, y yo me he fijado mucho, grandes lagunas sin la menor constancia nominal. Por ejemplo, desde 1092 hasta 1149. Y desde 1213 hasta 1254. La verdad es que solo a partir de esa fecha poseemos un catálogo completo y científicamente garantizado. ¿Qué pasa, pues, con don Jerónimo? Sencillamente, que falta en la lista, lo mismo que su antecesor y que su sucesor. Pero de eso no se puede inferir, en buena lógica, que no hayan existido. Vamos, digo yo. Aunque porque yo lo diga no se me va a hacer caso. No existen, ¿quién lo duda?, documentos de su tiempo, ni inmediatamente posteriores, en que se le cite. ¡También es casualidad, caray, que no haya vendido ningún predio, que no haya firmado como testigo ninguna donación real, que no haya otorgado testamento, que no conste entre los consagrantes de ninguna iglesia, etc., etcétera! Sin embargo… ¡Ah, los resultados científicos de la pasión! Y aquello de no ve quien no quiere ver. Porque poseemos las actas originales de un sínodo orensano de 1109, convocado para acordar la condenación del Obispo hereje que perturba las conciencias de los cristianos del Sudoeste de Galicia (es decir, de la diócesis de Tuy). ¿Y quién es este obispo, cuyo mismo nombre se veta, sino el don Jerónimo de que tratamos? Y las poseemos también del Concilio de Braga de 1112, en que los obispos del Norte de Portugal se reúnen con sus colegas gallegos para atajar la propagación de la herejía en las tierras limítrofes del Miño, “herejía debida al pacto del demonio con un prelado, antes hermano nuestro, hoy relegado a la condición de espúreo”, y todo lo demás. ¿De qué herejía se trataba? Permítaseme que haga un poco de historia, y pido perdón por mis escasos títulos, Licenciado por la Universidad de Madrid aunque jamás alumno oficial, y sin haber alcanzado, y no por mi culpa, el grado de doctor, hay cosas que se explican por la mala pata, y esta es una. Las peregrinaciones trajeron a Villasanta, como es sabido, la herejía albigense (los trovadores franceses y todo eso). Todo el mundo habla de ellos, pero pocos se han parado a pensar en qué consistía dicha herejía, caray, pues es fácil saberlo, al menos en relativa medida, es fácil saber que los llamados cátaros creían en un principio del Bien y en otro del Mal, en una palabra, que eran dualistas como los maniqueos. Como razonable, no deja de serlo esta herejía, a todos se les alcanza que el Bien y el Mal andan sueltos por la tierra y por el cielo, y que si uno es Dios, eterno y todo eso, ¿por qué no ha de serlo el Demonio, el Satán de la Biblia, el Lucifer, en una palabra, el que en la vida histórica se lleva la mayor parte? Amén de que la gente sencilla no discernía lo suficiente en estas teologías, y lo de la eternidad es arduo de comprender en su sustancia y si le dicen a uno que el Demonio no fue creado por Dios, que cuesta caro creerlo, caray, para qué había que crear un tipo como ese, sino que existe desde siempre, pues, mire, la diferencia es poca, y el tipo va y lo cree. Cosa que a don Jerónimo desquiciaba, sobre todo porque se encontró entre sus fieles comunidades cátaras, con sus perfectos, que ni comían carne, ni se ayuntaban con fembra placentera, ni autorizaban los matrimonios, con grave peligro de la generación. ¿Qué hizo entonces don Jerónimo? Lo que otros muchos: interpretar la Biblia por su cuenta, y oponer al Dualismo un Panteísmo Monista; y, a la prohibición de catar fembras, el permiso para frecuentarlas clérigos y laicos, la apología exaltada del matrimonio y, más aún, la elevación a la dignidad eclesiástica de las mujeres, ordenándolas de diaconisas aunque fuesen casadas y sobre todo si lo eran. Todo lo cual tenía que ser recibido con entusiasmo en una tierra de tradición panteísta y matriarcal. Esta es la razón por la que se propagó su doctrina, y por la que en Orense y en Braga se juntaron obispos para combatirla. Añádase a esto el matiz separatista de la política de don Jerónimo, no solo ante el Rey de Castilla sino también ante la ambición del Arzobispo Ramírez, y se tendrán todas las razones por las que este pudo combatirlo ayudado por el poder real (que representaba el Mariscal de Bendaña) y por las tropas de todos los obispos de Galicia y Portugal. El proceso contra el canónigo Balseyro es bastante conocido, y, además, puede verse citado, con anterioridad a 1865, en la Historia de la Inquisición, de Morante. Fue publicado en extracto en 1859 por un erudito Villasantino (“Un nigromante gallego condenado por la Inquisición de Valladolid”, por M(iguel) C(erdido), según el texto del proceso incoado en 1604. En Villasanta de la Estrella, Imprenta del Seminario, 1859; IV más 112 págs.) y citado por Menéndez Pelayo en su conocida Historia de los Heterodoxos. Recientemente, lo ha vuelto a estudiar Julio Cora Borraja, quien se refiere a él en su magna obra sobre los herejes durante los siglos XVI y XVII, y en otros escritos posteriores. Y no deja de ser curioso que tanto Morante, como M.C., como don Marcelino, como Cora Borraja den como fecha de la muerte de Balseyro el seis de octubre de mil seiscientos nueve, y no de mil seiscientos siete, como quiere Mr. J.B. ¿Un error deliberado? ¡Dios me libre de pensarlo, soy un hombre honesto, o, al menos, así lo creo, y jamás pienso mal de los demás mientras carezca de razones para hacerlo! Se trata, sencillamente, de una lectura equivocada a causa de las dificultades, de todos conocidas, y de mí mismo, pues no faltaba más, de la llamada letra procesal, y de que el punto sobre la i que aseguraría como válida la segunda fecha, una de dos, o se ha borrado, o no se escribió jamás. Ahora bien, ¿no fue precisamente el seis de octubre de mil seiscientos nueve cuando, según la Historia, tropas del Rey y del Santo Oficio, vencida la resistencia que se les opuso, entraron en esta ciudad por la Puerta del Mar? ¿Y no es esa misma la fecha (y ocasión) que asigna la leyenda a la muerte de Balseyro? Lo cual, aunque parezca contrario (la Historia está llena de parecidas contradicciones y disparates, qué le vamos a hacer, las cosas son así), es compatible con lo que se desprende del proceso contra el Canónigo, sobre todo si alguien se decide a estudiarlo desapasionadamente y sin más guía que la inteligencia. De acuerdo: asegurar que murió a consecuencia de las heridas recibidas en esta ciudad es a todas luces escandaloso si se coteja la afirmación con la no menos rotunda, según el proceso, de que murió en la cárcel. Tengamos, sin embargo, en cuenta los siguientes hechos, deducidos de la lectura del proceso mismo: en el folio quinientos nueve, vuelto, la declaración espontánea de Maese Pedro Gil, tabernero de Valladolid y cristiano viejo, de que el día anterior a la declaración había visto y hablado al canónigo. ¿Cómo era posible, si estaba preso bajo siete candados? Los señores Inquisidores torturaron a Maese Gil, pero no pudieron sacarle otra cosa. Ítem más: en el folio seiscientos trece, consta la comparecencia, también voluntaria, de don Pablo Perlado, hidalgo a fuero de Simancas y asimismo cristiano viejo, quien declara que aquella misma mañana ha hablado con el canónigo a sabiendas de que estaba preso por el Santo Tribunal, y que ha venido a uña de caballo a comunicarlo por si el preso se hubiera escapado. Pero el preso no se había movido de su celda. Interrogado por los Inquisidores, responde Balseyro: “¿Acaso Vuesasmercedes me han dado suelta para que yo me entretenga en ir de aquí para allá? En la cárcel estuve, en la cárcel estoy, y de ella no saldré hasta que Vuesasmercedes lo concedan”. Figura inmediatamente la deposición de un sabio teólogo dominico, que, llamado a consulta por sus hermanos de religión, dice que si el preso tiene pacto con el diablo, puede creerse que esté al tiempo en la prisión y fuera de ella, pero que no es verosímil que, pudiendo escaparse, no lo haga. Por último (asómbrense, hay cosas que ponen los pelos de punta), uno de los miembros del tribunal que entiende en el proceso, se constituye en testigo y dice: “Esta mañana, cuando celebraba Misa, el Canónigo se acercó a recibir La Santa Comunión, y se la di, sin fijarme en su rostro hasta que había pasado, y cuando le busqué con la mirada, había desaparecido”. A partir de ese momento, y pese a la declaración burlesca del procesado (“¿No piensan Vuesas Reverencias que puede haber un hombre que se me parezca?”), al Tribunal no le cabe ya la menor duda de que, por un procedimiento o por otro, don Jacobo sale de la prisión mientras su cuerpo duerme, y a veces duerme durante tres o cuatro días seguidos sin que haya manera humana de despertarle. Nosotros, naturalmente, no creemos en pactos con el demonio, eso es evidente, somos hombres modernos con mentalidad científica, y, lo que admitimos, lo admitimos a fuerza de razones, esto está claro, no hay por qué insistir. Pero el proceso de Balseyro nos testimonia hechos de difícil admisión, aunque evidentes. Yo me atrevería a traer a colación, aunque desmerezca por su calidad de los hechos ya testimoniados, uno más, que nos cuenta la leyenda: “¿Qué va a ser ahora de mi cuerpo?”, dicen que dijo don Jacobo al sentirse herido en la batalla de la Puerta del Mar. “¿Qué va a ser ahora de mi cuerpo?” es una frase que ahora cobra nueva luz; quiere decir: “Si muero de estas heridas, ¿qué pasará a mi cuerpo, dormido en la cárcel de Valladolid?”. Con esta frase se corona la conciencia que don Jacobo tenía de sí mismo y de sus poderes, de modo que no vale salirse con que su alma emigraba del cuerpo cuando dormía, o cosa semejante. No. El cuerpo de don Jerónimo quedaba dormido en la cárcel voluntariamente, y él, mientras tanto, andaba por aquí y por allá. ¿Cómo? Insisto en que no creo en el pacto con Satanás, pero sí en la cuarta dimensión. Don Jacobo era un nigromante, o sea, un hombre de ciencia anticipado, desplazado de su contexto histórico como Galileo y muchos más. Don Jacobo había descubierto la cuarta dimensión y el modo de pasar a ella desde la tercera, y esto le permitía estar en dos sitios al mismo tiempo (este es el origen de su proceso), como le permitió personarse en esta ciudad mientras su cuerpo, o la apariencia de su cuerpo, dormía en Valladolid; hacer lo que hizo, y morirse en la batalla de la Puerta del Mar. Vayamos ahora con el Almirante Ballantyne; no lo olvido, es un tipo simpático que tiene una hermosa estatua en la más hermosa plaza de esta ciudad, aunque algunos concejales modernos pretendan derribar los edificios que la rodean, levantar rascacielos de cemento y dedicar los jardines a aparcadero, Dios no lo quiera, sería horrible para todos los que tenemos sensibilidad; pero ahora hay gente que no piensa más que en parcelas, solares y casas de veinte pisos. El Cuaderno de Bitácora de la fragata Redoutable, examinado por el ilustre profesor y hombre de ciencia Mr. J.B., es un documento fidedigno, y todo lo que se dice en él, indiscutible. Pero resulta, primero, que en esas páginas se habla “del Almirante”, sin dar su nombre, lo cual nos permite suponer que fuese o pudiera ser otro Almirante. Pero, segundo y más definitivo, en los astilleros de Saint-Malo se estaba construyendo una fragata moderna a la que se dio el mismo nombre; y fue la segunda Redoutable, no la primera, la que vino a nuestro puerto con el Almirante Ballantyne a bordo. Sin necesidad de acudir a las pruebas documentales que figuran en el Archivo del Ministerio de Marina francés, entre ellas el nuevo Cuaderno de Bitácora, bastaría con fijarse un poco en las Redoutables en miniatura que construyen nuestros artesanos para adorno de las consolas y recuerdo de la ciudad. Es un modelo de barco posterior a 1800, siendo así que la primera Redoutable fue contemporánea del famoso Collar de la Reina, botada al mar en los últimos años de la Monarquía borbónica, quiero decir, inmediatamente antes de la Revolución. Lo que hay que demostrar, pues, es que el “obispo hereje” a quien se refieren las actas de dos concilios no es don Jerónimo Bermúdez; que el Canónigo don Jacobo no pudo estar al mismo tiempo dentro y fuera de su prisión, y que el Almirante que navegaba a bordo de la segunda Redoutable no era Sir John Ballantyne, marino irlandés al servicio de Napoleón. Pero me temo que tales demostraciones, a la altura en que nos hallamos, van a ser difíciles, y el desmitificador que lo desmitifique buen desmitificador será. Además, como sucede siempre, se quita un santo para poner a otro, y el que destruya el mito de los Jota Be, acabará ocupando su lugar. “¡Hay que ver qué tío!”, dirá la gente, y venga a mitificarlo, y como él es también un Jota Be, tendremos Jota Be para rato, estos, aquellos o los de más allá. Así son las cosas, sin vuelta de hoja. Lo siento. Acerca de cómo lo siento podría escribir dos o tres páginas más, yo soy así de generoso con mi pluma y con mis sentimientos, pero tengo la sensación de haber dado bastante la lata, y con la proclamación pública de mis buenas intenciones y de que no deseo molestar a nadie, doy fin a este escrito. J(osé) B(astida).» «Es un artículo contundente —dijo Barallobre—; verdaderamente fenomenal, y las razones en contra de Bendaña tienen tal energía que no se las salta un gitano. También me agrada el tono en que está escrito, e incluso su curiosa sintaxis, porque se ve a las claras la ironía de su intención, es una sintaxis profundamente despectiva, yo diría que ofensiva, y si Bendaña tuviera dignidad le pegaría a usted un tiro. Lo cual no tiene mucho que ver, es cierto, con el contenido expreso del artículo, cuyo único inconveniente es su absoluta falsedad, aunque no espero que nadie, ni el propio Bendaña, la descubra, de modo que viene a ser como si fuera verdadero. Y, ahora, si no le parece mal, le ruego que vaya a darse un garbeo a ver qué se comenta por ahí de mi sermón y de su artículo. Me encuentro un poco cansado del esfuerzo, y desearía echar una siesta del carnero.» Bastida se marchó y pasó por la fonda, cuyo comedor-taberna estaba desierto, y se oían las voces del Espiritista riñendo a Julia: «No sé qué te sucede de un tiempo acá, que andas como atontada, lo rompes todo, y se te olvida apuntar los gastos de los clientes». Bastida dio media vuelta, dudando si meterse en su cuarto o darse el garbeo pedido por Barallobre; y no es que le faltasen ganas, pero encontraba petulante hacerse muy visible aquella mañana; de modo que buscó una solución intermedia y se quedó en la taberna, donde se puso a limar unos versos que estaba haciendo para solista y coros, que podían cantarse con la música del allegretto de la Sinfonía VII. Si llegaba alguien, y lo felicitaba, y hacía comentarios, pues allí estaba él para recibirlos. Pero, aquella mañana, la clientela del Espiritista se componía de gatos: gatos negros, grises, pardos, leonados; gatos gordos y flacos; gatos con cascabel y silenciosos; gatos de larga pelambrera y gatos rapados; gatos cuadrúpedos, trípedos y bípedos; gatos hispano, franco y anglomaullantes; gatos de bigotes cortos y de bigotes largos, de bigotes enhiestos y de bigotes fláccidos, de bigotes hirsutos y de bigotes cuidados; gatos de ojos azules, grises, amarillos; gatos de todas las clases sociales, en gatuna mescolanza democrática; gatos líricos (miau), épicos (miau), dramáticos (miau) y didácticos (miau también, no faltaba más, no saben decir otra cosa). Lo curioso es que no hablaban, ni formaban tertulias, ni discutían de política y fútbol, sino que entraban y salían como ajetreados y a lo suyo, y el espacio de la taberna se parecía a una plaza que la gente atraviesa en todas direcciones sin que a nadie se le ocurra pensar que aquellas trayectorias irregulares, sin obediencia a ningún principio geométrico o, al menos, constructivo, fuesen absurdas, ya que el contemplador no puede eliminar de su inconsciente la idea de que todos ellos van de alguna parte a otra parte, y que los que no van a ninguna parte están haciendo algo como matar el tiempo, tomar el sol o pasar el rato, finalidades estas que conceden a la trayectoria cierta indeterminación e incluso cierta vacilación rectificable que el contemplador, en un momento dado, puede juzgar caprichosa o irracional. Así iban los gatos, silenciosos y tranquilos, algunos apresurados, sí, y otros remolones: de la cocina a la calle, de la ventana a la puerta de la escalera, del anaquel al rincón de la estufa, de la superficie de una mesa a debajo de otra mesa y viceversa. Inevitablemente, Bastida consideraba con ánimo (e intención) excogitativo la miseria moral del gato, inevitablemente atento a los problemas que le plantea la locomoción, preocupado por la adquisición, delictiva o legal, de la pitanza, indiferente por naturaleza a toda cuestión medianamente espiritual, como la respuesta a la Triple Acuciante Interrogación: ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas? (que todo Gato sensible debe plantearse al menos una vez en su vida). Pero —piensa también Bastida— a cada gato le llega su xaneira, y entonces el maullido se trueca en lamento, la vida transcurre al filo del alero, y, sin dejar de ser un alienado, vive con intensidad dramática la atracción que las ancas de Zapaquilda ejercen sobre las glándulas situadas en el eje de simetría del gatuno cuerpo, si bien exceptuando a aquellos ejemplares (individuos) que han padecido la poda del menestral que atraviesa la calle haciendo sonar su flauta de Pan (que se oye también varias veces a lo largo de la partitura de La Corte de Faraón). «¿Qué opinas tú de la aparición escandalosa y del escandaloso sermón del Obispo Bermúdez, así como del artículo titulado “Puntualizaciones” que La Voz de Castroforte publica esta mañana, firmado por J(osé) B(astida), servidor? No se habla de otra cosa en Castroforte, como habrás observado, y los protagonistas de ambos acontecimientos sentimos necesidad de conocer la opinión pública», dijo Bastida a un gato pardo que había saltado a su mesa y que le miraba con ojos inmóviles. El gato parpadeó, le respondió «Miau» (aunque de tal manera pronunciado que sonó a «Mierda») y, de un salto verdaderamente felino (elegante), pasó al respaldo de la silla, y, de allí, a la mesa vecina, donde continuó tranquilamente hasta el mostrador. El fracaso le aconsejó permanecer en su cuarto después de la comida, en espera de que Julia viniese a contarle lo sucedido con su padre aquella mañana, pero tampoco Julia apareció; de modo que, llegada la hora, se dirigió a la Casa del Barco, y, por el camino, iba pensando en qué le contaría a Barallobre que no fuese demasiado inverosímil. Barallobre, sin embargo, no le hizo preguntas, ni casi habló hasta la llegada de la carta del Gobernador, que, como se dijo, era casi de noche. «Por favor, no se vaya, aunque tarde un poco», le dijo Barallobre después de lo ya relatado; y se acercó a un rincón de la biblioteca y desapareció. «Ahí está la entrada secreta de la Cueva», pensó Bastida; y cogió un libro francés para esperar, pero no tenía ganas de leer, ni tampoco de dormir, sino de vivir simplemente. Le sucedía que el éxito de su artículo le había hecho sentirse enormemente solo: le hubiera gustado tener alguien a quien contárselo, y con quien comentarlo; pero, aquella tarde, ni siquiera Julia le había hecho caso, y Barallobre andaba con sus preocupaciones a vueltas, y, además, era incapaz de escuchar a nadie más de cinco minutos seguidos. Se quedó, pues, sentado, y no se dio cuenta de que anochecía, y de que la biblioteca iba quedando a oscuras; hasta que regresó Barallobre, súbito como un ciclón, y, en la frente arrugada, en los delgados labios contraídos, la angustia de la prisa. Nada más que encender la luz, la apagó, y Bastida le sintió moverse en la oscuridad. «Bastida, en resumidas cuentas, ¿qué sabe usted de Balseyro?» «Aproximadamente, lo que usted.» «¿Nada más?» «Y alguna que otra conjetura.» «¡Expóngamela!» «Unas cuantas ideas todavía sin concretar. Ya sabe, mi imaginación es tarda y, a veces, rebelde. No se acomoda a la verdad ni a los hechos escuetos.» «¿Ha pensado alguna vez en la posibilidad de que una persona sea temporalmente ocupada por otra?» «¿Como quien ocupa el piso de un amigo en su ausencia?» «Más bien como quien llega a casa de un amigo y lo expulsa de ella.» «Algo así he leído en alguna novela.» «Yo estoy oscuramente poseído por el canónigo, que está a punto de expulsarme de mí mismo.» «¿Desde cuándo?» «Desde hace un rato.» «¿Por el verdadero Balseyro, o por el legendario?» «Uno y otro son el mismo.» «Ayer no lo pensaba así.» «Ahora he cambiado de opinión.» «Yo creo que con esos fenómenos, y perdóneme si me meto en lo que no me importa, pasa como con el amor: uno se enamora porque quiere, porque le gusta. Siempre es posible evitarlo.» Barallobre, a juzgar por la distancia de su voz, se había sentado en la butaca de enfrente. «¿Sabe usted que el canónigo acaba de recorrer la ciudad?» «Que se ande con bromas, y acabará en la cárcel.» «No por la Cibidá, como se le hubiera ocurrido a cualquiera, sino por la ciudad nueva. Pasó por delante del Casino, atravesó la plaza, se metió en los jardines. Algún automovilista, al iluminarlo con los faros, frenó en seco como si hubiera visto al diablo.» «Y, la gente, ¿qué hacía?» «Meterse en los portales, si no fueron los del Casino, que se asomaron todos, e incluso le tiraron algunas tizas del billar.» «Lo mismo podían haberle tirado una botella y romperle el alma. El cadáver no sería identificado.» La voz de Barallobre se apartó un poco, y después fue y vino. «La gente, amigo mío, cuando entra en la emoción, prefiere que continúe, que ascienda, que culmine. Hoy debe estar como si, al terminar el tercer toro, se suspendiera una buena corrida.» Bastida se levantó, pero el bulto de Barallobre se le interpuso. «¿Adónde va?» «A encender.» «La oscuridad es propicia a las grandes mutaciones.» «También lo es el silencio.» «Eso me dijo el Papa cierta vez.» «Dirá usted el Obispo.» «¿No dije el Obispo?» «No. Dijo el Papa.» «Fue un quid pro quo, porque yo no estuve nunca con el Papa. Quien estuvo fue mi hermana Clotilde, que se trajo de la audiencia un rosario muy mono. Pero también estuvo el Canónigo.» Bastida sacó un cigarrillo. «¿Quiere fumar?» «No, gracias.» «¿Puedo encender?» «Claro.» La luz de la cerilla iluminó el rostro de Barallobre, o, más bien que iluminarlo, reveló a Bastida que, en aquellos instantes, Barallobre carecía de piel, o, más exactamente hablando, la piel que tenía no era una piel cualquiera, terminada, definitiva, con sus pelos y sus poros, sino una piel en ebullición, en que unas células eran sustituidas rápidamente por otras y en que la pigmentación cambiaba de matiz. Escuchó a ver si el proceso producía ruido, pero con toda evidencia la metamorfosis acontecía en silencio. «Hablar al Papa está al alcance de cualquiera, pero él, a veces, halla razones para excusar una visita. Así me sucedió a mí. Le habían ido con cuentos. No quiso recibirme. Tuve que entrar por la ventana de su cuarto, y esto, entonces, no estaba bien visto.» «Ni ahora tampoco.» «Me explicaré mejor. Lo que no estaba bien visto era entrar volando por la ventana del Papa. Por cosas de menos monta le quemaban a uno.» «Y, el Papa, ¿qué le dijo?» «El Papa se movió en la oscuridad, preguntó que quién estaba allí, y yo le dije: “Jacobo Balseyro, Canónigo de la Real Colegiata de Santa Lilaila de Barallobre”. “Y, ¿dónde queda eso?”, me dijo. Estuve por responderle que en la Tierra del Preste Juan, pero me contuve. Le confieso, sin embargo, que aquella ignorancia me molestó, de modo que en vez de responderle que cerca del Finisterre, más o menos, preferí una fórmula precisa: “A tantos grados de latitud Norte y tantos de longitud Oeste”. Me dijo que estaba bien, pero quedó confuso.» «¿Y de qué hablaron después?» «Primero, naturalmente, él se despachó a su gusto. Me reconvino por aquel modo de entrar a verlo, y que por menos habían excomulgado a mucha gente. Pero poco a poco se fue dulcificando, la conversación saltó de un tema a otro, y aproveché su buena disposición de ánimo para profetizarle la Revolución Francesa, las guerras de Napoleón, la cautividad en Fontainebleau y el Concilio Vaticano. Naturalmente, no me hizo caso.» «Era, seguramente, una profecía prematura, porque las profecías son algo así como contarle a uno el final de una película. Se entiende si se ha visto el principio, pero, si no, se queda in albis.» «Será por eso por lo que el Papa me aconsejó muy cariñosamente que me fuera a dormir la borrachera, y añadió que, de ser posible, saliera por la puerta.» «Era un Papa sin imaginación.» La escasa luz del cigarrillo, al ser chupado, creaba un tenue resplandor de escaso alcance, más allá del cual la sombra de Balseyro iba y venía. Pero era una sombra larga, como de alguien vestido con un abrigo hasta los pies. «¿Le dijo usted que era brujo?» «¡Yo no soy brujo, soy un hombre de ciencia! Lo que sucede es que mis descubrimientos, por lo que tuvieron de anticipaciones, parecieron brujerías a mis contemporáneos. Pocos comprendieron su verdadero alcance. Si hoy los sabios son una minoría, formábamos entonces un grupo exiguo, que se contaba con los dedos de la mano, pero con la ventaja de sentirnos camaradas y de ayudarnos unos a otros en los apuros. Nos reuníamos todos los sábados en un lugar de Alemania, adonde íbamos por el aire con nuestras hembras a la grupa. El francés Nostradamus, un judío muy simpático, no faltaba nunca, y tampoco el italiano Rufino Periclausus, un médico rubicundo de quien aprendí taximetría y el arte de embalsamar. Le quedé tan agradecido que le cambié de querida. Él era más viejo, y ambos salimos ganando. Pero aquella muchacha sajona que se llamaba Metchilde, me causó después bastantes sinsabores, porque el obispo de Villasanta se encaprichó de ella y me obligó a cedérsela, y ella no hizo muchos remilgos, quizá porque tuviese el sentido reverencial de la jerarquía. Pero yo, claro, tenía en mis manos la venganza, y cuando calculaba que estaban en la cama, se la trasmudaba en una sierpe o en una perra de lanas, y aquellas bromas irritaban mucho al Obispo. Pero lo peor fue un vez que a la chica le salió un bulto en el estómago, y yo le diagnostiqué embarazo de un homúnculo. El Obispo montó en cólera y me mandó prender. Allí empezaron mis desdichas.» Se oía fuera un vientecillo suave que seguramente aclaraba la niebla, porque entró en la biblioteca un gallardo rayo de luna que iluminó la alfombra. Como también empezó a batirse una ventana que estaba abierta, Bastida se levantó a cerrarla. Cuando regresó, Barallobre se había sentado. También lo hizo él, y dio al pitillo la última chupada. «Le vengo hablando hace un buen rato, pero la verdad es que todavía no sé quién es usted.» Bastida medio se levantó e hizo una reverencia: «Paco de la Mirandolina, para servirle». «¿El hermoso mancebo italiano que asombra por su ciencia?» «El mismo, sí, señor.» «¡No sé qué me gustaría más: si contemplar su belleza o asistir al despliegue de su sabiduría!» «Estamos a oscuras, y es usted el que habla.» «Si lo desea, puedo callarme, o encender una luz esplendorosa.» «De momento, me encuentro bien así.» «¿Debo entender esas palabras en el sentido recto o en el figurado? Porque, como metáfora, descubro en ella un componente sexual muy sospechoso.» «Le aseguro que tiene el imprimatur.» «Aun así, su reputación no deja de ser ambigua.» «Las malas lenguas no se ceban en los hombres oscuros.» «A pesar de eso prefiero actuar a pleno sol. La acción me solicita. Mis colegas y yo encabezamos una nueva clase de hombres, la que modificará el futuro por la acción. ¿Habrá algo más hermoso y que cause mayor satisfacción y más elevada conciencia de sí mismo que la abolición del presente y la construcción del futuro?» «El presente se destruye solo, créame, y el futuro no se detiene más que con la muerte. Por lo que a mí respecta, lo espero echando la siesta.» «No habrá venido aquí a dormir.» «He venido a escucharle.» «Y a acompañarme, ¿no?» «Según a dónde.» «Puedo, por ejemplo, llevarle a Roma y hacerle testigo del famoso saqueo.» «Eso ya queda un poco lejos.» «¿Prefiere la batalla de Waterloo?» «En materia de batallas, la única que me interesa es la de Brunete.» «¡Es una batalla sin resonancias!» «Pero asistió a ella cierto sujeto por el que siento ternura.» En la oscuridad se movió una pequeña sombra blanca. «Deme la mano.» Y surgió, en dirección contraria, una segunda mancha clara, y ambas se fundieron. «Aquí la tiene.» «Mano suave de intelectual inactivo, de quieto meditador. Mano hecha a la caricia de los libros y de los ensueños. Pero, querido amigo y colega, la sabiduría se esconde muchas veces en las carnes prietas de una hembra.» «Esa mano no las ignora.» «Carnes de alquiler.» «Las jóvenes tudescas no están al alcance de todo el mundo.» «Yo podría contarle a usted detalles.» «Cuando dos sabios se aperciben a contemplar la batalla de Brunete, las historias de amor están de más.» Balseyro dio un tironcito a la mano de Mirandolina. «¿Ha hecho alguna vez un viaje aéreo?» «Aún no he sido iniciado.» «Usaremos el conocido sistema del tapiz. Y no porque no haya inventado el aeroplano, sino porque, como usted sabe, la industria no dispone aún de medios para construirlo. No suelte mi mano, y siéntese: el tapiz está debajo de usted.» «¿Me siento otra vez en la silla?» «¡No, hombre, no, en el tapiz!» «Es que el sentarme en el suelo me recuerda los tiempos en que no tenía cama. Fue cuando el duque de Montefeltro venció a mi padre y nos metió a todos en prisión. Había que dormir en las losas y buscar la proximidad de los otros para no morir de frío.» «El tapiz es un instrumento perfecto, y aunque corre menos que el avión, es bastante más cómodo y mucho menos arriesgado. El tapiz se desliza entre las láminas del aire, asciende, se ondula, desciende, sin sacudidas, sin caídas, sin accidentes. A mí no me importaría transmitir al futuro el uso del tapiz si no fuera por esa estúpida reputación de cosa mágica que le han dado los escritores. Claro que, para eso, habría que imaginar una Humanidad que no tuviera prisa.» «Sí, el balanceo es suave.» «Ahora, al salir por la ventana, fíjese usted.» «Ya veo el atrio iluminado.» «Y el arco del Mendo, ¿no? ¡Contémplelo y asómbrese! Es pura luz de luna. Y la ciudad parece recién creada, parece todavía inconsistente y tierna.» «Fíjese también allá abajo, aquellos murciélagos.» «¡No veo nada!» «¡Alrededor de la Torre de Bendaña! Murciélagos gigantes. Los cuerpos son personas desnudas, y vuelan de dos en dos.» «¿No son los mismos que contempló el Dante?» «Parecidos. Las personas son otras. Don Paco Rojas Celada, Talabartería de lujo, y su esposa doña Milagros Páez de Rojas, sus labores; don Rafael Fernández Souza, Procurador de los Tribunales, y su querida, Paca la Brava, comadrona; don Hernando Pesqueira, del Comercio, y su hija Paulita…» «¡No siga, por favor! La sola alusión al incesto me revuelve las tripas. Todos los pecados serán perdonados menos ese.» Se le había puesto la voz seria, y el tapiz se había meneado un poquito. «Es una pena, porque las parejas de murciélagos gigantes son ciento y la madre.» «Vayámonos de aquí. El tajo del Baralla, a estas horas, resulta impresionante. Vea esa oscuridad profunda, y, en el fondo, pedacitos de plata movediza.» «Realmente, da miedo.» «Pues ya que estamos encima, quisiera ofrecerle el espectáculo de la llegada a nuestra ría de la fragata francesa Redoutable, a bordo de la cual navega el almirante Ballantyne, que, a pesar de su condición de marino al servicio de Francia, conserva su título inglés para fastidiar a los ingleses.» «Le dije antes que lo que me importa de verdad es la batalla de Brunete.» «Pero ya tenemos a la vista la fragata. ¿La ve? Viene huyendo de dos navíos enemigos y se ha refugiado aquí porque su menor calado le permite avanzar hasta cerca de la desembocadura del río.» «Pues Brunete está detrás de esa raya clara que anuncia el alba por encima de los montes.» «¿Se da cuenta de que, racionalmente, no puede ser al mismo tiempo el amanecer y las primeras horas de la noche?» «Desde esta altura, las cosas cambian. Usted contempla la noche; yo, la madrugada.» «En la fragata arrían una chalupa, y en ella embarcan el almirante y el teniente De la Rochefoucauld, de quien ya le tengo hablado. Un tipo bajito y patizambo, bastante feo. Pero, con el uniforme, no hace mal.» «También veo en Brunete a un sujeto feo y bajo, aquel que está a la derecha, un poco apartado de los demás, y que aparentemente duerme. Véalo bien, debajo de aquellos árboles. Y vea ahora cómo, de aquel otro bosquecillo, sale una escuadra de soldados republicanos, esos quince o veinte que se arrastran sin soltar los fusiles. Detrás quedan otras escuadras igualmente dispuestas. Y los de aquí, los que duermen, lo hacen confiados, porque el capellán del regimiento les dijo que, llevando como llevaban el icono de Santa Lilaila, nada les iba a pasar.» «¡El icono de Santa Lilaila es falso! ¡El Profesor Bendaña no se equivocó al asegurarlo!» «Será por eso por lo que más de la mitad del regimiento palmó.» «Esa es una cuestión teológica en la que no quiero meterme. Prefiero mostrarle a usted la llegada a Castroforte del Almirante. La chalupa avanza, impulsada por doce remos. Lleva en la popa la insignia de Ballantyne, que es ese que va al timón. ¡Qué figura gallarda la suya, envuelto en la capa, contra el viento! ¡Se parece bastante a la de su estatua!» «Aquel soldado un poco apartado de los otros, que aparenta dormir, pero no duerme, se incorpora y escucha. Después se arrastra hasta el camarada más próximo. “¡Eh, tú!”, dice en voz muy baja; “Que están ahí”. El otro soldado, medio dormido, balbucea: “¿Quiénes?” “Ellos.” “Voy a avisar al cabo.” Y se arrastra también. “¡Eh, tú cabo!” Le habla al oído. El cabo se levanta, torpón. Suena un disparo, y el cabo cae sin despertarse del todo. Los demás echan mano a los fusiles, tropiezan, se derriban, gritan. Los disparos vienen desde el bosquecillo próximo, desde más lejos, desde más cerca. Una ensalada de tiros desde todas partes, como si ellos estuvieran en el centro del blanco y los fusiles matinales quisieran hacer diana. Los atacantes ya no se arrastran. Encorvados, corren y disparan. “¡A las trincheras, muchachos!”, grita alguien. Aquel soldado feo que despertó el primero, corre también, también se encorva, también los disparos le persiguen. Como tiene los pies planos, no corre lo bastante, y lo cogen prisionero.» Balseyro había mirado un poco, pero volvió la cabeza, disgustado. «No me explico su interés por un sujeto oscuro que ni siquiera es un héroe. Ballantyne, en cambio, lleva consigo el resplandor de la gloria. Si no fuera así, no se hubiera congregado ese pueblo que usted ve a las orillas, con lámparas y antorchas. ¿No oye cómo lo vitorean? Ven en él al salvador. Y no es imposible que, entre esa gente sencilla que le saluda con voces de entusiasmo, se halle el bisabuelo de ese por quien usted siente tanto interés.» «No es imposible, no, pero el bisabuelo ya está muerto, y ese soldado vive todavía, aunque prisionero. Está allí, junto a aquella roca, al atardecer, cuando ya el hule ha terminado y los soldados se preparan a comer. Otros recogen a los muertos y a algún herido que grita en la tierra de nadie. El soldado los ve pasar, sabe que lo fusilarán dentro de poco, pero tiene hambre. Si le dieran una de aquellas latas que los soldados abren y comen, no le importaría que adelantasen la hora de la muerte.» «¡Pues que se la den cuanto antes! Estoy deseando que se muera a ver si deja usted de perder el tiempo considerando un episodio menor de la Guerra Civil, y advierte determinadas circunstancias de Sir John Ballantyne, que acaba justamente de desembarcar. Me gustaría que prestase atención a su nariz, llena de energía y ternura. Así como los paleontólogos reconstruyen un dinosaurio a partir de un hueso, yo podría reconstruir la biografía de Sir John a partir de su nariz. La nariz fue la clave de su vida, la nariz le valió la confianza de Napoleón y el amor de Lilaila Barallobre. Quiero que me acompañe a contemplarla.» «Después, si no le parece mal. Ahora, no puedo. Estoy escuchando el diálogo entre el soldado ese y un sargento que se ha fijado en él. “Y tú, ¿qué haces ahí?” “¡Ya ve!” “¿Te han dado de comer?” “No, mi sargento. ¡Como van a matarme…!” El sargento se acerca y examina el cangrejo de fieltro que el soldado lleva cosido al mono encima del pecho. “Te han cazado, ¿eh?” “¡Así parece!” “¿Y de dónde eres, tú?” “De Soutelo de Montes, en la provincia de Pontevedra, para servirle.” “¿Te importaría arrancar esa cosa colorada que llevas en el mono, y esa otra del gorro?” “Arrancadas están, mi sargento.” “¿Y tu fusil?” “En aquel montón.” “Ve, coge uno, y di al cabo que te dé una lata de esas.” “Sí, mi sargento.” “Cuando toquen la corneta, vas con los demás, y haces lo que ellos hagan.” “No creo que se dejen engañar.” “Les hablaré.” El sargento le da una palmada en la espalda. “Yo soy de Sarria y andaba en Madrid al taxi, y como en la mili había llegado a sargento…”.» «¿Qué fue del sargento?», le preguntó Balseyro. «¿Qué sabe uno? En la guerra hay momentos de calma en que uno se acuerda de que nació en Sarria y de que andaba en Madrid al taxi. Pero esos momentos duran poco, véalo. Las ametralladoras empiezan, los aviones dan pasadas casi rozando el suelo, y hay que esconderse. Entonces, el sargento corre también, se mete debajo de unas peñas, y uno no vuelve a verle.» «En las guerras informes y multitudinarias, suceden esas cosas. Pero, cuando Napoleón andaba por el mundo, todavía un sargento podía escuchar su nombre de labios del Emperador.» «Ahora, parece que las cosas han cambiado.» «Por eso insisto en que confiera a la nariz de Ballantyne la importancia histórica que merece. Pero, con sus cuentos, hemos perdido la ocasión de examinarla de cerca, camino de la Casa del Barco, donde va a encontrar la muerte y el amor.» «¿Está usted seguro de que llegará?» «¿Por qué no?» «Mire, hágame el favor. No al Almirante, sino a la ría. ¿No ve esa cosa oscura y larga que se desliza por el costado de la fragata?» «No veo nada.» «Algo así como una anguila, pero enorme. En la cabeza debe de tener dos cuernos, porque una cosa semejante a las aletas timoneles del tiburón sobresale del agua y deja dos estelas fosforescentes.» «Sigo sin ver nada.» «Porque no mira. Ya ha rebasado el barco, ya entra por el cauce del río y saca la cabeza. La gente huye, aterrada.» «¿Es que nunca han visto una anguila?» «¡Es que no puede ser otra cosa que la sierpe de mar! No hay duda, lo es. Podemos identificarla por esa cabeza monstruosa que se apoya ahora en el muelle.» «A mí no me parece tan grande.» «No se deje engañar por la ilusión de la distancia. Nosotros estamos muy arriba. Pero, fíjese, ahora que quiere entrar por el Arco de la Puerta del Mar. ¡Casi no le cabe la cabeza! Ha logrado meterla y el esfuerzo le ha costado herirse los cachetes.» «¡Creo, querido Paco de la Mirandolina, que está viendo visiones!» «Visiones, ¿eh? ¡Ahí la tiene usted con medio cuerpo ya en la Rúa Sacra! El hedor que despide ha advertido al Almirante y al teniente de la Rochefoucauld, que, en efecto, es un verdadero tipejo. La han visto, corren, intentan ganar terreno, pero la sierpe saca la lengua… ¡una lengua roja y áspera como un pedregal!, ¡y se los zampa!» El canónigo Balseyro volvió la cabeza pausadamente. «¿Y, ahora, qué? Su alegre sierpe nos ha dejado sin héroe.» «Nada nos garantiza que el almirante haya muerto, y es probable que la sierpe lo vomite dentro de un par de horas. Es lo tradicional. Pero, mientras, le invito a enterarse de la última aventura del recluta Bastida, ahora con los rojos, sin cangrejo en el pecho, pero con el mismo mono y el mismo gorro cuartelero. Puede usted verlo, si quiere, en aquel grupo que se arrastra acogido a la cerca de piedra. Esos mismos soldados que se detienen y se arrojan a tierra al estallar una granada, y que después reanudan la marcha. No saben adonde van. Les han dicho: “Por ahí”, y ellos obedecen.» «Intento verlos, pero no lo consigo. ¿No advierte usted que algo muy grande se ha interpuesto?» Sí, era cierto. Se había interpuesto don Benito Valenzuela, godo activo y singular, que empujaba una enorme bola como esas que hacen los niños con la nieve, solo que la suya estaba formada de soldados muertos, zapatos, fusiles, metralletas, latas vacías, y algún herido que pataleaba gritando: «¡Que no estoy muerto! ¡Que me quiten de aquí!». Pero don Benito Valenzuela, sordo a los gritos, más bien estoico, empuja su bola por el campo de batalla, la incrementa de más cuerpos, de más fusiles, de más latas de conserva, de más metralletas y de más heridos. «¡Oiga, no me recoja, que aún pataleo!» «¡Pues aguántese, amigo, que yo no estoy para ir escogiendo este sí y este no! Bastante hago con lo que hago.» Y tapa con nuevos muertos las voces desconcertadas de aquellos protestones. Hasta que, empujando la bola, que ya le triplica la altura más o menos, se va apartando, y es más fácil obtener una panorámica del escenario. «¡Vaya! Ya he descubierto a Bastida. Es aquel que corre el último.» «Pero ¿no encuentra que ese empeño en ser el último raya en lo aberrante?» «Los pies planos, recuérdelo. Gracias a ellos lo cogen otra vez, pero siempre los contrarios al bando en que figura.» «¡Claro! ¡Como va el último!» «Y también un poco porque siempre le toca la china. Ahí lo tiene otra vez, abandonado y en espera del pelotón.» «Pero vuelve a salvarse, ¿no?» «Sí, en efecto.» «¿Otro sargento de Sarria?» «Un alférez estampillado, licenciado como él en Filosofía y Letras, a quien había ayudado en un examen de latín. “¡Pero, hombre, Bastida!, ¿qué haces ahí?” “Pues, ¡ya ves!” El alférez le habla al coronel, y el recluta Bastida, a causa de sus pies planos, es reexpedido a la retaguardia, donde hace falta como maestro de Escuela.» Mientras tanto, la bola del señor Valenzuela ha duplicado el peso y el diámetro, y como, por otra parte, en aquel sector del campo de batalla no quedan ya metralletas, ni latas de conserva, ni heridos, ni muertos, el señor Valenzuela pega un grito de gallo vencedor, trepa a la cima de la bola, saca una flauta del bolsillo interior de la chaqueta y se pone a tocar una canción patriótica. «Observo, mi estimado Mirandolina, que es usted injusto con el Destino de ese señor Bastida, pues si bien es cierto que estuvo varias veces en peligro, lo es también que en todas ellas logró salvar la pelleja.» «No le falta razón.» «La gente tiende a tener de su Destino una opinión parcial, pero, como el Destino es circular, hay que contemplarlo dando vueltas o desde el centro. Alguien llama a esto multiplicación de perspectivas, pero yo prefiero llamarlo periplo, palabra en que se insertan todas las nociones necesarias. ¿No nota usted que hace viento?» «Sí, el tapiz se agita un poco.» «Tampoco esa palabra está correctamente usada. El tapiz no se agita; ondula, porque su flexibilidad le permite acomodarse a la ondulación del viento. El tapiz es eminentemente plástico, y gracias a esta condición puede conformarse a la superficie por la que se desliza, aunque, como ahora, sea una superficie de aire. ¿Sabe que tengo hechos ya todos los cálculos necesarios para la fabricación de naves aéreas fundadas en el principio del tapiz volante?» Mirandolina le iba a contestar, o, acaso, manifestarle su admiración o su sorpresa, cuando se dio cuenta de que el tapiz había abandonado el plano horizontal y descendía como por una pendiente a una velocidad que todavía no era alarmante, pero que se incrementaba por segundos. Se lo advirtió al canónigo. «Sí, le respondió este. El tapiz, al llegar a una intersección de planos, eligió el que le ofrecía menos resistencia, el inclinado. Vamos por lo que los niños llaman un resbalillo.» «Pero ¿se da cuenta, de que, al final, está la ría?» «Y, eso, ¿qué importa?» «Normalmente no pasaría de un remojón, pero me tomo la libertad de recordarle, y no lo considere descortesía, que nos espera la boca de la serpiente marina.» «Y, en su interior, el Almirante Ballantyne, ¿no es así?» «Acompañado de su ayudante.» «Pues no debe asustarse. El Almirante es persona discreta y afable. Nos recibirá como a buenos amigos.» El tapiz, en efecto, había aumentado la velocidad, y pudiera decirse que ya se deslizaba vertiginosamente. «Creo que voy a apearme en marcha», dijo Mirandolina. «¿No sabe que está prohibido?» «Prefiero pagar la multa.» Y, sin más explicaciones, se arrastró hasta el borde del tapiz y se dejó caer. «Gracias —dijo— por una excursión tan agradable. No la olvidaré jamás.» Pero ya su cuerpo trazaba en el aire vacío una vertical que formaba con el plano por el que resbalaba el tapiz un ángulo de 45º. «Ahora, sabe Dios dónde voy a caer.» Pero pudo fijarse, y vio que el destino de su cuerpo, con arreglo a las leyes de gravedad, era el centro mismo de la Plaza de Armas, donde le esperaba, con la cabeza levantada y la mano haciendo visera, don Benito Valenzuela, que, hasta entonces, solo había distinguido un punto en el espacio, pero que, al tenerlo lo suficientemente cerca como para comprender que era un hombre, agarró el carro de la basura que tenía a su lado y empezó a moverlo nerviosamente, hacia atrás y hacia adelante, como un jugador de tenis la raqueta, aunque sin salirse del sitio donde estaba emplazado, con el fin de recoger en el interior del carro a la persona que caía; y la razón del movimiento era procurar que la caída fuese en el centro mismo del vehículo, donde las cosas amontonadas harían el choque menos violento. Pero, entretanto, había sucedido que la personalidad de Paco de la Mirandolina se desvanecía, aunque quizás lo exacto no sea hablar de desvanecimiento, sino de disgregación, porque lo que sucedía en realidad era que el roce con el aire le iba despojando de una cosa tras otra, la ropilla, los calzones, incluso el nombre, incluso la belleza, todo lo cual, convenientemente reorganizado y en cierto modo degenerado, reconstruía en la acera de la calle de las Gatas Calientes, que es pina y desemboca en la Plaza de Armas, la personalidad completa de José Bastida, monstruoso de facha, patoso en su caminar lento y tozudo y quizás también inexorable, pero de tal manera orientado y con tal velocidad media de desplazamiento que, con arreglo a todas las leyes del movimiento uniforme (de una parte) y del uniformemente acelerado (de la otra), llegaría por la horizontal al carrito del señor Valenzuela al mismo tiempo que, por la vertical, los restos cadentes de Paco de la Mirandolina, con los cuales formaría un elegante aunque efímero ángulo de 90 grados, momento justo en que el ruido del tropezón y el de la caída se fundirían en un único acorde. Pero sucedió sin embargo que el señor Bastida, que caminaba por el borde de la acera (costumbre, amén de peligrosa, inveterada, por la que su madre le había reñido un montón de veces), se halló caminando por el borde de un tirabuzón formado no tanto de espacio como de tiempo: una especie de espiral como un muelle, y, por lo mismo que los muelles, con la facultad de encogerse y distenderse, propiedad que tienen también otros objetos más macizos. «¡Vaya!», se dijo; «ahora resulta que el tiempo también tiene forma», y continuó tranquilamente haciendo equilibrios por la arista de la espiral —único punto de apoyo que ofrecía a sus pies— cuando descubrió que el muelle no ascendía ni descendía, sino que se cerraba sobre sí mismo, y no de modo perfecto y matemático, es decir, continuidad circular del alambre, sino más bien como cuando una de esas espirales se enreda y engancha y no hay manera de enderezarla; de suerte que, cuando llegó al punto de contacto, se halló con dos posibilidades igualmente tentadoras: recorrer el camino que había andado, y así sucesivamente, o recorrerlo hacia atrás, lo cual ofrecía la variante de que, en aquella dirección inversa, la espiral no terminaba en ningún lugar visible, sino que parecía perderse en lo infinito, y el infinito hincaba sus raíces en los testículos de Adán. Viéndole perplejo, decidí socorrerle. «Tienes la ocasión, le dije, de buscar la eternidad en la repetición infinita, o de regresar al seno de tu madre. En cualquier caso, son dos posibilidades que nos ofrecen, con la felicidad, la eternidad.» Él me miró, mientras se agarraba bien para no resbalar y salir disparado en cualquier dirección, y me dijo: «La primera debe ser muy atractiva para las personas felices, ya que encontrarán en ella el modo de revivir su felicidad eternamente; pero uno, que ha sido siempre desgraciado, no se siente especialmente atraído por los tiovivos, aunque le prometan la eternidad de la desgracia. En cuanto a la segunda, no estaría mal si garantizase la permanencia indefinida en el seno de la madre; pero, usted ya sabe lo que son esas cosas: una vez iniciado el proceso de involución, no hay quien lo detenga, de modo que, a los nueve meses más o menos justos, volvería a salir, aunque al revés, previa escisión del óvulo fecundado, en el cual, ya ve usted, radica mi personalidad, de modo que lo que saldría, lo que volvería a mi padre, no sería yo mismo, sino tan solo una de las partes integrantes con la cual difícilmente y solo engañándome a mí mismo podría identificarme. Sintiéndolo de veras, me veo en la necesidad de rechazar ambas posibilidades, y no lo tome a mal ni me desprecie por ello.» Y, sin pensarlo más, pegó un salto y salió fuera de la espiral del tiempo, aunque con tan buena suerte que cayó en la calle de las Gatas Calientes, y como si nada hubiera pasado, continuó caminando como una vaca que turra hasta tropezar verdaderamente con el carrito del señor Valenzuela, en cuyo interior se instaló, asumiendo los restos de Paco de la Mirandolina o quizás asimilado por ellos. De momento, quedó un poco atontado. Don Benito acudió a su socorro, y llegó a ofrecerle un trago, que aceptó Bastida y que tuvo la virtud de devolverle el ánimo y hacerle olvidar el dolor difuso que sentía en alguna parte del cuerpo. Dio las gracias a su salvador, y le preguntó que cómo se encontraba allí tan a punto, y Valenzuela le respondió que últimamente decidiera especializarse en recoger los objetos que caían del cielo, y que al contárselo al señor Irureta, que era, como se sabe, muy amigo suyo, este había puesto a su disposición un recogedor de basuras anticuado que se oxidaba en los Almacenes del Departamento de Limpieza Pública y Similares, con el que salía de noche como un cazador con su escopeta, ni más ni menos, aunque la forma del instrumento de que se valía mejor hubiera aconsejado la comparación con un pescador de los que pescan con redes cóncavas. «¿Y caen muchas cosas?», le preguntó Bastida. «Según. Con esto pasa como con la pesca y con la caza. A veces, regreso con el recipiente lleno hasta arriba. Otras, lo llevo medio vacío, e incluso hubo noche en que no cayó un mal gorrión.» «¿Y qué ha recogido usted?» Don Benito Valenzuela sacó un papel del bolsillo: «Mire, aquí llevo la estadística». Y empezó a leerla en voz alta: Llaves inglesas107Tornillos16 Sombreros de señora13 Paraguas de caballero9 Cometas de papel99 Suspiros (que son aire y van al aire)568 Restos minerales45 Niños recién nacidos1 Zapatillas de brujas desaparejadas75 Aerolitos3 Proyectos de Reforma Agraria12 Cartas de amor9 Hojas del árbol caídas7 La lista era mucho más larga, pero Bastida le interrumpió para preguntarle a qué atribuía la abundancia de llaves inglesas y la escasez de hojas de árbol y de criaturas, y don Benito le respondió que, a no dudarlo, las llaves inglesas las arrojaban los tripulantes de los aviones soviéticos, con la peor intención, claro. En cuanto a la escasez de hojas, la consideraba ocasional, puesto que estaban casi en primavera, pero que en el otoño abundarían más. «El niño, dice mi mujer que lo parió de tapadillo mi hija Lola, pero usted ya sabe lo que son las mujeres, y la mía, que odia a su hija, se dedica a levantarle calumnias como esta.» «¿Y hay algo que usted espere especialmente, algo que le haría feliz?» «Sí. Siempre he oído decir que la Justicia de Dios viene del cielo, y me gustaría cogerla alguna vez, pero ignoro qué forma tiene.» «Triangular, sin duda. Dios mismo tendría forma triangular si no la tuviese al mismo tiempo esférica. Pero no le será difícil reconocerla.» «Pues ya me gustaría, sí.» «¿Y qué iba a hacer con ella?» «Guardarla bajo siete llaves. La justicia divina es peligrosa para la sociedad, y yo, sabe usted, defiendo lo establecido.» «¡Hace usted bien, qué caray!» Don Benito sonrió. «Por estas y otras cosas, espero que me den una condecoración bonita», y se llevó la mano al pecho. Bastida se despidió amablemente y marchó a casa del Espiritista, si bien violentando el natural y súbito deseo de entrar en el café y charlar un poco con los de La Tabla Redonda y contarles su metamorfosis y expedición aérea, de la que no creerían una palabra, pero que les divertiría mucho. Tenía hambre y sueño, y dado lo avanzado de la hora, lo más probable sería que su cena le esperase, fría, en la cocina. Así fue. El Espiritista leía con atención un libro de Alian Kardec. Le miró por encima de las gafas y le dijo: «Estas no son horas de llegar, señor Bastida. Por mi gusto le hubiera dejado sin cena, pero las mujeres se la han dejado en una tartera al calor del fogón». El bacalao estaba salado, y la salsa, chirle, pero esto no era ninguna novedad. Cenó en una mesa alejada del mostrador, llevó él mismo al fregadero los platos sucios, y, sin decir buenas noches, empezó a subir las escaleras. Al llegar al segundo descansillo, se tropezó con Julia, que salía corriendo, y que pasó por su lado sin decirle nada, y más bien de prisa. Bastida se la quedó mirando con pena, y pensó que la pobre no había podido resistir más y que había caído con un huésped, aun sin ser sábado, sino viernes. «Mañana me marcharé», decidió; y continuó subiendo, aunque con calma. Se sentía, de pronto, mucho más en el aire que cuando cayera en el vacío, y al pensar que no había atendido a Julia lo suficiente, que no la había cuidado, consolado y ayudado, sintió una punzada en el corazón que le invadió el ser entero y se transformó en música y en tristeza. Llegado a su cuarto, buscó bajo la cama la maleta de cartón y empezó a recoger sus avíos, pero, cansado, se tumbó, cogió papel y lápiz y, con ellos apercibidos, se dejó llevar por aquella mezcla de sentimiento y ritmo que le dominaba y, a poco, empezó a escribir: Canción elegíaca Galar suso hadulaila enfaroa, Julia, Belo goalu yelodia hadús adlartes. Meloste yu erne igar be ladeslartes debén visolu esfalca sapor lulia. Lalibaila festartes sapor nulia gorimestán alcola ulví neartes. Lilabalán fescora. Moli dartes. Fescora colbilán. Bilbarta vulia. Boli saltrás, disboli col minuvio, gori viltón usq’aviltrán do cano, yolibastín gaslora valco fuvio. Mistilimón aslatorín ca lano la bó saltín lebá soliel ga lubio dicloro​difenil​tricloro​etano. Lo leyó, lo apretó entre los dedos, lo guardó en el bolsillo. Se escuchaba en las tejas el rumor incipiente de la lluvia. Bastida se quitó la chaqueta, los zapatos, los pantalones, se cubrió con la manta. Quieto, miraba al techo oscuro. La casa estaba en silencio. Bastida sentía el tiempo salirle del corazón y deshacerse fuera, como se siente salir el vapor de agua de una válvula, y desvanecerse. Pasó un buen trecho sin dormir, pero también inmóvil. A veces, pensaba; a veces, imaginaba. Permanecía en su mente el ritmo del soneto, aunque sin acomodarse al de los pulsos, ruidosos, ni al de la lluvia, redoblando ya en las tejas. Soneto cruel     Galarsu soadulá li’enfaroa, Julia, belógoa luyeló di’hadused lartes. Melosté yuerneigar beladesnartes debenví soluesfal ca saporlulia.     Lalí bailafestar. Tesa pornulia gorimés tanalcol’al vi ne artes: lilabá lanfescó. Ramolidartes fes carácol bilámbil. Bar. Tavulia.     Bolísal, trasdiboli, colmi, nuvio, gorívil tonuscávil tran docá no bolí, bastingasló ravel confuvio     mistí limonaslá, torincalano labosal, tinlebaso, liel galubio diclo rodí, feniltriclo, roetano Confundidos, peleaban, querían imponerse, armaban un alboroto interior del que salió poco a poco un ritmo nuevo, aunque también endecasílabo: un ritmo que era como una orden, a cuya voz los acentos se desplazaban hacia atrás, una sílaba, dos sílabas hacia adelante. Y todas las del verso fueron acometidas de una prisa tremenda por cambiar de lugar, por debilitarse o fortificarse: los prefijos se constituían en desinencias; los semantemas, descoyuntados, buscaban afinidades nuevas o se emparejaban a otros que les arrebataban la significación o se la trocaban. Verso a verso, como en una pantalla —espantado, estupefacto—, Bastida veía surgir insultos, crecer blasfemias, afirmarse desprecios. La piedad y la tristeza se mudaban en crueldad y sarcasmo. ¡Aquel verso final, capaz de avergonzar al hombre más infame!, «diclo rodí, feniltriclo, roetano». Jamás se hubiera atrevido a pensarlo; menos que nadie, de Julia. Y, sin embargo, allí estaba, con los otros del soneto. Acusándole. Sintió que enrojecían sus mejillas en la oscuridad, que se encogía su corazón y se secaba. ¿Estaban los secretos de su alma colmados de aquella mierda? Metió en el fondo la mano empavorecida, la mano que, con temblor, buscaba, palpaba, reconocía y sacaba al aire lo escondido: los trapos sucios, los deseos frustrados, los tornillos oxidados, las quejas contra el Destino, los zapatos sin pareja, recortes de uñas, anhelos de felicidad, iras frenadas y acalladas, vidrios quebrados, cuchillas de afeitar, ensueños, odios, pelusa del ombligo, catástrofes mentales, los platos rotos, los propósitos vanos, las palabras perdidas, los esbozos de versos rechazados, las culpas, el mecanismo de las metáforas, recuerdos que no le pertenecían, acciones que había querido olvidar, las bofetadas que no habían salido del bolsillo, los insultos atragantados, los tímidos piropos en voz baja, pedazos de mujeres desnudas como de estatuas rotas, migas de pan resecas, botones caídos, unas medias de mujer, otras medias de mujer, aquellas bragas azules que la criada de la fonda —allá en Madrid— había olvidado con la prisa, argumentos de comedias, proyectos de reformas gramaticales afectando al uso del gerundio («El gerundio y la lucha de clases: tesis doctoral»); también salieron el cojo que tocaba el bandoneón en un cafetín del barrio de las putas en Vigo, y el ciego que pedía limosna leyendo el Quijote en voz alta, y la viejecita conmovedora que le había ofrecido muy barato el virgo de una niña que lo necesitaba para ir al hospital, y el teósofo políglota del Ateneo, y el vendedor de candados garantizados contra el robo, y aquella mujer de un café cantante que se hurgaba en el sexo con un plátano mondo, y el filósofo francés que disertaba sobre la intuición, y un molino de viento, y una montaña rusa, y la puñetera cometa perdida cuando tenía siete años, y la mujer cañón, y el sargento de su bandera doblado sobre los picos de la alambrada con un balazo en la frente, y todos los guijarros bonitos que había coleccionado en su infancia y que había trocado por un trompo y una piola, y un cascabel, un cencerrito de cobre que sonaba como la campanilla que se tocaba al alzar en la parroquia de Soutelo de Montes cuando él era monaguillo, y un complejo de inferioridad (físico y social) como una casa, aunque debidamente compensado por un complejo de superioridad (espiritual e intelectual) de tamaño más bien regular, y la fotografía del bigotudo-caballero-vestido-de-frac-con-la-chistera-puesta que se estaba tirando a la mujer-desnuda-de-ancas-de-yegua-percherona-tetas-de-vaca-suiza-moño-en-rodete-que-le-chupaba-al-caballero-la-guía-izquierda-del-bigote y era lo más pornográfico que había visto en su vida a causa precisamente del bigote, y un sistema filosófico de marcada tendencia teísta completamente montado al aire y sin tener en cuenta la teoría de los reflejos condicionados de Pavlov, y la refutación sistemática del mismo sistema, igualmente teísta, igualmente montada al aire y con las mismas deficiencias de información y método; y … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … angustias, abarcas, abedules, alacranes, alcándaras, botijos, batiburrillos, besanas, bonetes, bazofias, balandros, babuchas, cosas, colibrís, cuchillos, carneros, cejas, cascajos, cerumen, todas las palabras bonitas del diccionario (calandria, facistol, rosa, rebuzno), y todas las amorosas, y algunas pecaminosas, y bastantes insultos, y un bloque enorme de cristal transparente (2 × 2 × 2) en cuyo interior, aprisionado, se desesperaba un diablo vivo de tamaño natural, al que Bastida llamaba el Demonio de las Copulaciones Paradójicas, y otras cosas sin importancia. Volvió a meter la mano y exploró, hasta lastimarse los dedos, los últimos rincones: porque aquel interior suyo era bastante complicado y abrupto, tirando a rugoso e irregular, algo así como una cueva con sus estalactitas y estalagmitas, de modo que palparlo todo le costó un tiempo incalculable. Pero sacó la mano vacía, porque lo que buscaba, la maldad, no lo había encontrado. El asco de sí mismo que empezaba a sentir se retiró como las olas de bajamar y allí quedó sujeto por fuertes diques, porque no era él quien despreciaba a Julia, quien la acusaba de liviana y la trataba de prostituta, sino las palabras mismas, capaces por sí solas de injusticia: las palabras, de envés cargado de impiedad, inocentes y terribles, caritativas y criminales, según donde estuvieran los acentos. Sintió, eso sí, vergüenza de haber inventado un idioma tan poco de fiar, que a pesar de ser suyo le daba aquel disgusto y le ponía en trance de hacerse justicia y arrojarse al paso del tren que arrastraba don Benito Valenzuela. «Pediré perdón a Julia, aunque sin explicárselo, porque no lo entenderá.» Rompió, además, el soneto, y solo entonces se sintió exculpado y se le fue sosegando el corazón, hasta quedar dormido. Cuando se despertó, pensó que debería ser muy tarde. La puerta corredera estaba abierta, como la había dejado, y por ella entraba una claridad fuerte que le hizo parpadear. Vio, encima de la silla, la bandeja con el desayuno, quizás frío. «No ha querido despertarme por no hablar conmigo. Bueno. Tiene derecho a la vergüenza.» Al incorporarse, advirtió que, además del desayuno, había un papel blanco, quizá una carta. Estaba junto a la taza del café, debajo del pan. Alargó el brazo, pero no lo cogió. Sintió, de repente, miedo de que le hubiera escrito Barallobre con el ruego de que no volviese a la Casa del Barco o algo así: «Y ahí le envío a usted, con ese cheque, el salario de los días que van de marzo.» Poco faltaba ya para los Idus… Con un esfuerzo cogió la bandeja, dejó el sobre —sin mirarlo— encima de la almohada, y sorbió el café, apenas templado. Aquella mañana era escasa la nata y el pan estaba duro. ¡Y el café traía poco azúcar! Al descubrir en un rincón la maleta, se preguntó por qué estaba allí, y recordó inmediatamente que la noche anterior había decidido marcharse. Ahora pensó que adónde. Agarró el sobre con un movimiento rápido e impensado, un movimiento violento que le hizo doler los músculos del hombro. No traía su nombre y no estaba cerrado. Sacó del interior un papel a rayas y lo leyó: «Mi querido y respetado don Joseíño: pues esta servidora le escribe para decirle una cosa. Usted, don Joseíño, puede pensar de esta servidora lo que quiera, pero yo le aseguro que no soy mala, aunque sea desgraciada, pero que lo que ayer me pasó es un aviso de Dios. Cuando usted me encontró en la escalera, el viajante que vive en la habitación delantera del segundo me acababa de achuchar en el rincón del pasillo y de decirme que si quería algo con él no tenía más que ir a su habitación cuando todos estuvieran dormidos. Don Joseíño de mi alma, esta servidora se pasó la noche entera peleando con las ganas de ir, y si no lo hizo fue a fuerza de rezar Avemarías y de retorcer el cuerpo. Pero yo sé que si el viajante me lo vuelve a decir, iré, y, entonces, don Joseíño de mi alma, esta servidora será una verdadera perdida. Pero le juro por la memoria de mi madre que ya no puedo más y que otra en mi lugar ya hubiera dado el paso. Me da mucha vergüenza lo que voy a pedirle, pero usted me conoce bien y sabe que no lo hago por mal, y que si se lo pido a usted es por saber que es la única persona buena del mundo. Don Joseíño, esta noche, cuando duerman todos y mi padre esté acostado, voy a subir a su cuarto. No me cierre la puerta, se lo pido por Dios, porque, si la encuentro cerrada, me tiro por el hueco de la escalera y se acabó. Dios le ha de pagar lo que hace por mí, don Joseíño. Le pide otra vez mil perdones esta que lo es, Julia». Le vinieron ganas de reír, seguidas de una congoja que le salió como de la boca del estómago y le tuvo casi sin respirar, espantado. Rompió la carta en mil pedazos, saltó de la cama, se lavó, se afeitó, se vistió. Llegaban hasta él, por la puerta siempre abierta, voces del Espiritista, rumores de la cocina, pasos de gente que subía o bajaba. Bajó también, dijo «Buenos días» al atravesar el comedor, y salió a la calle. La niebla resplandeciente envolvía la ciudad, aquella niebla como iluminada por dentro. Se metió en ella, bajó la calle, pasó el puente y se detuvo un momento a contar el dinero. Con el paso más ligero de sus pesados pies se llegó a la plaza y entró en la Camisería del señor Blázquez, un madrileño recastado que mantenía en secreto el culto a la República y que no participaba en las gachupinadas de los godos; seguramente no pertenecía al cuerpo especial de la Policía. «¿Y qué le trae por aquí, señor Bastida?» «Pues verá. Que voy a tener que ir al hospital para un reconocimiento, y que a lo mejor me retienen allá dos días.» «¡No irá usted a decirme que se ha puesto enfermo!» «No, gracias a Dios, pero como en la guerra me entró un poco de metralla cerca del corazón, pues de vez en cuando me mandan a ver qué pasa, y a veces la cosa no está clara y tengo que estarme allí en observación, como le dije.» «¿Y qué es lo que necesita?» «Pues un pijama que no sea muy caro y que no me venga demasiado largo.» «Tengo aquí unas tallas para muchacho que quizá le sirvan.» «Y un perfumito también, algo para hombres.» «¡Pues no iba a darle uno de damisela! Para caballeros, lo que va mejor es la lavanda, y en Barcelona la fabrican tan buena como la inglesa.» Y después de aquello pasó por el Hotel La Perla, a cuyo dueño conocía, y le contó el cuento de las esquirlas de metralla, y que quería ir al hospital recién bañado, y que como en casa del Espiritista no tenían bañera, pues había pensado que a lo mejor él le permitía tomarse al menos una ducha al atardecer, pagando lo que fuera, por supuesto; y el dueño del Hotel La Perla, que era un galio de Santiago, le dijo que bueno, y que para una cosa como aquella él no cobraba a los amigos; y añadió que, según las leyes sanitarias, todo propietario de hotel o de casa de huéspedes está en la obligación de disponer de los servicios higiénicos necesarios, y que el Espiritista, y otros como él, estaban contraviniendo la legislación y que no les estaría mal una denuncia que les obligase a instalar lo indispensable para la higiene cabal de la clientela. Cuando llegó a la Casa del Barco, Barallobre había salido, pero le dejara una nota indicándole el trabajo que tenía que hacer, y que si a la hora de comer él no había regresado, que podía marcharse hasta el día siguiente. Cuando estaba más metido en faena, llegó Clotilde con el piscolabis de las once, que era ella misma quien lo servía casi siempre; y como encontró solo a Bastida se sentó en una butaca y empezó a hablar de los preparativos de la boda de Lilaila Aguiar, para la que faltaban tan pocas horas, como quien dice, y que ella no estaba muy tranquila, pues temía que su hermano hiciera alguna barrabasada. Bastida le dijo que no creía que a don Jacinto le importase mucho la boda de la señorita de Aguiar a juzgar por lo que algunas veces le había oído, y ella le respondió que su hermano sabía disimular muy bien sus sentimientos, pero que ella tenía sospechas bien fundadas de que preparaba algo, y otras personas también. «Y, ya ve, yo soy la verdadera culpable, porque lo crie con demasiado mimo y se hizo voluntarioso y terco y caprichoso, y todo lo que sucede ahora viene de ahí. Porque si a su debido tiempo él se hubiera casado con Lilaila, como yo le aconsejaba, no habríamos llegado a esta situación; pero, él, ¡venga a decir que era tonta, y que un intelectual necesitaba otra clase de mujer, y para arriba y para abajo, hasta que ella se cansó y lo mandó a paseo!» Bastida aprovechó un silencio de Clotilde para meter baza. «Pues yo tenía entendido que el señor Bendaña le había soplado la novia cuando él estaba ausente. Al menos eso es lo que se cuenta.» «¡Lo que se cuenta, lo que se cuenta! ¿Quién va a saber las cosas mejor que las familias? ¡Pues bien mal que me hizo quedar Jacinto, y buen trabajo que me costó no perder la amistad con las de Aguiar, que siempre fueron muy suyas y que, en aquel caso, lo tomaron muy a pecho!» «¡Vaya por Dios!», no se le ocurrió otra cosa. «¡Y yo le digo a usted, señor Bastida, que como mi hermano se salga con otra mascarada o cosa semejante, lo mando a vivir al hotel y no vuelvo a hablarle en la vida!» Se limpió una lágrima con la que seguramente no contaba. «¡Este es el pago que me da después de haberle sacrificado mi juventud y mi felicidad! Porque si estoy soltera, es por él, y buenas proposiciones que tuve, y todavía no hace muchos años. Pero, dígame usted, ¿qué iba a ser de ese hombre sin mí? ¡Si quitándolo de sus papeles no vale para nada…!» «¿Quiere que yo le hable?» «¡No creo que se lo permita! Es tan imbécil como todo eso. Pero si barrunta usted algo…» Como Clotilde había traído abundante comida, y como Jacinto no aparecía, acompañó a Bastida en la colación con dos o tres copas de tinto, y al final, un poco alegre, se refirió, con cierta vaguedad, a los ojos bonitos de los hombres y a lo que a ella le gustaban, y que se quitara de delante cualquier buen tipo cuando había un hombre de ojos bonitos. Y, después, se marchó, seguida del Obispo, del Almirante, del Brujo y del Vate, que durante la visita se habían movido en libertad por la biblioteca, y el Obispo había cantado con una voz un poco áspera la canción latina que dice: Cras amet qui nunquam amavit; qui nunquam amavit, cras amet. Y Clotilde se había interrumpido para preguntar a Bastida: «¿Sabe lo que quiere decir?». «¡No olvide que estuve en el seminario!» «¿Y no le conmueve que un bicho cante una canción de amor, cuando ya los hombres no lo hacen?» «Algunos, todavía.» «¿Usted?» «No las canto, pero las escribo. Lo malo es que mi idioma lo entiende poca gente» «¿Escribe en alemán?» «En esperanto» «¡Qué lástima!» Al marchar dejó un perfume fuerte, un perfume violento que hizo doler la cabeza a Bastida: quien se fue a comer a una taberna por no hacer pasar vergüenza a Julia. Volvió a la Casa del Barco y estuvo solo todo el tiempo. Al atardecer, bajó a la ciudad, se duchó en el Hotel La Perla. («¿Y no será que usted se nos va esta noche de picos pardos, señor Bastida, y lo del Hospital es un pretexto?» «¡Se lo juro por mis muertos!» «No lo jure, porque a mí me da lo mismo.») Cuando salía, bañado y perfumado, empezaba a subir la niebla de los ríos, la niebla clara del Mendo y la niebla oscura del Baralla, y él se perdió en ellas. El aire estaba húmedo y las luces parecían veladas y remotas. De vez en cuando, atravesaban la oscuridad ráfagas como relámpagos, pero que no eran en realidad de luz, sino los surcos que dejaban en la niebla manadas de bisontes furiosos montados por emplumachados indios, seguidos de coyotes en manada. Bastida se fue al Cantón a pasear —el aire estaba más tranquilo— y aún estuvo un buen rato acodado al pretil, contemplando las aguas. Todavía algún pescador enviaba al río sus anzuelos y los sacaba pingües. Había parejas que se amaban en la oscuridad, y un niño pasó cantando. Pero también había cuchillos suspendidos, hojas de afeitar rotas, punzones, alabardas, alfileres oscuros, sierras, clavos de acero, y puñales morunos, y bisturíes, y cortantes aristas de hielo: todo en el aire, todo amenazador, todo apuntándole. Lo tomó como un presagio, pero aplazado hasta los Idus de marzo, y aquella cortesía de la suerte (o de la muerte) le daba tiempo a cumplir su palabra. Era ya casi la hora de cenar cuando subió la cuesta, y, antes de entrar, dio todavía una vuelta por la Plaza. Después subió a la habitación sin que nadie le hiciera caso, se desnudó, se vistió el pijama nuevo y se acostó.CAPÍTULO III Scherzo y FugaINVITACIÓN AL VALS Yo canto la olimpiada de las metamorfosis, el éxtasis del número entusiasmado canto, loor de la Aritmética y el Cálculo Infinito, del seis más uno es siete, del dos más dos son muchos. Empero, no conviene fiarse de apariencias, porque es engañadora la faz de los fenómenos, y el dos, el seis y el uno son meras abstracciones. La verdad impecable está en las estadísticas y el método científico exige perspicacia. Procedamos con método y vayamos por partes: la Ley del Universo se divide en tres Vientos, Este, Oeste y La Piedra; y cada uno de ellos en sístole, en diástole y en ágata dormida. Sumando los sumandos, dan un buen coeficiente de la mortalidad de los enamorados; pero si se recuerda que el mar es estentóreo y que las caracolas carecen de experiencia, resulta que, a la postre, el Cosmos es macizo. ¿Quién es el que convoca al agua y al silencio? ¿Quién es el que recorre sus ríos interiores tripulando los sueños de la propia miseria? ¿Quién el que merodea por los cuévanos yertos? Ahí lo tenéis. Mirarlo. De especie incierta e híbrida, no hay seis que lo ilumine ni siete que lo avale: náufrago en logaritmos, es número redondo. ¡Oh, ejemplar escogido de los camaleóntidas, condestable volátil de artillerías muertas! A paso de tortuga quieres beber los vientos y llevar a la cita libélulas dormidas, cuando sabes que el tiempo tiene caminos largos y que, a veces, su rumbo se embarulla en sí mismo. Pero, ya ves, el alba te hace traición, y escapa; en las aguas del río la calandria sospecha, planea y cae; el óxido muerde los intersticios y el albatros, tranquilo, se remonta a la espuma. Procedamos con método, ya te lo dije antes, no sea que la brisa se lleve los sumandos. Batallas, alcancías, guardarropas, cohetes, soldados de madera que cuentan y disparan y saetas que traen mensajes de amargura: yo no sé si decirlo, yo no sé si callarlo. Tu nombre viene escrito en letras de almanaque y una fecha pregona la señal de tu muerte. ¿Hay un resquicio abierto? ¿Hay una escapatoria? ¿Hay, al menos, un cielo donde dormir la siesta? El tres, el siete, el nueve son números impares; el dos, el cuatro, el ocho confiesan su impotencia, y el cero piensa solo al borde del abismo. No hay por qué resignarse al albur y al secuestro: lo mismo da un zapato de charol suspendido que un farol marchitado en la manga del viento. Lo demás son cenizas, cuerpos muertos, ensueños, palabras que se pierden, suspiros que no cuajan, jueces que se distraen, defensores que acusan y las flores que esperan la sazón del instante. Hazme caso: abandona los números inciertos, busca en las entretelas de las chaquetas viejas y hallarás los residuos de los ruiseñores. Las colmenas rezuman la miel, y las ortigas apartan su veneno cuando el amor se ríe. Hazme caso: el amor rebasa al dodecaedro aunque sus dimensiones sean incalculables. Coge desde ahora mismo las rosas de la vida mientras la ciudad asciende en el cielo entreabierto.SCHERZO Y FUGA Ese día, o más bien esa noche, me encontré con que yo ya no era quien solía, sino yo mismo. Bueno. Dicho así, de repente, puede parecer raro, fantástico, e incluso ofensivo, sobre todo para los que no dejan de ser quien son durante un año entero, día tras día, al levantarse de la cama, al salir de casa, al entrar en la iglesia, al comer y al dormir. ¡Principalmente al dormir, que es el mejor momento para hacer trampas al principio de identidad, para lanzarse alocadamente a la carrera de los desdoblamientos o las multiplicaciones, cualquier cosa que destruya la tautología siniestra con que cada mañana nos insulta el espejo! Pero yo carecí de esa suerte, al menos durante cierto tiempo, ese en que al encontrarme con que yo no era el mismo, fui otro y otro más, fui no sé cuántos otros, aunque entre ellos y yo hubiera ciertas afinidades que, con exageración, pudieran conceptuarse de trámites para la equiparación final, para la integración total, y que el itinerario que recorrí mientras duró la aventura, pudiera a la postre —y bien pensado— resultar un viaje por dentro de mí mismo, secretos e ignorados vericuetos de mi yo, o al menos por el interior de algo o de alguien que, sin ser yo enteramente, lo fuera en cierto modo. Esto resulta confuso, lo comprendo, pero no puedo contar, y menos explicar con claridad suficiente, lo que para mí permanece todavía oscuro, lo que me sigue bombardeando con preguntas para las que no hay respuesta, lo que me solicita resplandores que no me aclaran nada. No sé decir, por ejemplo, si se trató de un súbito y prolongado ensimismamiento, o de una inesperada, casi mortal, o al menos arriesgada enajenación. Desde que soy niño he deseado no ser yo mismo aunque sin dejar de serlo. Como no presumo de original, quiero suponer que algo parecido le sucederá a cada quisque. Lo deseé con vehemencia desde el instante mismo en que comprendí quién era aquel niño torcido y feo que me miraba desde el otro lado del espejo. En general, todos los niños quieren alguna vez ser el papa, el cura, el gato, el águila y el triángulo isósceles, y con cierta frecuencia lo consiguen, hasta que un día olvidan todo y se conforman —o se resignan— a ser los mismos de una vez para siempre y con la esperanza de no cambiar demasiado, porque no es respetable llegar a los cuarenta siendo distinto que a los veinte. El principio de identidad es la columna vertebral de la persona, y cuanto más sencilla es la columna, mejor. Pero yo, a pesar de mi apasionada voluntad de cambiarme en lo que fuera —en general, quería ser cualquier cosa o persona que me pareciese bella, o gallarda, o imponente, por ejemplo, el Sargento de la Guardia Civil del cuartelillo de mi pueblo—, no lo conseguí jamás, y por eso llegué a mayorcito sin perder la costumbre, soñando siempre con imposibles pero satisfactorias transformaciones. Ahora pienso que a causa de cualquier predisposición congénita, perfeccionada por ese hábito, me fue más fácil, cuando llegó el momento, dejar de ser quien era incluso antes de llegar a ser el otro. Miren: no pertenece al orden de lo que se entiende, sino al de lo que se siente, como cuando le dan a uno una buena bofetada. De repente observé que me apartaba de una cosa como si me desprendiera, y me pareció que la operación se desarrollaba más o menos como cuando se arranca de algo sólido y recio una tira adherente, de tafetán o esparadrapo. Llegué a ver cómo las minúsculas briznas de pegamento se estiraban como hilillos elásticos que hicieran, además, un ruido muy sutil que casi no se oía. Y conforme sentía, vi cómo me desprendía; vi, oí, sentí cómo me alejaba indiferente, y que lo que aquí quedaba no era nada. Aquí quedaba lo de fuera, entre cielo y tierra fluctuante, y allí iba yo marchando, más lejos cada vez, sin sentir ese dolor que debe de sentirse cuando uno se desprende de lo que es y deja entonces de serlo. Vamos, lo digo a juzgar por la firmeza de mis pasos. Conviene no confundir, y yo mismo me cuido de no hacerlo, ese momento y la facultad o posibilidad que comporta, con mis emigraciones o salidas cuando yacía en la cárcel de la Inquisición vallisoletana, literalmente aherrojado: aquello nunca fue, propiamente hablando, separación, sino el ejercicio de una propiedad que todos los hombres tienen en potencia y que llegarán a ejercitar en acto cuando la Ciencia descubra, explore y ponga al alcance de todos esos recónditos ámbitos del Cosmos que ahora designamos con el nombre provisional de misterio. (¡El lío que se va a armar entonces va a ser de los que marcan época!) La diferencia que acabo de señalar plantea la primera cuestión insoluble. ¿Quién quedaba y quién se iba? Si el que se iba era yo, ¿por qué también se llamaba yo el que quedaba? Y si era yo el que quedaba, ¿quién era aquel que ya se había ido, que ya había desaparecido, contento y campechano de haber dejado de ser yo? La confusión se debe a alguna imperfección del lenguaje, al uso deficiente de los pronombres personales, a esa culpable manía de usar la misma palabra para nombrar cosas tan diferentes como lo que queda y lo que marcha. Ininteligible, claro, pero no por mi culpa. Ininteligible ante todo para mí, pero solo por mi manía de investigarlo todo nada más que por lo contento que queda uno, por la sensación de poder que se experimenta cuando se acaba comprendiendo algo que tiene intríngulis. Si aquella sensación tan compleja de separación, perplejidad e impotencia intelectual se hubiera prolongado, no sé en qué habría acabado la aventura; pero, por fortuna, se transformó, o, mejor dicho, cedió la plaza a una sensación nueva, la de una presión espantosa que se ejerciese sobre mi cuerpo en todas las direcciones, como lo que siente el pie cuando uno logra calzarse un zapato cuatro números menor de lo debido. ¿Es que alguien me estaba calzando? Semejante certeza —y yo estuve a punto de tenerla— es de las que, sin tiempo a reflexionar, zambullen al sujeto paciente en un estado sentimental de humillación casi infinito y, por supuesto, irremediable. No llegué, sin embargo, a tal estado, porque pronto descubrí que la cavidad donde estaba metido no era un zapato (en el caso de poder llamarle con propiedad lugar), sino que se trataba más bien del interior de un tubo cuyo diámetro se achicase cada vez más, constriñéndome, pero que, hacia arriba y hacia abajo, ofrecía un campo de expansión interminable. De estar entonces en mis cabales, me hubiera preguntado a qué era igual la suma de aquellas dos dimensiones sin término a la vista, una cada vez mayor, otra cada minuto más pequeña, pero confieso con vergüenza que, por el momento, mi experiencia interior evolucionaba de la sensación al sentimiento, acaso a causa de la distancia hacia arriba a que iba quedándome el cerebro. No comprendí, pues, sino que sentí cómo me iba alargando al mismo tiempo que me ahilaba, y cómo, a pesar de la escasez de mi materia humana, iba alcanzando altura tal —una sola dimensión, por supuesto— que conmigo se podría atar la tierra por lo más grueso y aún sobraría hilo para nudos y lazadas. ¡Con decir que mi alma tardó un tiempo incalculable en pasearme de cabo a rabo, si bien lo hiciera con dificultad, a causa de mi exagerada delgadez, y que, a pesar de ser espíritu, el alma, en su paseo, me lastimaba! Más tarde supe que se trataba de un accidente de ósmosis por capilaridad. Hasta que alguien —o quizás algo— tiró de mí por un extremo, quizá el que correspondía a los pies, y me hallé metido en un cuerpo en que cabía holgadamente: más espacioso que el mío antiguo, puesto que, para llenarlo, mi carne tenía que estirarse hasta el límite de su elasticidad, y aún hubo células que hubieron de medio desintegrarse para cumplir la obligación de colmarlo sin vacíos ni burbujas. Aquel lugar era un cuerpo, pero no el mío, y, sin embargo, me sentía en él como en mi casa, como si siempre lo hubiera habitado: un cuerpo que no me planteaba dudas, sino que me ofrecía certezas, como vivido por mí años largos. Empezando por su nombre: se llamaba, por supuesto, J.B., pero no José Bastida, sino Jerónimo Ballantyne, e iba vestido con casaca de Almirante y mitra de Obispo. No recuerdo haber alcanzado, durante el tiempo que lo habité, especial conciencia de la cara, guapa o fea, graciosa o repelente, pero sí muy aguda del nombre, la mitra y la casaca, como si mi nueva personalidad en estas cosas se cifrase. Me hallaba a bordo de un navío de tres puentes cual un marino-dios en alta popa, quiero decir en el alcázar, y me movía con la misma naturalidad que si hubiera nacido allí y que si hubiera sido Obispo Almirante toda mi vida. Tenía delante un plano o carta marítima, un compás en las manos, y dos oficiales de derrota delante de mi mesa, ambos de casaca y tonsurados. Se llamaban don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa, y eran los chicos más listos de mi Armada, matemáticos profundos y bastante teólogos, como correspondía a su doble calidad de clérigos y tenientes de navío. Pero, a juzgar por lo pequeño de su tonsura, sus mentes preferían las matemáticas. Me ajusté la mitra, los miré y les dije: —«El enemigo tiene que estar precisamente dentro de este círculo». —«Sí, Excelencia». —«Pero el fin de mi viaje no es hallar al enemigo, ni combatirlo». —«Ya lo sabemos, Excelencia». —«¿Y ustedes saben también qué hará la pobre Julia si no regreso a tiempo?» Parecieron consternados por la pregunta. —«No podemos ni siquiera conjeturarlo». —«Mi ausencia será un acto, y, como tal, significante, es decir, acto y signo a la vez, y contiene un mensaje. Ahora bien, en el caso concreto que nos ocupa, no hay uno, sino dos códigos que permitan descifrarlo: el de J.B., y el particular de Julia. Según el primero, el mensaje sería: “J.B. está ausente porque se encuentra de viaje por el interior de J.B.”. Pero, según el segundo, sería este otro: “J.B. me ha abandonado”. Supongamos, sin embargo, que Julia se halle en posesión de ambos. ¿Cómo podría interpretar mi ausencia? De tres maneras, a mi juicio: dos de ellas, simples y, la tercera, compuesta: “J.B. está de viaje”, “J.B. me ha abandonado” y “J.B. ha buscado en el viaje un pretexto para abandonarme”. Hay también la posibilidad de que sospeche la existencia de un tercer código, y que se retuerza las manos y se pregunte: “Dios mío, ¿qué habrá sido de J.B.?”. En cualquier caso, está condenada a ignorar la verdad de mi situación, que es hallarme de viaje sin habérmelo propuesto, y es también desear ardientemente mantenerme despierto hasta el momento en que Julia se acerque a la puerta silenciosamente y me pregunte en voz baja: “¿Está ahí, don Joseíño?”». Los oficiales de derrota se miraron, bastante afectados, al parecer, por mi razonamiento, y uno de ellos dijo (uno de ellos. No sé cual. Eran idénticos, pero no matemática, sino misteriosamente, como reflejos cada uno del otro. El quid reside en ese cada uno, porque si lo fueran el uno del otro, existiría evidentemente un generador de imagen y una imagen generada; pero al serlo cada uno, resulta que cada uno era al mismo tiempo generante y generado, lo cual repugna a la razón. En fin: si se quiere comprender mínimamente aquel misterio, supónganse dos espejos paralelos, A y B: A              B Si colocamos en el centro geométrico del campo visual la figura F, resultará repetida en cada uno de los espejos, los cuales, por ser paralelos, copiarán cada uno las figuras del otro en una serie teóricamente infinita, según el siguiente esquema: De modo que si mis oficiales de derrota fuesen idénticos como copia del mismo modelo, postularíamos, ante todo, la existencia del modelo mismo, del que eran copias, y sin que fuera posible evitarlo, dispondríamos de un número incalculable de oficiales de derrota (F1, F2, F3… Fn+1), como para colmar todos los puestos de una Armada Invencible por el número de sus naves y la calidad de sus oficiales, y sobrarían tenientes de navío para construir una nutrida reserva que, en espera de ser movilizada para cubrir bajas, dispondría de tiempo suficiente para dedicarse a la medición de grados del Ecuador, propagar el uso de la vacuna antivariólica y emitir informes perspicacísimos sobre la situación económica y social de las Colonias. Ahora bien: lo que yo tenía delante, la pareja de oficiales simétricos e idénticos, obedecían al siguiente esquema: es decir (como ya se indicó), sin figura generadora intermedia, lo cual es científicamente inexplicable, si bien para mí evidente, puesto que lo contemplaba): —«La comunicación entre la pobre Julia y V.E., no parece, de momento, posible. Solo el hallazgo inmediato de un vehículo viable podría remediarlo». —«¿Se les ocurre algo?». Volvieron a mirarse. —«Podríamos arrojar al mar una botella con un papel en el que hubiéramos escrito, por ejemplo: “Estoy a tantos grados de Latitud Norte y tantos de Longitud Oeste. Firmado, J.B.”». —«¿Y creen que semejante mensaje, en el caso poco probable de que le llegase a tiempo, bastaría para tranquilizarla?» Se encogieron de hombros. —«Chi lo sà?» —«En ese caso, caballeros, tampoco me sirve la botella, lo cual no supone en modo alguno desprecio por un procedimiento tan útil y objetivamente científico como expresar la situación en grados de Latitud y Longitud, si bien me gustaría añadir que semejante fórmula, aunque aclara todo lo referente a mi posición en el espacio terrestre, deja en el aire cuanto concierne a mi situación sentimental. He contraído un compromiso de honor con Julia, no puedo abandonarla, tengo que estar junto a ella esta noche.» Ambos oficiales levantaron las manos y las dejaron caer, desalentados. —«Les comprendo, caballeros.» Hacía calor, y me molestaba la mitra; la dejé a un lado, con gran extrañeza por parte de ellos, que empezaron a mirarme como a un intruso desconocido. Ignoro lo que podía suceder o lo que estaba sucediendo, pero, en todo caso, resultaba absurdo para aquellas delicadísimas mentes, que, cuando algo no era matemáticamente inteligible, se lo explicaban por la teología, que siempre admite un margen de misterio o disparate. Supongo que, al quitarme la mitra, empecé a desintegrarme como tal Jota Be, y que era eso lo que les aterraba. Me apresuré a ponerla, y pude ver entonces cómo en las pupilas agudas de don Jorge y don Antonio renacía la confianza en un mundo que no reserva sorpresas irracionales: —«Déjenme solo. Tengo que pensar algo». Uno de ellos, con la sonrisa prendida de los labios, me indicó que le gustaría, antes, hablar. —«Diga lo que sea.» —«Me atrevería a dar un consejo a Su Excelencia.» —«Hágalo.» —«¿Por qué no consulta el plano de las combinaciones binarias? Quizá pudiese hallar una salida.» —«Tráigalo.» Hizo una breve reverencia, se acercó a un armario, lo abrió, revolvió entre papeles, y regresó con un pliego grande, doblado, en las manos. Me lo tendió abierto, lo dejó encima de la carta náutica. Y yo me encontré ante un dibujo que, aparentemente, no tenía nada de extraño, pues se trataba de un conjunto de cuarenta y nueve círculos geométricamente ordenados en filas de a siete, si se miraba de abajo arriba, o en columnas de a siete, si se miraba de izquierda a derecha (o viceversa). Cada círculo interior se unía a los cuatro contiguos por una raya, y de cada uno de los veinticuatro que pudiéramos llamar exteriores, salían hacia fuera rayas de las mismas dimensiones que las otras, pero que acababan en sí mismas. El todo estaba encerrado en un cuadrilátero de tinta china, y, en la esquina superior, había esta inscripción: Las combinaciones binarias de J.B. Y, debajo, la siguiente nómina: Jerónimo Bermúdez, Obispo Jacobo Balseyro, Nigromante John Ballantyne, Almirante Joaquín María Barrantes, Poeta Jesualdo Bendaña, Full-professor Jacinto Barallobre, Traidor José Bastida, Desgraciado Al lado de cada nombre figuraban su tocado y su vestido. Mitra y casulla Capirote y dulleta Bicornio y casaca Chistera y levita Birrete y toga Flexible y capa Boina y gabardina, todo lo cual actuaba como un sistema de claves que permitía interpretar la significación de los círculos, puesto que en cada uno de ellos habían dibujado un tocado y un vestido, hasta cuarenta y nueve combinaciones. Busqué inmediatamente «Mitra-Casaca», y la encontré en la intersección de la primera fila con la tercera columna. Puse mi dedo encima. —«Estoy aquí. ¿Cómo puedo salir?» —«Hay dos caminos. El primero, buscar la Vía Real recorriendo la primera fila hacia la izquierda, y descender luego a través de los personajes-matriz. El segundo, simétrico al anterior, consiste en descender por la tercera columna hasta llegar a “boina-dulleta”, es decir, a José Balseyro, Desgraciado y Nigromante, y torcer a la izquierda por la séptima fila. En cualquiera de los dos casos puede V.E. llegar al personaje-matriz José Bastida.» —«¿Alguno de los caminos es más rápido que el otro?» —«Depende.» Invitó a su colega, con la mirada, a que continuase, y fue entonces el de la derecha el que dijo: —«En orden al conocimiento, la Vía Real tiene mayores ventajas. Pero el otro camino puede reservar sorpresas». —«Explíquese». —«De los personajes-matriz, que constituyen las etapas de la Vía Real, sabemos bastantes cosas, pero de Jacobo Ballantyne, de John Balseyro y de José Bermúdez, apenas sabemos nada. Y esos hombres encierran, seguramente, personalidades atractivas, dadas las combinaciones que les corresponden: obispo-nigromante, por ejemplo, o desgraciado obispo. No hay contradicción, apenas, entre el poeta y el nigromante, y hasta puede decirse que se trata de una combinación feliz; pero ¿qué piensa V.E. del almirante que es, al mismo tiempo, brujo?» A mí, el plano me atraía cada vez más. —«Me gustaría saber si el almirante-brujo es lo mismo que el brujo-almirante, o sea, si Jacobo Ballantyne y John Balseyro son más o menos lo mismo.» —«No», me respondió el de la izquierda. —«¿Por qué?» —«Por la disposición interior de los elementos que la componen.» —«¿Quiere decir que yo, Jerónimo Ballantyne, difiero de John Bermúdez de manera visible? ¿No es lo mismo ser obispo y almirante que almirante y obispo?» El de la izquierda sonrió —«La diferencia salta a la vista. Si V.E. fuese John Bermúdez, en vez de tener delante a dos oficiales tonsurados, tendría a dos curas con espada.» —«Lo comprendo.» —«En ambos casos, una contradicción, pero de distinto desarrollo. Ahora bien…» —«¿Hay un “ahora bien”?» —Si V.E. se fija en el plano, no con el interés sentimental de quien se encuentra de pronto ante una multiplicación de su personalidad, sino con mirada científica o al menos curiosa, podrá observar que de los siete nombres de cada columna —exceptuada la primera, naturalmente— hay ciertas repeticiones que obedecen a una ley matemática que no hay por qué citar aquí, pero cuyo resultado puede expresarse con la siguiente fórmula: Col. 2: 1 - 6 Col. 3: 2 - 5 Col. 4: 3 - 4 Col. 5: 4 - 3 Col. 6: 5 - 2 Col. 7: 6 - 1 Y como V.E. se encuentra a la cabeza de la Tercera columna, tiene que salir de un Ballantyne a otro, y recorrer después cinco Balseyros con el denominador común de nigromante, lo cual suele resultar monótono como una inmensa pradera verde.» —«O como el mar», le respondí. —«La mar, como dijo el poeta, recomienza eternamente.» La cita, inesperada, me dejó chafado. —«Entonces, mejor será la Vía Real.» —«Que se llama también el camino de la aniquilación.» —«¿Por qué?» —«Cada una de las etapas que V.E. tiene que recorrer, incluida la que ahora ocupa, dispone de cuatro orificios de salida, pero todas ellas, por ser fronteras, tienen uno abierto a la muerte. Vea V.E. el plano. Esas rayitas…» Me señalaba las que morían en sí mismas. —«De alguien cuyo círculo está siempre vacío se sospecha que marchó por una de ellas…» —«¿Por equivocación?» —«No se sale por equivocación. El Destino actúa en estos casos como fuerza absorbente-impelente. De cuatro puertas, una se abre. Y no hay otra salida, ni se puede rechazar la que se ofrece porque a partir del momento en que se ponen las fuerzas en juego, salir no requiere la intervención de la voluntad.» —«De modo que, o jugarse la vida o correr el riesgo de que tantos nigromantes le roben a uno demasiado tiempo.» —«A uno, no. Al viajero.» —«Eso quería decir.» —«Queda siempre buscar una posibilidad en las combinaciones ternarias.» Se me encendió una luz adentro, no sé si en el cerebro o en el corazón. —«Tráigame el plano.» —«La maqueta», me corrigió respetuosamente el de la izquierda, mientras el de la derecha se dirigía al armario. O quizás haya sido el de la derecha el que habló, y el de la izquierda el que trajo la maqueta. No sé. Lo que me intranquilizaba en aquel momento no era la simetría cabal de mis oficiales, sino precisamente el que no fuesen enteramente simétricos, quiero decir, que unas veces pareciesen muñecos, no es esta la palabra, ni tampoco autómatas… Bueno. A veces, no siempre, parecían copiarse el uno al otro, pero, cuando no se copiaban, divergían, y esta conducta unas veces dispar y otras unánime era lo que yo no encajaba muy bien. La maqueta estaba encerrada en una arquilla de caoba con herrajes de bronce. —«Ábrala V.E.» Lo hice, y mis manos sacaron un cubo de cristal resplandeciente con aristas de plata o de platino, y, en el interior, hasta siete planos de cuarenta y nueve bolitas de marfil, siete por siete por siete, unidas entre sí por hilitos dorados. Siete por siete por siete: siete nombres, siete apellidos, siete cargos o profesiones. Cuarenta y nueve obispos, cuarenta y nueve almirantes… cuarenta y nueve desgraciados. Me sentí, de pronto, multiplicado vertiginosamente. —«Habrá, supongo —balbucí—, las combinaciones cuaternarias.» —«Solo podemos conjeturarlo racionalmente —me respondió el de la izquierda—; pero su consistencia y figura escapa a nuestra imaginación. Aunque no falta quien haya experimentado el espacio de cuatro dimensiones, las descripciones que poseemos, por excesivamente y al mismo tiempo vagamente metafóricas, no nos permiten hacernos una idea científica, es decir reducirlo a fórmula». —«Y no digamos —añadió el de la derecha— de las combinaciones de cinco, de seis, de n dimensiones…» —«El cálculo, sin embargo —continuó el de la izquierda—, está ya hecho con rigor matemático.» —«Miles y miles y miles de J.B., respondí.» —«Confiemos en que la experiencia lo pueda comprobar algún día.» —«Esperémoslo, claro. Pero, de momento, deberemos atenernos a las posibilidades que nos ofrezca la maqueta de las combinaciones ternarias.» —«Están a la vista.» —«¿Cuál de esas bolas me corresponde?» —«De momento, ninguna. Pero si V.E. se quita la mitra o la casaca, hallará su puesto en el plano de los almirantes o en el de los obispos. Bien entendido, por supuesto, que los posibles alojamientos serán siete, si se decide a despojarse a la vez de la casaca y la mitra y quedar reducido al simple nombre de Jerónimo Ballantyne. V.E. habrá comprendido que a cada nombre de la combinación binaria corresponden precisamente siete puestos de la ternaria: los de obispo, nigromante, almirante, poeta, full-professor, traidor y desgraciado.» —«¡Hay cuarenta y nueve desgraciados…!» —«Sí, Excelencia.» —«Nunca creí que tanto patetismo cupiera en una figura geométrica.» —«¡Oh, Excelencia! La realidad, incluso la realidad matemática, guarda muchas sorpresas.» Me quedé mirando, como hipnotizado, el cubo cristalino y las bolitas de su interior. —«Y, aquí, ¿cómo se las gobierna uno? Quiero decir, ¿cómo se viaja?» —«Para entrar en el cubo desde el plano, se requiere, como V.E. sabe, una ablación del espacio. Una vez dentro, para pasar de una esferita a otra, basta con una metonimia por contigüidad. Aunque, claro…» Le miré con susto. —«No irá usted a decirme que el uso de las metonimias es peligroso.» —«Al menos es inseguro. Las esferas están matemáticamente distribuidas y son matemáticamente iguales. Cada una de ellas, pues, está en la misma relación de contigüidad con las cuatro más próximas, ninguna de las cuales ejerce más atracción que las restantes. Salir de una se convierte en un albur de cuatro posibles resultados, aunque solo uno sea, a la postre, real; pero imprevisible de antemano.» Recogí la maqueta y empecé a guardarla en su cofre. —«Me decido por las combinaciones binarias. Sus albures parecen menos azarosos.» —«Como siempre, depende del Destino, que nosotros llamamos cálculo de probabilidades, un factor de incertidumbre que introduce en la armonía de la matemática la perplejidad del drama.» En aquel momento se oyó fuera un regular tumulto: pasos rápidos, silbatos de contramaestres, órdenes, gritos. Entró, después de haber llamado, un condestable joven. Se cuadró. —«La escuadra del Canónigo a la vista.» —«Está bien. Vaya a su puesto.» Se marchó el condestable. El oficial de la izquierda, antes de interrogarme con palabras, lo hizo con la mirada. —«¿Cuál es la orden?» —«Disparar.» —«¿Dirigirá Vuecencia la batalla?» —«Desde mi puesto de mando.» —«¿Podemos acudir a los nuestros?» —«Por supuesto. Iré inmediatamente al mío.» Salieron y yo quedé solo. El tumulto había crecido. Me acerqué a una ventana de babor, y pude ver, más acá del horizonte, una escuadra de tres naves con las velas desplegadas navegando hacia nosotros. Eché mano a un catalejo y las identifiqué como navíos de tres puentes. Todos tres arbolaban la bandera del Arzobispo de Villasanta de la Estrella y, una, el gallardete del Canónigo. Abandoné la ventana y el catalejo. Acababa de tomar una determinación: si asistía a la batalla, si la dirigía desde el puente, lo más probable era que llegase tarde a mi cita con Julia. Un esfuerzo de voluntad me inhibió de la realidad presente, y por segunda vez pude contemplar cómo el cuerpo que abandonaba seguía viviendo, se movía, salía de la cámara y, con calma, tomaba el camino del puente. Pronto el barco retembló y se escucharon los estampidos de una andanada. ¿Era mi barco el que disparaba, o eran los del Canónigo? No sé. En aquel momento, empujado por la inhibición, un conducto capilar, el de la izquierda, me asumía, me sometía a una presión creciente, me ahilaba otra vez. Pude escuchar la segunda andanada. Al sonar la tercera, si es que llegó a sonar, me hallaba a mitad de camino de Jerónimo Balseyro, obispo-nigromante. Muchas veces he oído hablar, y hasta he leído, del shock que padecemos los hombres al nacer, y el mío debió de ser de los morrocotudos, si juzgamos por el tamaño de mi cabeza; y de los prolongados, si por lo apepinada que me quedó: en modo alguno comparable, sin embargo, al trasvase de un Jota Be a otro por cualquiera de esos tubos por los que nos relacionamos. Porque no es solo que sean estrechos e infinitamente largos, sino también rugosos o quizá estriados, como tubos de cañón, y como el cuerpo que está dentro, para salir, tiene que moverse como el de un gusano, para adelante, para atrás, las aristas, o las arrugas, le van arrancando túrdigas hasta dejarlo como un arenque pelado. Salir del obispo-almirante fue trabajoso e interminable, aunque no tanto como cuando pasé de Jerónimo Bermúdez a Jacobo Balseyro, ya en la Vía Real, que no sé por qué le daremos ese nombre, ya que uno se imagina los caminos reales espaciosos y allanados. Fue la misma tarde en que recibí la visita del Mariscal Bendaña y de don Asclepiadeo. Me había quedado solo después de despedirlos, y, amparado en una almena, veía al otro lado del Baralla cómo se iban encendiendo las hogueras y cómo los soldados vivaqueaban. Tan cerca estaban de mí, que me llegaban sus conversaciones, y les oía decir que antes de quemar a mis diaconisas —les llamaban «las brujas»—, la mesnada completa se acostaría con ellas, y no previo sorteo y reparto, sino todos con todas. De vez en cuando, un ballestero juguetón se aproximaba al borde del campamento y disparaba una flecha, que yo seguía con la mirada y que quizás fuese a clavarse en la carne de un marinero, de un herrador o de un pelaire pacíficos. Me retiré de las almenas, y al salir me encontré al maestro arquitecto, que me buscaba. Estaba preocupado el hombre: su mujer era una de las diaconisas, y entre la gente se iba trasluciendo algo de las amenazas del Mariscal. Le dije que nada iba con él; que su estatuto de extranjero le protegía, y que se encerrase con su gente en las obras de la Colegiata y siguiera trabajando como si nada pasase, y que si algún soldado entraba, le hablasen en francés. En cuanto a su mujer, yo estudiaba el modo de salvarlas, a ella y a las demás, y que, si no fuera posible, moriríamos todos antes que dejarlas a la merced de la soldadesca; pero que eso sería en último término y sin afán de heroicidad, pues estábamos en la obligación de preservar de la muerte las vidas que la mayor parte de ellas llevaban en el vientre: porque estaban preñadas, mis nueve diaconisas, cada una de su marido. Por último, le encargué que no se apartase de lo planeado en la fábrica de la Colegiata, ganase quien ganase, y que cuidase bien de que constara en sus piedras mi mensaje de amor, confiado a los símbolos que ambos conocíamos. El arquitecto, que se llamaba Michel, era un hombre honesto y valeroso, además de gran artista, que ahí está la Colegiata entera para demostrarlo, en el mejor estilo de la Auvernia, con su torre puntiaguda, sus santos bien labrados, sus gárgolas pornográficas y unos cuantos relieves proféticos, como aquel en que se pronostica la inconcebible batalla entre lampreas y estorninos. Cuando le dije que probablemente tendría que vivir separado de su mujer un tiempo difícilmente calculable, lo aceptó, y después me dio un abrazo y se marchó a la obra, donde los picapedreros labraban perpiaños y, los escultores, capiteles hermosamente historiados. Subí hasta la sala. La tarde estaba cayendo, el sol se metía entre sangre Más Allá de las Islas, y unas nubes oscuras y delgadas lo rayaban. El corazón se me encogió de súbito, al pensar que era el último sol que veía ponerse, porque ignoraba entonces que me sería dado contemplarlo una tarde tras otra durante siglos. También entonces pensé en mi vida, y pregunté al Señor humildemente si me había equivocado. Pero el Señor me confió a mí mismo la respuesta, y yo, turbado, no podía responderme. Entonces, alguien entró, en silencio, y se quedó a mi lado, mirando también al sol. Su brazo se cogió al mío, y sentí cómo temblaba. «La gente tiene miedo», me dijo mi mujer después de un rato; y yo le respondí que también lo tenía, porque nuestros pobres artesanos, que jamás habían cogido un arco, nada podrían contra aquellas tropas arzobispales, resplandecientes de acero y de bravura. «Vengo a pedirte —continuó ella— que mañana, cuando te pongas las armas y salgas a la batalla, me dejes ser tu escudero. Así, la flecha que venga a matarte nos matará a los dos.» Le respondí que no, y le hice el mismo razonamiento que al arquitecto. «Tú también llevas un niño en el vientre, y, en el corazón, todo lo que te he enseñado. Tienes que conservar el niño y la doctrina, y ayudar con tu ejemplo a esas mujeres desamparadas. Esta noche, un barco os llevará a las Islas y allí esperaréis a que todo se sosiegue. Porque las cosas de este mundo son así: acaban por sosegarse, hasta que sobreviene un alboroto nuevo. Tendréis que estar escondidas un año, quizá más. El Mariscal no irá a buscaros, porque tiene miedo a la mar y porque no hay marinero que lo lleve. Estoy seguro de que os ayudará Dios, porque sois santas.» Me echó los brazos al cuello. «Me gustaría morir contigo.» «Piensa que esa muerte que Dios nos ha mandado, es solo para mí.» Ella bajó la cabeza, resignada. «Tenemos unas horas para nosotros —le dije—; amándonos, cumpliremos un mandato divino, como sabes. Después, te ordenaré de presbítero para que digas la misa y perdones los pecados a tus compañeras mientras estéis en las Islas». Se apretó a mí y nos besamos. Y fue en aquel momento cuando me di cuenta, merced a un espejo en que mis ojos se paraban, de que una elemental delicadeza me impedía participar en el amor a que, abrazados, nos preparábamos. Hice un esfuerzo. La boca de mi mujer no se apartaba de mí, como si quisiera sorberme. Me inhibí. Abrió la puerta y entraron juntos, mientras yo, fantasmal ya, los contemplaba y pensaba un adiós que ninguno de ellos oiría. Cuando la puerta se cerró, yo me sentí contento, pero al mismo tiempo temeroso de que aquella marcha impensada me llevase adonde no quería ir, quizás a una de las salidas que terminan en la nada. El sol se había puesto, pero en el horizonte del mar quedaban sangre de luz y nubes grises. Me sentí, por fin, atraído con fuerza hacia un lugar que no veía, me sentí absorbido, y allí empezó ese tremendo calvario a que hice referencia, en que perdí la conciencia del tiempo y casi de mí mismo. Si alguna vez mi mente se esclareció, si alguna vez llegaron hasta ella las oleadas del corazón lejano, fue para temer que Julia hubiese muerto, si el tiempo era tan largo como yo lo sentía, o, si era menos largo, que se hubiera cansado de esperar y, en vez de tirarse por las escaleras, hubiera bajado y llamado a la puerta del viajante catalán. Hasta que mi cabeza empezó a salir del tubo, hasta que vi árboles, casas y cielos, y sentí en el cabello las gotas de la lluvia. Aún no sabía quién era ni dónde estaba. Mi cuerpo fue saliendo, pero venía retorcido como una goma a la que alguien hubiese dado vueltas. Nada más que poner los pies en el suelo, empecé a girar sobre mí mismo en sentido contrario al del retorcimiento; y mientras esto sucedía, por la boca del tubo iba saliendo mi sombra, primera novedad de la aventura, pues la sombra jamás me había, hasta entonces, abandonado de manera tan visiblemente autónoma. Venía retorcida como yo y, como yo, también dio vueltas hasta recobrar su natural chatura, y solo cuando sus pies se juntaron a los míos me llegó la conciencia de que era el canónigo Balseyro y de que me hallaba en Castroforte (de donde, al parecer, no había salido). El tubo capilar, por tanto, no me trasladaba en el espacio, sino en el tiempo, y, siendo así, no era tubo más que en sentido figurado. Decir que alcancé entonces conciencia de quién era quiere decir que la tuve también de mi presente y mi pasado, e incluso de mi futuro, porque, sin pensar más, tomé un camino. La leyenda dice que aquella noche fui visto en lo alto de la Rúa Traviesa, y, algo más tarde, en la Plaza, quieto, mirando al mar. Se me vio acercarme al parapeto de la muralla, permanecer un buen rato como atraído por las aguas del Mendo, y, más tarde, ascender por la Rúa Sacra, justamente por el medio, de modo que todos los que se asomasen a las ventanas, y aun a las bohardillas, pudiesen verme a gusto, con la enorme teja en la mano y el manteo echado al hombro. Pero no me vio nadie a causa de la deshora. Llegué hasta la Casa del Barco, empujé la puerta, y entré. En aquel instante cantaron prematuramente algunos gallos, y se tomó por señal extraordinaria. No había luz en el zaguán. Golpeé con mano suave, y esperé. Por los vidrios del montante apareció una claridad tenue, la puerta quedó abierta. Entré sin decir nada, y la puerta se cerró. Pero el ruido musical del golpe no era natural, sino más bien como cosa de otro mundo, con algo de maravilloso y algo de siniestro. El Deán de la Colegiata sostenía en lo alto un candil de bronce, y mi sombra se alargaba por las paredes blancas. «¿Están todos?» «No somos más que cuatro.» «¿Falta alguno?» «Vuesa Merced faltaba.» «Acabáramos.» «He bajado yo a abrirle, porque la servidumbre duerme y debe seguir durmiendo.» «Lo encuentro oportuno.» «Yo soy el Deán.» «Tanto gusto.» Echó a andar delante, se detuvo a mitad de la escalera y empujó una puertecilla. «Pase Vuesa Merced: yo alumbraré el camino.» No dije nada: me agaché simplemente para no tropezar con el dintel. Sentí que la puerta se cerraba detrás. La luz movediza me aseguró de que el Deán me seguía. «A la izquierda hay una escalera que baja.» «Si habíamos de bajar, ¿a qué subir?» «Aquella es una escalera pública; esta, es secreta.» «El edificio no está construido racionalmente. Si vamos a los sótanos, más lógico sería que la entrada secreta se situase a la altura del tejado.» «Es una opinión luminosa, pero tardía.» La escalera secreta resultaba irracional en muchos otros sentidos: por lo tuerta, por lo empinada, por la desigualdad de sus tramos; porque después de bajar, subía y volvía a descender. Yo iba pisándome la sombra y, a veces, enredándome en ella: elástica e imprevisible en su conducta, lo mismo huía escaleras abajo, alargada como una cinta, que se replegaba sobre sí misma, hecha un ovillo, o se envolvía en mi cuerpo como una sierpe. «Por lo que llevamos andado, debemos de quedar ahora mismo debajo de la Colegiata.» «En poco se equivoca Vuesamerced. Estamos exactamente a la altura de la capilla del Cuerpo Santo, y, ahora, habremos de trepar.» La sombra de su mano indicó una especie de tragaluz abierto en el techo. «¿Por ahí?» «Por ahí.» «¿No hay escalera?» «Hay que subir a pulso.» «Es un error que no haya una escalera de mano a disposición del visitante. En mi caso, dada la debilidad de mis brazos, me veo en la necesidad de hacer algo un tanto fuera de lo corriente, aunque solo en apariencia. Le ruego que me perdone, señor Deán, si no lo encuentra muy correcto. Le ofrezco, sin embargo, una pequeña ayuda.» «¿Qué es lo que va a hacer?» «Levitar. ¿Quiere darme la mano? La del candil, no; la otra.» El Deán se sintió arrebatado y pasó por la abertura del tragaluz sin apenas rozarlo. «¡Facilísimo!» «Para usted, por supuesto. Es lo que dicen los hombres vulgares ante los prodigios de la ciencia. Lo malo es que dicen lo mismo ante los trucos de los prestidigitadores.» Habíamos llegado a una pequeña rotonda de piedra, paredes toscas, como en la misma roca someramente labradas. «¿Es esto La Cueva?» «Más bien su antesala. La Cueva está ahí.» El Deán señaló un pasadizo oscuro. «Es en ella donde nos esperan. ¿Quiere que vaya delante?» «No tengo miedo.» «Lo digo por alumbrarle mejor el camino.» Por respuesta, me colé por el pasadizo. El Deán fue detrás. Era solo un corto trecho y, a su final, se veía claridad. Pude, por fin, incorporarme. Antes de saludar, paseé la mirada alrededor. La Cueva era espaciosa, y sus paredes naturales habían sido reforzadas aquí y allá. Había en el centro una especie de ara de mármol blanco, y, a sus lados, una mujer y un hombre. Me incliné ante la dama. El Deán acudió a las presentaciones. «Es la señora Viuda de Barallobre, doña Lilaila Armesto. El caballero es el señor Corregidor.» Me incliné de nuevo. «Es usted muy bella, señora, y demasiado joven para viuda.» Ella suspiró con un suspiro largo, aparatosísimo; con ese suspiro que no se da más que dos o tres veces en la vida, una de ellas a la hora de la muerte, y cuya explicación científica todavía desconozco: suspiro, pues, que aún permanece dentro de la esfera de acción de esos imbéciles llamados poetas. «Mi marido fue robado por los ingleses con un barco cargado de riquezas. Se quedaron con el barco y con el cuerpo de mi marido, aunque no enteramente, pues tuvieron la ocurrencia de mandarme un pedazo suyo como testimonio de su muerte.» «Un regalo bien macabro, señora mía.» «Eso mismo, señor canónigo Balseyro.» Hablaba con tal tristeza y tal temblor de pechos, que creí oportuno ironizar un poco; pero suelo hacerlo mal. «Los ingleses son muy aficionados a esos rasgos de humor, pero supongo que no habré sido traído aquí para devolver la vida a su marido por medio de esas piltrafas, porque para tal operación, señora, se necesita un cuerpo entero y en buen estado.» La viuda suspiró tristemente. «Los restos de mi marido, que me fueron enviados en una botella de aguardiente, son tan miserables que no me permiten hacerme ilusiones. Si me sirven de algo, es solo para recuerdo de las glorias pasadas.» «Don Asterisco quiere que se meta monja», intervino el Deán, a quien el cariz demasiado íntimo del coloquio comenzaba a inquietar. Y yo, al oír aquel nombre, me estremecí. Sabía oscuramente que había de encontrármelo de nuevo, a mi perseguidor, al que había lanzado contra mí todos los cánones y todos los sicarios, familiares, teólogos y magistrados del Santo Oficio. Le había conocido en Villasanta de la Estrella, años atrás, maestro de capilla del arzobispo. Había venido de algún lugar en las Indias, y su reputación era malísima. Me odiaba porque yo no daba importancia a sus charangas. «Tiene usted un alma torpe, señor Balseyro.» «Tengo un alma científica, y me traen sin cuidado sus músicas celestes.» Aquel sujeto de catadura imponente y largas manos casi fluidas, se parecía a don Asclepiadeo como si fueran el mismo hombre. Eran, al menos, las mismas manos, que lo mismo temblaban sobre las cuerdas de la viola que acompañaban como argumentos de fuerza a sus palabras. A don Asclepiadeo solo lo vi una vez, una vez memorable. Nos habíamos despertado de madrugada. Mejor dicho, nos habían sobresaltado el relincho de los caballos, el sonido de las trompetas, el ruido metálico de las armas. Mi mujer se asomó, y a la claridad del alba vio la mesnada que acampaba en la colina, al otro lado del río, donde tenía el Mariscal sus centinelas. Se volvió hacia mí, entristecida. «Son ellos.» Me levanté, y pude contemplar la cruz verde de Villasanta en los pendones. En medio del real, los soldados levantaban una tienda ostentosamente escarlata, y una figura grandota, gruesa, vociferante, los dirigía. Pedí a mi mujer que se arrodillase a mi lado y encomendase a Dios nuestro destino. Después, me vestí y salí a la ciudad. Mucha gente se había despertado y asomaba a las ventanas los rostros todavía cargados de sueño. «Señor Obispo, ¿qué pasa?», me gritaban; y en las preguntas temblaba el miedo. Una mañana como aquella, así de clara y tierna, subí por la Rúa Sacra arrastrando mi sable de almirante, y también se asomaban los rostros de los vecinos, pero no me preguntaban, porque sabían ya que el Batallón Literario había acampado junto al Pazo de Bendaña y que yo había organizado la defensa. En cambio, la madrugada en que llegó don Asterisco, era de niebla, y los tambores empezaron a oírse cuando ya descansábamos de la operación que había garantizado al Santo Cuerpo Iluminado tres o cuatro siglos más de vida, si así podemos llamar a su duración de momia. Pero no consistió, como al principio creíamos, en echar un remiendo y añadir brazos y piernas nuevas a los restos polvorientos, en añadir una nariz razonablemente sólida al rostro que la otra había ornamentado. El trabajo fue en cierto modo más fácil y en cierto modo más satisfactorio; pero, cualesquiera que hubieran sido sus congojas, quedaron olvidadas al sentir el alboroto que se armaba en la calle, pues los tambores habían despertado a la gente, y los marineros hambrientos se amotinaban ante la Casa del Barco: tuve que salir al balcón y dirigirles la palabra para calmarlos, y solo pude conseguirlo prometiéndoles una victoria sobre las tropas del Rey, que en ayuda del Santo Oficio venían. A condición, naturalmente, de que supieran atacar y defenderse. Me acompañaba mi sombra, tan larga y tan oscura como yo: a la luz de las antorchas se crecía, y cuando me cansé de hablar, le cedí la palabra, aunque aquí la frase hecha esté usada impropiamente, porque mi sombra no hablaba, sino que profería metálicos sonidos, extrañas vibraciones prolongadas hasta degradarse en el silencio, pero muy lejos. Como la gente lo que deseaba era oír algo, aquello le bastaba, y cuando me retiré, cansado, mi sombra quedó vibrando en el balcón, hasta que los amotinados se retiraron también, pero no a casas y lechos, sino a las viejas barbacanas de las murallas, de acuerdo con las instrucciones tácticas —después lo supe— de mi sombra recibidas. Y sus últimos párrafos habían sido una vibrante arenga y una sonora invitación a la muerte. Las sombras son así, y la gente, también. De otra manera, ¿para qué servirían los estruendos? Recuerdo aquella vez en que el mariscal de Bendaña asaltó el Monasterio de Iglesiafeita: fue el ruido lo que nos empavoreció a los monjes, un ruido escandaloso. Si cuento aquí el episodio es solo por salir al paso de la leyenda, inventada contra mí por el bando de Bendaña, que me atribuye la muerte del santo abad Veremundo. Docenas de monjes blancos la propagaban en sus sermones solo porque yo había sido monje negro y porque Veremundo había rechazado la reforma. «¡Jerónimo Bermúdez, el Obispo asesino!», decían antes de haber inventado lo de «¡Jerónimo Bermúdez, el Obispo heresiarca!». El arzobispo Ramírez protegía a los blancos, y el Mariscal era su brazo derecho. El Monasterio de Iglesiafeita no fue precisamente ejemplar, lo reconozco, ni más ni menos que cualquier otro, pero su bella fábrica merecía respeto: ¡ahí es nada, tres claustros, iglesia de tres naves, con girola y cimborrio, y un pórtico adosado a la fachada Oeste! Cipreses seculares y rosales recientes en jardines plantados por la mano del Santo. Dos fuentes, un templete y una ermita antiquísima llena de tradiciones. Y a lo menos cien monjes, si contamos los legos. Había entre nosotros santos y pecadores, sabios y analfabetos, comilones humildes y ascetas orgullosos. El abad, que era de los contemplativos, no se enteraba de nada, siempre en las nubes o por encima. Yo me daba a la alquimia, y mis estudios me tenían sorbido el seso. Cuando el Mariscal de Bendaña asaltó el cenobio, yo todavía no conocía a Julia ni había concertado con ella ninguna cita. Fue una mañana de primavera, después del coro, cuando cada monje se encaminaba a lo suyo. Yo no oí más que un ruido, inmenso y súbito, de caballos sin freno, que se acercaban por todas las veredas; una especie de galope como el rumor de muchas tempestades, como si el cielo que nos cubría se abriese en truenos en todo su contorno. El Santo Veremundo dijo: «Ahí está el enemigo», y los que le escuchamos creímos que se trataba del Maligno, que varias veces nos había atormentado con músicas de aquel jaez. Pero el hermano campanero bajó corriendo y dijo que eran soldados. «¡Que se salve quien pueda si alguien quiere salvarse!», gritó el santo: de rodillas en la mitad del claustro, se puso a esperar la muerte. Pese a mi diligencia —yo quería salvarme—, no me dio tiempo a escapar. No pude cubrir los pasos que del monte me separaban. Busqué refugio, y lo hallé debajo de una losa. Más que ver, sentí cómo invadían el monasterio, y la voz del Mariscal, que lo cubría todo, ordenaba que no dejasen monje con vida. Ahora me vienen dudas de si era un verdadero ejército, o solo una tropa de caballos furiosos, con el Mariscal vociferante, que los montaba todos. Cuando, a la noche, salí de mi refugio y examiné los cadáveres, no aparecía un muerto de espada o de saeta, si no era el santo abad, con la cabeza partida de un hachazo. A los demás, la muerte les había llegado a casco de caballo. ¡Qué tranquila y hermosa caminaba la luna aquella noche de sangre! La iglesia, saqueada; las celdas incendiadas. Desde el monte al que logré escapar, pude contemplar el fuego que ascendía a las estrellas, y, un poco más allá del monasterio, el campamento del Mariscal y los soldados en orgía: bebían nuestro vino y violaban a nuestras mujeres. La voz del Mariscal tronaba por encima del tumulto: aún hoy la escucho y me estremezco. No sé qué vericuetos forestales me llevaron a la vieja calzada romana, lejos ya del monasterio. Estaba hambriento y cansado. Pedí limosna y una yacija por caridad en la primera aldea: quizás allí mismo haya empezado el sueño del que no he despertado aún, el sueño que me llevó, entonces, a Toledo; a París más tarde, a Roma un día y, finalmente, a Castroforte del Baralla, donde me llegó la muerte, que no fue tampoco el despertar; como monje giróvago curioso de la ciencia, como obispo después: perseguido en las noches insomnes por el recuerdo del monasterio ardiendo y de los monjes despedazados, aquel recuerdo que me hacía soñar en alto y pedir a la Divina Justicia la cabeza del responsable, por lo que mi mujer, que escuchaba mis voces, al día siguiente me preguntaba por mi pasado, y aprendió en mis respuestas el temor al nombre de Bendaña. No conocía a Julia todavía ni tenía prisa por estar puntual a la cita. Mis pasos eran pasos sosegados de quien medita y espera hallar la verdad, aunque también debía de influir en mi sosiego el talante personal, porque Aldobrando Hildebrandini, aquel gran camastrón de incierto origen que la buscaba también, caminaba inquieto y nervioso, se reía de mí, y me pronosticaba no sé cuántas desgracias por caminar pausado. Nos habíamos conocido en Toledo, en el aula de un moro nigromante y esotérico del que recibíamos lección. Para pagarle, Aldobrando congregaba al público en la plaza y se metamorfoseaba en búho, en gato, en unicornio, los sábados por la tarde, que tocaba animales, y en Julio César, en Don Rodrigo, en Moro Muza, los martes por la mañana, que tocaba personajes. Pasaba después la gorra, y sacaba un buen sueldo de aquellos papanatas. Como era hombre de palabra fluente, dictaba también cartas a enamorados, discursos a oradores políticos y versos a poetas de inspiración intermitente. Conmigo solía jugarse el vino que bebíamos en la taberna a una especie de «Papel, piedra o tijeras» que consistía en que, si él pedía gato y yo águila, ganaba yo, porque el gato jamás alcanzará al águila. Huelga decir que éramos los mejores discípulos del moro; tan excelentes, que el maestro no sabía a cuál dar patente de mejor. Y así lo dijo un día, al terminar el curso, en una fiesta con que nos regaló, una fiesta a lo moro, con odaliscas y vihuela. Le hubiera aconsejado, de saberlo, que alabase a Aldobrando y me dejase en un discreto segundo término, porque conocía la soberbia de mi amigo y su voluntad de alcanzar el primer puesto del mundo: como que fluctuaba entre Califa de Damasco y Emperador del Sacro Romano Imperio. Aldobrando quedó mohíno y decidió en su corazón deshacerse de mí. Me hubiera llevado consigo hasta el triunfo, de avenirme a ser su sombra, pero temió que la sombra creciera demasiado, y me denunció, por brujo, al servicio secreto del monarca. Una noche, mi casa se llenó de esbirros que me buscaban: tuve que cambiarme en metáfora de fuerza, olas gigantes que os rompéis bramando, y en metáfora de prisa, que corriste parejas con el viento, para salvar la pelleja; y tanto fue lo que anduvo el hipogrifo que, cuando me di cuenta, habíamos llegado a París. Lo recordarás, Clotilde: era mi viaje fin de carrera, premio a mi Premio Extraordinario. Lo habías preparado con entusiasmo porque tú me acompañabas. ¿Cómo no ibas a hacerlo, si lo eras todo para mí? Hermana, madre, amiga, administradora y protectora. Un muchacho inexperto como yo no podía andar solo por la ciudad, llena de trampas para los provincianos desprevenidos. Todo lo llevabas programado día a día, hora a hora. Hoteles, restaurantes, museos, y la visita a nuestro proveedor de libros, la casa Pichot et Michel, nuestros corresponsales desde los tiempos del tatarabuelo Godofredo. ¡Cómo te esponjabas al oírle decir —al bueno de Monsieur Pichot— que nuestra biblioteca debía de ser ya la mejor biblioteca francesa de Europa! «Ya lo dijo George Borrow en su famoso libro —le respondí—, y, como eso era en 1829, ¡ustedes saben lo que ha crecido desde entonces!» Tú estabas encantada de la visita, pero te aburrías: lo que a ti te importaba eran las casas de modas, y nunca te quedaba tiempo para ir conmigo a la Rive Gauche. Por eso tuve que escaparme, aprovechando la fascinación que ejercía sobre ti aquel modelo rosa Primer Imperio: tres días de libertad, ¿recuerdas?, hasta que la policía me atrapó cuando salía del aula del señor Meillet. La policía. La habías movilizado. Te justificaste asegurando que padecía de ataques epilépticos. Los señores Pichot et Michel te ayudaron eficazmente. Y cuando me tuviste otra vez en el hotel, sin testigos, lo primero que me preguntaste fue si me había acostado con una prostituta, ¡cuando lo que me apartara de ti fueran los sabios, los poetas y los pintores! Yo buscaba el café de Picasso, y lo que me encontré fueron filósofos barbudos, estudiantes harapientos, músicos de acera, golfos, buhoneros y clochards; pero nada de grisetas puntiformes. Se empezaba a hablar entonces de un tal Pierre Esbaillart, filósofo por libre, Pedro Abelardo en la jerga latina en que nos entendíamos: daba sus cursos en las inmediaciones de Saint Germain, en una que llamaban la Taberna de Flora, que tenía las ventanas al revés, los pisos enderezados, y donde las consumiciones se hacían con carácter retrospectivo, todo lo cual confería a las reuniones un tono de jovialidad goliardesca bastante esperanzador. Allí llegaba Pierre de mañana, cuando aún no pintaban las luces, y se escondía en el rincón más oscuro, en cuya penumbra gustaba de envolverse, sin otro testimonio de su presencia que unas manos largas y vivas, manos que hablaban solas y cantaban a veces, aunque canciones tristes. Y, no sé por qué, aquella oscuridad y aquellas manos me recordaban algo visto o vivido, o que había de vivir o que había de ver. No sé. Mis recuerdos me constituyen, pero son confusos y no puedo ordenarlos cronológicamente. A veces, se organizan en unidades como secuencias, y me siento este o aquel haciendo esto o aquello; pero, en sus bordes, la secuencia, siempre deshilachada, se mezcla con el comienzo de otra, sin límites precisos, y hay trámites en que no sé quién soy. Abelardo, de broma, decía que a la Santa Trinidad debía pasarle algo parecido, pero yo se lo reprochaba, porque nunca me gustaron las bromas con los Misterios. Era feo Abelardo, y desmedrado, pero lo que escondía en la sombra no era la facha, sino los ojos de la cara, porque el uno se le disparaba violentamente a la derecha y le quedaba en el extremo como si quisiera salir por la tangente. Ya dije que llegaba temprano. Poco a poco, la taberna se llenaba, y, cuando la habían colmado, empezaba Pedro a hablar, con voz segura, con voz pastosa, con voz que quería ser fría y era conmovedora. Pensé al oírlo que debía sufrir mucho, aunque no pudiera averiguar por qué, y solo lo comprendí cuando me fue dado verle a la luz del día. Sus lecciones eran como poemas, mitad metáfora, mitad razón, o acaso mitad dialéctica, mitad tragedia, y las terminaba todas asegurando que el hombre es una pasión inútil, preciosa frase usada de epifonema: al escucharla, mucha gente, en súbito acceso de desesperación, iba a tirarse al río. El día que madrugué más que él y me instalé en un lugar desde el que pude verlo entero, y descubrí la autonomía de su ojo diestro, fue como una revelación, y algo se me debió de notar, porque Pedro Abelardo vino a mi mesa, se sentó junto a mí en silencio, y después de un rato me dijo: «Ya estás al cabo de la calle, ¿verdad?», y yo le dije que sí, y añadí que lo comprendía todo y que podía considerarme como amigo, si es que le interesaba. Y así nació entre nosotros una buena amistad, que yo no contaría aquí si no fuese por mi manía de encadenar los hechos en sistemas de causas y efectos: mis relaciones con Pedro Abelardo me llevaron a Roma y, después, a Castroforte del Baralla, obispo consagrado con bulas especiales (una principalmente, la que más podía molestar al arzobispo Ramírez, porque en ella se declaraban intocables los límites comunes a las diócesis de Villasanta y de Tuy, sin que ni rey ni roque pudieran alterarlas, más que el Papa de Roma si lo creía conveniente). El arzobispo Ramírez, a mi llegada, tenía preparado a un hijo suyo de poco más de tres años para obispo de Tuy, y las bulas del Papa le desbarataron los proyectos de anexionarse la orilla derecha del Mendo y, con él, las pesquerías de lampreas y la jurisdicción sobre el Santo Cuerpo Iluminado. Había hallado un excelente pretexto para entrar a mano armada en la diócesis vecina, porque la mayor parte de los habitantes de Castroforte eran cátaros: pero de esto habíamos tratado el Papa y yo. El Papa no quería matanzas, sino que alguien los convenciera por las buenas y los atrajera otra vez a la disciplina. «Sobre todo, necesito que vuelvan a creer en el matrimonio, y que se casen, y que no desprecien a las mujeres como agentes del diablo.» Varias noches conversamos, el Papa y yo, y de aquellos coloquios deduje mi política con mis nuevos súbditos, en cuya vida no todo era malo y algo era excelente. Me recibieron con desconfianza, sí, si no fue un grupo de mujeres que permanecían fieles a la Iglesia de Roma y que cuidaban el santuario de la Santa. Vinieron un día a verme, hasta diez de ellas, todas solteras, porque no había hombres que quisieran casarse ni curas para hacerlo. La que las dirigía era la dueña del Cuerpo Santo —extraña propiedad, que me explicaron y que acepté por respeto a mis antecesores—: una muchacha bella y triste, parecida en los ojos a Heloisa, la mujer de Abelardo, de quien no conté nada todavía, aunque pensaba hacerlo: chica bien situada, y tan dada al estudio, que su familia le permitía seguir los cursos de la Sorbona, a donde iba sola, como cualquier estudiante, y donde todo el mundo la respetaba, aunque no faltase quien apreciara más su culipotencia que su inteligencia, pero esto nunca puede evitarse, pues siempre los hay que miran más abajo que otros. ¿Incurrió en ese error Pedro Abelardo? No lo creo. Heloisa llegó una mañana a la taberna, se mezcló a la gente y escuchó al maestro. Volvió al día siguiente, y se sentó cerca de él, y todo el tiempo se lo pasó mirándole las manos, que se movían solas, que parecían pensar y también gemir a veces. Cuando se fue la gente, ella no se movió, las manos de Abelardo se sosegaron hasta quedar inmóviles, y yo me levanté para marcharme, pero él me pidió que esperase, y, cuando después le pregunté que por qué lo había hecho, me respondió que para no permanecer con ella a solas, porque era hermosa y gallarda y él feo y pequeñajo, y que, estando yo delante, podía Heloisa mirarme mientras le escuchaba a él; y entonces le expliqué lo peligrosas que resultaban a la postre tales bifurcaciones, y no sé si le conté lo que me había pasado cuando Jacinto y yo salíamos con Lilaila Aguiar todas las tardes, y aunque yo era más guapo que él, como hablaba más que yo, Lilaila le escuchaba aunque me contemplase, y así, la pobre, según me confesó después, llegó a hacerse de los dos una sola figura: mi cuerpo, y la voz de Jacinto. Y se sentía atraída por ambos, con períodos de preferencia por el uno o por el otro, aunque predominase la atracción que sentía por mí en proporción de una a cinco. “Con las mujeres no se puede jugar”, le dije a Abelardo. Además, si se juzga por lo poco que me miró Heloisa durante la entrevista, la belleza corporal no debía causarle demasiado efecto, lo cual, la verdad, decía mucho a favor de su entendimiento, que resplandecía en su frente anchurosa y en la curiosidad centelleante de su mirada. De modo que llegó un momento en que juzgué innecesaria mi presencia y marché sin que ellos lo notasen, como que se estaban mirando a los ojos, absolutamente absortos, y el virojo de Abelardo hacía esfuerzos visibles por mantenerse simétrico en relación con el eje corporal de Heloisa, cuyos ojos estaban perfectamente centrados. Esto de la bizquera parece que me persigue, casi diría que es una especie de leitmotiv que reaparece cuando menos lo espero: sabido es que al busto de Coralina se le había caído la pintura de un ojo, y que esa asimetría confería un encanto turbador a su mirada, pero lo que no se conoce todavía son los efectos que a La Tabla Redonda en pleno causó la que pudiéramos llamar la bizquera de sus pechos, que se descubrió una de las tardes en que el escultor Baliño trabajaba en la talla, bien vigilado por la trinca, sobre todo a partir de la tercera sesión, cuando ya estaban formados la cabeza y el cuello y ella tenía que desnudar el busto. Mucho he sufrido, pocas veces como en aquel instante en que lo que hasta entonces había considerado de mi uso y contemplación particulares, aunque solo temporalmente, porque con Coralina no había que hacerse ilusiones de duración, quedó a la vista y arrancó a los presentes un “¡Oh!” de entusiasmo, admiración y codicia, si no fue el mío, que era de rabia. Como Baliño había colocado debajo de los pechos y con grandes dificultades dos hojas de higuera en las que había de inspirarse para los nenúfares concebidos como soporte de aquella gloria, Merlín, en un aparte al Rey Artús, dijo con voz que yo, al menos, oí, que parecían dos quesos de los que las aldeanas traen al mercado y colocan bien visibles encima de dos berzas: símil horripilante que me obligó a imaginar aquella noche, y susurrar al oído de Coralina, las más desaforadas metáforas en que se combinasen lo blanco con lo verde, esmeralda y nieve, leche de ovejas y césped, mármol y terciopelo. Pero lo raro fue que a los pocos minutos de haberse descubierto de ese modo Coralina, el entusiasmo y el susurro se habían apagado, y en aquel silencio sólido se oía perfectamente, como una burbuja de aire, el ruidito de la gubia de Baliño, que, después de haber desbastado la madera, le iba sacando las redondeces: ¡con qué seguridad trabajaban sus manos, casi sin miradas al modelo! Acariciaba los bultos, y corregía su curva y su volumen como si los cotejase con recuerdos presentes en sus manos. Yo me había colocado detrás, en la penumbra, para que nadie advirtiese cómo las mías se retorcían, y así podía ver que las cabezas de aquellos caballeros se orientaban en la misma dirección. Me irritaba sobre todo la inmovilidad del Rey Artús, verdadera estatua de faraón, salvo sus dedos, que tamborileaban, sarcásticos, en el puño de la caña de Ceylán en que se simbolizaba su preeminencia. En el silencio, Coralina comenzaba a adormecerse, y toda ella parecía sumida en su propio interior, si no era la sonrisa, que flotaba encima de sus labios, esa sonrisa que la gubia implacable de Baliño perpetuó, y que la imaginación obscena del Rey Artús solo supo interpretar como la sonrisa del orgasmo. Cuando, de pronto, el mismo Rey Artús dijo en voz alta: «¿Se ha dado cuenta, Baliño, de que el pezón derecho mira hacia fuera, como si quisiera escabullirse?». Y Coralina, en ese mismo momento, como si despertara de un ensueño feliz, se echó a reír con risa que parecía catarata de cristales escogidos, y respondió: «¡Eso mismo me dijo el Emperador de Austria cuando me vio desnuda!», momento en que mi corazón recibió infinitas puñaladas imperiales que lo dejaron más herido que nunca. También hacia la derecha miraba el ojo diestro de Abelardo, pero el ángulo de su desviación era, si cabe, mayor que el del pezón de Coralina. Y el movimiento automático que provocaba era de tocar madera, una, dos, tres, fuera gafes, te vi primero, que, dicho en latín vulgar, resultaba solemne, pero que hacía sufrir enormemente a Abelardo; quien, sin embargo, a partir de la primera entrevista con Heloisa, pareció dulcificado, y, en petit comité, comenzó a admitir la posibilidad, al menos dialéctica, de que, en algún caso muy restringido, el hombre pudiera ser una pasión relativamente útil. Su auditorio habitual no se dio cuenta, al menos de momento, de que aquella dulcificación doctrinal, y una como pereza epistemológica que había sustituido a su antigua energía mental, obedecían a sus reiteradas entrevistas con Heloisa, que no se llevaban a cabo en público, como la primera, sino en privado, o, más bien, en secreto, pero de las que yo tenía puntual información, porque Abelardo estaba tan entusiasmado con aquella experiencia que necesitaba comunicarlo con alguien, y no tenía a mano más que a mí en quien confiar y ante quien explayarse. Aseguraba que los atractivos físicos de Heloisa no influían en su satisfacción, sino ante todo sus cualidades intelectuales y, después, ciertos aspectos biográficos, especialmente conmovedores, de la muchacha, que la convertían en cierto modo en el equivalente femenino del propio Abelardo, pues Heloisa razonaba por silogismos concluyentes, aunque casi siempre adicionados de cierta carga pasional. ¡Qué distinto, sin embargo, de la conmoción que sentí al ver por primera vez a Coralina! Fue el mismo día en que, desde el balcón del Ayuntamiento de Castroforte, habíamos proclamado el Cantón Independiente: una mañana de orvallo en que el aire azulado y húmedo excitaba la vertiente poética de mi imaginación y ponía en el disparadero mis utopías amadas. No creo que jamás se haya redactado telegrama político más conciso y enérgico que el que enviamos, ipso facto, a Castelar: «Somos independientes. Mierda. Admiraciones personales al gran tribuno» (y esto último como concesión a Castiñeira). Ni creo que nadie haya cantado jamás con mejores metáforas y más encendido calor, la libertad, lo cual hacía sonreír al Rey Artús, que, en el fondo, ni creía en ella ni la amaba, porque lo que le diferenciaba de los restantes colegas era su convicción de hallarse en posesión de la verdad y su propósito de imponerla a los demás por narices. Por la tarde, como era nuestro hábito, fuimos dando un paseo bajo los soportales de la plaza hasta el lugar en que se detenía la diligencia: quiero hacer constar aquí que, aunque nosotros habíamos sido los verdaderos creadores del Cantón Independiente, ninguno de La Tabla Redonda figuraba en el Gabinete Provisional, al que habíamos prometido sin embargo nuestra colaboración como consultores: por eso podíamos mantener nuestras costumbres de ciudadanos un poco extravagantes, e ir a curiosear quién venía en la diligencia. La cual llegó un poco retrasada, con barullo de cascabeles y restallidos de látigo. Bajó el primero un señor sospechoso, inmediatamente catalogado como agente secreto de Villasanta o quién sabe si del Gobierno Central: por indicación nuestra, fue vigilado, pero resultó ser un cura excomulgado que se creía perseguido y no paraba en ninguna parte. Después, una señora de cierta edad, bien vestida, aunque con modestia. Había bastante barro en el lugar. La pobre señora resbaló al poner el pie en el suelo, y hubiera caído sin la ayuda de Merlín, que aprovechó la ocasión para catarle las carnes y hacer a renglón seguido una mueca de decepción. Se había oído un grito, pero no procedía de la buena señora, sino del interior del coche. Tras del grito asomó un guante negro, tan eminente de corte y tan delicado de color que solo a uno de mis sonetos podía equipararse; y aquella sombra grácil cuyo rostro no veíamos dijo algo así como «¡Dios mío! ¿Voy a caerme también?». El Rey Artús murmuró a mi lado: «¡Yo conozco esa voz!», pero no le hice caso. Mi capa se había desprendido ya de mis hombros, había revolado, y caía encima del barro de la plaza. Al mismo tiempo me adelanté y extendí la mano. La derecha, porque la izquierda sostenía el sombrero, que se había rendido a la dueña de aquella voz un poco antes que mi espalda. Debí de haber dicho algo así como «Tengo mucho gusto en ayudarla», o cosa semejante, pero no lo recuerdo. La mano enguantada se había apoyado en la mía, desnuda, y aquella mujer incomparable saltó del coche, pisó mi capa y hundió en mi corazón el primero y más agudo de sus puñales al decir «Caballeros, gracias», siendo así que solo yo la había ayudado, y que los demás se limitaban a saludarla con reverencia y sombrerazo. «Yo conozco esa cara», insistió el Rey Artús cuando ya ella, del brazo de su rodrigona, se alejaba, bajo los soportales, hacia el hotel. Contemplándola, don Torcuato se olvidaba de calarse la chistera, y le quedaba al aire la calva repugnante que tanto se cuidaba de ocultar. Merlín, que había viajado mucho, se volvió hacia nosotros y exclamó: «¡El perfume que deja en el aire, es de París!»; pero aquel homenaje público a la industria francesa no pareció afectar a don Torcuato, quien, sin dejar de mirar a la dama, casi perdida ya en la lejanía abovedada, añadió a lo ya dicho, y fue un nuevo golpe en mi corazón: «¡Yo he besado esa boca!». Yo recogía mi capa, sin atender al desperfecto causado por el lodo: aterrado, trastornado por la conciencia súbita de que aquella sería la mujer de mi vida, y de que, con la felicidad, me traería la desventura y quizás la muerte. Fue una especie de visión clara y rápida, un relámpago convincente que entra en el alma y deja allí una huella como un sello imborrable: la misma revelación que tuve cuando aquel grupo de muchachas que custodiaban el Santo Cuerpo Iluminado vino a verme, recién llegado a Castroforte, y cuando la que las presidía se destacó del grupo y se arrodilló a besar mi anillo. Al darle la mano, al invitarla a levantarse, comprendí que la vida y la muerte habían llegado juntas, pero sin que pudiera alcanzárseme el modo, porque, en aquel momento, las cosas no estaban tan claras como para que yo, Obispo de la Sede tudense, pudiera adivinar que aquella chica llegaría a ser mi mujer legítima y sacramentada, así como mi ayuda en la experiencia más audaz que se hacía en la Cristiandad, y que, de distinta manera, ambos pagaríamos cara nuestra osadía. Por lo demás, entre ella y Coralina no había la menor semejanza. Quienes dicen que todas las mujeres son iguales, enuncian una de esas tonterías que ninguna mente medianamente racional, ninguna sensibilidad medianamente educada, pueden soportar sin alterarse y sin reconocer a continuación que el número de imbéciles coincide aproximadamente con el de arenas del mar. Como Obispo de la Sede tudense, aquella mujer fue mi esposa. Como Vate Barrantes, Coralina fue mi amante. Estudiante en París, fui confidente del filósofo Abelardo, y, a través de sus palabras, llegué a conocer la intimidad espiritual de Heloisa. Llamado a remediar los desperfectos del Cuerpo Santo, ayudé en cierto trance a la viuda de Barallobre. Llegado a defender Castroforte de los enemigos de Napoleón, fui testigo de la pasión inesperada de Lilaila Barallobre, por mi ayudante, el Lieutenant de la Rochefoucauld. Mías o ajenas, son cinco historias de amor que pueden parecer la misma al observador limitado por sus prejuicios, a esos cuyos principios les impiden comprender que cada vez que las miradas de un hombre y de una mujer se encuentran, cada vez que se inician los trámites sabidos que acaban en la cama, por debajo de las semejanzas, de las coincidencias y de las identidades, lo que acontece es una historia de amor irrepetible y única. En el acto del amor, mi esposa era silenciosa, y solo mirando sus ojos se podía adivinar lo que sentía, que era algo más hondo que el placer. Clotilde se espatarraba y emitía al principio largos sollozos, al final entrecortados y sonoros, como un chotis tocado por un fagot. Coralina era activa, juguetona, chillona: pellizcaba, mordía, jugaba a darse y evadirse. De Heloisa, por confidencia de Abelardo, sé que amaba con citas de los Santos Padres y de los Filósofos antiguos. Y aunque carezco de datos referentes a doña Lilaila Armesto, viuda de Barallobre, y a doña Lilaila Barallobre, que amó una noche al Lieutenant de la Rochefoucauld, supongo fundadamente que cada una de ellas tendría sus particularidades. Vienen, después, los distintos motivos: para mi esposa, el amor formaba parte de un proceso de santidad en el que Dios estaba siempre presente. Coralina, en cambio, según me dijo la primera vez que la vi, necesitaba un hombre cada tarde, de seis a ocho, y si no lo hallaba a mano, le entraba la melancolía, perdía las ganas de comer, y se vengaba en su señorita de compañía, a la que infligía toda clase de torturas. Para ti, Clotilde, fue parte de una trama de intereses, y solo más adelante llegó a vicio en que te hundías. Lilaila Armesto, como esos naturalistas que reconstruyen el mastodonte a partir de un huesecillo del rabo, reconstruía a su marido muerto a partir de unas piltrafas. Lo de Lilaila Barallobre fue muy distinto: el estallido pasional momentáneo de una mujer serena y más bien racionalista. Para Heloisa y Abelardo, un hallazgo inesperado; en cierto modo, la contradicción gozosa de lo real: se hubieran curado por el amor de haberles dado tiempo, aunque quizás yo sea, a este respecto, demasiado optimista, al pensar que lo que para mí fue remedio, pueda serlo igualmente para otros. Heloisa le descubrió a Abelardo que se veía en la necesidad de filosofar a causa de su disconformidad con la condición de las hembras, ya que, al enterarse a los ocho años de que su primo Guy tenía una cosa de la que ella carecía, y al comprender poco tiempo después (apoyándose en observaciones personales obtenidas de la contemplación de los niños y las niñas cuando meaban) que los varones poseen siempre eso de que las hembras carecen, había caído en un estado de angustia y descontento, años más tarde reforzado al encontrarse cierta mañana con la sanguinolenta realidad de lo que la Biblia llama delicadamente «los renuevos», discreta y atinada metáfora, y, en lengua vulgar, despiadadamente regla, regla por antonomasia, aunque intentemos paliar en cierto modo su falta de consideración hacia los prejuicios más respetados utilizando la misma palabra, aunque no antonomásicamente, en expresiones como regla de tres o Regla de Oro. Y de aquella depresión solo salió al descubrir que el odio a su madre, a quien no había conocido (por eso vivía con su tío, canónigo de Nôtre Dame), le abría la puerta a la esperanza. «Es curioso —me dijo Abelardo—, porque yo siento por mi madre, que es una criatura bella y dulce, un gran cariño, pero, en cambio, detesto la memoria de mi padre, a quien no conocí, pero al que debo esta figura esmirriada y este ojo disidente.» Entonces, y no antes, ¡ay, entonces, que era tarde, y no antes, que hubiera sido a tiempo!, comprendió Heloisa la complementariedad de sus deficiencias, que dejaban de serlo si con las exuberancias de Abelardo se conjugaban, y el curioso paralelismo, también complementario, de sus respectivos anhelos de parricidio imposible. Cuál haya sido el razonamiento —no exento, sin embargo, de impurezas pasionales— que les llevó a la convicción de que, cohabitando, no solo se curaban de sus melancolías, sino que asesinaban simbólicamente al padre y a la madre, es cosa que no alcancé jamás; pero es el caso que así era, y que se sentían más alegres y más ligeros, y Abelardo llegaba a olvidar su ojo virojo y a introducir en sus lecciones algo semejante a la luz de la esperanza. «Decir que el hombre es una pasión inútil es una afirmación de carácter muy general que admite, naturalmente, excepciones», proclamó una mañana de sol en que las acacias de París resplandecían de la lluvia reciente (estaba el día a chubascos) y mostraban su verde más tierno. Confidencialmente me dijo aquella tarde: «Estoy persuadido, Jerónimo, de que el remedio de las humanas desventuras se hallará el día en que alguien invente una manera simbólica universalmente satisfactoria y no demasiado cara de matar al padre los hombres y a la madre las mujeres, a lo que seguirá una etapa de la evolución teológica consistente en eliminar de la Trinidad el nombre del Padre, que es un concepto alienante», lo cual, de momento, no dejó de parecerme una exageración, ya que yo, por lo menos, no sentía el menor deseo de matar a mi padre, a quien tampoco había conocido, porque mi madre, la pobre, quedó viuda al dar a luz a mi hermano Manolo, y una de las primeras cosas que comprendí en la vida fue la necesidad de un hombre para un hogar. Claro que tampoco puedo universalizar mi caso, por muchas que sean mis semejanzas con Abelardo, sobre todo en el aspecto físico, si bien la naturaleza me haya privado de conocer esa sensación de desequilibrio y asimetría que constituye la base de la personalidad de los virojos. Por cierto, no sé si dije que, a Coralina Soto, se le desviaba un poco el izquierdo cuando se ponía cachonda, cosa que acontecía con frecuencia alarmante, si bien es verdad que al mismo tiempo se le transfiguraba la mirada, se le hacía honda y oscura hasta dar miedo. Que a mí no me lo haya dado no dice nada bueno a mi favor, sino solo que la fuerza de mis sentimientos y la intensidad con que los vivía me impedía prestar atención a los ojos de nadie, ni siquiera a los de Coralina, causa de mi tormento; por eso, me pasó inadvertida la transformación de su mirada. Durante el tiempo que convivió con nosotros, a pesar de la sospecha —primero— y la convicción —después— de que era la mismísima Lilaila Souto Colmeiro raptada —o cosa así— unos años antes por el director de un circo, siempre la llamamos Coralina. Cuando don Torcuato del Río exclamó: «¡Yo he besado esos labios!», en Lilaila pensaba, y cuando, al día siguiente, se presentó sin previo aviso en la puerta del cuarto del hotel, y ella misma le abrió —don Torcuato, siempre pillín, había espiado la salida de la rodrigona para que no pudieran darle con la puerta en las narices—, le preguntó de sopetón: «Dígame, señorita, ¿se llama usted Lilaila Souto Colmeiro?», y ella, según me confesó después, sabiendo que le haría daño, le respondió: «No, señor. Me llamo Coralina Soto, y no para servirle». Y fue entonces cuando cerró. Pero no causó daño a don Torcuato, como esperaba, sino perplejidad, que le duró hasta que pude proporcionarle datos que le permitían identificarla sin lugar a dudas. «Lilaila Souto —me dijo cuando empezó a murmurarse que yo la visitaba todas las tardes— tenía encima del anca izquierda una señal inconfundible.» Reconozco que, en aquella ocasión, yo debía de haber callado; pero mi honor exigía que don Torcuato supiese cuanto antes la naturaleza de las relaciones que nos unían, a Coralina y a mí. Lo necesitaba, ante todo, para que don Torcuato tuviese conciencia de que, suceda lo que suceda, Lanzarote del Lago engaña siempre al Rey Artús, y ya entonces La Tabla Redonda había proclamado a Coralina su Reina Ginebra; pero también para que dejase de tomarme el pelo y de andar hablando de mí y de mi vanidad como presunto conquistador y amante subrepticio de la estrella europea de la canción: lo cual nadie sabía por mis palabras, sino por conjeturas más o menos fundadas y por cuentos de los criados y criadas del hotel. De modo que, cuando don Torcuato me lanzó aquel desafío, no tuve más remedio que responderle: «Sí, ya sé a qué se refiere: a una serie de siete lunares rubios, de mayor a menor, el primero de ellos grueso y con cinco pelillos, los otros seis desiertos y al parecer sin relieve. Pero —y, al decir esto, le miré de reojo, y vi como no podía reprimir un sobresalto—, si los acariciamos con algo hipersensible, como la punta de la lengua, se advierte que también son de bulto». Don Torcuato hizo un esfuerzo por sosegarse (creo que de buena gana me hubiera allí mismo envenenado), y dijo: «Mal sabe usted, amigo mío, que en esos siete lunares está escrito su Destino. Porque todos los Jota Be han muerto y morirán un día de conjunción de los siete astros, para la cual, por cierto, poco más falta que una semana». Y, entonces, me tendió la mano y añadió: «Soy un caballero, sé perder, y le felicito por su triunfo. Pero que conste que si bien es cierto que jamás poseeré a Coralina Soto, lo es también que Lilaila Souto Colmeiro pasó por la cama de este su seguro servidor cuando tenía una edad en que estos juegos son mucho más placenteros para un hombre que se estime, pues entonces ella no sabía nada y ahora lo sabrá todo. No puedo, pues, por menos que considerarle a usted mi sucesor y como tal desearle suerte». Y se marchó, con lo que yo quedé perplejo, porque aquello de la conjunción de astros se lo había oído alguna vez a la Tía Celinda como confidencia recibida directamente de Lilaila Barallobre, aunque yo nunca le hubiera hecho caso. De cómo llegó a Lilaila, no lo sabré decir: acaso por trasmisión oral de mujer a mujer, desde mi esposa, que también lo sabía, que lo supo aquella noche última cuando, al preguntarme si no había una esperanza, le revelé que en los astros conjuntados había hallado la revelación de mi muerte y la de todos los que habían de venir en mi lugar y luchar contra el mismo enemigo en los siglos venideros: razón por la que, aquella misma mañana, antes de entrar en batalla, mandé llamar al arquitecto y le dije que hiciera labrar en un lugar bien visible siete círculos encima unos de otros, como siete planetas, y, debajo, la figura de un hombre que lleva en brazos un cuerpo. ¿Por qué esa señal que yo legué al futuro apareció repetida en la parte superior del anca izquierda de Carolina? Cuestión es esta que humilla la soberbia de nuestro entendimiento, pues nadie será capaz de hallar respuesta convincente, pero que, en cualquier caso, nos hace aceptar la idea de que el Destino nunca actúa a traición, sino que, para avisarnos, se vale de los instrumentos más a mano, aunque sean viles, en el caso discutible de que el anca de Coralina lo fuese, y no un fragmento curvo y rosado de la Creación que, como cualquiera otra criatura, cantaba secretamente la gloria de su Creador. Vivía Coralina como un pájaro en un día de sol, y ella misma llevaba la luz consigo, lo cual, sin grandes exageraciones, me permite llamarla Luciferina. De otra manera, yo no hubiera visto en ella el instrumento de liberación que, desde la sucia prisión de carne en que Ifigenia me tenía sujeto y ciego, apetecía. La tarde en que llegó a Castroforte, aunque orvallada, fue para mí la Introducción en la Claridad. Y cuando al día siguiente me atreví a repetir lo que el Rey Artús había hecho, quiero decir, presentarme en su cuarto y preguntarle si era Lilaila Souto Colmeiro, aunque al responderme que sí mi corazón volvió a sentirse herido, pues indiscutiblemente don Torcuato me había precedido en el uso de sus encantos, no por eso dejé de rendirme a su radiante alegría, sobre todo cuando me dijo: «No sufra usted, pobrecillo. ¿Qué más le da quién sea? Pase, pase y hágame un rato de compañía». No quiero engañarme a mí mismo y pensar que mi presencia la había conquistado: Coralina no amó jamás a nadie, ni se rindió a ninguna especie de encantos varoniles. Sencillamente, eran las siete menos cuarto, y Coralina llevaba ya media hora pensando que iba a pasar la tarde sola. El hecho de saber que yo siempre había gustado a las mujeres de Castroforte no bastara para dotarme de esa sencillez de trato, de esa naturalidad de comportamiento, de esa seguridad de compostura que tienen los hombres avezados al eterno femenino. Entré temblando, mientras Coralina se alejaba de mí con pasos de danza y gorgoritos en francés. «¡Siéntese, siéntese!» Y se dirigió a su rodrigona, que aparecía por una puerta. «Ivonne, chérie, tu sais, il-y-a un Corps miraculeux, tu sais, dans la grande Église au sommet de la colline, tu peux en entendre les cloches, un Corps miraculeux très ancien, un Corps de sainte, tu dois y aller, je t’en prie, foute-moi le champ!» Así, en un francés con vocales todavía gallegas, que le salía más el acento cuando hablaba en una lengua extranjera, también es raro. Y, cuando nos quedamos solos, se sentó a mi lado y empezó a hablarme del Rey Artús, y del disgusto que le había dado diciéndole que no era Lilaila Souto Colmeiro. «Ya sé que también te lo di a ti diciéndote que lo era, pero yo no soy mentirosa, qué le voy a hacer. ¿Cómo te llamas y quién eres, rico mío?» Y, mientras escuchaba mi explicación, me pellizcaba las piernas y me deshizo el nudo de la corbata, que también fue gracia, porque yo no sabía hacerlo. Lo que tenía que explicarle, y que ella tardó en entender, quizás a causa del poco caso que me hacía, era que la estaba esperando desde antes de nacer, y que había buscado en vano en las demás mujeres lo que ahora encontraba en ella. «Pero, rico mío, ¡no sé qué os pasa a los hombres, que todos decís lo mismo!» Y venga a pellizcarme el muslo y a jugar con la seda de la corbata. «No le habrán dicho, en cambio, que también la ciudad la espera, que la esperanza de su llegada está abierta desde que Argimiro el Efesio fundó Castroforte dos mil años antes de Cristo, y que la arribada del Santo Cuerpo a estas costas no fue más que el anuncio de su llegada.» «Eso, ya ves, rico mío, no me lo han dicho nunca, porque nunca hasta hoy estuve en una ciudad que tuviera Santo Cuerpo.» Intenté entonces hacerle comprender que aquella respuesta, precisamente aquella, correspondía a la personalidad de Coralina Soto y no a la de Lilaila Colmeiro, y si me hubiera dejado continuar, estoy seguro de que me habría salido una preciosa construcción teórica acerca de sus dos personalidades, y de cuándo funcionaba una, y cuándo la otra, pero no me dejó. «¡Chico, chico, calla, calla! ¿Qué más dará, si Coralina y Lilaila son la misma persona?» ¡Hacerle comprender que estaba equivocada, y que lo único común a ambas era aquel cuerpo por el que me estaba yo muriendo, hubiera agrandado mi felicidad! Me dejó con la palabra en la boca, salió por una puerta, me hizo esperar, y, a poco, asomó la cabeza y me llamó. Entré en la alcoba, que era la de la suite royale: Coralina se había vestido una bata rosa, llena de encajes y volantes, por cuya abertura asomaba un camisón también rosa, también ornado de volantes y de encajes. «¡Ven, rico mío, ven!» La cama estaba abierta, pero no se acostó, sino que, sentada en el borde, ordenó: «¡De rodillas, como un niño chico, y a sufrir!». Me dejé caer y me abracé a sus piernas. «¿Cómo quiere que sufra?, ¿de rabia, de celos o de desesperación porque un día no lejano se marchará para siempre?» «¡Claro que marcharé, el día en que llegue el barco que ha de llevarme a América, donde tengo un contrato excelente!» Hundí la cara en los encajes, y respiré con avidez el penetrante perfume de París. «¿Empiezas a sufrir?», susurró ella, con voz dulcísima. «Sí. De no ser viento para empujar su barco. De no ser sol para alumbrar sus ojos cuando lo miren. De no ser mar para abrazar su cuerpo cuando naufrague.» Empezó a acariciarme el cabello, y con la misma voz me preguntó: «¿Deseas que me ahogue?» «No, porque no soy la mar.» «Se ve que eres hombre de buenos sentimientos, de modo que no quiero que sufras más.» Me apartó delicadamente y empezó a quitarse la bata. Yo me levanté de un salto y la miré con terror. «¿Es que va a desnudarse?» «De una manera o de otra, es lo que suelo hacer todas las tardes, cuando ya el caballero que está a mis pies ha sufrido bastante.» «¡Esa dicha es más de lo que puedo soportar!» «Espero que entre los dos lo hagamos sin grandes contratiempos.» «¡Coralina!» «No seas precipitado. Todo tiene sus trámites.» La bata estaba ya en el suelo; el camisón quedó pronto encima de la cama. Como ella fuera a taparse, la detuve: «Permíteme que, antes, me embriague…». Y empecé a besarla con furia que ella calmó, porque sus manos y sus consejos acabaron imponiéndome sosiego y un cierto orden, un cierto sistema, como quien dice un cierto itinerario que acabó en la serie de lunares. «Otros terminan, rico mío, por donde tú estás empezando, Y más de siete se levantaron la tapa de los sesos por no haber alcanzado esos lunares.» Y, sin dejarme responderle, añadió: «¿Ya estás embriagado?». Le respondí con un movimiento rápido y abrupto como una caída desde lo alto de la montaña al precipicio insondable, que inmediatamente rechazó. «¿Qué vas a hacer?» «Señorita, el camino iniciado conduce siempre a este fin, al menos entre personas mayores.» Se echó a reír. «¿Y esto es todo lo que sabes, media docena de niñerías?» Empecé a temblar de angustia. ¡Oh, cómo me hubiera gustado que la habitación estuviera, al menos, en penumbra! «¡No la entiendo!» «Ese camino, rico mío, es más largo y más sabroso de lo que te supones. Vamos, desnúdate.» «¿Del todo?» «Naturalmente.» «¿Los zapatos también?» «¿Tienes algún privilegio que te autorice a amar calzado?» «Es que… es que… ¡debo de tener los pies sucios!» Comenzó a tirarme almohadas y a insultarme y a decirme: «¡Mírame a mí, que me baño dos veces al día!», hasta que por fin se le calmó la furia y me admitió en el lecho, aunque con la condición de que al día siguiente vendría recién bañado. Nada de lo que sucedió a partir de aquel instante es verosímil: renuncio, pues, a contarlo. De habérmelo escuchado, don Torcuato me hubiera respondido: «¡Estás soñando, Vate!», que es, al fin y al cabo, lo que hacemos los Vates. Había sido un sueño del que tardaba en regresar, demorado en el lecho cuando ya Coralina se había vestido para la cena. «¡Vamos, remolón, arriba!» Yo quería conservar aquellos recuerdos para meterlos después en un poema largo y lento, en un poema de versos perezosos, como el amor en brazos de Coralina. Mientras me ponía los zapatos, pensaba que solo aquella tarde había dejado de ser niño. «Ahora, te contaré el motivo de mi viaje», me dijo ella cuando nos hallábamos a la mesa, ante la sopa caliente y una traslúcida botella de vino verde de Madeira (aquí uso verde en el sentido literal de color, y no en el que se le da generalmente en Portugal cuando se habla del «vino verde»). La gente nos miraba: se enviaban al café misteriosos mensajes que, después, irradiaban a la ciudad. «¿Sabes que el Príncipe Elector del Palatinado me tuvo prisionera en su castillo de Heidelberg?» La historia duró la comida entera (compuesta de la sopa que dije, merluza a la marinera, pollitos al vino blanco, ternera lechal en su jugo con guarnición de espinacas, zanahorias, alcachofas, guisantes y puré de patatas; brazo de gitano, tortilla al ron, mermelada de frambuesa, queso y frutas del tiempo). Coralina engulló de todo con verdadera voracidad: a nadie vi comer con tan buen diente sino a Clotilde el día aquel en que Jacinto se había encerrado para el ejercicio capital de las oposiciones, y ella me convidó a comer. Fue una comida memorable por lo que comió más que por lo que me contó, aunque lo que me contó no tuviera desperdicio. Pero ya la comida lo era de dos cómplices, porque, cuando Jacinto nos envió por el bedel la nota de los libros que necesitaba para preparar su tema, y yo empecé a buscarlos, su hermana se me acercó y me dijo: «¿De modo que si Jacinto hace bien este ejercicio, lo más probable es que tú quedes en el segundo puesto y a él le den la cátedra de Castroforte?». Porque Jacinto y yo nos habíamos comprometido a ganar las oposiciones con los números uno y dos para evitar que un godo viniese a ocupar aquella tribuna, pues teníamos experiencia del daño que hacían a las generaciones jóvenes, enseñándoles que Núñez de Arce era un gran poeta y Pereda un gran novelista, y que el crítico más importante del mundo era Menéndez Pelayo. «Pero, si el número uno fuera para ti, el daño se habría evitado lo mismo, ¿verdad?» «¡Claro!» «Entonces, ¿por qué no te lo llevas?» «Eso lo dirá el Tribunal, y ya has visto que Unamuno está entusiasmado con los ejercicios de tu hermano.» «Pero ¿y si en este que va a hacer bajase?» «En ese caso, claro…» Clotilde, entonces, me tomó de la mano. «Jesualdo, yo sé que estás enamorado de Lilaila.» «Y ella también lo sabe.» «Y, de que ella te quiere, ¿estás enterado?» Me quedé pálido, supongo. «Créeme, Jesualdo: Lilaila está harta de Jacinto y de sus extravagancias. Ha llegado a comprender que mi hermano no es hombre para querer a una mujer, al menos más que a sus libros y a sus trabajos. Si de novia la tiene así de abandonada, ¿qué será de casados? Es algo que le hemos hecho ver a Lilaila su madre, su tía y yo, y ya sabes cómo la quiero. Ya ves: si fuese otro y no tú, no me metería; pero tú eres para mí como un hermano pequeño, y sé que si Lilaila se casa con Jacinto, seréis desgraciados los tres, y que, en cambio, si se casa contigo, a Jacinto se le pasará el berrinche antes de que haya cambiado la luna.» «Pero, bien sabes que yo…» «Sí, ya sé que eres tímido. Pero ¿lo serías si mi hermano estuviera lejos y si vieras a Lilaila desesperarse porque no le escribe?» «En ese caso…» «La solución está en que Jacinto no vaya a Castroforte.» «¿Y cómo evitarlo?» «Si entre esos libros hay alguno que le sea más necesario que otro, haz como que no lo encuentras.» Miré la lista. Indudablemente, el trabajo de Jacinto bajaría de calidad si no podía consultar la Vida de Góngora, de don Miguel Artigas, y la edición de las Soledades, de Dámaso Alonso. Enviarle recado de que no encontraba ninguno de los dos sería sospechoso. Uno de ellos, en cambio… Me decidí por el de Artigas: estaba seguro de que Jacinto sabía poco de la vida de don Luis. Y el enunciado del tema que había elegido decía claramente «Estudio de la vida y la obra de don Luis de Góngora». «Sí. Este», le respondí a Clotilde. «¿Y puedes decirle que no aparece por ninguna parte?» «Me da cierto reparo.» «¡Mira que va en ello la felicidad de Lilaila…!» «Si es así…» Evidentemente, la idea de que Lilaila sería desgraciada con Jacinto me bastaba para tranquilizar la conciencia y cometer aquella pequeña traición, que no lo era tanto porque, después de todo, en las guerras de amor todos los ardides son válidos. Durante la comida, quizás por haber bebido un poco, Clotilde estaba más locuaz que de costumbre. Comenzó a hacerme confidencias, y acabó descubriéndome que Jacinto no era, en realidad, su hermano, porque Micaela, segunda esposa del difunto señor Barallobre, lo había engañado con el administrador de los barcos, y ella lo sabía de buena tinta, porque había tenido las pruebas en la mano, cuando ya el señor Barallobre estaba muerto y Micaela había caído enferma del terrible mal que iba a llevársela. «Ya ves, los adulterios y los bastardos fueron siempre la plaga de la familia, bien lo sabes. Y, en este caso, ¿qué iba a hacer yo, que quedaba por madre de Jacinto? Pues criarlo como a un hermano, tratarlo toda la vida como tal, y pasar por esa monstruosidad del testamento de mi padre, que lo dejó heredero de los secretos con toda esa serie de juramentos que lo comprometen a uno hasta la muerte. A pesar de lo cual, ya ves, si a Jacinto lo destinan fuera de Castroforte, con él me iré, aunque sea a Buenos Aires, porque es tan tonto para la vida que si lo dejase solo no sé lo que sería de él.» Por esto fue por lo que Clotilde marchó con Jacinto a Alicante y por lo que me quedó el campo libre para cortejar a Lilaila, que estaba desesperada porque Jacinto no le escribía y acabó aceptándome para casarnos en seguida. El error fue marcharme a Madrid al terminar el curso, solo porque Jacinto y Clotilde regresaban a Castroforte durante las vacaciones: tenía yo que haberme quedado y hacerle frente. No lo hice por delicadeza, y así se complicaron las cosas, y me cogió la Guerra en Madrid, y tuve que arreglármelas como pude, y emigrar después. Pero ¿qué había hecho durante toda mi vida, sino emigrar? De Irlanda me trajeron mis padres a Inglaterra, emigrantes. Emigrante fue mi madre cuando nos llevó a Castroforte, a mi hermano y a mí, para sacarnos adelante. Y este paso de un Jota Be a otro, desde algún punto de vista, se puede también considerar como emigración, aunque de una muy especial naturaleza. Lo cual no implica que haya que aplicarle nombres especiales o que inventar un neologismo. La invención de neologismos debiera de estar regida por leyes rigurosas que eliminasen la colaboración de los aficionados. Y que no sirva esto para tacharme de purista, sino sencillamente de hombre con sentido de lo que está bien y de lo que está mal. De todas suertes, no hay duda de que el paso de un Jota Be a otro merecería un nombre singular, que no puedo sacar del castellano, pero quizás sí de mi lengua privada, cuyos monosílabos polisémicos aglutinables y desplazables me permiten la invención de palabras como, por ejemplo, estarabicalicosis, que significa al mismo tiempo paso de una personalidad a otra y dificultad que se experimenta en todo el cuerpo a causa de una presión ejercida en todas direcciones, pero que tiene el inconveniente de que si un azar de la prosodia la divide en dos mitades, y la primera de ellas se aglutina al semantema zot, se convertiría en zotes tarabi calicosis, que significa vale más que lo tiren al río: que fue precisamente lo que pensé aquella noche cuando me hallé ante el Santo Cuerpo Iluminado que el señor Corregidor de Castroforte, con ademán inconsolable, me mostraba: «¡El Santo Cuerpo se desmorona! Y esta ciudad, señor Canónigo Balseyro, a la que se arrebata el derecho a comerciar con los puertos protestantes, y que ve sus navíos anclados un año y otro, y a los marineros sin trabajo, y a los mercaderes en ruina, ¿de qué va a vivir si el Santo Cuerpo desaparece? Porque, bien o mal, siguen viniendo peregrinos y dejando aquí el dinero de sus limosnas y de sus adquisiciones. Indígenas, pero también extranjeros; franceses ante todo, pero también de otros lugares de la Cristiandad, y no hay año que falte un barco que los trae de las Islas Helénicas, donde el culto de la Santa está muy extendido. En una palabra, la Santa nos protege en el cielo y es nuestro último negocio sobre la tierra. ¿Qué va a ser de nosotros si se pulveriza?». Calló, y sus manos quedaron tendidas, anhelantes, y en las puntas de sus dedos escuálidos se anunciaban ya el hambre, la peste, y toda clase de calamidades. Mi sombra, primero ondulante y un poco, frívola, se había aquietado, erguida, y solo movía la cabeza, al son, quizá, de una flauta remota audible solo para sombras. «Es natural. Hace ochocientos años que fue embalsamado, y ahora se desintegra, como la mayoría de los Cuerpos Santos de autenticidad garantizada. Y, ¿qué quieren de mí? ¿Que le eche un remiendo?» «Algún remedio habrá.» «Pero, señores, para echar un remiendo, se necesita tela de repuesto.» «En eso estamos también.» Cogió el Corregidor la lámpara, y la elevó por encima de su cabeza: mi sombra se volvió hacia el lugar ahora iluminado. «Mire en aquel rincón: ese que encubre la sábana, es un cuerpo en salmuera.» El Deán acudió inmediatamente a mi sorpresa. «No un cuerpo cualquiera, señor Canónigo: no podíamos inferir a la Santa tal ofensa. Es de una mujer virgen y, en cierto modo, mártir. ¿Lo quiere contemplar vuesamerced? Lleva ahí tres días, ni uno más. Y no lo hemos robado, sino comprado: estaba destinado al descuartizamiento, y el verdugo que se dejó sobornar nos lo hubiera dado gratis, de pena que le daba.» Yo me acerqué al rincón, alcé la sábana y contemplé el cuerpo joven, bellísimo, de una mujer. Mi sombra, asomada por encima del hombro, lo contempló también, y, cuando me di vuelta, se arrojó encima de él y empezó a examinarlo. «Esas señales en las muñecas y en los tobillos me recuerdan el potro.» «No se equivoca vuesamerced. La propietaria de ese cuerpo murió en la cárcel del Santo Oficio.» «¿Bruja o hereje? ¿O acaso cristiana nueva?» «Una cristiana excelente, pero se bañaba los sábados, y a don Asterisco le pareció costumbre propia de paganos. La detuvieron, la examinaron, la interrogaron, la torturaron, y la pobre expiró en el potro como un jilguerito.» A mí me sacudió esa ira que no puedo dominar cuando me encuentro ante cualquier barbaridad oscurantista. «¡Qué idea tendrá ese bestia de lo que es un pagano y de la utilidad de los baños semanales!» Adopté un tono profético, y mi sombra extendió un brazo que apuntaba al futuro. «¡Día vendrá en que los hombres y las mujeres se bañen todos los días por meras razones de limpieza!» «¿Cómo los moros?», preguntó, aterrado, el Corregidor; y, pisándole las palabras, doña Lilaila salió de la penumbra en que había permanecido, y del mutismo. «¿Y no será pecado…?» Me eché a reír. «¡Eso, solo don Asterisco puede decirlo!» «¡Don Asterisco nos llevará a todos al potro si se entera de lo que estamos haciendo!» «A mí, ya me ha llevado.» Para reparar las extremidades del Santo Cuerpo, me eran necesarios aguja y torzal de seda, aceite de oliva y yerbabuena, cuchillos bien afilados y goma arábiga. Salieron disparados, el Deán y el Corregidor, a buscarlos, y doña Lilaila Armesto quedó conmigo en la cueva. Conmigo, y con mi sombra, que andaba inquieta, que se apretaba a mí o me abandonaba, que vibraba incoherente o parecía muda. De pronto, salió de mí, se envolvió al cuerpo de la dama, y su extremo, bifurcado como lengua de ofidio, se le metió por los agujeros de los oídos. Doña Lilaila me miraba con mirada quieta y profunda, y no se movía. «¡Hay algo que no se atreve a pedirte!», vibró mi sombra; y yo adiviné el último deseo, la esperanza irracional que aquella dama había puesto en mi poder. Me entristeció pensar que a nadie más que a Dios le era dada la resurrección de aquel cuerpo ahorcado de una antena y arrojado luego al mar; de aquel cuerpo devorado por los peces chicos, y estos por los grandes: cuerpo cuya carne se hallaba tan repartida y químicamente transformada que era imposible reunirla. «Tienes que hacer algo por ella», insistió mi sombra. Entonces, dije a doña Lilaila que la encontraba triste. Ella me respondió que ya conocía los motivos. Le pregunté que si la soledad le resultaba entrañablemente insoportable. Me respondió que no aguantaba más. Y aquel diálogo despertaba en mi recuerdo ecos de otros, tan semejantes, habidos con Julia muchas mañanas y muchas tardes. Con Julia, que acudiría a la cita a las once de la noche, o un poquito más tarde, según el trabajo que hubiese en la cocina y según que su padre hubiera salido o se quedase, como hacía algunas noches, leyendo a Alian Kardec o algún otro clásico espiritista. Y no pude menos de pensar si sería real o no. Doña Lilaila, de pronto y como violentando, con esfuerzo, su pudor, me preguntó: «¿Tiene usted un remedio para mí?». La sensación de irrealidad fue, en ese momento, más enérgica y aplastante, y se hizo absoluta al advertir que las mismas palabras —una piltrafa de hombre— constituían el remedio tanto en su caso como en el de Julia, porque yo, bien mirado, era también una piltrafa de hombre, aunque no estuviese metido en una frasca de aguardiente inglés. «¡Esa piltrafa de hombre!», me había llamado alguien, no recuerdo quién, en alguna ocasión que tampoco recordaba. Y la misma buena voluntad que me hacía esperar la llegada de Julia, me sugería que buscase remedio duradero a la soledad sexual de aquella apenada mujer. Por otra parte, mi sombra no hacía más que dar saltos, emitir sonidos que alternaban el fa y el la con monotonía apabullante. «Ayúdale, me decía, ya que puedes hacerlo.» «Esos caballeros van a tardar, le dije a doña Lilaila. ¿Quiere usted que subamos a su alcoba?» Ella pareció vencer una objeción inesperada a una resolución antigua, y echó a andar delante de mí: llevaba en la mano una bujía que agrandaba mi sombra y la arrastraba, pero ni aun a rastras se callaba, aquella lenguatera. Subimos, bajamos, volvimos a bajar y a subir: nunca mi sombra fue más zarandeada, ni dobló más esquinas, ni se vio más alargada y más escasa: pero no parecían preocuparle sus metamorfosis a juzgar por su alegría. Pasillos, puertas, crujías. «Ande usted con cuidado, que no se despierte mi doncella: sospecho que don Asterisco la ha comprado, y que está aquí para espiarme y denunciarme a la Inquisición.» La puerta de su estrado particular se cerró con tres cerrojos. «Espere aquí, se lo ruego.» La espera añadía similitud a las situaciones. Nos había dejado en aquel salón grande, de paredes encaladas y vigamen oscuro, que presidía el retrato de un hombre cuyas facciones había visto en algún espejo y que seguramente era el del marido ahorcado por los ingleses. Tenía gentil talle y una sonrisa de buena persona, una sonrisa sensual y al mismo tiempo ética, de hombre capaz de sacrificio y de fidelidad. Para verlo mejor, encendí todas las bujías y velones que hallé a mano, de modo que cuando Lilaila regresó, la sala estaba deslumbrante, y mi sombra, multiplicada, se divertía haciendo arabescos en las paredes blancas. «¿Es que tanto amáis la luz, señor?» «¡Quizás lo sea para vos de una nueva primavera!» Lo dije por decir algo y sin que viniese, de momento, a cuento; también para disimular con una frase vacua el desasosiego que la llegada de doña Lilaila me causaba, y no por ella misma, sino porque se había quitado el vestido y puesto en su lugar un camisón medianamente escotado, pero lo suficiente para que cualquiera pudiese ver que sus pechos mantenían la pujanza. Había sufrido, evidentemente, una confusión: esperando el remedio de mí, me tomaba por remedio, y eso deduje del modo cómo bajó la cabeza y dejó caer los brazos. Me acerqué a ella, le tomé la barbilla y le miré a los ojos. «Y, esos restos de su marido, ¿dónde están?» La sacudió la sorpresa. «¿Son necesarios? Preferiría que no los viese nadie más que yo. ¡Dan verdadera pena!» «Insisto, sin embargo…» Volvió a la alcoba y, cuando regresó, traía un bulto de tamaño escaso, cubierto con un tapiz. Extendió los brazos sin soltarlo. Yo les retiré la cobertura. Las manos de doña Lilaila apretaban una frasca de vidrio verdoso llena de un líquido en que flotaban, suspendidas, las piltrafas informes. Extendí la mano, aunque abierta y con la palma hacia arriba. «No deja de ser un tema espléndido de moral meditación, porque está dicho: Polvo eres y en polvo te convertirás, pero de que el orgullo de un hombre llegase a este estado de humillación, no hay nada escrito, al menos que yo sepa. Me explico, señora, vuestra melancolía. Porque esta carne de que recibisteis placer, fue también vuestro orgullo y, al mismo tiempo, vuestro derecho, como os habrán aclarado el día de vuestro matrimonio: el derecho que Dios os ha concedido y que nadie más que Dios os puede arrebatar. Un derecho, por tanto, del que los piratas ingleses os despojaron sin miramientos y a contrafuero. Habrá quien diga que actuaban como instrumentos indirectos de la Providencia. Don Asterisco, sin duda, sería de esta opinión. Pero, si así fuera, no podríamos acusarlos de asesinos. Sin embargo, en nuestras conciencias está el que lo fueron. Porque, el que mata a otro se interpone en la lucha de Dios contra el Destino de cada hombre, se pone de parte del Destino contra la Divinidad. ¿Queréis sentaros?» Ella lo hizo, sin soltar la frasca. «No creo que se haya presentado nunca un caso como este —continué—. Y hasta me atrevería a asegurar que todo cuanto sucede en esta noche no ha sucedido jamás y es nuevo en la experiencia de los hombres. Pero no para el de ciencia, obligado a prever; y, aunque no exista constancia escrita, estoy seguro de que alguno de los colegas que me han precedido pensó que un día habría de llegar en que estuvieran frente a frente, de poder a poder, vuestra frasca y mi conocimiento y dominio de las energías dispersas del Universo.» Hice una pausa, me relamí los labios, y dije: «Me gustaría beber un poco». Ella me tendió la frasca. «¿No os avergüenza sostener esto mientras os traigo vino?» «Señora, he estudiado medicina, y muchas piltrafas del mismo orden anatómico han pasado por mis manos, aunque, la verdad, ninguna de ellas fuese objeto de un culto conyugal tan encendido. De manera que el caso sigue siendo extraordinario.» Mis manos recibieron la frasca con reverencia y respeto, mientras recordaba aquella mañana de primavera en que unos jóvenes, parientes próximos de Heloisa, recorrían vengativos las calles del Quartier latin llevando en la punta de una lanza unos despojos como aquellos. Doña Lilaila fue a un armario, lo abrió, y sacó de él una bandeja con vino y vasos. «Tomad, señor.» Ella tendió en las manos la bandeja; yo, la frasca. Titubeamos un instante, hasta que ella dejó en la mesa más próxima su carga y recibió la reliquia. Bebí unos sorbos de vino. «Tenemos, pues, que estudiar vuestro caso a la luz de la razón. Los datos objetivos son estos: no tenéis ya marido, pero sí una prenda suya. Y no fue la voluntad de Dios quien os dejó viuda, sino la mala entraña de los ingleses. A Dios le hubiera gustado que vuestra vida conyugal se prolongase hasta la vejez, y hay un indicio de que así es: ¿a qué viuda le es dado el tormento, y, a la vez, el privilegio, de conservar en un frasco de aguardiente el miembro viril de su marido? Ahora bien, si pensamos que en el mundo no hay azares ni realidades gratuitas, sino que todo existe por algo y para algo, ¿no será racional, y por tanto intrínsecamente bueno, que veamos el modo de que esas reliquias, sin perder su condición de tales y precisamente por serlo, fíjese bien, precisamente por serlo, emigren del sistema que las constituye en ingrediente melancólico de vuestro destino a otro en que actúen más conformes con la voluntad de Dios?» Doña Lilaila me miró con perplejidad ansiosa. «Señor canónigo Balseyro, os confieso que no entiendo una palabra de cuanto decís, no sé si a causa de mi torpeza, o de que os traje a estos aposentos con determinadas esperanzas, sólidamente fundadas en mi situación y en vuestra discreción, y ahora os salís por peteneras. ¿Queréis hablar más claro? O, si no os resulta fácil, ¿queréis, al menos, actuar de un modo que no haya lugar a dudas?» «A hacerlo voy, señora. Si perdí algún tiempo en explicaciones fue, sin duda, un error de táctica. Comprendo que pertenecéis a esa clase de personas para las que la acción se explica por sí misma y no necesita de justificaciones retóricas o lógicas. Sin embargo, os aseguro que la teoría en virtud de la cual estas reliquias pueden ser extraídas del sistema en que se engendra vuestra soledad para ser introducidas en otro que tiene como fin el que os halléis un poco más acompañada, es verdaderamente brillante. ¿Queréis, señora, levantar esa frasca a la altura de vuestros labios?» Lo hizo, pero me miraba sin entenderme. «Ahora voy a enseñaros ciertas palabras… Tenéis que aprenderlas de memoria, tenéis que grabarlas en vuestro corazón, tenéis que pronunciarlas claramente, convencida de su eficacia.» «¡Decidlas!» Me levanté y levanté las manos como los sacerdotes de Osiris de quienes lo había aprendido: «Seraf lezet enam… Fijaos bien: seraf, lezet, enam. La ese de seraf, sibilante, seraf. La e de enam, ligeramente aspirada, enam. Y la zeta de lezet, no exactamente zeta, sino tirando un poquito a la ese como si fuera un andaluz el que hablase: lezet…». «Seraf, lezet, enam —repitió ella, temblando—: ¿está bien?» «Mirad el frasco.» A través del cristal verdoso aparecía una extraña alga marina o acaso un pájaro avergonzado que se hubiera hecho un gurruño y escondiese la cabeza entre el plumaje gris. Poca cosa, una pizca ridícula, un fragmento despreciable de la Creación. Y sucedió de pronto que el plumaje empezó a moverse como si el pájaro despertase e intentase abrir las alas; todas y cada una de aquellas envejecidas células, segundo tras segundo interminables, recobraban el brillo, y el alga escueta se hinchaba y cobraba cuerpo, cuerpos más bien, porque algo así como dos timbales de escuadrón de lanceros se formaban a diestra y a siniestra, timbales todavía sin montura y en espera del buen cabalgador que los golpease. La superficie del alga dejaba de ser pluma, era ya piel, arrugada todavía, tersa en el instante siguiente, pálidamente mate. Y le iban saliendo surcos de venitas azules y de otras venas mayores, palpitantes como si la sangre las recorriese: hasta que la cabeza del alga se levantó de repente, se levantó como un milagro, y, náufraga en el aguardiente, pujaba, oscilaba como compás en demanda del Norte, y crecía, crecía, como si toda la savia de la tierra la llenase y la ayudase a encontrar su forma y su tamaño. Los ojos de doña Lilaila habían quedado quietos como muertos, si no centellease en ellos la empírica certeza de lo que racionalmente no se podía creer. Sus manos parecían clavarse en el cristal, blancas en los nudillos y en el nacimiento de las uñas. Levantó hacia mí los ojos. «¡Dejadme sola, os lo suplico!» Me retiré en silencio, no así mi sombra regocijada, que una vez y otra vez me daba sus gracias metálicas. Doña Lilaila, como sonámbula, se encaminó a la alcoba. Desde la puerta le dije: «Después del uso, se recomienda mudar el aguardiente». Hoy podría explicar por qué con palabras de todos inteligibles; entonces, ¡ay, entonces!, cuando los hombres como yo hablábamos y dábamos a cada cosa su nombre, estábamos seguros de que en el mundo solo media docena de colegas podía comprendernos: esa media docena que, de haber estado presente, sabría que yo no había actuado como mago, sino como hombre de ciencia. Por serlo, estaba preso en el calabozo más profundo de la cárcel de Valladolid; por serlo Pedro Abelardo, aunque en tiempos anteriores y en estilo —hay que reconocerlo— prematuro, había empezado a perseguirlo, primero de palabra y después de obra, el Abad de los Claros Valles, para quien el modo de pensar de mi amigo se parecía bastante al trabajo de quien zapa los cimientos de la casa en que uno vive. Debo decir que este Abad tendía a verlo todo mal, y constituye el más claro antecedente de esos señores que escriben cartas a los directores de los periódicos protestando de esto y de lo otro; si bien, como entonces no había periódicos, el Abad de los Claros Valles escribiese al Papa, al Emperador, al Rey y a cuantos de un modo u otro ejercían alguna clase de poder, largas misivas latinas. «¡Mal enemigo te echaste!», le dije a Pedro, y él solo se convenció cuando, un día, entraron en su casa y le llevaron los escritos que amontonaba en su mesa; pero, metido como estaba hasta las cachas en aquella aventura con Heloisa, no dio al registro y al rapto literario el debido valor: se limitó a escribir un poema cuya idea se podría resumir así: Podéis robármelo todo, menos la luz de los ojos de mi amada. Precioso, ¿verdad? Cantado en latín por un coro de estudiantes, resultaba solemne y estremecedor, y Heloisa lo escuchaba con gozo, lo escuchaba cuando ya su cintura esbelta empezaba a desdibujarse. «¿No estarás preñada?», le pregunté una tarde. «Sí. ¿Y qué?» «Pues que os vais a meter en un buen lío.» «Lo será si nace niña; pero ya me prometió Pedro que, si es así, la arrojaremos al Sena.» «¡Sí que es un buen remedio!» Les insinué la conveniencia de casarse, pero no me hicieron caso: era lo que la madre de ella y el padre de él hubieran, más que aconsejado, exigido: obedecer a aquellas órdenes que llegaban desde dos tumbas olvidadas equivalía a claudicar. «Para Dios —me dijo Pedro— ya estamos casados, más casados que nadie, pues Él mismo nos casó.» «No lo dudo, pero la gente no es tan liberal como yo.» Probablemente tenía razón, pero ¡a ver quién convencía al poderoso canónigo de Nôtre Dame y a la caterva de primos de Heloisa! Siempre es difícil convencer a alguien de la licitud de lo extraordinario. La gente prefiere los caminos trillados y se atiene a los textos de la ley y a las fórmulas del dogma, sin comprender que en los artículos de un Código no cabe la infinita variedad de la existencia, ni en las palabras de un dogma la inconmensurable realidad de Dios. Yo no fui convocado al Concilio de Orense donde los obispos de Galicia y de Portugal examinaron mi doctrina y mi conducta, pero estoy seguro de que tampoco me hubieran entendido, porque ellos se apegaban a la letra y en su nombre me juzgaban. Tampoco fui llamado al Concilio de Braga, donde se confirmó mi excomunión, donde los obispos me arrojaron como quien dice a la voracidad del brazo secular cuando confiaron al Mariscal de Bendaña mi captura y mi muerte. El tiempo que se tarda, a marchas forzadas, en llegar desde Braga a Castroforte, fue el que tardaron ellos. Y yo pude escuchar la risa ancha y grosera del Mariscal mientras, desde mi ventana, contemplaba cómo los hombres a sus órdenes levantaban su tienda escarlata. A la mañana siguiente, se presentaron ante la Puerta del Mar unos parlamentarios. Los recibí. Pedían, de parte de los obispos, que escuchase a su embajador. Les dije que bueno. Me preguntaron que qué garantías les daba. Les respondí que todas: que podían venir armados, y que si consideraban insuficiente mi palabra, les dejaría rehenes. Se fueron con la respuesta. A la hora acordada, el Mariscal y don Asclepiadeo entraron en el recinto, con un gulipa que hacía de secretario; subieron a caballo por la Rúa Sacra y no se apearon hasta hallarse ante mí, que esperaba en el atrio, con mis presbíteros, mis diáconos y mis diaconisas, cubiertas de tapices las paredes, y un altar consagrado en el centro. Había niebla, aquella mañana, como todas las mañanas. Verlos llegar engalanados, gigantescos, poderosos, hizo temblar a los míos, desarmados, pequeños, nada más que humanos. Mientras descabalgaban los visitantes, desde las puertas, desde las ventanas, la gente les miraba con ese miedo resignado que causa lo incomprensible. Don Asclepiadeo subió ligero: no se escucharon sus pisadas, como si no tocase el suelo, pero sí las del Mariscal, que resonaban a hierro y a blasfemias. Don Asclepiadeo era delgado y vibrante, y traía consigo el rabel que le había hecho famoso: el rabel con el que daba conciertos en la Corte arzobispal de Villasanta, y que escuchaban los obispos de los Concilios antes de comenzar las sesiones, como si en aquellas melodías se cifrase el mensaje celeste. Había hecho bien en traerlo, después lo comprendí, cuando, para amansar la furia del Mariscal, que no quería pláticas, sino echar por la calle del medio y acabar con nosotros a sablazos, levantó el arco del instrumento y lo dejó caer sobre las cuerdas: el Mariscal lo miró como un niño pudiera mirar las disciplinas, y toda su fachenda se desinfló, y hasta se apartó un poco, encogido, mientras la música sonaba, y solo después, a lo largo de la entrevista, volvió a inflarse, pero ya don Asclepiadeo se había apoderado de la palabra, y, después de leernos el gulipa las conclusiones conciliares, empezaba a comentarlas. Yo conocía bien aquella literatura, como que parecía salida de los mismos que habían condenado a Abelardo; y, en cierto modo, seguían condenándolo, pues mi herejía, si lo era, de su filosofía procedía: de aquella creencia, de él aprendida y que con él llegué a compartir, de que Dios nos había dado el sexo ante todo para encontrar en él símbolo y realidad anticipada de la Ultima Unión, que es la de todos los justos en la Divinidad. Nada de lo cual, sin embargo, aparecía en el texto de la condenación, pues se me acusaba de panteísta, fornicario, profanador del sacramento del Orden, rebelde a la Iglesia, contumaz en el error e introductor de novedades peligrosas, como lo eran la supresión de los impuestos obligatorios y la declaración de que en mi diócesis no habría siervos: lo único, quizás, que mis jueces no habían tergiversado, por la cuenta que les tenía. «Ya lo he oído —dije—, y también lo he entendido, sin necesidad de glosas ni aclaraciones; pero no reconozco a mis colegas el derecho a juzgarme, porque fui ordenado por el Obispo de Roma, de quien recibí el poder sin intervención del Rey ni de otros obispos. Remítanle a él la sentencia, y él juzgará, que no lo hará sin oírme.» El Mariscal se echó a reír, y creo que retumbaron las paredes de piedra: le temblaba también el vientre bajo la cota de malla, le temblaba como las ancas de un caballo picado de las moscas. «¡A Roma! —gritó—. ¡Eso queda muy lejos!», y don Asclepiadeo le dio un codazo para que se callase. «El señor Mariscal ha expresado brevemente la opinión de los obispos congregados; Roma queda muy lejos, y la herejía es una peste que hay que extirpar antes de que se propague.» «Lo siento, pero mi opinión no coincide con la de mis respetables colegas.» «En ese caso, vengo a anunciarte que el anatema te coloca fuera de la ley, y que como delincuente vulgar caes bajo la jurisdicción civil.» «Mejor podrías decir que a merced de la fuerza.» El canónigo sonrió con desprecio. «¡Llámale hache!» «Le llamo simplemente asesinato.» «Quien mata en nombre de Dios, ejecuta.» «¿Y quién se atreverá a jurar sobre la Cruz que Dios le manda matar?» El Mariscal se me acercó. No había dejado de reír, pero lo hacía ahora con la tráquea, y su risa semejaba cacareo. Sacó la espada de la vaina y puso la mano encima de la cruz. «¡Yo!» «De este juramento —le respondí—, Dios te tomará cuenta.» «¡Aún falta mucho!» «Recuerda lo que te digo: si un solo hombre muere, una sola mujer, un solo niño, de mis súbditos de Castroforte, comparecerás ante el Tribunal de Dios cuando los siete astros se junten en columna.» «Y, eso, ¿cuándo va a suceder?», preguntó el Mariscal. «¡Mañana!» Sus tropas mataron a muchos hombres, a muchos niños y a muchas mujeres, y él, a la caída de la tarde, cuando los astros empezaban a ser visibles, dobló la cabeza en un estertor súbito y murió. Pero no lo creía cuando estaba ante mí. Siguió riendo, se retiró unos pasos: «Mañana a estas horas, me estaré refocilando con una de estas mujeres», y dio una palmada en las nalgas de la diaconisa más próxima. «¡Quieto! ¡Escrito está: no mirarás a la mujer de tu prójimo!» Don Asclepiadeo, en aquella ocasión, se sintió de mi parte: lo separó de las mujeres y le riñó al oído. El Mariscal volvió a desinflarse, y no dijo ni pío hasta que se marcharon. Desde el rincón al que se retiró, me miraba de vez en cuando y me hacía una higa. Entretanto, don Asclepiadeo, con el arco del rabel en la mano y un tono de voz de lo más cortesano, pasó a las burlas y me preguntó por la figura que hacían en el presbiterio mis nueve diaconisas preñadas, y que qué pensaría yo si a mi mujer le vinieran los dolores del parto cuando estaba diciendo misa, y que qué pasaría en la Cristiandad si otra papisa Juana reinase en Roma, amancebada con el Colegio Cardenalicio sin más excepción que los ancianos. Le respondí preguntándole que qué pensaba él de su arzobispo Ramírez, a quien la Infanta doña Mayor daba un hijo cada año, y de otros obispos y abades, clérigos y monjes, que vivían en público concubinato. «Y, eso, ¿qué importa? —me respondió—; lo importante es que las mujeres no manden en las sacristías, como la tuya.» En fin: la entrevista acabó sin ponernos de acuerdo, y se marcharon después de anunciar que de madrugada empezaría el ataque, y que tenía hasta la salida del sol para pensarlo mejor. «Dile a tu obispo —le grité de despedida— que no hallará el Cuerpo Santo que se quiere llevar a su iglesia, y que los límites de las diócesis están estipulados en Roma, y ni su autoridad ni la del rey de Castilla serán bastante para que nadie pesque lampreas en el Mendo si el obispo de Tuy no lo autoriza.» «¿Qué sabes tú lo que hará tu sucesor?» Se había levantado la niebla. Los vi descender por la Rúa Sacra, y, cuando llegaron al final, todavía el airón del Mariscal se movía en el aire, rojo, azul y amarillo. Le dije a mi mujer: «He pensado que el Santo Cuerpo podemos esconderlo en esa cueva que hay debajo de la capilla y cuya entrada solo tú conoces». Fue la primera vez que las tropas victoriosas de Villasanta de la Estrella lo buscaron sin hallarlo. Después lo buscó don Asterisco, y don Amerio, y don Apapucio (Pafnucio). ¿Lo buscará también don Acisclo? Puedo conjeturar que sí, aunque las conjeturas no den la misma seguridad que los recuerdos, si bien también a veces engaña la memoria. ¿Podré creer lo que me contó Coralina cuando le pregunté por qué había venido a Castroforte? «Estaba en un gran apuro, y prometí peregrinar al Santo Cuerpo si la Santa me sacaba de él.» «¿Apuro de dinero?» «¡Gracias a Dios, el oro me sobró siempre! Pero, en aquella ocasión, era la policía de Napoleón III la que me andaba detrás, por celos que tenía de mí la Emperatriz, más a causa de mis amantes que de mis trajes, porque, los trajes, ella podía tenerlos, y los amantes, no. Tenía que huir a Alemania, y en el viaje había peligro. Fue entonces cuando prometí a la Santa subir a su santuario y regalar a los pobres todas mis joyas.» «¿Y te libraste de la policía?» Yo estaba embobado, escuchándola, y lo mismo podía haberle preguntado por la salud del Santo Padre: aquel mundo del que venía y al que se refería, hubiera sido mi mundo. En la cama me había contado que la pintara Manet y que Offenbach le escribía la música de sus canciones, y aunque yo no hubiera jamás oído aquellos nombres de Offenbach y Manet, los suponía estrellas de una constelación remota de la que nos llegaban destellos a través de La Vie Parisienne. «¡Eres tonto! ¿Cómo iba a estar aquí, si no? Me libré gracias a un tal Bismarck, habrás oído hablar de él, uno que manda mucho en Alemania y necesitaba de mí para que le averiguase si, en caso de guerra con Francia, el Zar de Rusia atacaría por el Este. De modo que me ayudó a salir de Francia y a llegar a San Petersburgo, donde canté delante de la Corte con tanta suerte que, a la segunda noche, el Zar me llevó a su cama, la más grande que he visto en mi vida, una cama que el Zar había heredado de su tatarabuela y usaba solo para sus juergas, porque, a causa de ciertas tallas sicalípticas de la cabecera, no se podía llamar una cama decente. Después del Zar vinieron Grandes Duques y Príncipes, y alguna vez, alrededor de mi cama, se celebraron los Consejos del Imperio, pero no por confianza que tuvieran en mí, sino porque, como sabían que era espía, para que enviase informes falsos al Embajador de Prusia. Hasta que un día me metieron en un trineo con mis joyas y mi criada, y venga a recorrer millas y millas de nieve, bosques de nieve, llanuras de nieve, y por fin me dejaron en la frontera de Austria, donde ya me esperaba el Kronprinz, con tanta prisa de dormir conmigo que ni comer me dejó.» Aquí, Coralina cerró los ojos y dejó seguramente que su alma emigrase a Viena a través de los recuerdos. Sus manos reposaban en el mantel, armadas de cuchillo y tenedor, y estaban quietas. Después, suspiró. «¿Qué quieres que te diga? No sé si me gusta más Viena que París. Porque en Viena hay más aristocracia, y todos los hombres son húsares de algo, y están majísimos con sus dolmanes y sus gorros de piel, y saben hacer el amor con tanta delicadeza como si bailásemos un vals delante del Emperador.» Volvió a suspirar. «Lo pasé tan bien allí, tuve tantos amores, di tantos escándalos, que cuando regresé a Alemania, la guerra con Francia ya había terminado, y había vencido Bismarck gracias a los informes falsos que yo le había sacado al Zar de Rusia.» «¿Y no te dieron ninguna condecoración?» «¡Disgustos fue lo que me dieron! Porque entonces se enamoró de mí el Príncipe Elector del Palatinado, que era un señor de muy buen aspecto, y me rogó que fuese a cantar al teatro de Heidelberg, y, cuando llegué, ni teatro ni nada: dos habitaciones en el castillo, con ventanas al parque, y una guardia de ulanos a la puerta, unos soldados grandes y fuertes como tilos que yo solo podía ver de lejos, porque de mi prisión se salía a un pasillo con una reja, y después continuaba el pasillo hasta otra reja, y allí estaban los ulanos. Y cuando iba a pasear en la calesa del Príncipe, dos ulanos delante y dos detrás, a caballo y sin mirarme. Lo de estos paseos era muy triste para mí, porque los estudiantes de la Universidad iban a verme pasar, pero no los dejaban acercarse, y, desde lejos, decían algo que debían de ser piropos, pero que yo no entendía. A veces, con las hojas de los tilos que se llevaba el viento, me llegaban papeles escritos que los ulanos cogían en el aire y se guardaban; pero, una tarde de otoño, uno llegó a mi regazo, y en él me decían, en francés, que “estaban dispuestos a hacer una revolución para darme la libertad”, lo cual me emocionó mucho, y hubiera guardado el papel como recuerdo, pero uno de los ulanos me lo arrebató y se lo guardó en el bolsillo, sin la menor consideración para mis lágrimas. El Príncipe-Elector me decía que tantos ulanos eran necesarios para protegerme de la venganza de la Princesa-Electora, que estaba furiosa contra mí porque su marido nunca cenaba con ella, y quería envenenarme.» Esto me lo contaba Coralina en el comedor del Hotel Suizo, aquella primera tarde que pasamos juntos, y me lo volvió a contar muchas veces después, siempre de manera distinta: su enamorado no era el Príncipe-Elector, sino el Rey de Baden-Baden; cuando no la guardaban ulanos, lo hacían los húsares de la muerte; o bien era un semental desaforado, que la poseía vestido de general y le lastimaba las pantorrillas con las espuelas. Pero siempre en el castillo de Heidelberg, rodeada de enormes tilos. Y para que no se aburriera por las tardes, mientras el Príncipe (o el Rey) despachaban los últimos negocios, una orquesta de cámara se situaba en un cenador que había en el jardín debajo de su ventana y le daban conciertos. Todo callaba entonces, hasta los pájaros, hasta la misma Reina (o la Princesa-Electora), que a aquellas horas dejaba de alborotar y de llamarle puta en alemán y en francés y, como todo el mundo, se rendía al encanto de la música. «¡Fíjate tú, tocaban cosas de un tal Bach y de un tal Haendel, cuando lo que a mí me gusta son los cancanes del señor Offenbach!» Y, al pronunciar este nombre, le dio como un pronto de los nervios, abandonó la mesa y se puso a cantar y a bailar en medio del comedor. Los huéspedes le hicieron corro, subieron los clientes del café, y allí se estuvieron mirándola hasta que se remangó las faldas y acabó enseñando las puntillas de las bragas, por detrás, después de haberlas enseñado por delante. Los aplausos de aquella gente me lastimaban el corazón: no podían imaginar que Coralina bailase solo para mí, y que la relativa publicidad del espectáculo era un azar engendrado a partes iguales por su precipitación y por su inconsciencia. Cuando, en el paso final, dio la vuelta entera al corro enseñando el trasero (tapado, por supuesto), vi la sonrisa de don Torcuato, que inclinaba la cabeza hasta el oído de Merlín, le hablaba algo y señalaba con el dedo un lugar oculto bajo la muselina y los ensajes: el lugar donde los siete lunares proféticos anunciaban mi Destino. Le odié en mi corazón. Y ni siquiera el resto de la historia de la Cautividad de Heidelberg, que acabó de contarme no sé si aquella noche o a la tarde siguiente, curó mi melancolía, que ya invadiera mi alma y que en ella permanece. Mis versos a Coralina están impregnados de ella, la rezuman y los caracterizan. Ni siquiera sus juegos amorosos, su alegría de limpio riachuelo, devolvieron la sonrisa a mis ojos, los latidos gozosos a mi corazón. Ifigenia me atormentaba con sus celos, y su marido, en la tertulia, se burlaba de mí. Pero había cambiado la naturaleza de sus burlas, antes resentidas, ahora triunfales. La venganza esperada tantos años podía por fin cumplirse. Una noche, entre otras cosas, dijo como de pasada: «Esta tarde adquirí una pistola», y siguió hablando. Dos días después, a la caída de la tarde, entraba yo en el portal trasero del Hotel Suizo, cuando salió de las sombras Ifigenia, embozada en un manto y la mirada iracunda. «¿Adónde vas?», me preguntó. «A jugar al monte. Tía Celinda me da poco dinero, y de algún modo he de buscarlo.» «¡Mientes! ¡Vas a abrazar a esa mujer!» «¡Te aseguro que no!» «¡No lo niegues! ¡Me abandonas por una zorra que te engaña!» «Ni debes insultarla, ni calumniarla.» «¿Calumniarla? ¡No hace ni media hora que entró Baliño por esa puerta! Le seguí. Vi cómo se dirigía a la habitación de esa mujer y cómo ella lo recibía en sus brazos. ¡Y tú, imbécil, vas a suplicar las sobras!» Mi pobre corazón lastimado sintió entonces el peso del Destino, pero me dejó fuerzas para razonar: «Si es cierto eso que dices, lo será también que yo no iba a su cuarto». Ifigenia me agarró por los brazos: me llegó su aliento cálido de leona encelada. «¡Vente conmigo! ¡Me quedaré a tu lado para siempre! ¡Dejaré mi casa y mi marido por la tuya!» Le puse las manos en el pecho y la aparté suavemente. «La ciudad es demasiado pequeña para una determinación tan grande. Además, yo no tengo dinero para mantenerte.» «¡Por última vez, te lo ruego!» Intenté averiguar por su mirada la realidad de sus sentimientos: ¿celos de amor o rabia de mujer abandonada? «No valgo un sacrificio tan grande. Perderías tu marido, tu hijo y tu reputación.» Quizás la respuesta fuera, más que irónica, sardónica; más que implacable, cruel; más que falsa, despectiva: cuestión de tono. Dicha de otra manera, Ifigenia se hubiera conmovido, o quizás convencido; pero yo no pude dominar el tono, y en el tono iba la verdad de la respuesta, iba mi última y definitiva repulsa. Ifigenia me miró con mirada extraña, y retrocedió hasta las sombras de donde había salido. Su respuesta fue un disparo, hecho con mano vacilante: gracias a eso, la bala no llegó a clavarse en mi corazón, sino que atravesó, rozándome las costillas. El dolor, sin embargo, fue grande. Me sentí desfallecer. Me arrimé a la pared y probablemente palidecí. Mi mano, puesta en el pecho, se empapaba de sangre. Ifigenia dio un grito: «¡Amor mío, perdóname!», e intentó abrazarme, pero ya llegaba por el hueco de la escalera el ruido de gentes alarmadas por la detonación. «¡Vete, si no quieres que te descubran» Se acercaban pasos y gritos. Ella los escuchó y marchó corriendo. Yo, sin moverme, sentía cómo la sangre mojaba mi camisa. Bajaba una criada del hotel. «Señorito Joaquín, ¿qué le sucede?» «Avisa al doctor Amoedo, y que alguien me ayude a salir de aquí.» La alarma trajo casi al pleno de La Tabla Redonda, Barallobre entre ellos. Fue el único en comprender la verdad que ocultaban mis evasivas. Me llevaron a una habitación del hotel, y Amoedo me curó. «De esta no mueres, Vate», me dijo, finalmente. Propuso sortear quién quedaría a velarme, pero don Torcuato lo reclamó para sí. Cuando quedamos solos, dijo: «Espero que no haya sido Coralina», y yo le respondí que no solíamos vernos en el portal trasero. Le pareció suficiente, no preguntó más, y cuando me cansé de oírle hablar, le supliqué que me dejara solo. Entonces, llamé a la criada y le encargué que avisara a Coralina. Fue con el recado, y me trajo respuesta de que tenía jaqueca, y de que ya bajaría a la mañana siguiente. Había en mi bolsillo un amadeo de plata: le dije a la criada que lo cogiera, y, cuando lo tuvo en su mano, le pregunté cómo se llamaba la jaqueca de Coralina. «Es el señor Baliño —me confesó—, pero no me descubra, porque me ha dado otro duro para hacerme callar.» «Te guardaré el secreto.» Ella, entonces, me puso la mano en la frente y concluyó: «Las mujeres, señorito Joaquín, somos muy malas». Me dolía la herida en el cuerpo, y, en el alma, con dolor insoportable, la traición de Coralina. Le pedí a la criada que me trajera recado de escribir. «¿Y no le va a hacer daño, señorito?» Tuve que asegurarle que estaba acostumbrado a escribir en la cama y que hacerlo no aumentaría mi dolor, pero la verdad fue que el movimiento de la mano me acrecentaba el sufrimiento. Con un esfuerzo infinito, con un dolor espantoso, escribí, verso a verso, un soneto. «Toma —le dije a la criada—; que se lo pongan debajo de la servilleta antes de que baje a cenar.» «Lo haré yo misma, señorito, pierda cuidado.» Desahogada así mi alma, aproveché el relativo sosiego para medir mejor mi desventura y para sentir a gusto las punzadas candentes de la herida. Estaba todo en silencio, o, al menos, la parte del hotel que me rodeaba. Más allá, ajetreaban en la cocina, y, en el límite remoto, ecos degradados de voces que parecían de don Torcuato por lo solemnes, por lo campanudas. Hablaría de mí, seguramente me habría convertido en tema de perorata y en protagonista de drama, no de celos: la mano que disparó, ¿no sería un agente del Gobierno? ¿O, por lo menos, de un godo disconforme que hubiera desahogado así su furia centralista? La hipótesis dejó de interesarme. Yo exploraba el silencio, buscaba en él la risa de Coralina, quería hallar en sus gemidos distantes la prueba de que me traicionaba. Pero el silencio era opaco hacia aquel lado: ni siquiera sus voces contra la pobre rodrigona: «Écoute-moi, va-t-en! Foute-moi le champ! N’as-tu pas envie de dormir?». ¿Pasaría Baliño la noche con ella? ¡Era un privilegio que yo no había alcanzado, pues, terminada la cena, descendía conmigo al café y presidía La Tabla Redonda! Quizás estuviera ahora allí, bajo su propio busto, aún oloroso el óleo de la policromía, instalado días antes en una ceremonia cívica y sentimental en que Coralina había sido proclamada Reina Ginebra y Alegoría del Cantón. Al conocer la historia de mi agresión, habría, quizás, comentado: «A este chico le pasan esas cosas por meterse en asuntos de personas mayores. ¡Si pensara en lavarse los pies!». Don Torcuato contaría sus cuentos más salaces, los que hacían reír a Coralina con chillidos de gata asustada. ¡El mundo seguía su curso mientras sangraban mi corazón y mi costado! Sentí acercarse unos pasos. Llamaron a mi puerta. Una esperanza jubilosa me hizo incorporarme. «¡Adelante!», respondí. Entró la camarera. Traía un sobre en la mano, que me entregó. «¿Quiere otra luz, señorito Joaquín?» Bastaba una bujía. Cuando la camarera se retiró, rasgué, nervioso, el sobre. Era el manuscrito de mi soneto, con una apostilla al pie. «Esta bobada ofende a cualquier mujer. No vuelvas a verme.» ¿Bobada aquel poema compuesto con el dolor de mi alma? Volví a leerlo, y quedé sorprendido. Escritos de mi mano, no había duda, figuraban estos versos inconcebibles: Ravín. Dranata. ¡Gore! ¿Gore decol talisa maicol? Laival livente suesva lotós balá duáncoba látar bustos sémavi lama krisa ludovi chiari osto decolcapró lestá. Pedrósali. Nascali. Quemvúlvula cerisa lestúmel loste’alpesme luiscer nudátal sá. Rainerma. Ríarril. Ke barusquebar latisa. ¿Da? ¿Ma? ¡Da, ma! Soalónsolas colfortalibá. Alber. Tifede. Rico jor geguillenalías. Donvi. Centeale. Xandre. Gerar. Dodié. Goló Sanseaca. Bólalista. Esturbalinquosnías. Artegalón tofacto, arteligán larcías, alpeste, ¡vallimosa!, lobetaimal tecías unabalka lertita ¡lioscól! milás viló.¿Cómo había dictado mi mente a mi mano tales extravagancias? ¿Estaba acaso al escribirlas febril y delirante? Los releí, busqué a lo escrito un sentido. Vanamente. Sin embargo, algo me decía que mi dolor estaba allí, porque al menos el ritmo era mío. También la puntuación. Y la rima. Como si en mi propio molde musical hubieran suplantado una a una ciertas sílabas. Como si un genio burlón se interpusiera entre mi voluntad y el verso. Cosas así son de las que le meten a uno de rondón en los umbrales del misterio, de las que dejan desconcertado el entendimiento. Releí, por segunda vez, el soneto. Examinado con atención, pude recuperar como mías las vocales, pero me sucedía, y esto es lo extraño, que ni aun así conseguía reconstruir las palabras, menos aún su sentido, y, por supuesto, la emoción que las había dictado. Son estos los momentos en que la mente exige explicaciones a la Divinidad, más o menos como hizo Job, y fue lo que yo hice, aunque no a voces, sino pensándolo, si bien cuidando de dar al pensamiento el patetismo que la situación requería. No creo que nadie, ni el propio Job, se haya encarado a Dios con más razón y vehemencia. Fue como un grito que me saliera del alma, un grito que no esperaba respuesta. Y, sin embargo, la respuesta llegó, de una manera humana, es decir, con palabras, no sin antes haber experimentado la extraña sensación de que mi cerebro se dividía en dos mitades, y una era yo, y, la otra, un ser desconocido, el mismo que me decía: «No tienes que preguntar a Dios. La respuesta se encuentra más abajo». «¿Quién eres?», inquirí. «Jota Be.» «También yo lo soy. ¿Quieres darme a entender que eres parte de mí mismo?» «¡Ni siquiera reflejo de un reflejo! Soy un Jota Be itinerante y supernumerario, y estoy de paso en una etapa del camino. Quiero decir que he venido y marcharé, he venido hace poco y marcharé en cuanto pueda, pues Julia debe de estar al llegar de un momento a otro, y aún me faltan, al menos, dos etapas hasta el final.» «Si antes estaba perplejo, ahora no entiendo nada. Y, sobre todo, ¿qué tienes que ver tú con esos versos?» «Tú los pensaste y los sentiste, pero el trabajo de escribirlos me correspondió a mí.» «¿Con qué permiso?» «No fue cuestión, de pedirlo. Las etapas de mi viaje son identificaciones. Me metí en ti cuando salías de casa. Recibí, contigo, el tiro. Sufrí, contigo, el dolor. Rabié, contigo, de celos. Sentí, contigo, el deseo de quejarme en verso. Tus palabras eran iguales a las mías porque querían decir lo mismo. Además, no me daba cuenta de lo que estaba haciendo. Acabo de decirte que éramos uno y no dos. Quizás no esté muy claro, pero no puedo explicarlo mejor.» Era una voz humilde la que me hablaba, o, dicho de otra manera, yo hablaba al Vate con voz humilde, con voz de intruso involuntario, como la de quien, entrado en casa ajena, sorprende sin querer la intimidad del otro y la destruye. «¿Tienes, al menos, un nombre?» «José Bastida.» «¿Vives en Castroforte?» «En la Fonda llamada la Flor de Noya. Se entra por la Rúa Sacra, pero tiene balcones a la Plaza de los Marinos Efesios. Mi buhardilla carece de ventanas.» El Vate estiró las piernas. «Esa fonda no existe.» «Un galio llamado el Espiritista compró la casa en mil novecientos treinta. Es un sujeto que estuvo en Buenos Aires, y, con los ahorros que trajo, puso el negocio.» «¿En qué año?» «En mil novecientos treinta.» El Vate se echó a reír. «¡Estamos en mil ochocientos setenta y tres!» «Estamos, no. Estabas.» El Vate se estremeció, y en el costado sintió una punzada desgarradora. «Luego, ¿para ti ya he muerto?» «Antes de emprender mi viaje, sí. Y, cuando lo termine, volverás a morir. Un poco confuso, lo comprendo, pero ya me voy habituando a situaciones parecidas. Ten en cuenta que, antes de llegar a ti, he pasado por el Obispo, por el Canónigo y por el Almirante.» «Esos señores no existieron nunca.» «Eso había llegado a pensar yo, pero, evidentemente, he pasado por ellos, de ellos vengo, y a otros Jota Be voy, aunque vivos. Para llegar a mí, me faltan todavía Jesualdo y tu nieto Jacinto.» «¿Mi nieto?» «Por la sangre, si no por la ley. Y uno de los tres va a morir un día de estos.» El Vate pasó la mano por la frente. «No me lo explico. No tengo fiebre.» «Si quieres, algo puedo aclararte…», y, como él asintiera, le expliqué de la mejor manera que pude la organización interior de Jota Be y las posibilidades, al menos teóricas, de recorrer las infinitas combinaciones en que se manifestaba, pasadas, presentes y futuras. Creo haberlo hecho con elocuencia, pues un momento hubo en que Barrantes y yo, sin movernos del lecho del dolor, volábamos por espacios vacíos como el que vuela de una estrella a otra, de una estrella lejana a otra más lejana todavía: aunque quizás, más que espacios, fueran abismos. «Me gustaría —dijo el Vate— hacer ese viaje y no regresar jamás.» «Sin embargo —le dije— las cosas son de otra manera, al menos por lo que dice la Historia.» Esta palabra lo estremeció, esta palabra lo devolvió a sí mismo, esta palabra disparó su interés a su propio futuro. «¿Qué se dice de mí? ¿Me recuerdan?» «Existe una leyenda, y mucha gente empeñada en destruirla. El primero, don Torcuato, que en sus Memorias niega tus amores con Coralina; después, algunos más. Pero las muchachas de Castroforte llevan flores a tu estatua y leen tus versos cuando están enamoradas.» «¡Adorables muchachas! Me gustaría conocer mi leyenda.» Se la conté. Me hizo algunas otras preguntas. Tuve respuesta para casi todas. Parecía casi reconciliado consigo mismo —es decir, conmigo—, y le faltaba un poquito para reconciliarse del todo. «Es curioso —dijo—; está en mis manos, de mí depende, que el futuro sea distinto. Puedo ahora mismo, con un acto de voluntad, dar la razón a Bendaña y a don Torcuato, en parte al menos, pues mis amores con Coralina no hay quien los mueva, o dársela a la leyenda, hacer ese disparo que nadie confiesa haber oído y en quien nadie cree, y marchar por el Baralla abajo hacia ese lugar donde no se sabe si se está muerto o si se espera vivo el día incalculable del regreso.» Quedó en silencio —su alma— unos instantes largos, y por primera vez pude asistir a lo que es de verdad el silencio de un alma, algo así como la oquedad de un espacio que no existe, como el vacío del que ha huido todo, hasta la Nada. Pero pronto se volvió a llenar de cosas. «¿Qué día llegarán las tropas del Gobierno?» «Deben de estar llegando.» «Luego, ¿mi muerte es hoy?» «En eso coinciden la Historia y la Leyenda.» «En ese caso, y puesto que no hay salida, voy a hacer que la Leyenda sea Historia.» E intentó levantarse. «¡Quieto! —le dije—; tienes que permanecer acostado hasta que llegue La Tabla Redonda, que celebrará aquí una especie de Consejo de Guerra. Solo después te ayudarán a vestirte y te acompañarán hasta el río.» «¿De veras no estaré destinado a que me coman las lampreas?» «Eso depende de que sepas mantener el equilibrio cuando hagas el disparo. Como ya estás prevenido…» De pronto, se le encogió el corazón. «¿Será esto un suicidio? Porque yo creo en Dios.» «Te puedo asegurar que no. Yo estudié teología moral, y aunque el caso no esté previsto ni se haya jamás planteado, podemos equipararlo a tantos otros de sacrificio por la patria. Además, lo de la muerte no es seguro. Ni siquiera yo, que los he vivido a todos, puedo decirte si están o no verdaderamente muertos los Jota Be que esperan Más Allá de las Islas.» «En cualquier caso, se me acaba la vida…» «Esta de ahora, claro.» «¿Sabes que no fui feliz?» «Lo sé perfectamente.» «Si me hubiera llamado Federico, o Roque, o simplemente Carlos, ¡qué distinto habría sido todo! Hubiera vivido como un hombre vulgar, tendría un empleo en el Ayuntamiento, y una mujer, y unos hijos. Pero me llamo Joaquín, y eso cambió las cosas. Por llamarme Joaquín fui poeta, y amante de Ifigenia, que es un monstruo, y Lanzarote del Lago, que es una farsa estúpida, y me voy a morir antes de tiempo, sin más consuelo que esas flores de las muchachas de Castroforte.» «Pues, mira, como también soy poeta, y no a la fuerza, no me disgustaría que alguien me recordase así.» Sin darnos cuenta, el hotel se había llenado de ruidos, y ahora sonaban voces por todas partes, y carreras de gente que subía y bajaba, como si hubiera fuego. «Ya están ahí.» «¿Quienes?» «Las tropas del Gobierno Central.» «Entonces, no podré hacer el disparo.» «No quiero decir que hayan llegado, sino solo la noticia de que se acercan. Dentro de unos minutos, La Tabla Redonda entrará por esa puerta.» «Y, tú, ¿qué vas a hacer?» «En cuanto tenga ocasión, inhibirme.» Volvió a quedar en silencio su alma, pero su corazón se movía con fuerza. «Mira —me dijo—; quiero pedirte un favor. Puesto que entiendes de poesía y te gusta escribir, ¿por qué no haces un libro demostrando que soy un gran poeta?» Me hubiera gustado apretarle la mano, pero no disponía de cuerpo para hacerlo. «Te lo prometo.» «Y, puesto que tienes en tu memoria todos los recuerdos de mi vida, déjame quedar un poco bien. No hay que falsificar los hechos: basta con presentarlos de cierto modo.» «De acuerdo.» Sonó, en aquel momento, una llamada. El Rey Artús abrió la puerta con solemnidad de puerta de bronce y, desde el umbral, dijo con voz trémula pero enérgica, aunque sin esperanza: «El enemigo está acercándose». «Ya lo sabía», dijo el Vate Barrantes; y en aquel momento decidí inhibirme: me dio tiempo de ver cómo entraban y se instalaban en la habitación algunos de La Tabla Redonda (faltaban Baliño y Barallobre). El Rey Artús, de pie y declamatorio, profirió: «¡Esto será un verdadero e histórico Consejo de Guerra!». Y el Vate le respondió, ante la incomprensión de sus amigos: «¡Los elegidos de los dioses morimos jóvenes!», frase, a todas luces, con pretensiones históricas, e incluso antológicas, de la que no me siento, en ninguna medida, responsable. No me fue dado presenciar el desarrollo ulterior de la sesión, ni la entrada de las tropas en Castroforte, silenciosa y cerrada: la ciudad expresaba su hostilidad impotente apagando las luces y las voces, devolviendo al tambor y a la trompeta oscuridad y silencio. Bélica, lo que se dice bélica, no lo había sido nunca. Las veces que combatió, y fueron tres, lo hizo enardecida por las arengas de alguien que prefería la muerte a la derrota. Aquella noche que desembarqué de la fragata Redoutable, en las miradas de la gente que me esperaba, con antorchas, en el muelle, centelleaba la ira militar, pero es que poco antes los había congregado en la Plaza Lilaila Barallobre, que se había hecho cargo del mando y que vestía por encima de sus ropas de mujer un capotón de soldado, y llevaba la espada a la cintura, y les había dicho que estaba dispuesta a morir con ellos. Yo venía perseguido por dos fragatas inglesas, y entramos en la ría porque mi comandante, que la conocía de tiempos anteriores a Trafalgar, sabía que su calado permitiría fondear nuestro barco fuera del alcance de los ingleses, de más calado que el nuestro. Entramos a la caída de la tarde. Pude ver las precauciones de mis perseguidores, temerosos de encallar. No desembarqué hasta que se hizo de noche: las luces de situación de los ingleses quedaban allá abajo, veladas por la niebla. Yo había dado instrucciones a mi comandante: «Extinguirá usted todos los fuegos de a bordo, después de haber arriado un bote en cuyo palo habrá mandado instalar un farol lo suficientemente grande como para que, desde la posición de los ingleses, pueda tomarse por una de nuestras luces de situación. A la hora de la bajamar, leve anclas y déjese llevar por la corriente. Tendrá que pasar entre las dos fragatas, con el riesgo de acostar a una de ellas. Mande usted mismo la maniobra, y no abandone la rueda del timón. Todo debe salir bien. Cuando los ingleses descubran la huida, estará la Redoutable lo bastante alejada como para que no puedan darle caza, pese a la superior velocidad de las fragatas enemigas. Vaya usted costeando. Los vientos del Oeste le permitirán llegar a San Juan de Luz, quizá a Burdeos. Yo le alcanzaré por tierra». La bajamar comenzaba hacia las dos de la mañana. Quedaban varias horas para preparar la maniobra. Pero yo no había contado con la situación de la ciudad, amenazada por los mismos que nos habían vencido en Puentesampayo. Nada más que fondear mi fragata, llegaron emisarios en demanda de ayuda: contaban con que mis marineros colaborasen en la defensa. Pero la dotación diezmada de mi barco —las fiebres del Caribe nos habían matado a más de cuarenta hombres— era apenas suficiente para el servicio. «¡Denos, al menos, armas!» No pedían fusiles, sino cañones: por eso, la misma chalupa que me trajo al muelle fue despachada con gente a bordo que ayudase a desmontar y transportar una docena de piezas. Me entretuve en la operación. Di instrucciones al contramaestre que mandaba la chalupa. Varios botes locales le siguieron, dispuestos cada uno a traerse una pieza completa, con municiones. Solo cuando la pequeña escuadrilla se perdió, río abajo, en la niebla, acudí a la cita a que la señora de Barallobre nos había convocado. El desembarco contaba con su protección y con su ayuda: sin ellas, yo no podría unirme a nuestras tropas y ganar Francia por tierra. Y esto había llegado a ser, para mí, una obsesión. Los ingleses venían persiguiéndome desde el Caribe: no a mi barco, a mí. Todos los marinos del mundo sabían que Nelson había muerto de una andanada que yo había mandado, y también que, antes de servir a Napoleón, yo había sido oficial de la Marina Británica. Ya hacía años que un Consejo de Guerra me había juzgado en rebeldía y me había condenado a muerte: no sé por qué caminos me había llegado la sentencia. Si los ingleses me cogían, moriría ahorcado por traidor. Pero yo no lo era, porque servía a Napoleón con la esperanza de que mi patria —Irlanda, no Inglaterra— alcanzara algún día la libertad. No servía, pues, a Napoleón, sino a Irlanda. Confieso, sin embargo, que la idea de morir ahorcado me repugnaba, o, al menos, me asqueó durante aquella interminable travesía desde La Martinica, con las dos fragatas en la estela de mi barco: quietas en el horizonte los días de calma chicha, seguras de que los alisios las empujarían hacia nosotros. Por fortuna, la Redoutable pudo mantener la distancia. Los disparos que nos hicieron se perdieron en la mar, por nuestra popa. Pero, por último, habían maniobrado de tal suerte que, al entrar en el Cantábrico, una me quedaría a babor y otra a estribor. Por eso me refugié en la ría de Castroforte, que sabía fiel al Emperador. Según mis informes, Napoleón dominaba en Galicia: resultaron anticuados. Era una noche tranquila, y, detrás de la niebla, se adivinaba la luna. Me hubiera gustado contemplar, aquella noche, en el cielo desnudo, la conjunción de los planetas que mi ayudante, el Lieutenant de la Rochefoucauld, me anunciara. Se había pasado la travesía haciendo observaciones y cálculos: era matemático y astrónomo, además de hombre galante, y las criollas de La Martinica se burlaban de él asegurando que hacía el amor tras complicadas operaciones cuyas fórmulas resultantes gobernaban sus movimientos, a lo que él respondía que también sabía hacerlo improvisadamente. Recibí como un presagio funesto su anuncio de la conjunción de astros, porque me hizo recordar una leyenda oída, en mi niñez, en la isla del Oeste donde he nacido, según la cual los hombres de mi clan morían siempre en tales noches, y aunque mi razón lo rechazase, aquel temor, o aquella convicción, pertenecían al mundo de mi infancia, a los recuerdos de la isla remota, de la tiranía inglesa, de mi casa de piedra, de la pobreza que nos había obligado a emigrar —como otros muchos— y no podía rechazarla sin destruir con ella el mundo a que pertenecía. Una vez había salido a pescar con el tío McHull, estaba la mar embravecida, y una ola que nos golpeó por estribor me hizo caer por la borda. Pegué un chillido, y el tío McHull, riéndose, me gritaba: «¡No pases miedo, muchacho! ¡Los Ballantyne no morís sino de noche y a la vista de los astros conjuntados!». Cuando explicaba a mi comandante las razones por las que debíamos entrar, de arribada, en Castroforte, me tuve que callar la principal: si había de morir dentro de pocos días, que mi muerte, a lo menos, no fuera a manos de ingleses. Que las conjunciones de astros traían mala suerte lo sabía yo desde que el moro toledano Almotacid Ibn Di’n-nun al-Dafir me había transmitido buena parte de su ciencia astrológica, recibida por tradición directa e ininterrumpida de los antiguos magos babilónicos, si bien desconociera todavía la relación de mi destino con determinada ordenación del cielo. Un azar me hizo observarlo, una noche muy clara en que Abelardo y yo paseábamos por las calles de París. «Algo malo —le dije— sucederá mañana», pero él rechazó la explicación, porque su mente demasiado racional le hacía excluir de la realidad cada vez más misterios. Nos despedimos a la puerta de su casa. Era ya el amanecer, era el día siguiente. Apenas había caminado unos pasos, cuando oí gritos, y me pareció que Abelardo chillaba. Me embosqué en unas sombras, esperé. A los gritos sucedieron gemidos. Unos hombres salieron, poco después, de casa de Abelardo. Los gemidos eran como de un niño recién nacido: no podía ser el de Heloisa, que se encontraba entonces en su sexto mes. Marché a mi casa. Muy de mañana vinieron a despertarme de parte de Abelardo. Corrí a verle y me enteré de que aquellos sujetos que yo viera salir, parientes de Heloisa, habían esperado a Abelardo y se habían vengado de la ofensa que el filósofo infiriera al honor de la familia. El canónigo de la Sorbona gobernara la ejecución con frialdad de estratega. «¡Me casaré con ella!», prometía Abelardo, pero ellos no se avinieron a razones. Lo castraron, ni más ni menos. Y Abelardo me contaba, entre suspiros, que les había implorado con esperanza: «¡Los güevos, no, el ojo bizco!», y que lo ofreciera, estrábico y espantado, al puñal de la venganza. Pero aquellos bárbaros habían venido por sus güevos, no por su ojo: habían venido a incapacitarlo para el amor, no a corregir su mala facha con el aditamento de un parche de pirata. En aquellos bárbaros predominaba la sensibilidad moral sobre la estética, y les importaba un pito que la fealdad de Abelardo pudiera corregirse. ¡No se daban cuenta, sin embargo, de que, así, aunque arrebataban a Europa y al mundo una metafísica y quizás una teología eróticas, añadían el elemento dramático que le faltaba a una historia de amor de las más bellas del mundo! Pero ¡hágales usted consideraciones de cualquier índole a los primos de Heloisa! Venían por los güevos, y los güevos se llevaron. En la voz viril de Abelardo, mientras me lo contaba, aparecían ya trémolos agudos, como relámpagos lejanos en el cielo oscuro de la noche. Me lo llevé a mi casa, lo escondí. Mientras tanto, los parientes de Heloisa paseaban por el Barrio Latino los despojos de Abelardo ensartados en la punta de una lanza. El Preboste de París tuvo que reprimir el alboroto, porque los estudiantes, en un principio asustados, quisieron matar a los mutiladores: los arqueros del Preboste dispararon sus flechas, hubo muertos y heridos, y las calles de la Rive Gauche quedaron vacías y silenciosas. Aquella noche, saqué a Abelardo de casa, disfrazado de monje, y lo acogí a sagrado, en el Hotel de los Abades de Cluny, que nos quedaba cerca. Iba en silencio, pero, de vez en cuando, suspiraba y decía: «Ahora sí que soy definitivamente una pasión inútil». A Heloisa la habían escondido los estudiantes: la policía de París no consiguió encontrarla. En su refugio secreto y mientras le llegaba la hora del parto, se dedicó a escribir un libro en que denunciaba las injusticias cometidas con el segundo sexo. No se volvieron a ver, su amante y ella, pero pronto empezaron a escribirse cartas, cuyas copias clandestinas circulaban entre los estudiantes, por mucho que el Abad del Claro Valle intentase impedir su difusión y las persiguiese más que a textos musulmanes. Contenían, además de datos biográficos que solo afectaban a los interesados, esbozos de una filosofía del amor que muchos teólogos, yo entre ellos, estudiamos con interés: de sus proposiciones me serví el día aquel en que el perfecto de los cátaros de Castroforte me desafió a una contienda pública: «Cuando un hombre y una mujer cohabitan, Dios está entre ellos, y me atrevería a decir que en ellos, y el placer que experimentan es anticipación del Paraíso. El amor de un hombre y una mujer, que despreciáis como el mayor pecado, es, por naturaleza, oración que proclama la Gloria del Altísimo y solo a la estupidez humana hay que atribuir la torpeza, la suciedad, la pecaminosidad que veis en él». «¿Por qué, entonces, decís vosotros que el celibato es superior al matrimonio?», me preguntó, no sin lógica, el perfecto; y yo le respondí que aquello formaba parte de una táctica política de la Iglesia, bastante relacionada con las leyes de la herencia y la conveniencia de que los curas no considerasen de propiedad privada los bienes de la comunidad, pero que los sacerdotes de la orden de Melquisedec, y los que en las catacumbas preparaban a los cristianos para el martirio, eran casados, como lo había sido Pedro. «Te creería si tú también lo fueras», y como esto lo gritó en medio de la plaza y de una muchedumbre zarandeada y aporreada por las razones de uno y otro; como lo gritó con ese tono triunfal de quien arroja un guante sabiendo que nadie va a recogerlo, comprendí que mi derrota inevitable apartaría de mí los pocos adeptos que me quedaban, acaso también las buenas muchachas que habían encontrado en mí ayuda y esperanza. Tendría que regresar, vencido, a Roma, y confesar al camastrón de Aldobrando que había fracasado en mi intención de rescatar por las buenas para la Iglesia a aquellas pobres gentes. ¡Y todo por el condenado celibato! Una ficción jurídica, porque castos, lo que se dice castos, no lo éramos ninguno, y yo mismo me acostaba ya con aquella chica Barallobre que llevaba el nombre de la Santa: no porque ninguno de los dos fuese especialmente lascivo, sino porque ambos habíamos comprendido que nuestra unión estaba decretada desde antes de los siglos, y es muy difícil resistirse a convicciones de índole tan respetable y trascendente. Lo cual no impedía que uno y otro sintiésemos cierta repugnancia por el amancebamiento, que nos equiparaba a Ramírez y a su Infanta de Castilla. Yo no sé si fue el temor a la derrota o mis propias razones particulares las que empujaron mi respuesta, dicha en tono más triunfal todavía, como si los arcángeles me la dictasen. «Entonces, empieza ya a creerme, porque aquí mismo me casaré.» Y mandé que me trajeran a Lilaila, le pregunté si quería ser mi esposa, y como ella asintiera entre asustada y jubilosa, allí mismo, en público, nos casamos. «Y para que veas cuál es mi estima por las mujeres, desde ahora mismo te anuncio que las incorporaré al servicio de Dios como diaconisas, e incluso como presbíteros si alguna de ellas lo desea. El sacerdocio de los varones es una costumbre antigua, pero en ninguna parte está escrito que las mujeres no puedan ejercerlo.» Estaban presentes algunos espías de Ramírez. Le llevaron la noticia, y mis audacias canónicas le sirvieron de pretexto para lanzar contra mí anatemas y tropas. Quería, por supuesto, desobisparme, y, después, quemarme con sambenito de brujo en la Plaza Mayor de Villasanta. Hizo correr el bulo de que mis bulas eran falsas, y todas las demás calumnias a las que creo haber hecho referencia. Y alguien me contó que, detrás de aquella maniobra, se disimulaba su propósito de robarme la mujer, de cuya belleza le había llegado la fama, y sustituir con ella a la Infanta de Castilla, su manceba, que le iba quedando fondona. Lo curioso fue que, en cierto momento, sentí la necesidad de ser rápidamente desobispado, el deseo de que se probase que mis bulas eran efectivamente falsas, pues mi formación seminarista y ciertos prejuicios —o convicciones— de carácter religioso me impedirían esperar a Julia tranquilo de conciencia sabiéndome en posesión de órdenes que me conferían carácter y, a mis futuras relaciones con Julia, claro matiz sacrílego, que, a pesar de los precedentes, me asustaba. Y no porque yo me hallase a demasiada distancia de las ideas de Abelardo-Jerónimo sobre la divinidad del coito, pues, a mi modo, acepto que se trata de cosa casi divina, aunque entendida la palabra en sentido ponderativo y nunca teológico: mi problema consistía en que, según me habían enseñado en el seminario, si un sacerdote resucita, conservará el carácter sacerdotal: de ser así, ¿se me podía considerar de algún modo como resurrección de Jerónimo Bermúdez? ¿Traía ya conmigo el carácter indeleble cuando mi madre me sacó al mundo? Confieso que el camino de este razonamiento me daba miedo, pues llevado a sus últimas consecuencias, me dejaba instalado nada menos que en la sede de Tuy, no como tal José Bastida presente, sino como pasado Jerónimo Bermúdez que hubiera renacido en un cuerpo, ¡ay!, tan diferente del suyo, en un cuerpo el menos apto del mundo para revestirse de pontifical y hacer un papel lucido. Afortunadamente, la convicción de que el verdadero Jerónimo daba vueltas y vueltas en su barca en torno al Círculo Tranquilo Más Allá de las Islas se impuso con tanta energía a mi entendimiento, que acabé por aceptar como ilusoria cualquier veleidad de resurrección, si bien el meollo del asunto residiese en el sentido que se diese a la palabra, si ontológicamente literal o aparencialmente metafórico: cuestiones largas para cuya aclaración carecía de tiempo. También admití la idea de que si, en vez de una educación escolástica, la hubiera recibido matemática, o especialmente lingüística, como la de Barallobre, el problema no se me hubiera siquiera pasado por las mientes. Con esta certeza pude discutir con don Asclepiadeo la legitimidad de mis órdenes, que él negaba, y en la cuestión teológica que siguió, cuando me acusaba, en nombre de los obispos, de panteísta, todo a causa de si había o no diferencia al decir que «Todo es Dios» y que «Dios es todo», dos proposiciones cuyo busilis depende de cuál de los dos nombres se use como sujeto y cuál como predicado. Alguna de ellas, no recuerdo bien cuál, había yo utilizado en mi disputa con los cátaros, empeñados en reconocer tajantemente un Dios del bien y un Dios del mal, Principios eternos e irreconciliables que, ¡mire usted qué mala suerte!, hubieran elegido el corazón del hombre como campo de batalla. «Escucha, clérigo —le dije a don Asclepiadeo—; vosotros pensáis que a Dios se le puede meter en una palabra, y yo te digo desde ahora que no hay palabra humana en que Dios quepa.» Y es muy posible que tenga razón cuando sospecho que, por debajo de las cautelas que me aconsejaron la invención de un idioma, obraba la creencia, no del todo aceptada por mi razón, aunque sí enteramente por mis necesidades poéticas, en un sistema de palabras que sirviese para expresar lo que las cosas son y no son al mismo tiempo, las facetas visibles y las invisibles, el fuera y el dentro, el haz y el envés y todos los puntos de vista imaginables, objetivos, subjetivos e intermedios: lo que ve el pájaro del hombre y lo que el hombre ve del dinosaurio, pero nunca por creer que de esa manera llegaría a inventar la que lleva a Dios dentro, sino solo por alejarme un poco más de la realidad. A veces temo haberme equivocado. Lo que me habría hecho falta era inventar un sistema de silencios. Pero uno llega tarde a las convicciones finalmente inamovibles; llega cuando ya la edad impide dar la vuelta al alma como a un calcetín. Escandir el silencio, organizado en ritmos, fue, durante el mejor tiempo, mi aspiración, y solo por lo harto que estaba de la verborrea generalizada, del trágala instituido y democráticamente aceptado, sobre todo por aquel sereno que me abría la puerta cuando vivía en Madrid —y vivir es un modo optimista de señalar lo que hacía—, después de haberme invitado a un blanco y a un pincho de tortilla, que era cuanto cenaba en aquellas noches de hambre negra. Se llamaba Crisanto, y su buen corazón se deduce de su piedad conmigo; era natural de Castroforte, y por eso nos habíamos hecho amigos y había tomado a su cargo la diaria, nocturna y relativa mitigación de mi apetito, jamás saciado. Se dedicaba a la política en sus ratos ociosos, y no de manera liviana y sin fundamentos, sino en virtud de todo un conjunto de contradicciones que había logrado sistematizar y, a su modo, resolver. No creía en Dios, sí en la potencia de los curas; era republicano, pero le gustaba el rey; socialista, andaba tras el dinero; casado y excelente padre de familia, se le iba la vista y el deseo detrás de todas. «Desengáñese, don José: las cosas no se arreglarán hasta que tengamos una república con el rey ahí, porque hace bonito; en que todos seamos ricos, en que las mujeres sean de todos y en que, cuando venga el comunismo, los curas nos ayuden desde los púlpitos, porque, para eso de llevar a la gente por donde hace falta, no hay como ellos.» Resumo en pocas palabras lineales lo que él tardaba una hora en explicarme, con una sintaxis cuyas ramificaciones, meandros, paralelismos, repeticiones, hipérbatos, tropos, antítesis, paradojas, me veía obligado a perseguir; aunque, como todas las noches me decía lo mismo con escasas variantes de concepto, al cabo de algún tiempo, y como agradecimiento por los blancos y los pinchos de tortilla, conseguí reducir aquellas faramallas a síntesis suficientemente clara, aunque mareado por los efectos de aquel empleo orquestal del verbo, de tal manera que, al encontrarme solo y acostado, el silencio me hacía feliz y me parecía la mejor cosa del mundo, y era entonces, en la cama, cuando me entretenía en medirlo y ponerle acentos, y soñaba con un mundo silencioso en que la gente hubiera renunciado a toda clase de ruidos, cosa por otra parte paradójica, pues a la vista está lo charlatán que soy y lo útiles que me resultan las palabras, pues sin ellas no habría Gramática, y, sin enseñar Gramática, ¿de qué hubiera vivido desde que me echaron de la cárcel? Lo que pasa es que las contradicciones de Crisanto se repiten en cada uno, aunque distintas, claro, pues a mí lo del rey o la república, lo de la riqueza y la pobreza y no digamos lo de las mujeres, ni me va ni me viene. Porque, vamos a ver, a un tipo como yo, ¿de qué le serviría la comunidad de las mujeres si no gustaba a ninguna? Siempre me acuerdo de unos versos que leí en un libro de un poeta judío: «Ella era amable, y él la amaba; pero él no era amable y ella no le amaba». Para mí (y no digo para los demás), ahí se encierra todo el secreto de los dramas amorosos, o, al menos, del mío. Ellas son amables, y las amo; yo no soy amable, y no me aman. Porque lo de Julia, está claro que no es amor: si me dio una cita, es porque, la pobre, no encuentra mejor remedio a mano, y en su ingenuidad piensa que no corre conmigo el mismo riesgo que con el viajante catalán. Las mujeres son así. Razonan de otro modo, y es tonto empeñarse en entenderlas o en que nos entiendan. Ahora que soy un hombre, ahora que mi madurez me depara muchos de esos momentos en que la luz del entendimiento me hace ser más comedido, y, sobre todo, me permite juzgar con frialdad los hechos y las palabras, reconozco, Clotilde, que no alcancé a entenderte. Tenías diecinueve años, cerca de veinte. No es una edad en que la cosas se calculen. Sin embargo, tú las traías pensadas. No fue un acto impulsivo el que te llevó a mi cuarto aquella noche de tormenta, menos aún pasional. La tormenta fue la ocasión y el pretexto. «¡Me dan miedo los truenos!», dijiste; y después te metiste en mi cama porque tenías frío, te abrazaste a mí porque te daba seguridad y calor, y me metiste dentro de ti porque me querías mucho. Yo había empezado a temblar desde que sentí cómo tu cuerpo me apretaba y no pude hacer nada porque lo decías y lo hacías todo: desde tranquilizar mi inquietud hasta reírte de mi estupefacción ante aquello cuya intensidad, cuya fascinación no había podido sospechar: «¡Mira el mocito, qué ojos pone! Parece que le gusta, ¿eh?». A la noche siguiente, no hubo tormenta, y no viniste. Te esperé horas y, por fin, busqué tu cuarto a través de las sombras y de las congojas. ¡Cómo te echaste a reír, al verme ante tu puerta! Sí. Me habías encadenado ya, tenías en tu cuerpo el dominio de mi voluntad. Fue, desde entonces, el premio a mis buenas notas semanales, a mi buen comportamiento, a mi sumisión. Una noche, recuérdalo, en que había salido contra tu gusto, me dejaste llorar toda la noche, me dejaste arañar las maderas y las piedras, hasta ponerme enfermo. Al despertarse mi conciencia moral, tuve que destruirla, porque no era compatible contigo. Y al darme cuenta, por fin, de que no era más que un pingajo, esclavo de tu sexo, al buscar fuera de ti la libertad, ¡cómo jugaste con mi esperanza! «Un hombre tiene que casarse, me decías, y tú, que no puedes hacerlo conmigo, debes hacerlo con Lilaila, que te quiere.» Me dejabas salir con ella, pero, cada noche, venías a mi cuarto y me extenuabas. Exigías que te contase nuestras palabras y mis pensamientos, hasta que creí aprender a engañarte. Yo quería a Lilaila y se lo decía, pero te lo ocultaba. Una vez me preguntaste: «¿Le dices que la quieres?». «No.» «Pues tienes que decírselo. Si no, te tomará por tonto.» Descubrí cómo podías caer en tu propia trampa: todo era cosa de palabras, y yo sabía utilizarlas. Me habías enseñado a no usar tu nombre, habías inventado para nuestra intimidad nombres distintos y nuestros, como un subterfugio que solo la ingenuidad de mis quince años había podido admitir: «Si me llamas Cuqui, y te llamo Cuco, ya no somos hermanos, Clotilde y Jacinto, sino Cuqui y Cuco». Cuando comprendí que solo Lilaila podía librarme de ti, empecé a llamarle Cuqui, y ese nombre me permitía poseerla a ella en tu cuerpo, poseerla llamándola a gritos, mordiéndola a gritos, sin que te dieras cuenta. Así creí que te engañaba. ¿Fue mi mala fortuna, o tus maquinaciones quienes nos llevaron lejos, quienes hicieron posible que Jesualdo me la robase? Todavía no he podido averiguarlo, créeme. Lilaila era una muchacha juiciosa que no podía tomar en serio las insinuaciones de Beatriz (de quien solíamos reírnos): «Tenías que casarte con Jesualdo y no con Jacinto. Jesualdo es de mejor familia». ¿Qué sucedió durante nuestra ausencia? ¿Por qué Lilaila no respondió a una sola de mis cartas? Y, cuando regresamos a Castroforte, ¿por qué jamás me dijiste claramente lo que ella, y su madre, y su tía, te explicaron? ¿Por qué, a mis preguntas, disimuladamente angustiadas, respondías con palabras vacías, por qué embarullabas las respuestas en ese río sucio de tu palabrería? Cuando pasé días enteros encerrado en La Cueva, mientras arreglabas con los Bendaña la cuestión de mi libertad; cuando —según me dijiste después— Lilaila intercedió por mí «aunque no lo mereciese», aquella doble prisión, aquel temor a una muerte que no era mía, me permitieron, por primera vez, reconocer, de una parte, la miseria de mi vida, sumisa a ti sin redención; de la otra, que todo lo que me sucedía era obra tuya. «Ya estás libre, me dijiste, ya puedes salir a la calle, ya puedes pedir al Arzobispo de Villasanta que interceda por tu biblioteca», y añadiste después: «¿Qué sería de ti sin mí, desgraciado?». Debías haberme llamado mejor «castrado», porque eso es lo que has hecho de mí. Y esto de la castración me hace volver a Abelardo, a quien ni la protección del Abad de Cluny bastaba para librarle del Abad del Claro Valle, que la había tomado con él. Fue entonces cuando pensé que solo una visita al Papa podría dejarlo en paz. Al llegar a Roma, me quedé sorprendido al saber que pocos días antes habían elegido pontífice a un tal Aldobrando Hildebrandini. «¡Mira el camastrón, cómo consiguió lo que quería!» Pedí audiencia, pero el Papa tenía tantas cosas que hacer que no podía recibirme hasta dos o tres años más tarde, por lo cual decidí recurrir a mi antigua ciencia, que era también la suya, y, así, una noche entré en su cuarto en figura de jilguero. Él estaba estudiando sus librotes, yo comencé a cantar, y él se distrajo escuchándome. Le grité entonces: «¿Papel, piedra o tijeras?», y él, como respuesta, se convirtió inmediatamente en gato y me habría zampado si no estuviera apercibido y bien encaramado en un adorno del techo adonde el gato no podía llegar. «Está feo, le dije, que un Papa conserve ciertas artimañas.» «¿Qué es lo que quieres?», maulló. «Para mí, nada; pero necesito que intercedas por cierto amigo.» «Pues bájate de ahí.» «Recobra primero tu figura.» Lo hizo, yo recobré la mía, y pudimos hablar sin estorbos. De allí salió una carta al Abad del Claro Valle para que dejase en paz a Abelardo, y allí empezaron las conversaciones que me trajeron a Tuy como prelado. No volví a ver a Abelardo, y lo que supe de su suerte posterior es lo que todo el mundo ha leído, es decir, leyenda y mentiras. No se me ocurrió, durante aquel viaje fin de carrera que hice contigo, Clotilde, visitar el cementerio en que está enterrado, pues semejante visita nos hubiera puesto a la altura de los turistas vulgares, cuando tú proclamabas en cualquier ocasión tu horror a la vulgaridad. Esto aparte, no sabíamos gran cosa del filósofo ni de su desventurada aventura: había sido otra la esfera de mi curiosidad intelectual y, en materia de amor, me habías interesado por las costumbres de los faraones y de los incas: me los habías propuesto como ejemplo de que los hijos de un dios solo podían casarse con sus hermanas, y nosotros, los Barallobre, éramos en cierto modo hijos de dioses. «En un cuerpo como el mío, solo puede entrar un cuerpo igualmente ilustre.» Aquella tarde, había en el cielo nubes de desarrollo vertical y, en el aire, caballitos del diablo. Mi evolución poética había sufrido una mutación inesperada a causa de que cierta experiencia dolorosa me llevara a descubrir las contradicciones del Universo, por lo que tantos poetas se han suicidado, pero que en mí provocó el abandono súbito de las formas regulares por otras en que tal desarmonía quedase bien patente: versos desiguales, disonancias rabiosas, salidas de pie de banco, y cierta tendencia a los temas profundos. Pueden verse en mi libro Las causas y los mitos, como los demás inédito mientras duró mi vida, pues ni uno solo de sus poemas me digné publicar. Uno de ellos, «La piedra se desprende de su dermatoesqueleto», lo escribí aquella noche en que Coralina me contó el final de su aventura en Heidelberg, cuando se sublevaron los estudiantes, ayudados por los tenderos, al grito de «¡Viva la libertad!», que por primera vez se escuchaba a las orillas del Neckar: habían peleado durante toda una tarde, y, unas veces, ganaban los ulanos, y, otras, los amotinados. Una hora más de luz hubiera dado al Príncipe-Elector (que en aquella ocasión era el Gran Duque de Sajonia-Weimar) la victoria total; pero el crepúsculo, con visible parcialidad política, cayó cuando ganaban los estudiantes, y el Príncipe-Elector (transformado esta vez en Gran Duque de Liechtenstein) huyó en su carroza con los restos de su guardia y el cuerpo desmayado de la Gran Duquesa, que solo volvía en sí para insultar a Coralina y volverse a desmayar. Los revolucionarios invadieron el castillo. El más gallardo de ellos, aquel de casco más emplumado y cuyo rostro mostraba más cicatrices, abrió las rejas que aprisionaban a Coralina. Cubrieron su salida con una bóveda de sables desenvainados, y la acompañaron hasta el hotel con viejos cantos de bebedores de cerveza. El mismo que la había liberado la dejó instalada en una habitación preciosa, de esas que están pidiendo amor: ella le echó los brazos al cuello, le llamó su salvador, e intentó demostrarle su gratitud del modo más tradicional posible, pero aquel muchacho, poseído de la importancia de su uniforme, no estaba en aquel momento dispuesto a despojarse de él, ni aun por poco tiempo: comprometió a Coralina a otro modo más brillante, aunque público, de gratitud, tomar parte como estrella en una función teatral, con discursos y coros, que se celebraría al día siguiente. Coralina cantó en ella La Marsellesa y un bolero andaluz que levantó de los asientos al auditorio: allí mismo fue proclamada Musa y Alegoría de la revolución triunfante, papel que encontraba difícilmente inteligible y germánicamente frío, y que le hubiera acarreado la muerte, pues aquella misma noche, mientras los triunfadores se embriagaban de cerveza y de esperanzas, los ulanos entraron en la ciudad y restituyeron al trono al que entonces llamaba Coralina el rey de Würtemberg, cuya esposa había comisionado a un oficial de toda su confianza para que se apoderase de la bailarina y, sin saberlo su consorte, la metiese en la mazmorra más húmeda del castillo adonde ella pudiera ir todas las noches a atormentarla y a humillarla, lo cual hubiera sido una verdadera pérdida para la cultura europea y hubiera privado al Paris la nuit de una de sus más hermosas atracciones. Pero había sucedido que la revolución de los estudiantes no fuera más que el ardid de que se valiera el representante francés de Coralina para recuperarla. Monsieur Pernod, amigo de todo el mundo, había tomado dinero a préstamo para financiar aquel episodio de la historia alemana, tan rico en consecuencias ulteriores. Cuando Coralina salió del teatro, la esperaba en un coche de viaje y la sacó de la ciudad por la Puerta del Sur en el momento mismo en que los ulanos entraban por la Puerta Norte. Llevaba un salvoconducto del Rey de Baviera, para cuyo teatro tenía Coralina un contrato, y, nada más alejados del peligro, sacó una flauta del bolsillo y empezó a ensayarle unas canciones que había compuesto para ella un músico llamado Wagner. «Por fortuna, las letras estaban en francés, porque, del alemán, con tanto aislamiento, yo no había logrado aprender una palabra.» No he creído necesario incluir en este breve relato las veces que Coralina me describió su soledad sexual y la grave necesidad en que se había hallado de tener a mano media docena de buenos mozos, aunque fuesen de aquellos mismos ulanos que la custodiaban, cuando, por las tardes, salía en coche para recoger en el vuelo de su falda las hojas de los tilos: cada vez que me hacía semejantes confidencias, mi idea de que el Cosmos era un desconcierto se reforzaba, echaba raíces, y crecía en la copa. El libro titulado Las causas y los mitos contiene el amargo mensaje de mi decepción, si bien su oscuridad delirante lo haga el más incomunicativo de los míos. Pero, me pregunto: si nadie ha de compartir mi convicción de que el mundo es un desbarajuste, ¿a qué decirlo con palabras inteligibles? La utilidad de mi idioma privado queda, una vez más, demostrada, y casi me atrevería a proponer que cada hombre se inventase el suyo, pues nunca he creído que en Babel la gente se entendiese peor que ahora. Pero yo había dicho algo de una tarde con nubes de desarrollo vertical y libélulas en el aire. ¿Por qué lo dije? Persiste en mí un recuerdo apacible, pero no sabría decir si pertenece a la experiencia del Obispo o a la del Canónigo, a la del Almirante o la del Vate, y no creo probable que Jesualdo o Jacinto se hayan fijado alguna vez en tales elementos del paisaje, y mucho menos que unas nubes y un insecto les hayan proporcionado aquella sensación de plenitud que apaciguó mis nervios. Fue, seguramente, en la cárcel, quizá una vez en que hubiera comido mejor y en que la indiferencia ante mi propio destino a que había llegado me vetase la conciencia del contraste entre la miseria de mi vida y la espléndida coloración del aire. ¡Ay de los meantes contra el muro!, dice, en alguna ocasión, la Sagrada Escritura: y es un tropo que me ha hecho meditar bastantes veces y olvidar el dolor anecdótico que en el momento pudiera lacerarme. Los sufrimientos de un hombre concreto no son nada ante el acierto de unas cuantas palabras conjuntadas. Por eso he sacrificado mi vida a mi poesía, cuya calidad es lo de menos. Pero ¿habrá alguien que niegue la belleza de mi muerte? Hubiera sido horrenda de haber caído en manos de los ingleses. Haber dejado vacante la verga que me tenían destinada me colma de satisfacción. Los hombres de mi clan, al recordarme, no tendrán que avergonzarse y esconder las miradas en la sombra. «El primo John dio la vida por Irlanda, y Dios le tendió su mano y le llevó por encima de las nubes.» ¡Las nubes otra vez, nubes de evolución diurna, con algo de rosado y algo de azul en los contornos! El Lieutenant de La Rochefoucauld me había abandonado —es un decir, claro—: yo le permitiera acompañar a la señora de Barallobre, amenazada también de muerte, porque, cuando don Amerio vino a vernos, la advirtió de que un Consejo de Guerra la esperaba. Don Amerio venía de capellán castrense, hablaba con acento colonial, y toda su altivez se centraba en los movimientos de su nariz. «Si ustedes nos entregan, dijo, dirigiéndose a mí, el Cuerpo Santo y la persona de su propietaria, el Batallón pasará de largo.» El Lieutenant de La Rochefoucauld, que le escuchaba bastante sonriente, aunque su sonrisa se dirigiera a la dama, le preguntó que por qué el Cuerpo Santo: «Porque Castroforte, ciudad atea, es indigna de albergarlo». «¿Y por qué la señora de Barallobre?» Don Amerio contempló con desprecio la figura graciosa de doña Lilaila. «Primero, por traidora a la Patria; segundo, por traidora a su esposo.» Doña Lilaila, con desdén, intervino: «¡Jamás he engañado a ese imbécil, y no porque no se lo merezca!». «¿Le parece poco, le respondió don Amerio, militar literalmente en distinto bando? El capitán Barallobre se ha batido como un león en Puentesampayo, y su gloria queda entristecida por el recuerdo de una esposa que tiene ideas propias. Ser engañado con otro es vergonzoso para un hombre, pero es delito privado que la sangre limpia; tolerar que una esposa piense de manera contraria es una vergüenza pública de difícil sanción. Nosotros nos hemos hecho cargo del honor del capitán y la juzgaremos a usted en un Consejo de Guerra, en que él actuará de acusador.» Doña Lilaila rio: «¿Cómo va a acusarme, si apenas sabe hablar? No dudo que sea un héroe, si usted lo dice, pero puedo asegurarle que es un verdadero borrico». Nos hallábamos reunidos en la biblioteca, y el sol que entraba por las ventanas abiertas nos alumbraba. El Lieutenant de La Rochefoucauld jugaba con su bastoncillo, jugaba con su habitual impertinencia, como si se discutiera un grado en una derrota o si convenía o no cargar el trapo y tender los papahígos. Como yo le conocía, daba a sus juegos de manos la importancia que tenían; pero, de estar en la pelleja de don Amerio, allí mismo le hubiera desafiado. En cuanto a doña Lilaila, no le quitaba el ojo, como fascinada por aquellos movimientos de malabarista aficionado: que no eran, sin embargo, juegos, como tampoco lo es la rueda del pavo real cuando envía a la pava apabullada el fluido sonoro de sus plumas. Yo me había acogido a una esquina de la librería y observaba al canónigo desde la penumbra. Verdadera pava fascinada, doña Lilaila, sentada en un sillón, mantenía la espada en el regazo, como pudiera tener una labor de costura. Don Amerio no había querido sentarse, a pesar de la insistencia de la dueña de la casa. Su mirada fue del Lieutenant a mí: «Esa falta de respeto, ¿les parece digna de una mujer casada?». «Todo depende, le respondió el Lieutenant, autorizado por un gesto mío; si el marido no es respetable, ¿por qué va a respetarlo?» Y vimos cómo la cólera ascendía al rostro del canónigo. «¿Y se preguntan ustedes que por qué les combatimos? ¡En las palabras de ese oficial tienen ustedes la respuesta! ¡En la vida he oído nada más disolvente! No hay maridos respetables o no respetables: hay maridos que mandan y esposas que obedecen.» «Y hay mujeres, le respondió doña Lilaila con amargura, que no hallarán agua bastante para limpiar su cuerpo de las manchas dejadas en él por sus maridos. Puede decírselo al mío.» «Espero que tenga usted ocasión de decírselo a él mismo, pues no creo que estos caballeros cometan el error de defenderla a usted… y al Cuerpo Santo.» El Lieutenant de La Rochefoucauld dejó en paz el bastoncillo, dejó de cambiar miradas con la dama, y se dirigió a mí. «¿Cree Vuecencia que debemos celebrar Consejo para tomar la decisión?» «La gravedad del asunto quizá lo justifique», le respondí. «Sin embargo, Excelencia, este dignísimo embajador de las tropas que han vencido a uno de nuestros mejores mariscales, parece tener prisa.» Algo se ablandó en las manos del canónigo. «Podría esperar, o volver más tarde.» «Pero ¿y la impaciencia de esos estudiantes que se divierten disparando contra las paredes de esta casa? Por fortuna, hay demasiada distancia para que puedan dañarlas. De lo contrario, no hubiera sido prudente mantener esas ventanas abiertas, porque, a lo mejor, era usted mismo la víctima.» «Nuestros soldados saben obedecer.» «Entonces, esas balas, ¿las disparan en virtud de una orden?» «No se les han prohibido los ejercicios de tiro.» «Me gustaría, señor canónigo, que enumerase los cargos de que va a ser acusada esta señora.» «Ya los ha oído.» «No me parecen suficientes.» «Pertenece a la masonería.» «Yo, también.» «Es una teísta convicta y confesa.» «Yo, soy ateo.» «Y ni siquiera me ha preguntado por su hijito, que está en poder del padre.» «Y que es tan imbécil como él», se apresuró a responder Lilaila. «¿Sabe, señora, que lo hemos vestido de soldado y que sirve de mascota al batallón?» «¡Si eso lo hace feliz…!» El canónigo tendió hacia mí sus manos vegetales, un poco mancilladas por la guerra: «El ser soldados de Napoleón no quita para que hayan ustedes tenido una madre. ¿Qué les parece lo que piensa esta de su hijo?» Hice al Lieutenant señal de que respondiese. «En efecto, señor canónigo, su Excelencia y yo hemos tenido madre y la hemos amado, pero ninguno de nosotros es imbécil.» Me eché a reír, y el canónigo perdió la calma. «¡Son muchos ya los franceses que conocen la fiereza española cuando se emborracha de la victoria!» Y empezó a enumerar la lista ominosa, desde Bailén a Puentesampayo. «Les aseguro que añadiremos la de Castroforte del Baralla, y que seremos implacables.» Lilaila se levantó calmosamente y se apoyó con cierta negligencia en el brazo del Lieutenant. «Señor canónigo, le juro que no tendrá ocasión de morder en mi carne, ni mi marido de tartamudear acusaciones delante de un tribunal. En cuanto al Santo Cuerpo, recuerde que es la tercera vez que se lo quieren llevar. ¿Piensa que a la tercera va la vencida?» «Pienso que los soldados esperan con impaciencia la hora del ataque.» «Pues procure que se les templen los nervios. Les hará falta.» El canónigo levantó su enérgica y traslúcida mano con ademán, más que amenazador, litúrgico, una mano como para fulminar condenaciones de perdón reservado a la Santa Sede: «Usted ha recordado que los villasantinos jamás pudieron rescatar el Santo Cuerpo; yo, a mi vez, le recuerdo que en ninguna ocasión la ciudad de Castroforte fue capaz de resistir el empuje de los villasantinos». «No sospechan que tengamos cañones», dijo doña Lilaila cuando marchó el canónigo: con una voz tan poco marcial, que la espada que entonces empuñaba parecía un pegote. Como que aquella voz más bien era respuesta al junquillo de mi ayudante de campo que a la situación militar. «Tenemos que corregir, quizás, el emplazamiento de esas piezas», dije yo, a la vista del plano de la ciudad que examinábamos cuando nos advirtieron de la llegada del canónigo. «Toda vez que la parte que mira al Baralla es naturalmente inexpugnable, el fuego deberá concentrarse sobre la orilla del Mendo y el puente que antecede a la Puerta del Mar.» «No hay soldado de Villasanta que se atreva a vadear el Mendo, me respondió ella, riendo: tienen demasiado miedo a las lampreas. ¿No sabe que las madres de Villasanta, para asustar a sus niños, les amenazan con ellas?» Y, entonces, de sus labios, supe de la voracidad de aquellos animalitos y de su mala reputación en la comarca; pero doña Lilaila no lo contaba como un ejemplo más de los misterios de la vida animal, sino como una historia galante que pudiera divertir al señor de La Rochefoucauld, inmediatamente interesado por las relaciones del padre de Lilaila con los naturalistas franceses y por la carta de Cuvier que, en marco dorado, colgaba de una pared de la biblioteca: carta larga y expresiva en que el naturalista agradecía a don Godofredo Barallobre la descripción anatómica de las lampreas que le había enviado, así como el ejemplar disecado «que, desde hoy, figura en mi colección». «Estuve a saludarlo cuando pasé por París en 1801», dijo Lilaila, y se pusieron a hablar de París de tal manera absorbidos, que me consideré fuera de su conversación y de su mundo: los hube, sin embargo, de interrumpir, porque el nuevo emplazamiento de las piezas apremiaba. «Quizás Vuecencia considere que no es cortés dejar sola, ahora, a una dama amenazada de muerte», me sugirió mi ayudante, y yo le encomendé que la acompañase. Salí a la ciudad. Docenas de voluntarios me obedecían en silencio, deseosos de estrenar los cañones en las masas compactas de los villasantinos. Pronto quedaron emplazados, con guardia de cinco hombres cada uno, bien informados del manejo. Habían pasado lo menos tres horas; sentía hambre y deseaba descansar, pero un no sé qué me impedía volver a la Casa del Barco, y no lo hice hasta que, a media noche, vinieron a buscarme. Los hallé reunidos con unos hombres del pueblo que trataban de organizar, de madrugada, una procesión a la Colegiata, para impetrar la protección de la Santa. No quise meterme en aquello, y los dejé discutiendo, mientras mi ayudante me acompañaba a cenar. Nos acostamos vestidos, y, antes del amanecer, nos despertó un repique de campanas violento y alegre, al que respondieron, al otro lado del río, trompetas y tambores. Mi ayudante se levantó, abrió la ventana y dijo: «Es la procesión». Habían sacado a los santos de sus capillas y los traían en andas, en medio del silencio de la gente que se arrodillaba y se santiguaba. «Ahora, dijo el Lieutenant, sacan al atrio el Santo Cuerpo Iluminado. ¿No quiere verlo Vuecencia?» Me acerqué a la ventana. Cuatro marineros sostenían las andas en que reposaba un féretro de cristal: dentro solo se veían vestiduras blancas con galones de oro. Le dije al Corregidor que me ayudase a levantar la tapa, y el mismo, sin advertencia mía, dejó la momia al descubierto. Tenté las extremidades, acaricié el rostro carcomido. «Un buen trabajo, le dije, de la mejor tradición egipcia. Pero ¡mire!» Le mostré entre mis dedos una pulgarada de polvo grisáceo y áspero. El Deán se había acercado y miraba también. Se volvieron hacia mí aquellos rostros compungidos. «¿No hay remedio?» «Por lo menos, no el que pretendíamos. ¿Cómo vamos a sujetar a esto unas piernas y unos brazos? El cuerpo carece de la necesaria consistencia. Para remendar una capa, es menester que el paño viejo aguante.» «¿Entonces…?» Me dieron pena aquellos trémolos patéticos que prolongaban la muda significación del adverbio, que dotaban a una simple palabra interrogativa de triples y aun cuádruples resonancias, como si se mirase en un sistema de espejos trágicos. Eché un vistazo al contorno. En la esquina de la cueva, ensombrecido, continuaba el paño de repuesto. «¿Y si cortásemos una capa nueva?» «¿Qué nos quiere decir Vuesamerced?» «Lo que cualquier sastre en mi lugar. Sustituir la pieza vieja.» Se miraron, se enviaron recíprocas miradas consultivas. Después se volvieron hacia mí, buscando en mis ojos apoyo a la tímida decisión. «Por mi parte, estoy dispuesto, y no me da el menor escrúpulo. Al contrario, por mucho cariño que se le tenga a una capa vieja, al que le dan una nueva, eso sale ganando.» «¿Y la señora…?» «¿Por qué vamos a enterarla? Yo le rogué que se acostase, y lo hizo. Ahora, estará dormida, o al menos buscando el sueño, o quizás se limite a estar soñando con los ojos abiertos. El secreto del gato por liebre quedará entre nosotros.» «Pero ¿y el cielo…?» «De lo que se piense en el cielo, caballeros, de una manera u otra estaremos siempre mal informados. Sus mensajes son difíciles de interpretar, pues con frecuencia dicen una cosa y la contraría para dejar a salvo nuestra libertad de elección. Para mí, resultan mucho más claros los estelares. No son tan ambiciosos, pero por lo general son bastante más concretos. Mañana, por ejemplo, hay conjunción de astros. Desde el punto de vista de mi fortuna personal, mala ocasión para cualquier cosa. No me resultaría raro encontrarme mañana con la muerte. Pero es, en cambio, excelente ocasión para cualquier operación económica. Si tienen algo que comprar o vender, háganlo mañana, en la seguridad de que será buen negocio. Ahora bien: el problema que nos ha congregado en esta cueva, siendo su objeto de índole religiosa, no se nos plantea como tal, porque en ninguna parte está escrito que, para que un cuerpo sea venerable, haya de conservar la forma. Reducido a polvo, ¿quién duda que es el mismo cuerpo? Ahí lo tienen. Ahora bien: la gente, que no entra en detalles de sustancia, se deja engañar por las meras apariencias. Para la gente, el cuerpo es cuerpo y el polvo es polvo, y no el polvo cuerpo, ni el cuerpo polvo. Ustedes deben saber por experiencia que la gente no conoce otro modo de pensar que la tautología. Sería factible montar el gato por liebre apoyándose en la sustitución gradual de la palabra cuerpo por la palabra cenizas. Por ejemplo, señor Deán: si usted, en una de sus homilías, tiene que usar tres veces la primera, puede, una de ellas, suplantarla por la segunda, que es de significación dudosa. La asamblea de los fieles lo acepta sin discusión, y, sobre todo, sin darse cuenta de que la palabra sustituyente queda almacenada en un lugar de la conciencia colectiva, dispuesta a operar cuando sea menester. A partir de entonces, de una manera sistemática, de cada tres menciones del Santo Cuerpo, una de ellas será de las Santas Cenizas. El hábito receptivo así formado permite, a partir de cierto tiempo, operar dos sustituciones en vez de una, y decir, por ejemplo, “las Santas Cenizas” la primera y la última, reservando el segundo lugar para el Santo Cuerpo. Manejando solamente tres menciones, el plazo combinatorio sería breve, pero ¿qué trabajo le cuesta comenzar, por ejemplo, con cinco menciones, que dan lugar aproximadamente a ciento veinticinco sustituciones, para rebajarlas luego a cuatro, a tres y a dos? Llevado a cabo con toda clase de cautelas, en dos generaciones se habrá logrado oscurecer, casi anular, de dicha conciencia colectiva, la noción de Cuerpo Santo, suplantada por la de Cenizas Santas. Y, para entonces, lo que habrá en la urna serán exactamente cenizas.» Al Corregidor parecía agradarle la idea, y así lo manifestó, y el Deán estaba dispuesto a aceptarla si era la única viable, pero, desde su punto de vista profesional, hizo algunas objeciones, porque todos los deanes de la Colegiata se aprendían de memoria un discurso plurilingüe de salutación a los peregrinos extranjeros, y aunque cambiar en los textos «cuerpos» por «cenizas» no sería difícil tratándose de franceses e italianos, la cosa ya no era tan mollar con los checos y mucho menos con los griegos, armenios y etíopes, que también solían venir, aunque no cada año, por las dificultades que los otomanos oponían a sus desplazamientos. «En ese caso, caballeros, no queda más solución que la en un principio insinuada: guardemos respetuosamente las cenizas y pongamos en su lugar ese cuerpo joven que tan inspiradamente se han agenciado. Yo lo embalsamaré y, de ese modo, le garantizaremos otros ochocientos años.» El Deán me miró indeciso. El Corregidor tendió las manos. «O eso, o lo otro.»Le salían lágrimas calientes, le temblaban los labios. «Mi consejo se inclina hacia eso, aunque represente más trabajo. Aunque, en el fondo, sea lo mismo sustituir dos objetos o dos palabras.» Aquellos hombres, no sé si a causa del contraste entre mi acento purificado en viajes y en el ejercicio de varias lenguas, y el de ellos, marcadamente regional, se mostraban tímidos e indecisos. Decidí no discutir y dar por recibido el consentimiento. Empecé a ordenarles que me trajeran lo que necesitaba para la operación, y, cuando lo tuve, que buscasen una de las partes artificiales de la Cueva donde pudiera perforarse una huesa, que la cavasen, que buscaran después una caja de zinc donde pudiera caber el Santo Cuerpo y que la trajesen. Mientras, el cuerpo de la doncella muerta en el potro, quedó, desnudo, encima del ara, y procedí a hacerle una incisión en el vientre, la incisión de Amenothep, que tiene forma de Tau, no sin lástima de aquel vientre tan bello que una cicatriz irreparable iba a estropear. Pero la misma Tau figuraba en el vientre de la Santa, y había que lograr una imitación perfecta. Cuando saqué el paquete de vísceras, un olor más fino que el incienso y más penetrante que el de los nardos se expandió por aquellos ámbitos secretos, y, según pudimos comprobar después, su naturaleza sutil le permitió invadir la Colegiata, la Casa del Barco y aun salir a la calle y dejarse llevar blandamente por la brisa hacia el campo enemigo, que no acertaba a explicarse tal perfume. Con el mondongo en las manos, dije a aquellos hombres asombrados: «Indiscutible olor de santidad. Sin pretenderlo, estamos haciendo justicia a una hija de Dios y hermana nuestra. Si Vuesasmercedes me proporcionan una vasija adecuada, estos despojos se pueden conservar un tiempo indefinido y venderlos a los fieles como reliquias santas. Nadie podrá acusarles de fraude, ni en el cielo ni en la tierra: el olor que despiden les abona». Al Deán se le alegraron las pajaritas. «¿Verdaderamente cree que se trata de una Santa?»; y el Corregidor atajó en seguida: «¿Es que no huele?». No sé si fue también el olor lo que sacó de sus retretes y de sus glorias de recambio a la Señora Viuda, porque en aquel momento apareció en la puerta, con la vista nublada de realidades incompletas y de recuerdos íntegros. Adelantó unos pasos en la cueva desnuda y nos dijo con voz transida de pasadas cachondeces: «Caballeros, perdónenme. A la puerta hay un hombre que alborota la noche y pide ser recibido. Dice que es don Asterisco y que trae una embajada de las tropas del Rey». Nos miramos. «¿Viene solo?» «Con su teja y su manteo.» «Habrá que recibirlo.» Marchamos al zaguán. El Corregidor levantó trancas y descorrió cerrojos: en la puerta abierta, contra la noche clara, la figura de don Asterisco, tan rígida y tan alta, parecía de espantapájaros oscuro. Le indicamos que entrase y lo hizo en silencio, pero con paso demasiado romano. Nosotros nos hallábamos, por casualidad, en semicírculo, y él se situó precisamente en su centro. «¿Puedo hablar?» «Para escucharle le hemos recibido.» Destocado, hizo una reverencia. «Traigo un recado que les conviene escuchar: las tropas no entrarán en la ciudad a condición de que se nos entreguen los cabecillas del motín contra la autoridad del Santo Oficio. Reclamamos también la custodia del Santo Cuerpo hasta que todos los habitantes de Castroforte hayan sido examinados de doctrina y comprobada su ortodoxia. Personalmente, añadiría que la Señora Viuda aquí presente debe ocultar su soledad, políticamente culpable y moralmente suspecta, tras las rejas de un convento en el que pueda hacerme cargo de su conciencia, y encaminar su alma a la salvación.» La Viuda suspiró, y no era aquel un suspiro de los corrientes, ni aun de los blandamente sentimentales. Quería decir: «¡Ahora, ya no!», y era un suspiro con toda seguridad impulsado por una contracción del gran simpático con que aquella mujer expresaba determinadas convicciones vigentes. No es que yo haya profundizado en la Ciencia de los Suspiros, ni que me haya interesado en su morfología. Si me pusieran en el aprieto, ni una mala clasificación elemental podría ofrecer al curioso de esta materia tan imperfectamente investigada. Hay, sin embargo, algunos suspiros que jamás podré olvidar, suspiros de mujeres, como el que dio mi madre al acabar de parirme, o el de Julia cuando, después de haber subido descalza las escaleras, tan quedamente que no la oí, vi su sombra oscura cubriendo el marco de la puerta, y su mano, que tanteaba en el aire. Si dudaba encontrarla abierta, al comprobar que lo estaba, al escuchar mi respiración, se conoce que todas las congojas se le escaparon del pecho, aprovechando el aire que espiraba, y no le quedó más que la realidad de lo esperado, y ya se sabe que estas comprobaciones son de las que obligan al paciente a emitir un suspiro en que la gran orquestación refuerza las significaciones. También yo alargué la mano, aunque sin suspirar, y busqué en las tinieblas la suya hasta encontrarla, temblorosa y fría. La atraje hacia mí. Ella susurró algo como «¡Don Joseíño, qué bueno es!», y permitió que la atrajese hasta que sus rodillas, como tantas otras veces, tropezaron con el borde del catre. Se dejó, entonces, caer. Me abrazaron sus brazos, escondió su cara entre mi hombro y mi cabeza, y así estuvo un buen rato sollozando. Olía bien, a un pachulí fino que quizás le hubiera regalado algún viajante catalán como trámite previo a la conquista, o acaso por ella misma comprado. «Vas a enfriarte», le dije, y aparté las ropas de la cama. Después de este movimiento ella quedó a mi lado, aunque sin soltarme: mi cadera se asentaba en el larguero del jergón, supongo que la suya también, y no era una posición cómoda. Pero ni yo estaba para cuidarme de comodidades, ni probablemente ella. Había tenido que tocarla, o, mejor, mi mano había tenido que repasar la tela del camisón, suave y delgada, y es casi seguro que a ella le había sucedido otro tanto, porque me preguntó qué era lo que llevaba puesto, y como yo le dijera que un pijama, se echó a reír con una risa llena de bondad y de comprensión. «¡Ay, don Joseíño, no debió de hacer eso por mí! ¿Cuánto dinero le habrá costado?» Yo también me reí, claro, y le dije que no pensase en bobadas, a lo que ella, después probablemente de una mutación mental, acercó la boca a mi oído, y, con una voz pequeñísima, no sé si me dio permiso para acariciarla o me preguntó que por qué no la acariciaba. Y lo que comenzó entonces fue tan estupendo que ya no puedo recordarlo, sino unos versos narrativos, descriptivos y entusiasmados que compuse cuando todavía las imágenes estaban vivas y podían conmoverme: Macora custato lostia, sema lostia faldelida, mástida curva leslipolantes. Ella, entonces Tos lístida macora, ke gaslimó lostiama. Sentía encima del mío la agitación de su pecho, pero su mano era casta: acariciaba mi brazo y mi cintura, y, una vez, ascendió hasta las mejillas y los ojos. «¡Qué bueno es, don Joseíño!», repitió alguna vez, y, a partir de aquel momento, empezó a besarme. O quizá sea mejor decir que sus labios calientes se pegaron a los míos. Lo jauceba yoilita caslatuleya vazla. Macora mina baskila fexuna josla, bérgila lisia, posla logentes quoslita. Juliasto kusta vasberges, kita, nita, tredita, girgentes pontialibakos. «¡Ay, don Joseíño, vis ten! ¡Ay, don Joseíño, fes tala nita!» Lo gesterateba macora vertifundentes, acosla, lescisla, postialitazos. Ege ken, ege ken, iotaila, violaica, ostebó zum girdokes, askeia, askelasceia, ulvinagor mailila, zum. Poiates, lailates, iomislas, usqu’ailascores, yum. Empujada por todos los sistemas, por todos los músculos y nervios. Y se quedó quietecita, silenciosa, pero su mano, que reposaba cerca de mi oreja, me la apretaba. No fuerte, claro, sino desmayadamente. Estábamos en el centro mismo del silencio, en el centro del cosmos y de la vida, y regíamos sus movimientos: aquellas vibraciones, al menos, que de nosotros salían, se propagaban al infinito sin degradarse, y regresaban cargadas de perfumes, de sabores, de polvillo de estrellas remotas, de mensajes de mundos ignorados que no sabíamos descifrar, pero que nos envolvían y mecían. ¡Estaba todo tan oscuro! Me pareció que unos pasos cuidadosos ascendían hacia nosotros. Me apreté a Julia, dispuesto a defenderla. «¿Le pasa algo, don Joseíño?» «No. Calla.» Crujió el tramo de escalera que crujía siempre. Y una sombra menuda, rápida, encorvada, pasó en medio de las tinieblas. La vi, la seguí, pero no alcancé a reconocerla. Podía ser la de Napoleón Primero, y también la de don Benito Valenzuela. Podía ser incluso la sombra de Julio César si hubiera llegado a viejo y a tan cargado de hombros. Pero no dijo nada de las Pirámides, ni tampoco del Rubicón, aunque bien entendido que ni una frase ni otra me hubieran permitido identificarla con garantías, porque esas frases puede decirlas también don Benito Valenzuela. Lo que dijo fue, con una voz sin timbre: «Es muy pequeño esto para crear la apetecida distanciación. Sería necesario un amplio espacio, a ser posible como un embudo, pero de gran radio». Es probable que, entonces, el espacio se haya ensanchado, o así me lo pareció, pero en modo alguno como un embudo, sino precisamente como una plataforma elevada y, a sus pies, una rampa hacia abajo: el atrio de la Colegiata, con sus gradas de piedra, y, a partir de ellas, la cuesta de la Rúa Sacra. Comenzaron a verse, borrosamente, las fachadas de la iglesia y de las casas, pero aquella arquitectura no era pétreamente sólida, sino más bien la de un teatro, pintada sobre papel y aguantada por detrás con pértigas de pino. «¡Enciende un poco, a ver!», dijo la sombra, y de algún lugar que yo no veía salió una débil luz como de candilejas. «¡Demasiado realista! Lo que yo quiero, ante todo, es provocar una sensación de horror.» Se apagó, entonces, la luz, y se encendió otra, verde cadáver, que metamorfoseó el escenario, no mediante un cambio de líneas y volúmenes —el pórtico con los cuatro obispos seguía allí—, sino como si hubiese creado una profundidad de sombras abigarradas: de olivo multimilenario, de raíz de mandrágora, de bosque calcinado, de hierros retorcidos sobre sí mismos hasta el paroxismo del retorcimiento. «Así ya está mejor. Mete dos kilos.» Y la luz, al aumentar, multiplicó las contorsiones de las sombras. «Ahora vendría bien una embocadura aparente: un cortinaje verde pus, por ejemplo, recogido y sostenido por ángeles trompeteros.» Y, por lo que el Director de escena decía, la embocadura debió de quedar en su sitio, aunque yo no la viera, sino unas cuantas telas por el revés sostenidas por tablillas claveteadas. «Ya vale. Ahora, que suenen las trompetas.» Sonaron, y, si no eran las del Juicio, lo parecían, por lo que luego diré. La Rúa Sacra empezó a llenarse de gente, que ascendía la cuesta con calma y se iba aproximando. Me quedaban tan cerca, que pude reconocer con espanto a mi colega don Fulgencio Torroella, muerto, y no de su muerte, el treinta y seis. Cuando me recobré del susto, no es que hubiera identificado por sus nombres a otros difuntos, sino que vi cómo los vivos y los muertos se mezclaban. ¡También era una buena broma, aquel público macabro, mientras oía el corazón de Julia, más sosegado; mientras su mano seguía pellizcándome la oreja con pellizquitos altruistas! Un como relámpago que sobrevino, error acaso inmediatamente rectificado, del electricista, hizo que mis riñones brincasen en su aposento: porque la sombra menuda y encorvada que el relámpago alumbró con implacable luz, era la de don Acisclo, ahora refugiado detrás de las bambalinas y haciendo señas a alguien. Entonces sí que tuve miedo, mucho más que a los muertos y a las trompetas. Entonces sí que pensé con qué podría defender a Julia en caso de intromisión; entonces sí que mi mano dejó de acariciarla y se agarró al garabato del aguamanil de hierro, vecino siempre de mi almohada: trípode insigne, y no por soporte de profecías, sino de elementales operaciones de limpieza. Un telón que descendía me hurtó la vista del público, siempre más tranquilizadora. Fui testigo de cómo se montaba un artefacto con algo de mesa larga, pero muy en lo alto, más elevado aún por la tarima en que reposaba; situaron detrás cinco sillas imponentes, negras también de tapicería, y tan eminentes de respaldo como tronos de reyes. Pues no me dieron tanto miedo, aunque estaban allí para ponerlo, como todo lo demás. Una voz, fuera, preguntó si añadían un crucifijo. Don Acisclo respondió: «No lo hay a mano», mentira puñetera, pues no había más que entrar en la iglesia y cogerlo. Pero él tendría sus razones, y a mí no dejó de gustarme aquello, pues la ausencia de crucifijo arrebataba al espectáculo todo carácter oficial, la autenticidad, como si dijéramos, y lo relegaba a la condición privada, lo cual no quiere decir que de allí no pudiera resultar un muerto. Con esa intención, al menos, mi mano se mantenía agarrada al aguamanil. Añadieron a la escenografía varios haces de leña, hasta cuatro, y un poste que se aseguró al suelo con cuñas y martillazos. «Van a representar Juana de Arco», pensé, y estuve por invitar a Julia a que mirase, pues, a mí, la vida y la muerte de aquella chica siempre me han conmovido. Aunque, con texto de don Acisclo —digo yo—, quizás no saliese tan bien parada, pues, al fin y al cabo, había desobedecido a algún obispo. De todos modos me dispuse a escuchar, pero, la verdad, en aquel momento me vinieron ganas de fastidiar un poco al preste y estorbarle la escenografía: sin pensarlo más, metí en el escenario un tren cargado de putas negras que se puso a dar vueltas y vueltas alrededor del poste, y pitidos agudos que asustaban a los espectadores. Don Acisclo gritó (se dirigía al electricista, o a algún otro ayudante que yo no veía): «¿Qué pasa, López? ¿No se da cuenta de que hay interferencias?» Y la interferencia seguía dando vueltas, hasta que, en virtud de alguna maniobra eléctrica que no se me alcanzaba, escapó a mi control, salió por el lateral derecho, y no lo volví a ver. La pena fue que don Acisclo no llegó a fijarse en la naturaleza de la mercancía, quizás porque las chicas, fatigadas del viaje, fueran durmiendo. Don Acisclo, entonces, recorrió el escenario, examinó la tarima, la mesa, los sillones, la leña y el patíbulo, y cuando pareció convencido de que todo marchaba, se situó en el centro y se sacó de las mangas cuatro sujetos del tamaño de muñecos pequeños que, al llegar al suelo, adquirieron estatura de hombres altos: vestían de clérigos, aunque de distintas épocas, y llevaba cada uno su instrumento de cuerda. No tuve dificultad en reconocerlos: Don Asclepiadeo, don Asterisco, don Amerio y don Apapucio (Pafnucio). ¡Por fin, reunidos! Me eché, otra vez, a temblar, y hasta me arrepentí de la broma del tren y de su cargamento, porque si hubiera sido un tren cargado de herejes hasta los topes, no solo me lo hubieran agradecido, sino que habrían ensayado la eficacia de la leña en el cuerpo de alguno de ellos. Ya no tenía remedio. Por fortuna, Julia se había adormecido, y su mano no pellizcaba mi oreja, sino que reposaba, tranquila, junto a ella. Los cinco curas se pusieron a hablar —a telón corrido—, y, aunque no los podía oír, me enteraba de lo que decían, cosa que no dejó de sorprenderme, y hasta de inquietarme, porque siempre me da mala espina lo que contiene elementos extraordinarios, y aquel conocimiento directo de lo que no oía lo era indudablemente. Preguntaba don Acisclo que de dónde venían, y ellos respondieron que no lo sabían muy bien, pero que casi seguro del otro mundo, puesto que los cuatro habían muerto en diferentes ocasiones y de diversas enfermedades. «¿Del Paraíso, entonces?» «Pues, no. Más bien no. Aquello no tenía nada de Paraíso.» «¿Del infierno?» «Según cómo se mire. Fuego, no había.» «¿Y Dios? ¿Lo habéis visto en alguna parte?» Ellos se miraron antes de responder. «No. Ni lo hemos visto ni hemos pensado en Él. La verdad es que por primera vez oímos ahora su Nombre.» Don Acisclo, entonces, se inclinó, misterioso. «¿Sabéis por qué? Porque no existe. Y si no existe, mal podéis encontrarlo.» «Pues quizá tenga razón», dijo don Asclepiadeo; y don Apapucio (Pafnucio) corroboró: «Ya me parecía raro no encontrarlo alguna vez. Es decir: yo notaba algo raro, y ahora me doy cuenta de que era eso». «Hay que reconocer que el cielo está vacío y obrar en consecuencia.» «Nosotros, sin embargo, si no he entendido mal, vamos a juzgar a alguien en nombre de Dios.» «Precisamente porque no existe lo podemos hacer.» «Exactamente —dijo don Asterisco—. Hay que juzgar, y lo de menos es el pretexto. Hay que juzgar porque eso es lo que nos gusta y porque estamos para eso.» «La verdad —le tocaba el turno a don Asclepiadeo— es que ya tengo ganas de echarle la vista encima a aquella maldita sirena.» «No es ella quien comparecerá ni ninguna de las otras.» «Pues, ya ve Vuesamerced, me gustaría encenderles yo mismo la hoguera.» «Podemos reunimos en otra ocasión y citar a juicio a todas las culpables: su sirena y mi Marietta.» «¿Se llamaba Marietta?» «Sí. Era italiana.» «Y, ¿cómo fue la historia?» «¿Quieren de verdad Vuesasmercedes que se la cuente?» «No nos disgustaría. Así, cada uno de nosotros podría contar la suya, que es lo que venimos haciendo desde que nos hemos muerto: contarla, contarla, generalmente a nadie.» «¡Ah, muy bien! Pues fue en Roma, cuando yo estudiaba en la Gregoriana…» Y, aquí, don Acisclo empezó a contar su historia con Marietta, y después con Guadalupe, a lo que siguieron las cuatro historias de los otros cuatro, cosa a la que no había derecho, porque el público esperaba, y por muy muertos que estuviesen la mayor parte de los asistentes, eran, al fin y al cabo, la representación del respetable. Que yo haya prestado atención a las historias, e incluso que me hayan interesado, aunque de una manera meramente morfológica, no quiere decir que el momento y la ocasión fuesen los oportunos. La más elemental corrección impide hacer esperar a la gente mientras que los actores se cuentan chascarrillos verdes. Y aquellos cinco cabrones, ¡cómo se reían después, cómo se reían de las pobres mujeres abandonadas! Pero más me fastidió lo que pudiéramos llamar fundamentos teóricos de su conducta. Nada de castidad, por supuesto. Se trataba, en el fondo, de que si lo que yo llamo, y llamo bien, el chorrito de oro, tenía por necesidad que salir de cada cuerpo (y, si no salía, no se le podía dar ese nombre apropiadamente), ¿por qué diablos había de ir a parar a otro? Y las operaciones, voluntarias o no, que provocaban la salida, ¿por qué habían de estar encaminadas al placer de otro? Finalmente, ¿qué especie de monstruos eran las hembras, cuya vida giraba en torno al hecho de apropiarse con carácter exclusivo o compartido el chorrito de uno o varios varones? Los cinco habían buscado respuesta a tan penosas preguntas. Ninguno las había encontrado, y cada uno las había resuelto a su modo: Don Asclepiadeo era un técnico en poluciones nocturnas, «que, como ustedes deben recordar, no son pecado, al menos así lo dice Santo Tomás, y añade que el sujeto tiene derecho a beneficiarse del placer». De modo que él se limitaba a intercalar en su panorama mental dos o tres imágenes relativamente lúbricas, por ejemplo, la de una mujer que enseña los tobillos al bajar las escaleras; después, se echaba a dormir, y la o las imágenes seguían su curso, la mujer se desnudaba poco a poco y, sin necesidad de llegar a ninguna clase de contactos, el efecto final se producía. Merced a este procedimiento, que además era gratuito, le había sobrado ese tiempo que los hombres pierden en galanteos y folloneos y lo había consumido en el estudio y ejercicio de su arte. Don Asterisco se mostraba partidario de técnicas más monacales (mónaco = solitario), y repetía el axioma de que los tres últimos golpes nadie los da como el interesado, afirmación de carácter general en la que muy bien podía asentarse toda una ciencia: todos convinieron en ella, menos don Acisclo, quien acabó proclamando su absoluta indiferencia ante el problema del chorrito, que jamás le había alterado el riguroso régimen mental, y cuya solución, en los contados casos en que se hacía necesaria, o urgente, había confiado a las fuerzas oscuras, anónimas e imprevisibles de la naturaleza. Evidentemente, don Acisclo, por lo complejo de su historia con Marietta (de la que había ofrecido hasta cuatro variantes), de la posterior y casi igual aventura con Guadalupe (que solo tenía dos), por el dominio alcanzado sobre sus más íntimos resortes corporales, acabó por suscitar la admiración de los otros, pero no se detuvieron mucho en tal escena, de texto laudatorio, sino que inmediatamente se planteó la cuestión de cómo iban a empezar el espectáculo, y don Acisclo expuso, y al mismo tiempo impuso, su criterio, eminentemente práctico, de que, al levantarse el telón, deberían ofrecer al público un concierto de cámara, que bien podía ser de violín, dos violoncellos, viola de gamba y contrabajo, o bien sustituyendo uno de los violoncellos por la trompeta, con lo que se introduciría un elemento vibrante muy a propósito para espabilar a los difuntos rezagados y a los vivos dormilones. Quedaron en lo de la trompeta, que don Amerio sabía tocar, y que había tocado allá en las Filipinas para congregar a los tagalos del contorno los domingos y días de fiesta, durante una temporada en que su obispo lo había enviado a una parroquia alejada como castigo. Se discutió en seguida el programa. Don Asterisco estaba por un concierto en tres tiempos de Feltrinelli; don Amerio, por un quinteto de Frossart, precisamente el en do menor, donde había un adagio que era una monada; don Apapucio (Pafnucio) se deshizo en elogios de un estudio, en fa sostenido, del casi inédito romántico Schumaeker, que ahora se estaba descubriendo, y a don Asclepiadeo le daba igual; pero, por fin, don Acisclo les demostró, con razones estéticas y de las otras, la superioridad del quinteto para trompeta y cuerda, opus 52 bis, en fa sostenido mayor, de Von Bönivorgenberg, que fue aceptado por unanimidad y ejecutado en cuanto el tramoyista alzó el telón y quedó al descubierto y a oscuras la pavorosa profundidad del público con sus vivos y sus muertos. Desde luego, hay que reconocer que lo hacían muy bien, y que si don Amerio se distinguió en el solo de trompeta, don Acisclo arrebató a los muertos de sus muertes al ejecutar la parte de violín, que abarca casi todo el scherzo. La música saltaba de las cuerdas como el surtidor de su arcaduz, brillaba al sol en el aire, enviaba a los rincones asombrados fragmentos de arco iris, caía sobre los espectadores como chispas de lluvia, y se perdía, cansada, en las lejanías de la mar. A la gente le gustó el concierto y todo el mundo aplaudió, y en ello estaban cuando entraron unos hombres encapuchados con chicotes en las manos, y venga a repartir latigazos en todas las espaldas, y, don Acisclo, desde la escena, a gritar: «Pero ¿qué os habíais creído? ¿Que todo iba a ser música?». Y, cuando los presentes estuvieron bien castigados, un Oficial, salido de no sé dónde, explicó que se iba a proceder al juicio público de cuatro pecadoras, llamadas todas ellas Lilaila, y de pecados homogéneos, que bien podían conceptuarse como una sola y gigantesca pecadora. Concurrían, sin embargo, en cada una, circunstancias personales que aconsejaban juzgarlas como distintas delincuentes, era a saber, ante todo sus apellidos, o, en su defecto, sobrenombres o motes. Así, la lista inequívoca podía enunciarse de este modo: Lilaila la Obispada Lilaila Armesto, Viuda de Barallobre Lilaila Barallobre de Barallobre Lilaila Souto Colmeiro, conocida por Coralina Soto, nombre de guerra, lista que el Oficial proclamó en el vacío, orientando la voz hacia los cuatro puntos cardinales, con amenaza expresa de que, de no presentarse a juicio, sus tumbas serían abiertas, aventadas las cenizas y malditos para siempre sus nombres. Lo cual era terrible, pues bien sabido es que, después de tales operaciones, no hay alma que sosiegue. Las cuatro Lilailas no tuvieron más remedio que acudir, aunque en espíritu, como se infería de la transparencia de sus figuras: ignoro de qué truco se valiera el tramoyista, pero parecían fantasmas, aunque concretos. Ofrecían, sin embargo, a la vista, ciertas alteraciones que dificultaban su identificación incluso a quien, como yo, las había conocido muy de cerca, a unas más que a otras, es lo cierto, pero a todas lo suficiente. La Obispada, cuyos ojos verdes, cuyo talle garrido no podré olvidar jamás, se había convertido en un verdadero estafermo, mientras que la Viuda resultaba más bien desgalichada. La facha de doña Lilaila Barallobre había evolucionado visiblemente hacia el marimacho, y Coralina Soto, gordita, redondita, se había hinchado en todas direcciones y, aun siendo espíritu, se movía con dificultad y respiraba con muestras manifiestas de disnea. Don Acisclo las invitó, cortésmente, es lo cierto, a sentarse en el banquillo. Se abrió la sesión, y el Oficial leyó los cargos, que siendo, como antes dije, el mismo y único pecado, ofrecía variantes individuales del mayor interés jurídico. A la Obispada se le acusó de matrimonio sacrílego y profanación de santas reliquias; a la Viuda, de entretener su soledad con recursos mecánicos entre los que se contaba un instrumento de fabricación extranjera, con grave detrimento de la reputación indígena, pues bien sabido es que la virilidad española había hecho innecesario el uso de semejantes utensilios; a Lilaila Barallobre, pura y simplemente de adulterio, cometido con la complicidad del Almirante Ballantyne, sobre el que el tribunal carecía de jurisdicción, y, a Lilaila Souto, de inveterada, indiscriminada, universal fornicación, con las inevitables secuelas de desavenencias y aun rupturas matrimoniales, quebranto de fortunas familiares y perjuicios de mayor cuantía inferidos a la salud de sus colaboradores. Y por si el auditorio no lo hubiera entendido bien, don Apapucio (Pafnucio), medio de pie, corroboró: «Se la acusa de puta, puta por dentro y por fuera, por arriba y por abajo, por activa y por pasiva, aquí y en Pekín, en la tierra y en el infierno», a lo que Coralina se echó a reír y preguntó: «¿Qué es eso del infierno?». Rieron también las demás, el Tribunal se sintió insultado, y Don Acisclo las llamó al orden con palabras severas en que se condenaba ampliamente la frivolidad de las mujeres. «Aunque las acusadas no lo merezcan, aunque a la postre resulte inútil, el procedimiento es el procedimiento, de modo que pueden comparecer, uno a uno, los defensores.» Se volvió al público: «En el caso de que estas desgraciadas los encuentren». Se hizo el silencio, transcurrieron unos instantes, y por el foro lateral derecho apareció Jacinto Barallobre vestido de Obispo Bermúdez y encasquetándose todavía la mitra. Su talante era tan admirable como la majestad de sus vestidos; su sonrisa tan altiva como sus ademanes. Causó sorpresa su presencia. Don Acisclo explicó quién era a sus colegas, y aunque hablase en voz baja, pude oír la palabra «Frégoli». Barallobre no le hizo caso. Dijo displicentemente «Con la venia», y comenzó un discurso pausado en la dicción y escueto en el estilo, en que se atribuía toda la responsabilidad de los hechos imputados a la que había sido su esposa, de los cuales él se defendería, no ante un tribunal del siglo, sino ante el inapelable del Altísimo. «Y eso sucederá cuando haya muerto del todo, que ya me tarda.» Con lo cual salió, y reapareció en seguida trasmudado en Canónigo Balseyro. Traía entre las manos la frasca de la Viuda, cubierta con su tapiz, y antes de encararse al Tribunal, se acercó a ella y se lo entregó. «Ahora ya no me hace falta», le sonrió ella; «Mi marido y yo ya estamos juntos». «No importa. Puede ser pieza de convicción.» Después dijo también «Con la venia», pero, en vez de dirigirse al tribunal, se dirigió a la acusada, y comenzó preguntándole que por qué su cuerpo y los de sus compañeras eran luminosos y transparentes. «Somos ya espíritu, y estamos en el cielo.» Se volvió el canónigo entonces con movimiento circular y enérgico, y apuntó con mano airada a don Asterisco. «¿Quiere Vuesamerced más defensa? El hecho de que estas cuatro mujeres gocen de la gloria celeste hace inútil el juicio.» Quedó en medio del gran vano del escenario: la capa caída en semicírculo, como acotando el espacio de sus movimientos, mientras su mano, esperando, desafiaba. Acaso el Tribunal haya temblado. El público, desde luego. Pero fue cosa de un momento, como una de esas ráfagas de viento que pasan, y no regresan, porque don Acisclo se levantó, ejercitando una de sus prerrogativas. «¿Y, a nosotros, qué nos importa? La Justicia del cielo no es la nuestra. En el cielo son demasiado sentimentales, y ¡aviados estábamos aquí abajo si fuéramos a tomar en serio su propensión a la misericordia! Para nuestra justicia, los delitos de estas cuatro mujeres están todavía sin juzgar. Aténgase a nuestra ley el defensor, y continúe, aunque también puede retirarse en señal de protesta, si lo desea. En cualquier caso, su resolución se hará constar en el sumario.» El Canónigo Balseyro se encogió de hombros y dejó caer los brazos. «¡Bien! Si ustedes lo prefieren, adelante.» Se encaminó pausado a donde estaba la Viuda, recogió de sus manos la frasca, la descubrió y la depositó en la mesa del Tribunal ante las mismas narices del Presidente. «¡He ahí el cuerpo del delito, el instrumento de importación! ¿Quieren examinarlo Vuesas Señorías?» «¿Para qué?», preguntó don Asterisco. «Para que comprueben de visu su verdadera naturaleza.» «A nosotros no nos importa la naturaleza de las cosas, sino sus relaciones, y es evidente que las de esa mujer con ese objeto no solo son pecaminosas, sino contra natura.» «Insisto en que sea examinado y definido. Solo eso bastará para desbaratar la mitad justa de la acusación. De la otra mitad, ya hablaremos.» Don Acisclo acercó la frasca a los anteojos. «Lo identifico.» Y con un delicado movimiento de manos en que hallaba sostén y justificación el breve mohín de asco de sus narices, lo apartó de sí. Don Jacobo cubrió la frasca con el tapiz, pero no la retiró de la mesa. Después, regresó a su manteo como si subiera a un podio. «La dichosa circunstancia de que el dignísimo Tribunal esté compuesto de profundos metafísicos, amén de artistas eminentes, me autoriza al manejo de algunos tecnicismos que en otro caso me libraría bien de usar. Si tuviéramos que definir, en la infinita gama de los seres, el que esa frasca contiene, de tres categorías tendría que valerme: las de objeto, miembro e instrumento. Objeto, porque es independiente de nosotros y de nuestras conciencias, tanto en su ser como en su existir, tanto en su origen como en su realidad presente, tanto en actividad como en reposo: condición esta, la objetividad, sin la que no sería predicable la segunda categoría, ya que nada puede ser miembro si no es antes objeto. ¿Y qué es un miembro? Algo que pertenece a un objeto superior y más complejo, en cuya estructura encuentra y realiza su sentido y su función, y separado del cual los pierde. ¿Llamaremos cuerpo al objeto superior al que el miembro pertenece? Es indudable que, al menos en este caso, la denominación conviene y no es necesario precisarla con más notas o cualidades. Este objeto fue miembro de un cuerpo, y suplico a Vuesas Señorías que adviertan el uso que hago de un verbo sustantivo en pretérito. Fue y ya no lo es. Pero esto es un mero incidente en el desarrollo lógico de mi pensamiento. Lo que inmediatamente solicita nuestra atención es la tercera de las categorías enunciadas, la de instrumentalidad. No todos los miembros de un cuerpo son necesariamente instrumentos, pero sí los de esta naturaleza, puesto que sirven a fines primarios y secundarios del objeto superior, del cuerpo mencionado. Es indudable que este, al perder su condición de miembro, ha perdido también toda capacidad instrumental, y si alguno de los jueces lo dudare, no tiene más que echar una mirada, todo lo púdica que quieran, a lo que flota dulcemente en el líquido alcohólico de que está llena la frasca. ¿Cuento con la conformidad de mi auditorio?» Su mano —se entiende su prolongación ideal— y su mirada recorrieron con pausa los rostros interesados de los jueces. Don Acisclo resumió el asentimiento mudo de sus colegas: «Enteramente de acuerdo». Don Jacobo Balseyro, pisándole las sílabas, se curvó como si fuera a saltar, y confió a la dialéctica de sus manos lo que pudiera faltar de seca rotundidad a sus palabras. «¿Cómo entonces, caballeros, se acusa a mi defendida de haber usado instrumentalmente ese miembro que ha dejado de serlo? El simple examen del objeto en su estado actual, ¿no constituye la prueba fehaciente de que aquí hay un error?» Hizo una pausa y pegó el salto de pantera esperado de su actitud felina. Descubrió la frasca y la mostró a los jueces. «Ya sé que la reconocida castidad de Vuesas Señorías les ha vedado el conocimiento empírico de la materia, pero en modo alguno el teórico, cuyos ineludibles términos me veo en la necesidad de recordarles: la blandura presente del objeto le priva de toda utilidad, pero el grado de dureza requerido solo unido a su cuerpo podría recobrarlo. Mas ¡ah! ¿Dónde está el cuerpo del que, por obra de cuchillo inglés, ha sido artificialmente separado? Ni siquiera en una huesa donde pudiéramos recuperar sus cenizas, sino en el fondo del océano, y no entero y formando un todo, si bien gravemente mutilado, sino repartido en los estómagos de los peces que se lo han comido, y en el de los peces que se han comido a estos primeros, y acaso, acaso, en el de alguno de nosotros. Los elementos bioquímicos que en su día constituyeron el cuerpo del capitán Barallobre, ¿quién podía reintegrarlos a la unidad perdida? Solo Dios con su Palabra, pero la fe nos dice que Dios se abstendrá de hacerlo hasta que llegue La Hora.» El Canónigo Balseyro hablaba como tocan los órganos: con todos los registros abiertos desde la aguda flauta al grave contrabajo, y el aire de sus fuelles salía poderoso o susurrante, voz de gigante y último suspiro. Ancho era el ritmo de sus palabras, e invitaba al vaivén a las cabezas de los jueces, tan sensibles, ¡los cinco!, a los valores musicales. Pero aquella orquestación se interrumpió bruscamente con quietud del orador y brazos lanzados a la altura: «Y, sin embargo, señores, es cierto, históricamente, que mi defendida sostuvo relaciones con el objeto de nuestro estudio, ¡esas precisamente que constituyen la base material de la acusación!» Quieto, envarado, se aquietaron también las cabezas de los jueces, como si el más leve movimiento impidiese entender en su cabal asombro aquella revelación inesperada. Excepto don Acisclo. La mente de don Acisclo no se dejaba arrebatar por los cimbeles ofrecidos a la sensibilidad. Si es cierto que su sangre bailaba al ritmo que proponía el orador, también lo es que su mente permanecía alerta, como el mohicano que observa al rostro pálido desde la cresta nítida y austera de la montaña y desdeña la viciosa floresta que se extiende a sus pies. Tampoco su sentido de la estrategia dialéctica se había adormecido: por eso respondió, con gesto resolutivo y final: «Entonces, no hay más que hablar.» Y se volvió a sus colegas: «Estimo que el caso queda listo para sentencia». Pero el órgano disparaba ahora el aire por las trompetas. «¿Cómo que no hay más que hablar? Considero, señores, que es ahora cuando hay que hacerlo, porque el hecho indiscutible de que ese miembro haya servido de instrumento, y no una vez, sino todas las noches calientes de una juventud solitaria, de tal manera evidente nos introduce en el ámbito de lo extraordinario, que dictaminar que el caso está resuelto constituye una prueba de miopía metafísica de la que no me gustaría acusar a los señores jueces.» Se inclinó, recogió el manteo y lo colgó en los hombros. «Voy a hacer una prueba.» Adelantó unos pasos hacia la mesa, cogió la frasca, se inclinó sobre ella, dijo algo que nadie oyó, levantó la frasca por encima de su tonsura. «¡Miren, si quieren mirar!» Ante los ojos perplejos del Tribunal, el miembro separado de su cuerpo de origen recuperaba lentamente, también visiblemente, sus cualidades instrumentales, y los jueces asistían fascinados a la operación. Hasta que don Acisclo gritó: «¡Hechicería!», y don Jerónimo le respondió, tranquilamente: «¡Hechicería, no! ¡Sabiduría!» «¡Sabiduría de Lucifer!», le adujo el Presidente. «¿Cómo lo sabe?» Don Acisclo quedó callado. «¿Lo sabe usted, don Amerio? ¿Y usted, don Apapucio (Pafnucio)? ¿Lo saben don Asclepiadeo o don Asterisco? Entonces, si no lo saben, ¿por qué lo afirman?» Los jueces permanecían en silencio: la semioscuridad en que se hallaban sus asientos impedía ver si se habían movido o no. Don Jacobo regresó tranquilamente al centro de la escena. «Pues yo voy a explicarlo, sorprendido, sin embargo, de que ninguno de ustedes haya acertado con la respuesta. ¿O es que ya han olvidado la virtud de la Palabra? Porque toda palabra con virtud, aunque la use el diablo, pertenece a la Palabra, y de ella se ha desprendido, a veces caída, cuando no robada. Como yo no dispongo todavía de los medios científicos oportunos, a causa del retraso de la técnica, me valgo de unas palabras que no tengo por qué comunicar a Vuesas Señorías, ya que entonces sabrían tanto como yo. No las he inventado. Esas, con otras, figuran en la tradición masorética y constituyen parte del legado del Señor. Si no permitió que se perdieran, Él sabrá las razones. Con lo cual la mente teológica de Vuesas Mercedes quedaría satisfecha, mas no la mía, que es una mentalidad científica. Me veo obligado, por tanto, a continuar la explicación. Y, como toda explicación, comienza por una pregunta: ¿Por qué mis palabras, o esas palabras que uso como mías, pueden obrar maravillas? O, dicho de otra manera más general, ¿por qué la Palabra obra milagros, por qué devuelve la vida o trae la muerte, por qué transporta montañas y todo lo demás? Pues os lo diré sencillamente: porque la Palabra es la clave de la Ley, es la Ley misma. La crea y la supone. Y la Ley dice: todas las moléculas que constituyen un cuerpo se atraen amorosamente, y solo en la unidad del cuerpo encuentran su perfección y su sosiego (al sosiego, los sabios le llamamos equilibrio). Es cierto que la muerte las dispersa, pero ¿qué es la muerte a la luz de la sabiduría? La desintegración de la unidad, la ruptura del amor con que las moléculas se unen. Podemos, pues, suponer sin riesgo de equivocación que, con la muerte, las moléculas del capitán Barallobre se fueron dispersando, pero no por eso perdieron el amor que se tenían, porque, sin esa tendencia a unirse unas con otras, ¿cómo podrían obedecer la orden del trompetazo final y marchar apresuradas al Valle de Josafat? Si yo conociera la integridad de la Palabra, hubiera podido reconstruirlas y entregar a esa dama el cuerpo resucitado de su marido. Pero la integridad de la Palabra es un misterio, y lo que de ella conocemos, segmentos más o menos significantes, únicamente opera resurrecciones restringidas, como esa de que Vuesas Mercedes han sido testigos de excepción. Las que yo he pronunciado alcanzan a todas las moléculas del cuerpo muerto, las ponen en movimiento interno, o, dicho de otra manera, despiertan el amor dormido, pero no las trasladan, sino solo su energía, que converge en el miembro sobre el que se pronuncian y le devuelven el vigor y la aptitud para la función a que fue destinado. Fuera un brazo, y lo veríais moverse, levantarse, empuñar una espada o acariciar un seno especialmente amado. (Aquí los cinco magistrados torcieron un poco el morro.) Fuera una cabeza, y pensaría. Fuera una lengua, y mentiría. Pero el vigor se desvanece: por eso hay que repetirlas cada vez que el miembro quiere ser utilizado. Por eso, doña Lilaila Armesto, Viuda de Barallobre, las pronunciaba con unción veintisiete noches de cada treinta, con los efectos inmediatos que confundieron a la criada delatadora y la hicieron creer que su ama entretenía sus nostalgias con un producto de la industria extranjera de uso especialmente vedado por las leyes morales, y perseguido, como yo, por el Santo Tribunal de la Inquisición, que Vuesas Mercedes, al parecer, representan.» Me di cuenta de que, cuando Balseyro hubiese terminado, le tocaría el turno al Almirante, quien, como es obvio, apoyaría su defensa en el hecho indiscutible de que Lilaila Barallobre no había sido su amante, ni les había pasado por las mentes el adulterio a ninguno de los dos: con lo cual la importante leyenda que le atribuye la paternidad de Cristal, columna de la mitología de Castroforte, se disolvería en la nada, y habría razones para retirar de su pedestal la estatua, tan hermosa, tan decorativa y que tanto fastidiaba a los godos. Personalmente, no me hacía gracia. Las cosas tenían que quedar como estaban, y si Jesualdo Bendaña conseguía descubrirlo y demostrarlo, allá él y allá ellos. No lo pensé más. El tren lleno de putas negras apareció por segunda vez en escena: más veloz que la primera y con viajeras despiertas y asomadas a las ventanillas. Corría con energía y trayectoria de buscapié, la locomotora echaba chispas por todos sus agujeros, las muchachas cantaban hermosos espirituales, y el maquinista, agarrado a una cuerda, hacía sonar el silbato estridente del convoy: «Pí, pí, piiiiiií». Lo atropellaba todo, y no quedó en el escenario títere con cabeza, ni poste de patíbulo, ni haces de leña, ni decoraciones, ni nada más que la mesa y el Tribunal, aunque alarmado: se habían alborotado los jueces, protestaban en latín y en romance, manoteaban, se dirigían a alguien, pero el traqueteo, los cánticos, los pitidos y el barullo del público me impedían entenderlos cabalmente, salvo a don Acisclo, que con su voz de gran aliento y elevado tono, se sobreponía al estruendo y reclamaba la eliminación rápida de la interferencia. Cuando, por fin, el tren fue desalojado de escena mediante el uso de mecanismos electrónicos de elevado voltaje, las acusadas habían desaparecido hacia las alturas, don Jacobo Balseyro hacía un mutis despectivo, y la cantidad de hojas secas, cartas de amor, fragmentos de cerámica popular, ramas de árbol, carbones humeantes, mangos de cuchillos de cocina, asientos de sillas desfondados y otros objetos variados que quedaban en escena, dejaban en el contemplador la penosa impresión de que aquello había sido un Campo de Agramante. Por si esto fuera poco, ráfagas de viento otoñal rizaban, con reiteración cósmica, la pañería amenazadora de la mesa, hacían rodar cacerolas, escobas, taburetes, y no digamos corazones sangrantes, orinales y otros muchos utensilios de superficie aproximadamente curva, y contra aquella clase de interferencias no valían los recursos técnicos a mano. De modo que, poco a poco, el público se fue marchando, y casi ya no quedaba nadie, y los jueces se ponían en pie y empezaban a despedirse, cuando alguien gritó desde fuera: «¡Esperen!», y aquella voz me dejó turulato. Por la Rúa Sacra arriba corría el Espiritista: traía a Julia de la mano, no de su grado, a juzgar por la resistencia. «¡Esperen, señores jueces! ¡Un momento nada más!» Julia venía con las ropas desgarradas, el cabello suelto, y, en las mejillas, en los hombros, en los brazos, señales de golpes recientes. Su padre no la soltó hasta llegar al escenario. Pero ya entonces don Acisclo los contemplaba con sonrisa sibilina. «¿De modo que eres tú, buena pieza?», dijo a Julia; y ella, volviéndole la espalda, le respondió: «¡Mierda!». El Espiritista quiso soltarle otro lapo, pero ella lo esquivó. «¡Ahí la tienen, señores jueces! ¡Mi hija Julia! La hago comparecer ante este respetable tribunal en uso de los derechos que me confiere la patria potestad, sin extinguir a causa de que esta joven, aunque mayor de edad, vive en mi casa y a mis expensas. Pues bien: a esta desvergonzada acabo de encontrarla en la cama de un huésped. Porque, señores, yo vivo honradamente del oficio de fondista, La Flor de Noya, ahí abajo, en la Travesía del Cazador Florido, esquina a Rúa Sacra, para lo que gusten mandar. Acabo de encontrarla en la cama de un huésped, el más pobre, el más sucio, el más feo de cuantos han pasado por mi casa. El que me debe dinero, el que tengo recogido por caridad, como quien dice, que así me paga los favores que me debe, deshonrando a mi hija, luz de mis ojos, esperanza de mi paternidad. Y yo me digo: ¿puede todavía un padre salir por los fueros de su autoridad y de su honor? Si es así, Señorías, lo pongo en manos tan honradas como son las de este tribunal. Soy un hombre modesto. Vivo de mi trabajo. No puedo sufragar los gastos que me causaría recluir a esta desgraciada en un correccional. Les suplico que examinen el caso con justicia y dictaminen su encierro donde convenga. El señor Presidente ha actuado ya en casos semejantes, y en su pericia confío. Mientras lo hacen, quedaré llorando, aquí aparte.» Y se separó a un lado, y quedó Julia sola, con la cabeza baja y los brazos cruzados encima del pecho. Don Acisclo hablaba en voz baja con sus colegas. Probablemente les explicaba los antecedentes. Ellos asentían. Después, se dirigió a ella con voz benévola, dulcísima. «Ya nos conocemos, ¿verdad?» Ella le miró y no dijo nada. «No puedo afirmar en puridad que seamos amigos, pero sí conocidos.» Julia volvió la espalda. «Nos conocemos tanto, que no te atreves a mirarme de frente. Pero también estoy informado de tus pecados, esos de que tu padre te acusa, y otros que desconoce.» Julia escondió la cara tras los cabellos. «Pero por ellos no vamos a juzgarte, porque este tribunal entiende solamente en los casos como se le presentan. Sin embargo, debo decirte que tus antecedentes no te favorecen.» Se podían escuchar los sollozos de Julia, reprimidos, casi ahogados. «No tienes buena reputación.» Julia dio una carrera hacia cualquier salida, pero su padre se le interpuso. «¡Quieta, zorra, que está aquí tu padre todavía!» A empujones la devolvió a los medios. Y volvió a retirarse después de saludar, de sonreír al tribunal. Se veía que los jueces la estaban gozando: el modo con que don Apapucio (Pafnucio) se frotaba las manos era de evidente regodeo. Don Acisclo, sin embargo, les impuso comedimiento, con su ejemplo y con una señal de su mano hecha a ordenar, dirigir y mandar. «Las leyes te conceden derecho a un letrado defensor. ¿Dónde está?» Julia miró en torno. «Acaso —continuó don Acisclo— ese señor Frégoli que ha intentado defender a las otras, quiera encargarse de ti…» Miraron todos hacia el lateral derecho, esperaron, pero Jacinto Barallobre no aparecía bajo ninguna de sus formas conocidas. «Será, quizás, que te consideran indigna de defensa. No es la primera vez que acontece. Por muy anchas tragaderas que tengan los abogados, hay casos en que la elemental decencia impide cualquier acción que no sea la mera súplica. Pero no veo a nadie que pida clemencia en tu nombre. Menos que nadie, tu padre, el primer interesado en tu condenación. En vista de eso…» Se levantó con solemnidad de sentenciador inapelable. Los otros cuatro le imitaron. Julia, con el espanto en los ojos, les miraba. «Reunido el tribunal en la ciudad de Castroforte, a tantos de tantos de mil novecientos tantos, y visto el caso de la acusada, entendemos que debemos condenar y condenamos…» Un grito, allá abajo, le interrumpió. Los cinco jueces buscaron en las sombras de la Rúa Sacra el sujeto de aquel predicado, todavía anónimo. Julia corrió al borde de la escena con la esperanza en el rostro. «¡No se apuren, no se precipiten! ¡Aquí está el defensor!» Una figura pequeña, desangelada, corría calle arriba, una figura envuelta en ropas que le venían largas, porque cada tantos pasos tropezaba y caía, enredada en las faldas de una toga que le vendría más cabal al difunto. «¡Don Joseíño!», grito Julia. Y el Espiritista salió de su escondite y de su mutismo. «¡Esto no vale! ¡Mi hija no puede ser defendida por su cómplice!» Bastida, encima de la toga, se había encasquetado la muceta azul de Filosofía y Letras, y, en la cabeza, el birrete de Licenciado. Desde el final de la calle gritó: «¿Cómo que no vale? ¿Quiénes, sino sus cómplices, han defendido a las acusadas anteriores?» Y don Acisclo, con gesto de vinagre, se dirigió al Espiritista. «¡Tiene razón!» Bastida había subido las escaleras, se recogía el sobrante de la toga, que le arrastraba por detrás como cola de monja de gran lujo. Julia se le había abrazado, y él, sin soltarla, se acercaba pausadamente al Tribunal. «¡Don Joseíño, no se meta, que pueden perjudicarle! ¡Don Joseíño, déjeme con mi suerte, que ya la tengo perdida!» Y él respondió: «¡Yo soy tu suerte!» «¡Ay, no me diga eso, don Joseíño, que lo que usted se merece es otra clase de mujer! ¡Mire que tienen mucho que echarme en cara!» «¡Anda, calla y espera!» Estuvieron unos momentos en silencio, mirándose. Por fin, soltó a Julia y pronunció claramente: «Con la venia». Los jueces se sentaron. El Espiritista gritó: «¡Aquí hay tongo!», y marchó calle abajo hablando solo, y, al final, se volvió y repitió: «¡Aquí hay tongo!». El viento había interrumpido sus ráfagas. El silencio, dispuesto a colaborar, sosegó los rumores. Y, fuera absolutamente de programa, el lejano, invisible coro de los que padecen persecución por la justicia, un coro inmenso de voces levantadas, que comprendía a todos los truhanes, a todos los hijos echados de casa por sus padres, a todas las solteronas insoportables, a todos los indecisos, a todos los viejos hemipléjicos, a todos los niños repipi, a todos los críticos literarios, a todos los limpiabotas, a todos los líderes frustrados, a todos los revolucionarios que no han conseguido hacer su revolución, a todos los que lo han conseguido, en una palabra, a los cojos, ciegos, mancos, tuertos y jorobados, encorajinó a Bastida: «¡Ánimo, Pepe! ¡Ánimo, que son tuyos!». El Tribunal no contaba con aquella intervención masiva, que valía por un plebiscito. Don Acisclo, vuelto al vacío, gritó: «¡Guarden sala!». Y Bastida, en un alarde de cortesía, se sumó a la petición. Los focos de los electricistas cayeron sobre él: como estaban emplazados a la altura del primer escalón, la sombra de Bastida, gigantesca, cubría y rebasaba la fachada de la iglesia. Y, cuando alzó el brazo, fue como si una inmensa grúa se moviese en el cielo. ¡Lástima que las puñetas estuvieran un poco deslucidas! Con la urgencia, no había podido adecentarlas. El brazo, pues, se levantó. La mano se cerró, crispada sobre sí misma. Y una voz, que era la voz de todos los disconformes, salió de aquella sombra: «Louske cantem cartubere, Akisclina, caskienbia cospra?» La serie de explosivas velares golpeó los oídos de los jueces como una ametralladora que a cada disparo cambiase de vocal; paralizaron los gestos y los cuerpos. El rostro esperanzado de Julia se veló de estupor, y le salieron las lágrimas. Y por encima de la embocadura, aparecían, disimulándose, las caras aburridas de los ángeles en paro tecnológico. Bastida había hecho una pequeña pausa, había espiado el efecto. Sin retirar la mano acusadora, de sus dedos brotaron tupidas matas de madreselva por las que se deslizaban sus cláusulas interrogantes: Duamtiu tediam irde duus tos gerdudet? Tuem at titem dete esgretata laspatit laugatiae? Don Asclepiadeo se había puesto, descaradamente, en pie. Don Asterisco ayudaba el oído torpe con la mano. Don Apapucio vacilaba entre sentarse y levantarse, pero miraba interrogativamente a Don Amerio, que le respondía interrogándole a su vez. Solo don Acisclo se mantenía en silencio reposado, sin que nada revelase sorpresa, miedo o desconfianza, sino más bien satisfacción: como si la batalla, ha siglos esperada, se hubiera planteado exclusivamente entre Bastida y él; como si los demás fueran solo aliados ocasionales y en reserva. Bastida juntó los pies y dobló el brazo. Su mano se desprendió, de un golpe rápido, de aquella vegetación y se mostró desnuda. Bilme ke voldustum klaepsitrum kalkatii, bil durmis bisdimiae, bil dikor totudi, bil dondurbus todokum dontium, bil dim dunibisfidus badenti fertatus dopus, bil odum oda murduskue doderum? ¿De dónde había sacado Bastida aquella voz rugosa, de qué cantera montaraz las piedras ásperas que arrojaba? ¿Y aquellas vibraciones como acompañamiento que hacían sonoras las consonantes sordas, que hacían temblar las vocales como saetas disparadas, que hacían de cada sílaba una bala perforante? El propio don Acisclo las oía silbar, escuchaba su paso haciéndole la silueta, contemplaba su brillo rápido como si fueran cuchillos que le clavasen al respaldo del sillón. Alzó una mano y la dejó caer, detenida en su camino por la interrogación siguiente, que pisaba los talones a las otras: Badere búa dontilia con denbis? Volvió a levantar la mano, aunque ahora la contraria, pero Bastida la derribó con otra piedra, otra saeta, otro cuchillo: Doksbriscam tam dodum dontium eslientian bederi yonkutarionem duam con dibes? Y los ángeles de las barandillas, calientes y metidos en la faena, comenzaban a jalearle. Bastida les envió mirada y saludo, pero un movimiento de su barbilla pareció, además, brindarles la verónica inmediata: Duid krótila, duit pubertiobe pokte ertesis, al tiempo que, en la mesa presidencial, se iniciaba la curiosa operación del achicamiento regresivo de los cuatro canónigos, quienes, al próximo pase, quedaban ya sobre el tapete reducidos a su tamaño inicial de muñecos de bolsillo: duit luebis, duos vonbotaleris a lo que don Acisclo, repentinamente en pie, repentinamente airado, respondió: «¡Esto es intolerable!», y se metió en las mangas los muñecos. Bastida continuaba: duit tosbidii toesderis, momento en el cual, don Acisclo abandonó su anterior eminente posición, descendió las escalerillas que le reintegraban a la altura moral de los demás mortales, se echó el manteo al hombro y cargado de razón encaminó su figura hacia la Rúa Sacra. «¡Ya nos veremos las caras!», dijo al pasar; y añadió como para sí: «Está visto que esta temporada me es imposible controlar los sueños», en el momento en que Bastida remataba el período con una media lagartijera: duem cosprum ligtordare altibrates? De las localidades altas llegaban ruidosas aprobaciones de elevada graduación calórica. Bastida dejó caer la sombra. Don Acisclo, pasadas ya las gradas pétreas, descendía calle abajo. Las últimas pedradas le persiguieron hasta que se perdió en la niebla: O PESCORAAAA! O LOOOOOORES! FERTATUS DOC FINKEDIBIT! LOSCUL LIDET! DIC LATEM KIKIIIIIIIIIIIT! KIKIIIIIII? Julia había corrido a su lado. Le sujetaba, se abrazaba a su cuello. «¡Déjelo ya, don Joseíño! ¡Ya va bien castigado!» Y yo, al sentir sus brazos otra vez, la apreté contra mí, le acaricié la cara y le di un beso grande. «¡Ay!, don Joseíño, ¿va a volver a empezar?» «¿Por qué no?» «¡Porque ya está bien, para la primera vez!» «Si tú lo quieres… ¡ahora y cuando quieras, esta noche y todas!» «¡Ay, don Joseíño, no me diga eso, que no me lo merezco!» Pero, en la voz, se le notaba la alegría: Lis macotas zurlentes maxiolastas. Li vostigó des litras, des ferlaias, des lástigas. Trasdita, frastida, lisla gosla fosgida, gesviloszala gruma luma gilestes. Sin suspirar, sin gemir, silenciosa: Mialte dasgita, lebé zoste gertila, álmen. Osfridelaios gestereduqua fordilusquentes. Quietecita, no se le oía el rumor del pecho. Lo foscabildó valigolaco, aslita, bosfita, bastilogaios ustedispende, gostango voliflasnía géstela, vorlaios desfente cislogiltrante. Buscó, luego, mi mano y la besó. Yo la retiré en seguida. «¡Don Joseíño, quiero decirle una cosa!» «¡Dímela!» «Don Joseíño, quiero que sepa que lo paso muy bien con usted. Don Joseíño, quiero que sepa que lo paso mejor que con Manolo, porque él iba a lo suyo, y a una la dejaba muchas veces con la miel en los labios, pero usted se ve que sabe lo que hace, se ve que sabe esperar hasta cuando hace falta, un padre no lo haría mejor por su hija.» Entonces, fue mi mano la que buscó la suya y la apretó. «Y, ahora, me voy, don Joseíño. Y quiero decirle otra cosa, que no es tan feo como se piensa.» Pasó por encima de mi cuerpo y saltó al suelo. «Espere, que no me marcho aún.» Pero salió de la habitación, aunque regresó en seguida. «Tome, don Joseíño.» Me ofrecía algo, que busqué en las tinieblas. «¿Qué es, Julia?» «Algo para usted, no me lo desprecie. Una chuleta de ternera fina, lo mejor que pude encontrar, pero con mi dinero, puede creérmelo, no robé nada a mi padre.» «No debes volver a hacerlo, Julia.» «Don Joseíño, que estas cosas desgastan mucho, si lo sabré yo, y usted aún está delgadito. Ande, encienda la luz cuando me vaya, y cómala tranquilamente.» Comprobó que el plato quedaba en mis manos y ya no volví a escucharla, sino un roce de pasos que se alejaban por el ámbito inconmensurable de la escalera. Me sentía avergonzado, y, por fortuna para mi posterior equilibrio moral, recordé que la había invitado a volver otras noches antes del regalo de la chuleta. Encendí y empecé a comer. La verdad es que sentía apetito, y que la vista de la carne rojiza y tierna, rodeada de patatas fritas, con su bollito de pan y su vaso de vino, me dio calor al estómago, ligeramente frío, y vigor a mi cuerpo, cansado del viaje y de tantas emociones. Cuando miré la hora, pasaban de las doce. «¡Hoy empiezan los Idus de Marzo!», recordé, y el vano enorme y silencioso del mundo se llenó de Destino: inmensa atmósfera que me envolvía y acaso me aprisionaba. Inminente o de dilatado cumplimiento, no lo sabía: para ser más exacto, el día que había comenzado, catorce de marzo, correspondía al Pridie idus. El Destino disponía de unas horas más para actuar, pero, si la conjunción de astros lo cifraba o lo regía, los acontecimientos acaecerían el día quince. ¡Pues no deja de tener gracia, eso de que porque a los planetas se les ocurra ponerse en fila, vaya a cambiar la suerte de algunos hombres! Posiblemente también dependa de que se crea o no, y que al que no crea que le dé una salida. La escritura del Destino, al igual que su voz, son borrosas y ambiguas. En el fondo, todo depende de cómo se interprete. En todo caso, Bastida fue buscando por todos y cada uno de los miembros de La Tabla Redonda y abrazado con emoción. Lanzarote del Lago llegó a convidarlo a comer, y estuvo muy locuaz durante el almuerzo, aunque sin referirse para nada a lo que se temía. Solo al final preguntó: «¿Sabe usted que mañana se casan Jesualdo y Lilaila?». Y, antes de que Bastida le respondiese, cambió de conversación. «Cuando estemos tranquilos, me gustaría tratar con usted de una colaboración fija en mi periódico. He convencido al Consejo de Administración de que sus artículos aumentarían la venta.» Nada de lo cual, sin embargo, adquirió verdadera importancia si se le compara con la conversación mantenida por Bastida con Jacinto Barallobre. Al final, después de un silencio meditativo, Barallobre le interrogó: «¿Y cree usted verosímil todo eso que me ha contado?» «Verosímil, no, por supuesto, pero sí real.» «¿Acaso para usted lo real no es verosímil?» Bastida se levantó y dio un paseo de maniquí profesional: «¿Me encuentra verosímil?». «¡Hombre, si se considera objetivamente, no, desde luego!» «Sin embargo, soy real.» «Le haré, entonces, la pregunta de otra manera: ¿a qué orden de realidades pertenece lo que acaba de contarme?» «A eso, ya ve, me es difícil responder.» «Quizás porque nunca se haya preocupado de clasificar las realidades, o porque se haya contentado con la clasificación que se deduce de la Gramática. Pero yo puedo ayudarle. No admito, por ejemplo, que su historia pertenezca a la realidad de los sueños.» «¿Por qué? La verdad es que pude haberme dormido.» «Admito que lo haya estado en medida incluso desacostumbrada. La intensidad del sueño no altera la cuestión. ¿Ha leído alguna vez a Freud?» «Le confieso que poco. Así como por encima.» «Si lo hubiera leído, sabría que no se ha dado jamás el caso de que un sistema de sueños ofrezca una coherencia prolongada durante tanto tiempo como la que el suyo nos ofrece. Además, la coherencia de los sueños jamás acontece a nivel textual, diríamos, sino a niveles profundos de los que el texto es símbolo. Esto nos permite interpretar del mismo modo sueños de contenido textual dispar. Pero el de usted, que es un sueño largo, es coherente a nivel textual, aunque la apariencia sea de verdadero revoltijo. Al mismo tiempo, su sintaxis es más regular, es gramaticalmente correcta, cosa que raras veces acontece en los sueños. Personalmente, me niego a admitirlo como tal.» «Yo no le he dicho que lo haga.» «Pero me lo ha contado a sabiendas de que le escucharía con conciencia crítica. No se equivocó, salvo en una cosa: usted esperaba de mí una reacción activa inmediata; esperaba, por ejemplo, que fuese ahora mismo en busca de Jesualdo y que lo matase.» «¡Dios me libre de semejante pensamiento! Le aseguro que no, don Jacinto. Lo que esperé fue que me escuchase como a quien cuenta una novela.» «Que usted, por supuesto, no escribió.» «Ni pienso hacerlo.» «Escribir es uno de los muchos modos posibles de realizar una narración. Otro es la mera enunciación verbal. Bien. ¿Quiere, pues, que le juzgue como novelista?» «A condición de que considere mi cuento como novela autobiográfica.» «De eso, ya hablaremos. Vamos, antes, con la novela. Que es de usted, no cabe duda, a juzgar por el modo embarullado que tiene de contar las cosas, ese modo desordenado, fragmentario, que más obedece a un capricho o a una asociación momentánea que a un plan preconcebido y artístico. No es que yo no admita modos de contar distintos del cronológico y lineal. Pero el de usted, no siendo esto, tampoco es lo otro, sino que se queda a mitad del camino, con un falso aire de espontaneidad, pero demasiado ligado a su carácter para que sea realmente artístico.» «La verdad, y perdone si le interrumpo, es que no presumo de novelista. Usted se empeña en dar importancia a la forma, y yo a la materia.» «A la que también le llegará su hora, pero cuya falta de autenticidad se revela también en la forma. Véalo, si no. Atengámonos, ante todo, a las historias principales, aquellas sobre las que usted se ha documentado mejor. Tres de ellas coinciden en narrar acontecimientos secundarios que precedieron a un hecho principal que usted escamotea siempre. Gasta más tiempo en contar las aventuras juveniles del Obispo Bermúdez que en aclarar el nudo de su historia peregrina, y lo pierde en esa digresión secundaria de Abelardo y Heloisa, que cree haber enriquecido y hecho divertida mediante la introducción de factores modernos. Le reconozco, en cambio, gracia al hallazgo relativo al Canónigo Balseyro, esos amores póstumos de mi tatarabuela Lilaila Armesto con mi tatarabuelo el Capitán Barallobre, y no deja tampoco de tenerla esa leyenda de la sustitución del cuerpo viejo por el nuevo, aunque ahí se advierta con toda precisión su manía de introducir, venga o no venga a cuento, elementos metafóricos. La historia de Coralina, completamente accesoria, pudo inventarla sobre los datos que todos conocemos. ¿Qué más nos da, si no añade nada a lo sabido? En cuanto al episodio del poema, que es ingenioso, obedece a su necesidad moral, incontenible ya a esa altura del relato, de intervenir en él como tal José Bastida, de darse importancia en un proceso que se pasaba muy bien sin usted. En todo caso, son las tres historias más logradas. Pero ¡amigo mío!, la del Almirante es de una pobreza entristecedora. Por fortuna, conozco alguna de sus fuentes. ¿Recuerda haber leído un novelón titulado Los invasores, que escribió un masón ferrolano llamado, como el famoso jesuita, don Francisco Suárez?» Bastida escondió la cabeza en las sombras. «Dígame, ¿recuerda haberlo leído?» «No lo recuerdo, pero ¡ha leído uno tantas cosas!» «Recuérdelo o no, en esa novela se cuenta el modo cómo su protagonista escapa a la vigilancia de dos barcos ingleses usando el mismo ardid del farol colocado en la punta del palo de un vulgar bote de vela. Añada usted la circunstancia, que no utilizó, pero que revela los caminos asociativos, de que el protagonista muere en Puentesampayo.» «No lo sabía.» «El esquematismo, la brevedad de ese relato se deben a la imposibilidad en que usted se encontró de averiguar las circunstancias de Lilaila Barallobre, por la sencilla razón de que las fuentes se encuentran bien custodiadas en esta casa y fuera del alcance de los curiosos. Si usted las hubiera manejado, si se hubiera limitado a leer las cartas de mi tatarabuela, habría concedido a su figura una importancia narrativa de que ahora carece. Lilaila Barallobre fue mujer de imponente, de apasionante personalidad. La ignorancia, así como la falta de imaginación, no le ofrecían a usted más que una salida, hábil, lo reconozco: atribuirle amores con el Lieutenant de La Rochefoucauld, que no existió jamás, pero cuyo nombre inventé en presencia de usted un día en que me sentía de buen humor. Siendo Lilaila Barallobre amante del Lieutenant, el Almirante no podía contar, de estos amores, más que la mera existencia, pues debemos atribuirle la discreción necesaria, aunque no es imposible que un alma sucia como, por ejemplo, la de Parapouco Belalúa, puesto en el trance de usted, nos lo hubiera presentado mirando por el ojo de la cerradura y escuchando a través de las paredes. Le felicito por su delicadeza.» «Gracias.» «No, en cambio, por esa divertida hipótesis que me hace aparecer como víctima de una conspiración entre Bendaña y mi hermana Clotilde. ¿Cómo pudo habérsele ocurrido?» «No lo sé.» «Tampoco yo, pero lo conjeturo. La locuacidad de mi hermana le ha puesto en contacto con datos y con situaciones que, desligadas de la secuencia real de que formaban parte, pueden ser interpretadas de varias maneras. Su conjetura es una de esas interpretaciones posibles, pero me hace escaso favor al suponerme tan necesitado de bibliografía que no pudiera componérmelas yo solo sin necesidad del libro del señor Artigas. ¿No le he dicho nunca que la pérdida del primer puesto de las oposiciones fue deliberada, con el propósito de poner tierra por medio y dejar el campo libre a Bendaña? Yo me había cansado de Lilaila. Las relaciones familiares hacían muy difícil la ruptura. Marchar y dejar solo a mi rival facilitaba la solución.» Bastida le escuchaba pestañeando. A veces, asentía. «En cuanto a la segunda hipótesis, la del incesto…» Aquí Barallobre se levantó y avanzó hacia Bastida, «… sería ofensiva si usted fuese el responsable, si la hubiera usted inventado en todas sus piezas. Pero, lo mismo que la anterior, tiene a Clotilde como única responsable. ¿Qué cosas le habrá dicho, cómo se las habrá dicho, para que usted, puesto a inventar, no hallase otra explicación a nuestras relaciones?» La voz de Bastida, al responder, temblaba. «Mire, don Jacinto. Como comprenderá, eso bien hubiera podido callármelo, nada más fácil, uno sabe callar cuando conviene o cuando es oportuno. Pero, como no hay tal incesto, bueno, quiero decir, como la señorita Clotilde dijo una vez a Bendaña que no eran ustedes hermanos…» Barallobre se echó a reír. «¿Me lo contó, entonces, para tranquilizar mi conciencia?» «Algo así…» «Sin embargo, yo debería ofenderme.» «Lo comprendo, y le pido perdón.» «Yo debería, incluso, matarle a usted.» A Bastida le salió como un hilo la voz de la respuesta: «¡Le aseguro que no lo hice por mal! Puede creerme. Además, como la invención no fue deliberada…» «Aunque no lo haya sido. El hecho de habérsele ocurrido descubre que lo pensó alguna vez, o que, sin llegar a pensarlo, su inconsciente estaba convencido.» «Don Jacinto, que yo no mando en mi inconsciente.» «Ni yo en el mío, por supuesto. Si le matase, sería mi inconsciente el que lo hiciera.» «Es un consuelo.» «Pero no voy a matarle. Está claro que su alma, en aquellas zonas dominadas por su voluntad y su razón, es discreta y respetuosa, pero, fuera de ahí, es sucia como la de todo el mundo. Y, a esa suciedad, se mezclan muchas otras cosas. Por ejemplo, el hecho mismo de que usted haya inventado una historia que consiste en su identificación con unos personajes, reales o míticos, que todos fueron altos, ¿no lo interpreta inmediatamente como compensación de su corta estatura?» «Eso, señor, está más claro que el agua.» «¿Y que su insignificancia social es otro de los móviles que le conducen a esa identificación? No olvide que, de los seis Jota Be, cuatro protagonizan leyendas importantes, y, los otros dos, ocupamos posiciones eminentes en la sociedad en que usted vive.» Bastida inclinó la cabeza. «Estoy completamente avergonzado.» «¡No tiene por qué estarlo, porque en el inconsciente no se manda! Pero me interesa que comprenda las razones por las que, puesto a realizar un viaje por los que usted llama infinitos Jota Be, elige los que fueron reales, con la realidad de lo histórico o de lo legendario, y renuncia con ello a lo que pudo haber sido el despliegue magnífico de su imaginación. Le invito, en cambio, a que me suponga a mí protagonista de la aventura. Soy alto y ocupo la primera posición de la ciudad. No necesito compensaciones imaginarias. Puedo soltar mi fantasía o, acaso, mi curiosidad. ¿Quiénes supone usted que elegiría? Las combinaciones raras, inconcebibles, contradictorias: Jerónimo Bastida, Jacobo Bastida, John Bastida, Joaquín María Bastida… ¿Cómo resultará la mezcla de esos sujetos orgullosos, nobles, realmente superiores, con el factor desgraciado? ¿Alcanza a concebirlo?» «No. No soy capaz.» «Yo, tampoco, de momento; pero ¿quién sabe?» Volvió a reír. «La facultad traslaticia y viajera no la monopolizará usted, espero. A lo mejor, uno de estos días también yo me voy de viaje.» «Claro. Y luego cotejaremos los resultados.» «No me niego, pero a condición de que el cotejo sea meramente literario. A mí no se me ocurrirá la pretensión de que las etapas de mi viaje hayan sido reales.» «A mí, después de lo que usted dijo, después de esa crítica tan inteligente y tan certera, tampoco. Sin embargo…» «Sin embargo, ¿qué?» «… le invito a que visitemos la Cueva. Usted, provisto de pala, pico, y una barra de hierro que pueda servir de palanca.» «¿Qué pretende?» «Nada. Pero, a veces, uno adivina la verdad sin quererlo. Hágame ese favor. Después, quedaré chafado para toda la vida y hasta es posible que me suicide.» «¡No diga tonterías!» «Lo que usted quiera, pero vamos a la Cueva.» Jacinto se le acercó, se inclinó, lo cogió de las solapas y lo levantó en vilo. «¿Qué pretende?» «Darle la razón, don Jacinto. Nada más que eso. Hasta ahora, todo han sido palabras acertadas de su parte, disparates de la mía. Falta la comprobación práctica. Vayamos a la Cueva. Veamos qué hay detrás de cierta piedra. Si no hay nada…» «Si no hay nada, Bastida, no olvide que en mis manos habrá una barra de hierro, y que la Cueva es el mejor lugar del mundo para esconder un cadáver.» Bastida ensayó una sonrisa, aunque temblona. «No llegará la sangre al río, ya lo verá.» «Espéreme aquí.» «No, don Jacinto. Le esperaré en la capilla del Cuerpo Santo, como la otra vez.» «Como quiera.» «Lo digo porque, si no me mata allá dentro, podré adivinar algo de los resortes…» Jacinto le dio un empujón fuerte. «¡Váyase a paseo, hombre de Dios!» Y salió. Entonces, Bastida se acercó a un rincón de la biblioteca, agarró fuerte y tiró de un barrote labrado: todo un panel se desencajó y giró como una puerta. Quedaba al descubierto un lienzo de pared. La mano de Bastida vaciló, empujó luego en cierto lugar, y la pared, al abrirse, dejó un vacío oscuro. Antes de transponerlo, Bastida accionó un conmutador y se iluminó una escalerilla descendente, de peldaños gastados. Cerró, primero, el panel de libros; después el lienzo de pared. Bajó por las escaleras: iba encendiendo y apagando luces. Hasta llegar al pasadizo de la Cueva. Allí se detuvo y se santiguó. Al entrar en la Cueva, apagó la última luz. A tientas buscó el ara, se arrimó a ella, frente a la entrada. Pasaron unos minutos, sus ojos no se acostumbraban a la oscuridad absoluta, no distinguían espacios ni volúmenes. Esperó. Una claridad tenue trazó en las tinieblas el contorno de la entrada. La claridad aumentó, se oyeron pasos. Se iluminó la antesala. Después, la Cueva misma. Bastida abrió los ojos. Barallobre apareció. Pálido, al verle. «¿Cómo ha llegado hasta aquí?» Bastida espiaba las manos de Barallobre, armadas de pala, pico y barra de hierro. Cuando el pico le fue arrojado, pudo encogerse. El pico pasó rozándole la cabeza. Lo recogió, amparado en el ara. «No olvide —dijo entonces— que mis citas con Ifigenia eran aquí. Tía Celinda me enseñó el modo de entrar.» Barallobre dejó caer las armas. «Usted gana.» «Todavía no. Tenemos que buscar el verdadero Cuerpo Santo. Está aquí, en esa esquina, tapado por esa piedra. Lo recuerdo muy bien. Hay que meter la barra por esa rendija y hacer fuerza. Yo le ayudaré con el pico.» Barallobre se inclinó a recogerla barra: Bastida vigilaba sus movimientos. «Usted, por esa parte. Yo, por esta otra. No nos veremos, claro, pero conviene que empujemos al mismo tiempo.» Jacinto desapareció tras el ángulo saliente. «¿Está? ¡Una, dos, tres!» El cuerpecillo de Bastida, apoyado en sus enormes, en sus planos y deformes pies, se curvó. La piedra se movió un poco. «Recuerdo que fue encajada sin cemento. Vamos otra vez. ¡Hala!» La piedra se movió otro centímetro. «Empuje con más fuerza. Usted es un hombre alto, recuérdelo, y la longitud del brazo de la palanca es un factor decisivo. Dijo Aristóteles…» Barallobre gritó: «¡Cállese!», y empujó con furia de su lado hasta desencajar la piedra unas cuantas pulgadas. «¿Lo ve? No recuerdo la fórmula, pero sí que la longitud del brazo…» La piedra volvió a moverse, y, detrás de la esquina, Barallobre resollaba. «Un poco más, y estaremos al cabo de la calle.» Empujando sin esforzarse, apartó los pies del lugar donde la piedra caería. Barallobre accionaba la palanca con frenesí rítmico. «Espere. Ahora puedo ayudarle mejor.» Bastida introdujo el pico por el amplio boquete. «Ahora. ¡Una, dos, tres!» La piedra se tambaleó primero, cayó en seguida. Barallobre se limpiaba el sudor. «¿Y ahora?» «Meta las manos. Encontrará una caja de zinc, alargada. Ni pesa ni está encajada. Bastará un tironcito.» Barallobre metió una mano, golpeó, sonó a metálico. «¿Por qué no la saca ahora?» «Me da reparo. Usted ya la ha tocado una vez.» «Sí. Y usted ha querido matarme hace muy pocos minutos.» «Fue un pronto. Perdóneme. Ahora, no me atrevería.» Se arrodilló, hurgó en el hueco. Sus manos arrastraron la caja. Bastida le ayudó a colocarla en el suelo. «Destápela. Yo no me atrevo.» Bastida retiró la tapa. Santa Lilaila de Éfeso apenas conservaba una remota alusión a la forma corporal. Cenizas grises y algo así como troncos de leña calcinados. «¿Y eso?» Barallobre señalaba algo de forma cuadrangular, cuidadosamente envuelto. «El icono, ¿no recuerda? La historia del martirio de la muchacha y las figuras de sus santos preferidos: Basilio, Juan Crisóstomo, Gregorio Nacianceno. Ahí están. Yo lo mandé guardar aquí. Cuando los que examinaron el que está arriba dictaminaron su falsedad, tenían razón. Pero nada más que a medias.» Barallobre desenvolvió el cuadro, sopló el polvo, lo limpió con el forro de su chaqueta: iban apareciendo la pintura patinada, los oros de los nimbos y de los fondos, el cuerpo martirizado por los iconoclastas, la urna de cristal reluciente en la barca confiada a los ángeles de Dios, la barca en mitad de la mar defendida de piratas berberiscos por un muro hirviente de lampreas. «¿De lampreas?», preguntó Clotilde; y Jacinto le respondió: «Peces oscuros tejidos como los mimbres de un cesto. Tienen que ser lampreas. De otro modo, no habría razón de que los hubieran pintado». Clotilde bebía a sorbitos una copa de moscatel. «Espero que alguna vez me lo enseñes.» «¿Alguna vez? Esta misma noche. Ya lo he limpiado, y está como nuevo.» «¿Lo tienes aquí?» «No. Abajo, en la Cueva.» «¡A ver, hijo, cuándo sacas las cosas a la luz del día!» «¿Y por qué no cuando llevo a las personas a la oscuridad? Al fin y al cabo, eso era lo que deseabas.» Clotilde lo miró con sorpresa y desconfianza. «No te entiendo.» Y Jacinto sonrió: «¿Sabes qué día es hoy?» «Trece de marzo. No, catorce. Mañana, quince, se casa Lilaila.» «¿Y ya te has olvidado de que mañana son los Idus de Marzo?» El sorbo de moscatel, al tragarlo, se le metió a Clotilde por la laringe, y empezó a toser. Jacinto le alargó un vaso de agua. «Toma, bebe.» «Supongo —dijo ella— que no tomarás en serio esas tonterías.» «¿Tonterías? ¡Qué sabe uno! En cualquier caso, hay que estar prevenido. Y la primera parte de mis previsiones te concierne, porque yo no puedo llevar conmigo al otro mundo los secretos, ¿comprendes? No tengo hijos, tú eres la única persona de mi familia. Confío en que el juramento famoso, en esta situación, haya perdido toda fuerza obligatoria.» Clotilde había apartado de sí la copa aún no terminada. «¿Estás hablando en serio?» «Sí, Clotilde. Ahora mismo bajaremos a la Cueva, y te iré diciendo el modo de llegar hasta allí, y, más tarde, cuando salgamos, el modo de salir. Verás, por fin, lo que has tenido ganas de ver durante tantos años. Con un poquito de suerte, además, mañana será tuyo.» Clotilde le respondió con un mohín previo de indiferencia. Después dijo: «¡Bah! ¡Para lo que habrá dentro!» «Por lo pronto, el verdadero Cuerpo Santo y el verdadero icono. ¿Te parece poco? Un negocio a la vista. La noticia de que las cenizas de Santa Lilaila de Éfeso han aparecido, puede atraer a Castroforte innumerables peregrinos y limosnas. No olvides que la mitad de los ingresos serán tuyos. Una verdadera millonada. Y, después, una renta anual garantizada por unos cuantos años, más de los que vas a vivir, salvo si una nueva guerra interrumpe las peregrinaciones. Pero no lo creo. Y, a todo esto, ¡fíjate!, lo que se hablará de ti en los periódicos. Te harán entrevistas, saldrás retratada en la prensa extranjera y es muy posible que te aparezca un marido.» «¡No digas tonterías!» «¿Qué sabe uno? Todavía estás de buen ver.» Jacinto se levantó. «Anda, ven.» Bajaron las escaleras que parecían subir, subieron las escaleras que parecían bajar, pero no se daban cuenta. Las paredes se ablandaban y combaban a su paso, el aire las hacía temblar como cañaverales, agudas o roncas, gritaban, desde todos los rincones, salmodias premonitorias, pero no se daban cuenta. Y tampoco se daban cuenta de muchas otras señales, sobre todo, al entrar en la Cueva, de que las estatuas de las paredes presentaban modificaciones extrañas: los pechos de la Venus de Milo estaban rotos, y de su interior salían enredaderas entre las que zumbaban moscones, silbaban sierpes; la cara de la Dama de Elche se había quebrado como la cascara de un huevo, y en su interior anidaban gallinas; en las nalgas de Venus Callipigia, un arquitecto ignorado había abierto ventanas a las que asomaban torsos de vecinas vociferantes; pero lo más grave era que de la entrepierna de esta misma señora salía un chorro de agua viva que grandes muchedumbres se apresuraban a beber, atraídos probablemente por el rótulo que decía: La Fuente de la Vida. Y muchas otras estatuas, que se sostenían sobre pedestales carcomidos, que daban cobijo en sus interiores huecos a pájaros o a vermes, que veían transmudarse en cocodrilos, en troncos de árbol, en mástiles de buques, en largas pértigas deportivas, en falos de elefantes, en cuernos de Amaltea, sus extremidades, enviaban también avisos de clara significación premonitoria, que ellos no atendían, quizás porque marcharan el uno detrás del otro obsesionados. Jacinto señaló, en la biblioteca, una columna de la estantería: «Cógela por ahí y hazla girar». Inmediatamente se abrió el panel. «Ahora, pon la mano en la pared, justo frente a tus narices, y empuja con suavidad.» La pared también se abrió. «Para no andar a oscuras, he mandado instalar todo un sistema de luces. ¿Te acuerdas de aquella época en que tuvimos de huéspedes a unos señores madrileños, que tú no soportabas? Eran los electricistas. Están de tal modo distribuidas, que cuando enciendes una, ves en seguida la siguiente. Para encontrar el primer conmutador, basta que lo busques ahí, en el interior, al lado de la abertura.» Clotilde encendió la primera luz. «Ahora, marcha delante, ya verás qué fácil.» Recorrieron las escaleras, entraron en la antesala. «Me dan no sé qué estas paredes desnudas.» «Como son todas de piedra, no es posible adornarlas. Verás que no hay manera de hincar un clavo.» Clotilde, palmoteando, comprobó la dureza de la piedra. «Entra.» «No. Ve tú delante.» «Como quieras.» Había dos sillas enfrentadas, una a cada lado del ara. Clotilde dijo: «Dios, qué frío y tétrico es esto. ¿Y aquí traías a tus conquistas?» «Sabes, Clotilde, que no han existido más que en tu imaginación.» «¿Y por qué dos sillas?» «Tu visita está prevista hace más de veinte años. ¿No comprendes que un día u otro esta ocasión había de llegar?» «Enséñame esas cenizas.» «Ahí están, a tu lado.» Clotilde se inclinó, las contempló. «¡Qué asco!» «No seas sacrílega.» «No dejarán de dar asco, aunque sean de santa.» «Anda, siéntate. Para ver el icono, mejor estás sentada.» Y él mismo lo hizo, en la silla que miraba a la entrada. Clotilde, después de instalarse y de decir que estaba incómoda, cogió la pintura y la miró. Jacinto espiaba el movimiento de sus ojos, las contracciones de sus mejillas, las arruguillas de su boca. «Tendrá mucho mérito, no lo dudo, y valdrá mucho dinero, pero a mí me parece una mamarrachada.» «Es que no entiendes de pintura bizantina.» «Será por eso.» Jacinto recogió el cuadro y lo arrimó, con cuidado, a la pared más próxima. «¿Y cómo has llegado a saber que el Santo Cuerpo estaba ahí?» «Lo soñé.» «¡No me digas!» «Aunque no lo creas. Lo soñé, y me extrañó el sueño, por sí mismo y por la ocasión. Me pasé la mañana pensando. Por la tarde me decidí a sacar la piedra de su sitio, y mis manos tropezaron con esa caja de zinc.» «¡Mira que si estuviera llena de bichos! En estos cuentos, siempre hay una serpiente escondida.» «En este, no hay más que una Clotilde.» «¿Qué quieres decir?» «Nada, una broma.» «Pues no me gusta esa clase de bromas. Porque que tú me compares a una serpiente, no solo es del peor gusto, sino una enorme injusticia, porque no hubo madre en el mundo que se cuidase de su hijo como yo me cuidé de ti, no lo olvides.» Jacinto suspiró. «Es cierto. Me hiciste la vida tan llevadera, que hasta me ofreciste en la misma persona una madre, una hermana y una amante.» «Ni es el primer caso de la historia, ni será el último. Ya ves, sin salir de aquí, hay lo menos dos padres que se acuestan con sus hijas, y más de media docena de hermanos liados con hermanas, y no pasa nada, ni se desmorona la sociedad. ¿Que no debe hacerlo todo el mundo? De acuerdo, sería un desbarajuste, sobre todo para los hijos. Pero yo bien me cuidé de que no los tuviéramos.» «En eso no imitaste a las princesas incas ni a las reinas de Egipto.» «Bueno, en nuestro caso no hubiera sido igual.» «Escúchame, Clotilde.» «¿Por qué me hablas con ese tono?» «Es el de siempre.» «No, Jacinto, es un tono desconocido.» «Es que la Cueva tiene resonancias raras. Escúchame y no te fijes en el tono. ¿Te dice algo este nombre: Vida de don Luis de Góngora, por don Miguel Artigas?» «No, nada. No sé qué es.» «Puedo ayudarte. ¿Recuerdas que, cuando mis oposiciones, me faltó un libro, y que por faltarme ese libro no pude venir a Castroforte y tuve que irme a Alicante? Tuvimos que irnos, mejor dicho.» «Sí, ¿cómo no voy a acordarme?» «Pues esta noche soñé que entre Bendaña y tú tramasteis la supuesta desaparición del libro.» «¡Tonterías!». «Eso pensaba yo hasta descubrir que el Santo Cuerpo estaba ahí. Ahora pienso de distinto modo. Si una parte de lo que soñé era cierto, también lo será el resto del sueño.» Clotilde se levantó violentamente. «Mira, Jacinto, no me vengas con pamemas. Eso del sueño es una gaita que yo, naturalmente, no trago. Cómo supiste lo del Cuerpo Santo, no lo puedo imaginar ni me interesa; pero lo de las oposiciones solo Jesualdo pudo decírtelo, y ahora mismo me voy a verlo y a armarle un escándalo delante de todas las de Aguiar. Ahora me explico lo de las dos sillas. Estuviste aquí con él.» «No.» Clotilde ya se había levantado y salía apresurada. Jacinto, inmóvil, contemplaba la entrada de la cueva, la vio iluminarse, oscurecerse, iluminarse otra vez. Clotilde regresó airada. «Ábreme.» «No.» «¿Que no me abres?» «No.» «Ahora mismo verás…» Se inclinó para coger la barra de hierro. Jacinto la sujetó por los hombros, le hundió la rodilla en la cintura, la enderezó. «¡Quieto! ¡Voy a…!» Él la empujaba hacia el asiento. «Vuelve a tu sitio. Tengo que preguntarte todavía muchas cosas. Quizás mañana muera, y lo menos a que puede aspirar un moribundo es a llevarse consigo la verdad de su vida.» Clotilde, sentada, intentaba sosegarse. «Lo que se llevan los moribundos son las ganas de no morir.» Jacinto se desentendió de reflexión tan profunda. «Dime, Clotilde, ¿cuándo supiste que no eras mi hermana?» Ella le miró rápidamente y bajó la cabeza. Él se acercó un poco más. «¿Lo sabías ya aquella noche de truenos?» «Me lo confesó tu madre en el lecho de muerte.» Jacinto se echó a reír. «¡Que frase más falsa! Mi madre no pudo confesártelo porque no era verdad.» «¿Vas a negarme…?» «¿Que no somos hermanos? No. Estoy ya convencido. Pero de otra manera.» «¿Quieres las pruebas de que tu madre se entendía con el administrador de papá?» «No las necesito. Pero el administrador no fue mi padre.» «¿Quién, entonces?» «Mi padre.» «¡Hombre, claro! Uno u otro, tu padre fue tu padre.» Jacinto acomodó las nalgas en una esquina del ara. «Mira, Clotilde, desde muy niño me di cuenta de que en esta casa, donde hay retratos de todo el mundo, verdaderos o falsos, faltaba el de papá. ¿Por qué? Ahora lo comprendo, pero, entonces, no. Y yo necesitaba saber cómo era la cara de mi padre. Son cosas que a veces se les ocurren a los muchachos, y que si no encuentran satisfacción, permanecen enquistadas en el alma, hasta que la encuentran. Yo lo necesité después de haber escuchado el testamento, después de haber prestado aquella serie de juramentos ridículos que me comprometían ante el Altísimo. No sé por qué. De esas cosas nunca se sabe el porqué. Pensaba, y pensaba, y pensaba, y no podía imaginar dónde habría un retrato de papá. Una vez, ya había pasado mucho tiempo, creo que después de la guerra, tú fuiste a Santiago con Lilaila a ganar el jubileo. Y a mí se me ocurrió registrar tus cómodas y tus armarios porque, a lo mejor, no habías destruido los retratos, te habías limitado a ocultarlos. Los encontré donde seguramente los tienes todavía. No muchos, pero sí los suficientes como para saber que papá y yo éramos iguales. Me dio cierta alegría, pero, entonces, no me sirvió de nada, solo para olvidar el problema de los retratos, quizás para decirme a mí mismo que había sido una tontería preocuparme por ellos. Ahora, en cambio, me sirve para demostrarte que soy su hijo.» Clotilde se irguió y le miró con desafío. «Yo, también.» «No. Tú, no. Lo que mi madre te dijo en el lecho de muerte fue, seguramente, eso. Papá lo sabía y se lo habría contado, una debilidad más entre las muchas que cometió. Siempre me pregunté, también, por qué papá no te mencionaba en su testamento. Ahora ya tengo la explicación. Y la tengo también de tu falta de escrúpulos morales, aquella noche de truenos. Si yo fuera de verdad tu hermano, no te hubieras atrevido. Pero yo no lo era, y tú lo sabías; el pecado no era tan grande.» Quedó en silencio. Clotilde mantenía la cara oculta. Sin levantarla, dijo: «¿Me estás acusando?». «No. Estoy poniendo las cosas en claro porque, a lo mejor, mañana muero, y quiero llevarme la verdad de mi vida.» «¡Bobadas!» Jacinto se levantó, fue hasta el fondo de la Cueva, regresó. «Tu conciencia no te atormentaba, pero, la mía, empezó muy pronto a destruirme. Muy pronto. ¿A los dieciséis, a los dieciocho años? Eso nunca puede decirse, porque no es súbito, sino lento. Es una cosa que va creciendo; que a veces se siente y otras se olvida, pero que siempre está ahí, y que yo procuraba engañar con esperanzas. Cuando me case con Lilaila, todo habrá terminado. Pero ¿sabes que también esa idea me atormentaba? Porque, al casarme con Lilaila, tendría que renunciar a ti, eso era la libertad, pero mi carne se rebelaba contra ella. Mi carne te pertenecía en una medida que no sospechaste jamás. También me engañaba diciéndome: Bueno, cuando no pueda más, volveré otra vez a Clotilde, y así hasta que de nuevo no pueda más. Y, mientras tanto, seguías destruyéndome.» De pie, frente a ella, las manos apoyadas en el respaldo de la silla: «Dime, Clotilde, ¿por qué no me contaste la verdad? Yo lo hubiera entendido, y, ¿quién sabe?, las cosas habrían sido distintas. Éramos ricos, pudiéramos haber emigrado, por ejemplo. Yo lo hubiera hecho de buena gana, habría renunciado a todo esto, que es mi vida, por ti». Hizo una pausa y volvió a preguntar: «Dime, ¿por qué no me contaste la verdad?». «¡Qué sabe una! ¡Y quién se acuerda de cosas tan lejanas!» «Yo. Ya ves cómo me acuerdo, pero, claro, para mí no son lejanas. Lo que tú sabías de siempre, yo lo supe ayer. Lo soñé también, ¿comprendes?, uno de esos sueños reveladores, como los que tenían los Santos del Antiguo Testamento. Dios se manifestaba en sueños y les revelaba un secreto o les daba una orden.» Clotilde, nerviosamente, rio: «Y, a ti, ¿te ha ordenado algo?». «No. Ahora el Señor no se manifiesta así, sobre todo a los que no creen en Él. Yo tuve que dejar de creer, porque no lo hubiera soportado. Tuve que dejar de creer porque, entonces, sí que se me aparecía todas las noches para decirme: Te acuestas con tu hermana, el más viejo, el más tremendo pecado de los hombres. Y yo no podía soportarlo. Entonces, lo arrojé del cielo, y, cuando el cielo está vacío, no hay bien ni mal, no hay más que convenciones humanas de las que uno puede burlarse. Fue lo que hice.» Contemplaba a Clotilde, apabullada, repentinamente envejecida, como si en aquellos pocos minutos se le hubiera caído todo el mejunje con que disimulaba las arrugas. «Yo era un poco tonto, ¿verdad? ¿Por qué no te imitaba? Lo deseaba, pero nunca me fue posible. Naturalmente. Me faltaba la mitad de la historia. Desde tu punto de vista, no era más que el consabido amor de una muchacha un poquito mayor por un adolescente, aunque este adolescente hubiera ya crecido. Un amor del que también fuiste víctima, ¿te acuerdas?, cuando ya rondabas los treinta, cuando temías perderme, cuando te convertiste en mi esclava voluntaria, tú, que mandabas en mí como señora. Me rodeabas de solicitud hasta aplastarme. Querías estar en el centro de mi vida, ayudarme en todo, como esas madres exclusivas que solo saben manifestar su amor con una opresión servicial. Jacinto, ¿por qué gastas la vista leyendo? Yo puedo hacértelo. Jacinto, ¿por qué te cansas escribiendo? Díctame y yo lo haré. Si me dediqué a la Lingüística fue porque los libros que tenía que leer estaban en francés y en alemán y tú no podías ayudarme.» «Reconocerás que no me has pagado como debías lo mucho que hice por ti.» «¿Lo que has hecho por mí? ¿Castrarme? ¿Cómo voy a agradecértelo? ¡Solo hace unas horas que me siento libre, libre por primera vez en mi vida!» Se sentó en la silla, extendió los brazos por encima del ara. «Y es muy curioso. ¿Sabes qué es lo que siento al ser libre?» Ella se encogió de hombros. «¡Tú lo sabrás!» «Siento vivo el antiguo amor, siento otra vez el antiguo deseo.» Clotilde levantó la cabeza vencida con una luz nueva en la mirada. «No lo creo.» «Sí. Lo siento con el mismo ardor, y tengo ahora la misma necesidad de ti que sentía cuando, después de un viaje, esperaba la noche para acudir a tu cuarto y recobrarme de los días de ausencia.» Se levantó otra vez. «¡Desnúdate, Clotilde!» «¡Estás loco!» «No. Te deseo ahora mismo, quiero tenerte otra vez, pero aquí, encima de este viejo altar donde nuestra abuela desnuda engendró a nuestro padre.» Ella se levantó también. «Jacinto, en esta Cueva hace frío. ¿Cómo quieres que me desnude? ¿Cómo quieres que me acueste encima de este mármol? Ven a mi cuarto.» «Pero, a lo mejor, mientras vamos allá, se disipa el deseo. ¿Quién sabe? Los Idus de Marzo ya han empezado. De aquí a tu cuarto puede llegarme la muerte. Tiene que ser aquí, tiene que ser…» Se acercó a ella, la agarró por los brazos. «¡Tiene que ser!» Y la retuvo, cogida, mirándole a los ojos. «Estás loco, Jacinto. Desnuda, no. Si te empeñas, me remangaré la falda.» Él la soltó. «Bueno. En el fondo, es igual. Reconozco que lo de desnuda era un capricho histérico». «Jacinto, esto es una locura. No podemos volver a empezar.» «¿No comprendes que será solo una vez?» «Eres el mismo niño que hace treinta años.» «Y tú estás tan guapa como entonces. Acuéstate. Encima de mi brazo, como siempre. ¿Recuerdas qué hermoso era tu cuello?» «¿Por qué lo acaricias así? Lo que más te gustaba eran las tetas. Si quieres, me las saco.» «Después. Ahora, déjame que te acaricie el cuello. Tiene arrugas pequeñas, hay que acercarse mucho para verlas. Los dedos apenas las advierten.» «¿Qué haces?» «Acariciarte el cuello.» «¡Quieto, Jac…! ¡Qu…! ¡Ajjjjjjj!» Jacinto se apartó del ara. «¿Ves qué sencillo? Siempre has sido tonta, Clotilde. Una verdadera Barallobre lo hubiera adivinado, pero tú te tragaste lo del súbito amor. ¡Hace años que no siento más que asco por ese cuerpo de gata lasciva! Sucia, viciosa. ¿Te acuerdas? Buscabas en las novelas inspiración. “¡Ay, Jacinto!, me dijiste cuando lo descubrí; ¡es que quiero darte todo lo que otras mujeres puedan darte!” ¡Asco es lo que me das! Y, así como estás ahora, con el coño al aire… Fue una gran ocurrencia no desnudarte. Un cuerpo desnudo, aunque sea de una vieja, siempre impone respeto. Pero el tuyo, ahora, me hace reír, esos muslos grandotes, blancuzcos, que parecen dos lechones, y esas puntillas y sedas arremolinadas con la prisa. ¡Clotilde, remángate las faldas, que en esa postura pasarás a la eternidad! No creo que te descubran nunca, pero, si alguna vez apareciese tu cuerpo, se reirían al verlo, con el remangue encima de los huesos. Clotilde, tienes la muerte que te mereces. Ahora debería arrojarte a un estercolero, pero me veo en la necesidad de enterrarte en compañía. Las cenizas de la Santa te van a custodiar eternamente. Quedarán cerca de ti. Si quieres, puedes alargar la mano y tocarlas. A lo mejor te valen de intercesión, a lo mejor te dan el punto de arrepentimiento que te conduzca al Purgatorio. A mí me es igual. En lo que haga Dios contigo, no quiero meterme. La Justicia de Dios y la mía nunca han coincidido, y la mía ya está cumplida. ¡Vamos Clotilde, a la fosa! ¡Pesas como una condenada!» Debo confesar que la frialdad y el sarcasmo de Barallobre me parecieron, no solo del peor gusto, sino, ante todo, irreales: allí faltaba algo que diera consistencia a la escena. Por cualquiera de las dos razones, me hubiera gustado rectificarla. Me dirigí, pues, a él, en un tono de elevada retórica: «Las pasiones —le dije— son como granadas que, al estallar, desparraman los granos en todas direcciones». «¿Y, a mí, qué? No soy apasionado. El símil, por otra parte, lo encuentro absurdo. No hay la menor semejanza entre una pasión y una granada.» «Bueno, acaso no haya hablado con fortuna. El espíritu no trabaja siempre con la misma agilidad, y, lo sabes muy bien, lo de hallar parecidos a las cosas para montar sobre ellas comparaciones y metáforas, responde a una especie de instinto que se perfecciona con el hábito, pero que, a veces, sufre una mutación, o, más exactamente, una suspensión.» Él me miró. «Sigues diciendo tonterías, sobre todo si se tiene en cuenta lo que acabo de decirte: no soy un hombre apasionado.» «¿Por qué has matado a tu hermana?» Se encogió de hombros. «Prácticamente, hace más de diez años que está muerta, desde el día en que me confesó que había deshecho deliberadamente y por sus pasos contados mi noviazgo con Lilaila. Entonces, le arrojé una plancha, que no le alcanzó. Fue igual. La muerte podía aplazarse indefinidamente, pero estaba decretada.» «¿Y eso que me cuentas no fue efecto de una pasión?» «Según. Me dio asco como un reptil. La muerte que se da a un reptil no es nunca, o no debe ser, al menos, efecto de una pasión.» «Bien. No discutamos ahora eso. Lo que me gustaría hacerte comprender es que esta muerte es fea, y la has rodeado de circunstancias que la hacen más horrorosa. Por ejemplo, esas enaguas a la vista, esas faldas remangadas…» «Ya está hecho, ¿no?» «Ya está hecho, pero podemos deshacerlo. Yo, al menos, lo puedo.» «Ya me dirás cómo.» «Nada más fácil. Consiste solamente en tachar y sustituir. Tachando y sustituyendo se enmiendan los errores. Lo es, y contra mi voluntad, ese aspecto incestuoso de tus relaciones con tu hermana. ¿Qué quieres? Es feo, hay mucha gente que tuerce el morro y que asegura, aun a sabiendas de que miente, que esas cosas no pasan. O, por lo menos, que no deben pasar en los libros. Entonces, yo suprimo dos o tres palabras que puedan dar una pista, y, por supuesto, todo lo que Bastida monologó en tu nombre. Sin la intervención de Bastida, la cosa hubiera podido quedar en dudas: él lo puso en claro, y he aquí el resultado. Propongo que lo suprimamos.» «Eso se llama falsificar mi historia.» «No, solo cambiártela. Sin apartarnos mucho de esta realidad, está en nuestras manos intentar otra. Nada de incesto. Un caso de dominación de una persona por otra en nombre del amor. Un caso de amor exclusivo y excluyente, de amor tiránico, que se da en tantas madres, en tantas hermanas. ¿Por qué no ha de ser este tu caso? Así se justifican algunos de los elementos narrativos que ya te constituyen y que no necesito borrar. Por ejemplo, cuando Clotilde te manda ir a tus putas, o cuando revela a sus amistades que recibes mujeres en la Cueva. De momento, todo eso queda como palabras fantásticas de Clotilde. Pueden ser verdaderas.» Barallobre se sentó y me miró con ironía. «Tú sabes que esa clase de relaciones tiránicas en nombre del amor se interpretan razonablemente como casos de incesto. Que existan o no relaciones sexuales es lo de menos.» «Probablemente es así en la realidad, pero nadie tiene derecho a interpretar un texto apartándose de él. Si el texto dice incesto, entonces lo es; pero si excluye de tu caso las relaciones sexuales, el incesto no existe.» «¡Le das demasiada importancia al texto!» «Le doy toda la que tiene. Por eso te propongo reformar un poco los antecedentes, y, sin el del incesto, repetir la escena con Clotilde. Ya verás cómo no es necesario matarla, y menos de esta manera sucia.» «¡Era una tía zorra!» «Pero ya no lo es. Quedémonos con la solterona virgen que todo el mundo cree. La misma que, a veces, se atreve a tirar los tejos a Bastida. Una mujer normal, aunque con rarezas, como esa afición a los bichos… Su pasión fraternal ha aflojado ya un poco, esto tienes que reconocerlo. Ya no es lo que era. Entonces, la traes a la Cueva por los mismos motivos, que ella no toma en serio. Y ya veremos lo que pasa.» Barallobre miraba al fondo de la Cueva, con la mirada perdida. «¿Qué tal te sientes sin el incesto sobre tu conciencia?» «No lo sé. Todavía no me he acomodado a estas novedades.» «Hazlo pronto. Clotilde está al llegar.» «Bueno.» Clotilde tardó un poquito. Tuvo que arreglarse las faldas en un rincón y componerse el semblante. Le dolía la garganta, y perdió unos minutos en masajes, hasta que hizo desaparecer las huellas cárdenas. Después, entró. O, más bien, se quedó a la entrada. «¡Chico, qué horror! ¿Y esto es la Cueva? ¿Esto es tu tesoro?» «¡Más o menos…!» «¡Qué gusto horripilante, esas estatuas llenas de gallinas y ratones! ¿Y esa Venus con el culo pintado de ventanas? Jacinto, no me digas que no estás loco. A nadie se le ocurre rodearse de estos objetos absurdos. ¡No me repliques! Se le puede preguntar a cualquiera. Lo de las Venus desnudas lo pasaría si fueran estatuas normales. A los hombres les gustan esa clase de porquerías, sobre todo a los solterones como tú. ¡Ya ves! Lo que se pasa a los hombres, no se les toleraría a las mujeres. ¿Qué dirías si yo tuviera en mi cuarto media docena de Apolos de esos que enseñan sus cosas, como se ven en los museos? ¡Para que luego digas que los hombres no imponen su criterio! Las mujeres somos unas verdaderas desgraciadas, siempre te lo dije, pero no creas que me quejo por no tener los Apolos en mi cuarto. Puñetera falta que me hacen. Me basta con la Virgen del Perpetuo Socorro.» «Puedes estar segura de que te regalaré uno por tu cumpleaños.» «¡Ya salió aquello! ¡Mi cumpleaños! Bonita manera de llamarme vieja.» «Clotilde, que sé cuándo los cumples pero no cuántos.» «Aun así…» «Bueno, has venido a ver las cenizas del Santo Cuerpo.» «¿Dónde están?» «Ahí, en ese cajón.» Clotilde dio unos pasos y golpeó la caja de zinc con la punta del pie. «¿Ese montón de polvo? ¡Vaya porquería!» «Polvo eres, polvo serás.» «¡Sí, hijo mío, pero para algo la pobre fue santa!» «Los cuerpos de los santos solo desafían la eternidad cuando están glorificados.» «¿Quién te lo dijo?» «¡Yo qué sé! Lo habré oído en la iglesia.» «¡Bobadas! En la iglesia se escuchan muchas bobadas. Sin ir más allá, ahí tienes a don Acisclo. ¿Cuántas veces nos dijo que eso del Santo Cuerpo eran paparruchas? Pues ahora resulta que está aquí y que es cierto.» «¿Y el hecho de que lo sea no te hace pensar que puedan serlo muchas otras cosas que teníamos también por paparruchas? Por ejemplo, el obispo Bermúdez, y el Canónigo Balseyro.» «En eso sí que no me haces creer.» «Sin embargo… ¿sabes por qué he descubierto el verdadero Cuerpo Santo? Porque tu amigo Bastida me reveló dónde estaba.» «Y, él, ¿cómo lo sabía?» «Porque en alguna ocasión fue el Canónigo Balseyro, y él mismo lo escondió aquí.» Clotilde empezó a reír: le temblaba el pecho pechugón, le temblaban los hombros rollizos, mostraba al abrir la boca los oros de la dentadura. Por fin consiguió decir: «¿Y le haces caso a ese farsante?». «Todo lo farsante que quieras, pero no solo sabía dónde estaban las cenizas santas, sino que entró en la Cueva por su cuenta. Porque también, durante una corta temporada, fue nuestro abuelo, que, como recordarás, se encontraba aquí con Ifigenia para sus trapicheos.» «¡No me lo recuerdes! Esas historias son la vergüenza de la familia, y toda mi decencia no ha conseguido borrarlas. Pero, eso aparte, no me explico cómo crees a Bastida. ¿O es que eres espiritista?» «No, pero me rindo ante la evidencia. Entró aquí él solito, y me dijo: aparte esa piedra. Yo la aparté, y ahí, en ese agujero, estaba el Santo Cuerpo.» «¡Lo habría puesto él!» «Pero, mujer, piénsalo. ¿Cómo iba a ponerlo?» «Pues, muy sencillo: si conocía el modo de entrar, con agenciarse un cadáver bien pulverizado, meterlo en una caja de hojalata y esconderlo para que tú lo encontrases, todo listo.» «Es una explicación bastante lógica, claro.» Clotilde se levantó e inclinó el torso sobre el ara, la mano derecha bien dirigida a las narices de su hermano, el codo recogiendo el peso del cuerpo. «Que no te quepa duda, y lo asombroso es que te hayas tragado el cuento. ¡Ya me oirá a mí el tal Bastida cuando le eche la vista encima! Y, por supuesto, se acabó lo de entrar en esta casa como Perico por la suya. Mañana le das la cuenta, y, después que yo se las haya cantado claras, que no vuelva a aparecer. ¡Pues no faltaba más, ese renacuajo metiéndose en nuestras cosas más sagradas! Primera y última vez que entra nadie en casa sin ponerlo antes a prueba. Por mucha gramática que sepa. Como a las criadas: si no eres de confianza, a la calle.» Se irguió, pero su mano continuó ordenando el cosmos. «Mañana, ¿te enteras? Mañana. Si no te atreves, por lo que sea, mándamelo a mí.» «Mañana…» Barallobre repitió con voz triste: «¡Mañana!». «Mañana, claro. ¿Por qué lo dices de ese modo? ¡Ni que fueras a morirte!» «Precisamente por eso, porque voy a morirme. ¿No recuerdas? Los Idus de marzo.» «¡Jacinto, tú no estás bueno de la cabeza!» Él se levantó y fue en silencio hasta el arranque de las escaleras que conducían a la capilla. «Es posible, pero, si es cierto que eso es el Cuerpo Santo, y lo es, porque Bastida podía, efectivamente, haber puesto ahí uno falso, pero el icono no lo pudo falsificar, ahí lo tienes, arrimado a la pared, es el auténtico; si todo eso es cierto, ¿por qué no va a serlo que mañana es el día de mi muerte?» Clotilde hizo como que apartaba aquellas palabras. «¡Déjame ver ese cuadro!» Ballarobre, más cerca, le respondió: «Ahí lo tienes. Puedes cogerlo». Clotilde, con parsimonia, se agachó, y, entonces, rápidamente, Jacinto se apoderó del pico y se lo hundió en el colodrillo. Después se volvió hacia mí y abrió los brazos. «Eres una mala bestia.» «No puedo aguantar más tanta vulgaridad y tanta garrulería. Un año, otro, toda la vida oyéndola, tas, tas, tas, tas, a la comida, a la cena, entre horas. Jacinto, no seas bobo. Jacinto, para qué haces eso. Jacinto, haz esto otro. Jacinto, eso es una majadería. Jacinto, ¿qué hubiera hecho Jesualdo en tu lugar? ¡Siempre la mención de Jesualdo, siempre Jesualdo, el niño perfecto, el estudiante perfecto, el hombre perfecto! Jacinto, dicen que Jesualdo está escribiendo un libro. Jacinto, dicen que Jesualdo ascendió de categoría. Jacinto, dicen que Jesualdo… ¡y tú eres una mierda, Jacinto, que no escribes más que bobadas que no te publican en ninguna parte! Porque esta es la verdad: a mí jamás me han publicado ningún artículo en ninguna revista extranjera, todo eso es pura patraña inventada por ella para justificarme en casa de Aguiar, como lo de atribuirme juergazos inconfesables en la Cueva, grandes adulterios, violaciones, ¡qué sé yo! Inaguantable.» «Pero no como para matarla. Habrá que seguir tachando y reformando.» «Inútil. Me hagas como me hagas, siempre acabaré matándola. Las ganas antiguas que tengo de hacerlo, pueden ser realidad solo hoy, solo aquí. Ocasión perfecta. Crimen perfecto. ¡Que busquen el cuerpo del delito! Ahí detrás, en el fondo de ese agujero, hay otro mayor, que se prolonga hacia arriba y hacia abajo. Ahí la meteré, si no lo impide la circunferencia de sus nalgas. No habrá quien la encuentre.» Me dio la espalda y empezó a introducir el cadáver de Clotilde en el orificio. Primero, fácilmente, pero resultó luego que las nalgas excedían el espacio del agujero. Me dieron lástima sus esfuerzos. «Espera, que te echo una mano.» Yo pensaba que, después de todo, el símil de la granada estallante y de los granos desparramados no está del todo mal. Aunque no deje de reconocer que la objeción de Barallobre es válida, y que, por muchas vueltas que se le den, no hay el menor parecido entre una pasión y una granada. Tendré que usarlo en otra parte, aunque no se me ocurre dónde. No cabe, por ejemplo, en el relato de la visita que, a la mañana siguiente, hizo don Acisclo a Barallobre. Llegó todo apurado, a eso de las once y media, y preguntó por Clotilde. La criada debió de responderle que no la había visto, y quizá que no había dormido en casa, porque la cama estaba sin deshacer. Entonces, él pidió que le recibiera don Jacinto. «Bueno, que pase», dijo Barallobre a la criada. Estaba en la biblioteca, con una bata encima del pijama. Don Acisclo traía su mejor sotana, pero no el violín. Se detuvo a la puerta y, antes de saludar, envió una mirada larga a los anaqueles: de arriba abajo, de un extremo a otro. Quizás imaginara que el fuego de la pira que con tantos libros podía hacerse, llegaría al cielo como el humo de los holocaustos. Después, suspiró. Jacinto le respondió al saludo. «¿Sabe usted dónde está su hermana?» Y Jacinto: «¿Soy yo acaso el guardián de mi hermana?». Don Acisclo saltó, espantado. «¿Es que la ha matado usted?» «Pero, hombre de Dios, ¡está usted loco! ¿Por qué había de matarla?» «¡Me ha respondido como Caín al Señor!» «¡Pero, afortunadamente, ni es usted el Señor, ni yo soy Caín!» «¡Sin embargo, esa respuesta quiere siempre decir!…» Barallobre le interrumpió con un ademán florido. «No siga, se lo ruego. El significado de una frase no depende de la suma de los significados de sus palabras, sino de un sinfín de circunstancias coincidentes cuya enumeración no sería ahora oportuna.» Don Acisclo, un tanto picado, se echó hacia atrás: «¿Cómo? ¿Se atreve usted a relativizar un texto de la Biblia?». «¡Dios me libre de hacerlo con usted delante! Mi derrota sería segura. Sin embargo, ya que lo ha mencionado, ese texto nos puede servir muy bien de punto de partida, ya que estuvo en su mente y en la mía, y, sin que nosotros lo quisiéramos, tanto al uno como al otro nos sirvió de referencia, o, como decimos los lingüistas, de modelo. Veamos la situación: Caín acaba de matar a su hermano Abel, y el Señor le pregunta por él. “¿Soy acaso el guardián de mi hermano?”, responde el fratricida. Pero ¿es eso, exactamente, lo que quiere decir? Examinémoslo con cuidado y sin prejuicios. El Señor es omnisciente, y Caín lo sabe. El Señor, sin embargo, pregunta. Con tal respuesta, Caín intenta decir al Señor, más o menos: “Sabes de sobra que lo he matado, porque no podía aguantarlo, porque era demasiado perfecto, porque era tu favorito, porque el viento no turbaba la columna de humo de sus sacrificios, porque su mujer paría los hijos tranquilamente y a la mía se le mueren, porque sus ganados se multiplican y a los míos los aniquilan el hambre y la sed…”. Usted me entiende: nadie, ni aun Caín, se atreve a decir cara a cara al Señor cosas de este jaez: por eso Le responde con una pregunta absurda. Ahora, viene usted y me hace una pregunta similar a la que el Señor hizo a Caín, y yo le respondo con las mismas palabras. Hay una diferencia inicial: el Señor sabía dónde estaba Abel y usted no sabe dónde está mi hermana. La pregunta del Señor era capciosa y, la de usted, ingenua. Mi respuesta, pues, al producirse, entra en un sistema de significaciones distinto y, por mi parte, le añade un poco de inconsciencia (la frase resulta de una asociación involuntaria) y un poco de ironía (la frase es desproporcionada a la intención). Pero usted la recibe, no en su sentido literal, ni siquiera en su sentido real, sino con referencia al modelo, y razona más o menos de este modo: Si Jacinto Barallobre me responde con las mismas palabras de Caín, es que hizo lo mismo, de donde sale su segunda pregunta. Ahora bien: si Caín no hubiera interpretado con rectitud el alcance de la pregunta del Señor, es decir, si fuera hipotéticamente posible que el Señor ignorase el fratricidio, ¿no parece más lógico haberle respondido: “¿Yo qué sé? Por ahí andará. Hace dos o tres días que no lo veo”? O encogerse de hombros. Por no haber matado yo a mi hermana es por lo que pude usar con entera inocencia las mismas palabras que Caín, aunque sin sospechar, claro está, que usted habría de mezclar, como lo ha hecho, los niveles semántico y lingüístico, cosa que no debe hacerse nunca, salvo riesgo de tomar el rábano por las hojas e incurrir en la patética confusión en que usted ha incurrido.» Don Acisclo se había arrimado al respaldo del sillón, había dejado reposar las manos y escuchaba a Barallobre con arrobo indisimulado y creciente, el entusiasmo estético que reservaba don Acisclo para las ejecuciones perfectas. «¡Qué bien habla usted!» «Gracias.» «¿Puedo decirle que le admiro como orador después de haberle escuchado, aquella mañana del funeral, en la Colegiata?» «Yo vuelvo a darle las gracias.» «Por encima de todas las artes, al lado mismo de la música, coloco yo la oratoria. Una y otra coinciden en el poder de dominar las multitudes. Entre nosotros hay graves diferencias, no lo ignoro, pero, por encima de ellas, cuenta usted con mi respeto, del mismo modo que mi maestro Vázquez de Mella respetaba a Castelar.» «Me gustaría poder decirle que le admiro como violinista, pero nunca he tenido ocasión de oírle. Mi hermana, sin embargo, me ha dicho siempre…» Don Acisclo, mientras se sentaba, alzó la mano. «Ahora soy yo el que le interrumpe, y perdóneme, pero antes de continuar quisiera preguntarle qué sabe de Clotilde.» «Nada.» «¿Cómo que nada?» «Nada. Ayer cenamos juntos, y, al terminar, me dijo: “Tengo que salir unos momentos”. No volví a ocuparme de ella. Entre Clotilde y yo, la base de nuestras relaciones está constituida por la libertad de acción de cada cual. Hasta que usted llegó, ignoraba que no estuviera en casa.» «Y, ahora, ¿qué piensa?» Jacinto, para hacer tiempo, buscó tabaco y ofreció un cigarro a don Acisclo. Este lo acercó a las narices. «¡Hacía tiempo que no fumaba de esta marca! Desde mis tiempos de Méjico, allá en mi juventud.» «Las cosas buenas no se marchan para siempre. Si de veras son buenas, vuelven alguna vez.» «No lo dirá por la juventud.» «Tampoco dije que la juventud fuese buena.» «Pues, mire, ya ve, en eso también estoy de acuerdo. La juventud es el lugar de cita de todas las sandeces.» «¿Cómo dijo?» «El lugar de cita de todas las sandeces.» «De todas las sandeces juveniles, porque también hay quien las comete en la madurez.» «Por supuesto, y admito la corrección. Pero, decía usted que su hermana…» Barallobre, de momento, parecía muy atareado con el encendido canónico del cigarro. «Cuando dos hombres fuman juntos —dijo luego— es que las confidencias están a punto de llegar. Yo, para responderle, tengo que entrar de lleno en ellas. ¿Usted ha sospechado alguna vez que mi hermana estuviese enamorada de Jesualdo?» Las cejas de don Acisclo temblaron. «¿De Jesualdo? Ni yo ni nadie.» «Sin embargo, es así. Desde niño. Bueno, quiero dar a entender que, primero, lo quería como un hijo, pero, después, cuando él fue siendo mayorcito, ya lo quería de otro modo.» «Pero, hombre, ¡no me diga!» «Y, como, por otra parte, y esto no lo ignora usted, yo estuve siempre enamorado de Lilaila, resulta que hoy es día de dolor para los hermanos Barallobre. Lo que pasa es que cada uno lo manifiesta a su manera. Ella, sabe Dios, quizás yéndose a Santiago, que es lo que hace cuando algo le sale mal. Yo… todavía no lo sé, pero por el hecho de que le hable tranquilamente no vaya a creerse que estoy tranquilo.» «Pero ¿cómo es posible que yo no me haya dado cuenta… ni nadie? Porque, dada la confianza con que me honran en la casa de Aguiar, si alguna de las hermanas, o la propia Lilaila, lo hubiera sospechado, no le habría faltado ocasión de dármelo a entender discretamente.» «Pues mi hermana no se cuidó nunca gran cosa de disimularlo. Aunque, claro, las diversas clases de cariño se expresan todas de la misma manera.» «Esa debe ser la causa.» «Indudablemente. Pero, le aseguro que la cena de ayer fue triste. Estábamos en silencio. De pronto, ella me dijo: “Se casan mañana, ¿sabes?”. Y yo le respondí: “Ya lo sé”. Y ella me dijo: “Esto ya no tiene remedio, ¿sabes?”. Y yo le respondí: “Hace mucho tiempo que no lo tiene”. Suspiró, y yo suspiré también. Entonces, se levantó y me dijo que salía.» Don Acisclo contemplaba la ceniza incipiente del cigarro: color de perla y fina contextura. «¿Y no sabe usted que había hecho a Lilaila una promesa? No sé si seré indiscreto al contárselo. Le había prometido, para el día de su boda, cierta cruz muy valiosa que, según la propia Clotilde, le estaba destinada desde siempre.» Jacinto sonrió. «¿La cruz de Coralina Soto?» «No sé si ese es su nombre.» «Pues tengo la seguridad de que, con la pena, se olvidó, pero eso tiene remedio. Siga fumando, mientras me ausento unos instantes.» Pero, en cuanto salió, don Acisclo abandonó el cigarro en el cenicero y comenzó a leer ávidamente los lomos de los libros más cercanos. Pronunciaba los nombres en voz alta y dramática: Voltaire, D’Holbach, D’Alembert, Volney, Diderot, Sade… ¡Sade! Iba por Émile Zola cuando regresó Jacinto. «Le ruego que me perdone si interpreto su visita con arreglo a claves que no coinciden con las suyas. Pero, si hubiera faltado su embajada, algo quedaría incompleto. Fue usted afortunado: Clotilde no se llevó sus alhajas, y la cruz estaba entre ellas. Véala.» Sacó del bolsillo un estuche, y, de él, la cruz que Coralina Soto había obtenido de un pecado sacrílego, la que no se atrevía a mirar, la que había dejado, una mañana remota, en el cepillo de piedra de la Colegiata, y que, de acuerdo con lo tratado más de mil años antes entre el Obispo de Tuy y el marinero Barallobre, correspondía a los descendientes del mismo. Toda de brillantes, tenía en el medio una gran esmeralda resplandeciente. Don Acisclo, al verla, se turbó. La cogió con dedos trémulos, la contempló. «Es hermosa y muy valiosa. Yo entiendo algo de esto. Puede tasarse por lo bajo en…» «¡Le ruego que se calle el precio! A mí me basta el valor. Pero también quiero que un presente mío la acompañe. Es un poco grande, pero no se lo confiaría a nadie más que a usted.» Se inclinó y recogió el icono del lugar donde estaba arrimado. Don Acisclo se ajustó las gafas. «¿Qué es esto?» «Cuando el Santo Cuerpo Iluminado llegó a estas playas, hace más de mil años, traía esta pintura encima del pecho.» Don Acisclo miró, palpó. «¿No decían que era falso?» «Sí, el que está en la iglesia es una copia, pero mi familia guarda el auténtico por precaución desde hace dos o tres siglos.» «Pero, óigame, la autenticidad de esta pieza nos hace sospechar que el Santo Cuerpo…» «Es auténtico también, ¿es eso lo que quiere decir?» «Exactamente.» «No lo he dudado jamás.» «Yo lo he dudado siempre, y esta pintura me obligará, acaso, a rectificar una de mis convicciones más profundas, aunque bien entendido que la autenticidad del cuerpo no implica necesariamente su santidad. Como a usted no se le oculta, no puede haber una Santa de nombre tan ridículo.» «¡Ah, eso es cosa suya!» «¿Me permite que se lo enseñe a Bendaña?» «Si se lo envío a Lilaila como regalo, es, ante todo, para que su marido lo vea diariamente.» Don Acisclo elaboró con trabajo una sonrisa cortesana. «Es una venganza legítima y muy inteligente.» «Gracias.» «Con la que quizás usted se satisfaga. Pero pienso en su pobre hermana. A su edad, un desengaño amoroso de este calibre es muy duro de pelar.» «También lo es a la mía.» «Un hombre dispone de otros recursos, y usted puede encontrar otra mujer que le satisfaga y, si no la encuentra, puede hallar en la Ciencia un refugio y una distracción. Pero a Clotilde no le queda más que un camino.» «¿Cree usted que le queda alguno?» «Santa Clara. El convento de Santa Clara. Allí podrá encontrar, trascendido a lo divino, el amor que apetece.» «¡Ojalá tenga razón! Porque, cuando regrese, no sé si seremos capaces de consolarnos el uno al otro.» Don Acisclo solicitó algo para envolver el icono. Antes de cubrirlo, lo remiró. «Es curioso. Aquí hay unos peces…» «Lampreas. Puede tenerlo por seguro.» Acompañó a don Acisclo hasta el zaguán y le encargó felicidades para la pareja. Después, marchó a la terraza y se sentó. Veía, enfrente, el Pazo de Bendaña. Pronto se oyeron las campanadas alegres, y el rumor de la gente que subía a contemplar a la novia. «Se hartarán de llamarle guapa, pero, si hiciera el camino a pie, arrojarían a su paso los cobertores.» Había niebla en el aire, la niebla que emergía del Baralla, más densa que otras veces, y sus guedejas se enredaban en los magnolios del pazo, envolvían las estatuas verdosas. Por encima de los mirtos y los laureles, asomaba la tienda escarlata del Mariscal, en la que se habrían ya congregado, en Consejo de Guerra, todos los demás Bendañas, el General, el Coronel, el Teniente Coronel y el Comandante, a establecer su estrategia (¡tan clara, por otra parte!: unas escuadras de diversión contra la Puerta del Mar, mientras el grueso de los ejércitos iban en busca del vado). Reía el Mariscal de su victoria y de las victorias sucesivas de todos sus descendientes: reía pensando en el Obispo quemado, en el Canónigo ahorcado, en el Almirante entregado a los ingleses, en el Vate pasado por las armas, quizás en Jacinto Barallobre comprando su vida y su libertad. Y él —Jacinto— no podía advertir, no podía gritar: «¡Dejad en la Puerta del Mar la gente indispensable, y haceros fuertes en la Colegiata, que es por donde seréis atacados!». Porque no le era dado cambiar lo acontecido, aunque los protagonistas de las derrotas pasadas estuvieran junto a él, en la misma terraza, observando los soldados al otro lado del río: el Obispo, el Canónigo, el Almirante. Hablándose y, sin embargo, ignorándose, hablándose con palabras que no podían trasponer el tiempo, rectificar lo hecho. «¡Solo yo voy a ser el victorioso!», pensó Jacinto. Solo él no conjugaría por pasiva, sino por activa; aunque quizá el final fuese lo mismo. Una saeta temblorosa, casi sin fuerza, cayó en las piedras de la terraza. «Me venía destinada», dijo don Jerónimo; y Jacinto le respondió: «Y, ¿por qué no a mí?». «Porque tú no perteneces al tiempo de las saetas.» «Mirándolo de esa manera, claro. Pero también podríamos pensar que, al entrar tú en mi tiempo, me dejas en el tuyo un sitio para mí.» «Es un razonamiento válido si admitimos que el tiempo existe. Pero, como debes saber…» «Sí. El tiempo es una invención humana, la definición de algo irreversible e impenetrable.» «En cualquier caso —dijo el Canónigo Balseyro— ha llegado la hora de la batalla. Hay que dar a la gente el último empujón.» «¿Qué quiere usted decir?», intervino el Almirante, que, hasta entonces, había estado distraído. «Una arenga. Usted debe saber de eso.» «No crea que lo enseñan en las Escuelas Navales, sino más bien que cada uno lo hace como le sale. Ya ve la diferencia entre lo de Churruca y lo de Nelson.» «Pues si cada cual ha de hacerlo como sabe, que cada cual empiece a hacerlo, no sea que se nos adelanten.» «¿Todos a todos? —el que hablaba ahora era el Lieutenant de La Rochefoucauld—; porque, a mi juicio, sería conveniente una división del esfuerzo, aunque no sea más que por razones de mentalidad. Estoy persuadido de que los marineros amotinados del Canónigo no entenderían el estilo del Almirante.» «Entonces, ¿cada cual a los suyos?» «Es lo más razonable.» «Los míos —dijo Jacinto— son los chicos del Instituto que juegan en los billares, los muchachos que se entrenan para ganar la Vuelta Ciclista a Francia y los que ensayan canciones amorosas en los locales de la Sociedad Santa Lilaila.» «Pues no perdamos tiempo.» El Obispo, al salir montó a caballo y partió hacia la muralla. El Canónigo subió al balcón y compareció ante los amotinados, que le vitorearon. El Almirante, con el Lieutenant siguiéndole los pasos, bajó la Rúa Sacra hasta la Puerta del Mar, donde se habían emplazado las mayores piezas. Jacinto pasó el lugar donde los ríos confluyen y se metió en la Ciudad Nueva. Era de noche y, al mismo tiempo, de madrugada; a veces, solo un poco de mediodía. El Vate Barrantes, a bordo de la barcaza cañonera, esperaba la aparición de las tropas en lo alto del camino, pero se aburría, con la mecha encendida en la mano. Pensó que si su disparo solo tenía un valor simbólico, daba lo mismo adelantarlo unos minutos: se arrodilló para no caer, aplicó la mecha y escuchó el estampido. La barcaza se bamboleó, pero no demasiado. «Si me hubieran cargado el otro, lo dispararía también, y serían dos símbolos.» Solo unas brazas le separaban de la orilla, y podía acercarse tirando de una maroma: lo hizo, con dolor de la herida, y, cuando la embarcación rozó las piedras del muelle, saltó. «Ahora, mi leyenda dice que subí por la Rúa Sacra, y que, antes de bajar al Baralla, escondí el Santo Cuerpo Iluminado. Hay, pues, que hacerlo.» Al atravesar la Puerta del Mar, el Almirante ordenaba los primeros disparos contra las avanzadillas del Batallón de Estudiantes. Al entrar Jacinto en los billares, los muchachos dejaron de jugar. Jacinto los encaró: «¿No os da vergüenza? ¿Los años que lleváis haciéndoos pajas a la salud de Lilaila Aguiar, y ahora permitís que os la robe un gilipolla?». Que les hablara en su lengua les dejó sorprendidos y, al mismo tiempo, satisfechos. Un grandullón asumió la responsabilidad de la respuesta: «Y, ¿qué quiere que hagamos?». «¡Apedread el tren que se la lleva para siempre!» «¡Apedrear el tren!», respondieron a coro, jubilosos. El Canónigo explicaba a los amotinados que la conducta del Santo Oficio carecía de base teológica, y que rebelarse contra ella no era pecado: a los marineros se les quitó un peso de encima. «¡Napoleón —peroraba el Almirante en una media lengua que le dictaba el Lieutenant— os garantiza la libertad política y os promete instalar en vuestro puerto una base naval de la escuadra conjunta franco-castrofortina! ¡Porque Napoleón no ignora la audacia, la pericia y el valor de vuestros marineros!»; y todos se veían ya con borlones colorados en el gorrito blanco. El Obispo Bermúdez, alzándose en los estribos, gritaba: «¡Yo os hice libres en nombre del Señor! ¡Os eximí del impuesto que arruinaba vuestros hogares, y a mi lado conocisteis la paz del que trabaja sin miedo a que le arrebaten lo que sus manos crean! ¡Las tropas del Mariscal os lo quieren robar, a vosotros y a vuestros hijos! ¡Ha llegado la hora de que todos muramos antes de aceptar, con la vida, la servidumbre!». Aplausos, ahogados por el redoble de tambores, por los disparos de la arcabucería, por el estruendo del cañoneo. En la pista de entrenamiento, Jacinto congregaba a los ciclistas: «¿Y ahora, quién bordará las bandas de los campeones? ¿Quién besará en la mejilla al ganador, con ese beso que os obliga a no lavaros la cara para que dure más su recuerdo? ¿Qué esperanza va a animaros ahora en la pelea?». Ballesteros improvisados corrían a los matacanes. Amparados en las almenas, los fusileros disparaban. Los cañones del Almirante buscaban masas de voluntarios en que hacer blanco. Pero ¿por qué tan pocos soldados del Mariscal, del Santo Oficio, del Batallón de Estudiantes, hostigaban la Puerta del Mar? ¿Por qué tan liviano empeño en atacar, por qué apenas mostraban los cuerpos, por qué a las flechas, a las balas, a las granadas, respondían con timidez, con verdadera parsimonia? Jacinto entró en el local de la Sociedad de Músicos y Poetas, allí donde la rondalla de pulso y púa ensayar solía. «¿Y qué? ¿Tantas canciones, tantas serenatas, tantas letras románticas a la más bella de Castroforte, para que ahora os la arrebate un Bendaña? ¡Yo rompería de vergüenza las cuerdas de las guitarras!» Y ellos, obedientes, las rompieron. «¡Yo apedrearía el tren que se la lleva para no volver jamás!» Y ellos, obedientes, le siguieron. «Habría que hacer una salida —dijo el Obispo—; son pocos, y nosotros, muchos. A puñetazos los venceríamos.» Y el Almirante también estuvo conforme con la oportunidad de la maniobra. Únicamente el Canónigo Balseyro puso reparos. Porque, a él, aquella escasez de atacantes le daba mala espina. Los miembros de la rondalla pasaban de la treintena, y otros tantos estudiantes se les sumaron; los corredores ciclistas no llegaban a seis. Acarrearon piedras y las amontonaban al borde del talud: Jacinto los distribuía en grupos de tres cada diez pasos: «Hay que esperar a que aparezca el tren. Ellos irán en primera. Os indicaré el vagón y daré la señal». La señal la dio alguien desde el campanario, alguien que se agarró a la cuerda y empezó a tocar arrebatadamente. Pero ya los ballesteros del Mariscal asomaban detrás de la Colegiata, en cuyo interior, indiferentes, los masones de Michel labraban piedras informes y sacaban de ellas arquivoltas, columnas geminadas, capiteles historiados, meros perpiaños. «Son tantos, señor Obispo, que si disparan sus flechas al mismo tiempo, oscurecerán el sol.» «Mejor. Así pelearemos a la sombra.» El Obispo pensó, al ver allá arriba dos figuras a caballo, que el Mariscal había perdido el miedo de las lampreas; animó a la gente, pero se le ocurrió que cantasen primero el Veni, Creator Spiritus, y, cuando iban por la mitad, volaron sobre sus cabezas flechas de duro fresno, derechas y punzantes, que entraban fácilmente en los pechos desprevenidos. «Nos han cogido entre dos fuegos, pensó Balseyro, pero la suerte está echada», y se limitó a ordenar a sus hombres en sentido contrario y mandarles que disparasen; los arcabuceros del Santo Oficio lo habían hecho antes. El Vate dejó el Santo Cuerpo en el ara. Le manaba otra vez la sangre, y se sentía débil del esfuerzo. Arrimándose a las paredes, apoyando en ellas el hombro vacilante, subió la escalerilla que al ascender bajaba y al descender subía: al cabo de ella apenas le quedó energía para accionar los resortes. Al cerrar el panel de la librería, se halló en la biblioteca con las ventanas cerradas: en un rincón, alumbrados por una luz débil, Ifigenia cosía y Barallobre leía un libro. Le miraron. «¿Qué se te pierde aquí?». «A vosotros, ni os va ni os viene.» Marchó hacia la terraza y, a tientas, buscó el arranque de la escalerilla que había de llevarle a las aguas del Baralla. El Almirante mandó que diesen la vuelta a los cañones: enfilaban la Rúa Sacra, por donde descendían borrachos de patriotismo los vencedores de Puentesampayo: como, en la operación, aquellos artilleros improvisados tardaron más tiempo que el debido, los estudiantes dispararon primero. «Honny soit qui mal y pense!», profirió, heroico, el Almirante, herido en una pierna; y Jacinto Barallobre gritó: «¡Ahora!»; las piedras partieron rápidas y numerosas, rompieron los cristales del vagón de primera, y los del de segunda, y parte de los del de tercera, y cuando el furgón de cola había desaparecido en la curva, los mozalbetes, enardecidos, siguieron dando gusto a la mano y se apedrearon entre sí: todos contra todos, en nombre de Lilaila fugitiva. Al sentirse herido en el pecho, el Canónigo pronunció aquellas palabras que tanto han hecho trabajar a los hermeneutas: «Y, ahora, ¿qué va a ser de mi cuerpo?», y desapareció. El Almirante entregó el mando inútil al Lieutenant de La Rochefoucauld, y se perdió entre los heridos, entre los que huían. La piedra destinada a Barallobre y la flecha que buscaba a don Jerónimo, se encontraron en el aire y trocaron los rumbos: la piedra descalabró la frente de Bermúdez y la flecha se clavó en el pecho de Barallobre a la altura del cuarto espacio intercostal derecho, afectándole seriamente los pulmones. Ya no se oían disparos, aunque sí las carcajadas de los Bendaña victoriosos. Las ballestas descansaban, los cañones habían sido derribados de sus cureñas, los arcabuces inútiles se amontonaban en los rincones. ¡Qué potentes, qué graves, viriles por encima de todo, las risas de los Bendaña! A caballo, el Obispo acudía a los moribundos, les perdonaba los pecados y los dejaba citados para la vida eterna. Mujeres sojuzgadas servían ya a los Bendaña los vinos exquisitos de la Casa del Barco, sin que aquellos botarates se parasen a catar la calidad, la vejez, el bouquet de los caldos: bebían, y bebían, y bebían: “¡hala, hala!” Jacinto, por las calles oscuras, por las calles vacías, intentaba llegar a alguna parte sin ser visto: penosamente ascendió por la Rúa Sacra, sembrada de cadáveres: artesanos del Obispo, marineros del Canónigo, afrancesados del Almirante. Entre los muertos, alguno rebullía. Jacinto Barallobre, la mano en el pecho, bien agarrada al asta de la flecha (quizás fuera un venablo), procuraba no pisarlos, aunque a veces cayera y se manchase en la sangre de las losas. Allá arriba, en su casa iluminada, la orgía había comenzado, y los cánticos broncos rodaban como truenos por el espacio vencido de la Rúa: «¡Sacra ciudad, que eterna parecías, más fuerte que el Monte Ida en sus cimientos!» Arrastrándose, reptando, llegó a la Colegiata y se metió en las tinieblas. Empezaban a arder las casas. La soldadesca mancillaba los hogares, despanzurraba a las preñadas, violaba a las doncellas, desorejaba o castraba a los escasos varones supervivientes. Barallobre, a tientas, buscó el camino de la Capilla del Santo Cuerpo, empujó la reja, llegó hasta los reclinatorios y se dejó caer. La flecha le comía el aliento, le robaba las fuerzas. Arrimándose a las paredes, buscó el resorte e hizo girar la piedra del pasadizo… Después, con precauciones lentas, sacó del altar el ataúd, lo arrastró hasta la boca oscura, descendió unos pocos escalones, lo apoyó en el pecho y fue bajando, bajando: el peso le hundía más la flecha, le desgarraba los tejidos, y la sangre le llenaba la boca. Después, silenciosa, la piedra se cerró para siempre. A aquella hora, un cielo oscuro, plomizo, aplastaba la ciudad y se extendía por encima de la mar, hasta la herida sangrienta del poniente, y también era negro el océano, aunque las crestas de las olas se encendiesen un poco de carmín: como los cuerpos blancos, elásticos, de las gaviotas perseguidoras del sol. Inmensa soledad, melancólico espacio inmensurable, el ritmo del pleamar llenaba el ámbito, y la herida del sol al alejarse ablandaba las púrpuras. Volaba un viento débil, del Sudeste, caliente y húmedo, un viento salobre de salseros. Del Norte empezaban a llegar, débiles como una ilusión, poderosos más tarde, himnos corales de gran envergadura melódica, con matices de nácar y de verdosa piel mojada: se acomodaban al compás de habanera de las olas e incorporaban su rumor como discanto; y aquel maëlstrom de músicas se levantó a las escalas más altas, se reforzó con las voces, con las quejas, con los rugidos de leviatanes y serpientes submarinas, cuando hacia el Oeste, menuda aún, pero concreta, apareció la barca que traía a don Jerónimo Bermúdez, aclamado en seguida, si bien erróneamente, como vencedor del dragón Asclepiadeo, que había devorado a las últimas sirenas. Indiferente, sin embargo, al estruendo glorificador, el Obispo se dejaba llevar por la barca ligera hacia el Lugar Más Allá de las Islas donde el Círculo de las Aguas Oscuras y Tranquilas le esperaba: traía mitra y casulla verde y oro, de oro el bastón episcopal, y blanca, con el rosado del crepúsculo, el alba. Venía quieto y erguido, como un cadáver digno, y la brisa le rizaba los encajes, y así de hierático y solemne hubiera llegado a su destino, si no se le ocurriera, a media singladura, hacer aguas menores, para lo que tuvo que desbaratar la caída de los pliegues y remangarse los faldones, figura esta que por no constar en la tradición grecolatina goza de mala reputación pero que tiene la peculiaridad de que, una vez realizada la evacuación y sacudidos los residuos pertinaces, los pliegues vuelven a su lugar, y la solemnidad y el hieratismo se reconstruyen. Fue lo que hizo don Jerónimo como la cosa más natural del mundo y sin perder aquel talante de melancolía introvertida que le había caracterizado desde su aparición en el lejano horizonte. Pasó, y cesaron los cánticos y las aclamaciones, porque el canónigo Balseyro, que en su barca había entonces del Levante surgido, suscitaba inquietud, nunca entusiasmo. Tampoco a él le interesaba la belleza de la tarde: quieto también, y también rígido, aunque un poco encorvado, escrutaba el mar y el cielo con mirada perforante, trazaba ideales triángulos con el vértice superior en las estrellas, y se preguntaba cuándo los hombres serían capaces de investigar el océano y descubrir sus floras y sus faunas abismales. Pasó también: sin remos ni timón, su barca recorría el camino hasta el Círculo Oscuro de las Aguas Tranquilas, donde ya había dado el Obispo algunos miles de vueltas. Arribaron entonces, a toda prisa y cansados, los animales fabulosos que custodian la Isla Verde y que no se citan por sus nombres por dificultades de transcripción fonética: sabida es la aspereza del irlandés antiguo para quien no lo aprendió en la cuna. Venían a recibir, y recibieron, a Sir John Ballantyne, descamisado y herido, pero sosteniendo aún la espada de su mando. Le cantaron en gaélico triunfales salutaciones olvidadas, que él reconoció y coreó. Y cuando, antes de entrar en el Círculo, rompió su espada contra la rodilla sangrante, sus pedazos fueron recogidos y llevados a la gruta de Finngall, donde aún se conservan, aunque atribuidos a otro héroe más antiguo. Estaba ya a mitad del camino la barca de Barrantes: solitaria y pequeña, casi invisible, sin músicas y sin aplausos, aunque no por desdén o por olvido, sino para que se pudieran oír mejor los endecasílabos trocaicos de su invención que venía cantando, fragmentos de una Elegía a Castroforte Derrotada que se le había ocurrido por el camino: cuando penetró su barca en el Círculo Tranquilo de las Aguas Oscuras, iba ya por la mitad del tercer canto, lo cual nos permite suponer que había tardado semanas, y aun meses, en llegar. ¿Años quizás? Nadie podrá decirlo, porque en esos atardeceres plomizos do Mare Tenebroso, los cómputos del tiempo se hacen con extraños baremos. En cualquier caso, había dado espacio suficiente para que una última barca se columbrase hacia el Oriente remoto y neblinoso: un esquife, más bien, que se distinguía de las anteriores por sus líneas modernas y su motor fuera borda: venía en él Jacinto Barallobre, todavía la flecha en su lugar, aunque quebrado el mástil, y no venía solo, sino que sus brazos envarados sostenían el ataúd del Santo Cuerpo: y aquella Presencia tuvo la virtud inmediata de sosegar las olas y de sacar a flote, desde los abismos en donde se encontraban, árboles de coral, flores de pétalos de nácar grandes como nenúfares, algas como hinojos y como serpentinas, conchas de almejas y de mejillones, que parecían pétalos caídos, y de bígaros, que parecían bayas oscuras. También salieron langostinos, quisquillas, gambas al ajillo, centollos y poderosos lubrigantes, choquitos y calamares como frutos colgantes de un pensil, así como bastantes especies de moluscos no comestibles, caracolas enmudecidas y abundantes peces de colores y de esos otros, agresivos, que llevan una sierra en el lomo, una espada en el morro, o cuya cabeza repite la morfología del martillo: entre todos, disciplinados y seguros, iban formando una vistosa alfombra, ornamentada de ramajes laterales, en la que se representaban muy a lo vivo y con verdadero arte las principales escenas de la Vida y la Muerte de Santa Lilaila de Éfeso, doncella especialmente vinculada a la mar, como que había nacido en el humilde seno de una familia de pescadores. El esquife de Jacinto se deslizaba por encima de aquella maravilla sin desbaratar los primores, a aquella hora fosforescentes, de gran verbena marítima, a la que no faltaba la procesión de ahogados que pedían perdón con sus labios inmóviles. Un tumulto de peces oscuros flanqueaba la barca, aunque a distancia, como si la custodiase: y cuando entró como las otras en el Círculo, los peces levantaron el muro impenetrable que había roto una vez, hacía mil años exactamente, el marinero Barallobre. Encima de la mar flotaban ya las primeras tinieblas, y la mar misma parecía haberse despoblado. Sucedió que la barca del Obispo se detuvo y asumió en su forma y en su masa la inmediata del Canónigo, y con tal coincidencia de líneas y de volúmenes que formaban una única barca y un solo tripulante, sin que esta asumpción alterase la regularidad de su periplo de ancha circunferencia y sosegada velocidad, de tal manera que la barca de Ballantyne, que les seguía, se los pudo tragar sin gran esfuerzo y con la misma coincidencia: no así la de Barrantes, que adelantaba cuando la recitación lo requería y remoloneaba en los momentos de languidez poética. Perdió una excelente ocasión de enganche, y hubo que esperarlo con toda clase de precauciones para que no marrase la segunda: su entusiasmo le arrebataba del contacto con la realidad. Pero, en fin, la pericia de la maniobra permitió aferrarla e incluirla, con el Vate a bordo, en aquella que parecía suma y era en realidad fusión. Quedaba lejos Jacinto. Su elegante esquife, a pesar del motor, adelantaba más lento que ninguno, porque la alfombra glorificadora, aunque le señalase el rumbo, le obligaba también a un desplazamiento cuidadoso. Por fin alcanzó el Círculo, no en su interior, sino en los aledaños: se le había agotado el combustible allí mismo donde la alfombra concluía. Tuvo la barca múltiple que apartarse de su rumbo, salir del círculo, tantear, y, en una operación difícil, acercársele hasta alcanzar la situación idónea para que la fusión se produjese. Como así fue, finalmente: eran ya para siempre un único y compacto Jota Be, de simplicidad aparente y complicada interioridad, quíntuple y acaso contradictoria estructura ásperamente inaccesible a la episteme. El sol se había por fin metido en sus abismos, y el Santo Cuerpo, hasta entonces opaco, se encendió con luz delgada, y quedó dando vueltas como un faro flotante en las tinieblas: dos destellos, uno, pausa; dos destellos, uno, pausa; dos destellos, uno, pausa… Y así sucesivamente.C O D A Fue, claro, como un crujido de esos que hacen pensar que la madera, a veces, debe de estar viva, porque, al crujir, solloza; pero fue también como un crujir de la tierra, de esos que preludian el terremoto y las más de las veces se confunden con él y anuncian su principio. Un crujido y un ligero temblor —¿de qué?—: suficiente para que Bastida dejase de leer —se había instalado en el hueco de la ventana para atrapar las primeras claridades del alba—, levantase la cabeza, y experimentase la sensación de que estaba flotando. No había nada que le autorizase a admitir que semejante sensación respondiera correctamente a un estímulo real, porque aunque sabemos que la tierra flota, en el aire o con el aire, no por eso nos sentimos en ella como en un globo o, al menos, como en un barco. Sobre todo si se tiene en cuenta que Bastida jamás había ascendido en globo ni navegado, a causa de su escasa confianza en las leyes que rigen la navegación de sólidos en líquidos o en gases. Había, eso sí, flotado en sueños, como todo el mundo, y probablemente fue el recuerdo de esas noches fluctuantes lo que le suministró la base empírica indispensable para identificar lo que sentía y darle un nombre. No de una manera elemental, directa, de recuerdo a sensación, sino por caminos embarullados; y no pertenecientes al ámbito de lo sensible, calor, o sed, o deseos de andar, sino de lo intelectual, conocimientos y recuerdos. Los Tratados de Psicología que se estudiaban hace cuarenta años en los países subdesarrollados, explican en sus textos envejecidos los movimientos reflejos como respuestas inmediatas a un estímulo sin que el cerebro tome parte directa en la operación. Y todo se debe a que los nervios, vistos al microscopio, presentan un exterior arbóreo, y nada de metáforas en este caso, y que las ramas se comunican unas con otras de tal manera que un mono puede viajar desde los Pirineos hasta el Estrecho sin llegar al cerebro, cuanto más la corriente nerviosa, que es algo más rápida. De esta manera, el cerebro se entera y da su aprobación, o la niega, cuando la cosa está ya hecha: de lo contrario, Bastida, ante aquella sensación de que flotaba, hubiera emitido un juicio negativo, la hubiera rechazado con una violenta conmoción de células, y se hubiera equivocado: naturalmente, porque la sensación no era ilusoria, como lo demostraba el hecho de que las hojas de la ventana se meneasen sin viento, primero hacia un lado, unos centímetros lentos, y después hacia el otro, con igual lentitud. Fue entonces cuando su cerebro, como respuesta a una certeza de contornos inciertos, emitió una serie de ideas falsas que, una vez relacionadas, engendraron una verdad, de la cual surgió una convicción que, a su vez, se sacó de su seno, como quien saca un hijo, una decisión urgente. Dio un salto, dejó que el libro cayera al suelo, y, al tiempo de saltar, gritó: «¡Julia!». Y como Julia dormía sonriente, como Julia era feliz y tenía tranquila la sonrisa, tuvo que llamarla otra vez, tuvo que agarrarle el brazo descubierto y sacudírselo, tuvo incluso que darle un buen tirón que la dejó sentada, con los ojos abiertos, pero aún dormida. «¿Qué pasa, Joseíño?» «¡Levántate, mete las cosas en la maleta y vámonos!»; y siguió tirando del brazo tibio hasta que la dejó en el suelo. «Pero, Joseíño, ¿así? Primero tendré que lavarme un poco.» «¡Ni lo pienses! ¡Échate el traje por encima del camisón!» Y él mismo fue al rincón y cogió la maleta: fue al armario y lo abrió. «Joseíño, al menos podré ponerme unas medias.» «Sí, pero pronto.» «¡Si supieras lo que soñaba cuando me despertaste!» Lo decía con voz tan tierna, que, durante unos instantes, Bastida no tuvo prisa. «¿Qué es lo que soñabas, Julia?» «La verdad, Joseíño: que estamos juntos.» Se había sentado ya en el borde de la cama y se ponía las medias. Bastida empezó a meter la ropa en la maleta (mezclada, revuelta, sin ton ni son). Y, cuando la tuvo toda dentro, y la maleta cerrada, se acercó a la ventana. La calle estaba vacía, abiertas todas las puertas, zapatos abandonados en medio del arroyo, un gato que enarcaba el lomo y hacía fu. También estaba silenciosa: ni ruidos ni ecos. Bastida miró hacia el final, hacia aquella arista encalada que partía en dos la lejanía del monte y dejaba visible un pino. La arista, más alejada del árbol que otras veces, parecía, sin embargo, acercarse, y lo hizo tanto que lo ocultó. Julia estaba vistiéndose el abrigo, pero, con una mano, sostenía un peine. «Siquiera, mientras corremos, podré alisarme un poco.» Bastida cogió la maleta. «¡Vámonos ya!» Julia, en pie, no soltaba el peine. La empujó hacia la puerta. «¿No cierras la ventana?» «¿Para qué?» La casa estaba silenciosa, el pueblo estaba silencioso, acaso lo estuviera también el mundo.«Joseíño, debe de ser muy temprano todavía.» Él se encogió de hombros, y respiró fuerte. Llegaban al portal, abierto. «José», dijo Julia. «No preguntes. Después te explicaré.» «¿Es cosa de mi padre?» «¡Ojalá!» Julia se agarró a él. «¿No será un terremoto, Joseíño?» «Una cosa parecida.» Pero Bastida se detuvo. «Espérame. Olvidé algo.» Y entró otra vez, subió de dos en dos las escaleras, abrió la habitación y recogió del suelo el libro que había estado leyendo: la Gramática de Bello y Cuervo, ejemplar rarísimo de la primera edición, muy caro en los catálogos. Lo metió bajo el brazo y salió. Quizás tuviera que venderlo por lo que diesen, sin muchos miramientos. ¡Si le pagasen, al menos, mil pesetas! Administrándolas bien, podían esperar… Julia no se había movido. Cogió la maleta con la izquierda, a Julia con la derecha. En la esquina les saludó la brisa húmeda, que movía una racha de niebla. «José, es muy raro que no haya nadie, a estas horas.» Y Bastida le señaló, a lo lejos, la calle cercana a la Alameda, donde todos se habían congregado, donde esperaban. «¿Qué pasará, José? Está allí todo el mundo.» «A nosotros no nos importa.» «¡Ay, José, que puede haber muerto alguien!» La llevó en dirección contraria, hacia la Rosaleda. Había niebla entre los macizos y los árboles, niebla azulada y fina, y las veredas estaban húmedas del rocío, como las hojas y las primeras flores. «¡Qué silencio, José!» Bastida depositó en las losas de la acera la maleta, y se arrimó a la pared, sin huelgos. «Anda, que yo la cogeré. Tengo más fuerza.» Bastida le sonrió y la dejó con la carga. Julia caminaba con paso largo y firme; Bastida la seguía un poco a saltos. Una rama le arrebató el sombrero: lo miró, incluso le sonrió, pero no volvió atrás, no se inclinó a cogerlo. «¿Adónde vamos?» Él señaló la Glorieta del Vate: cerca, a dos pasos. «Siéntate ahí y espera.» «¿Qué vas a hacer?» Pero él, sin responderle, se metió por la abertura de un seto: medio cuerpo nada más. Julia, sentada, veía sus patas cortas, sus pies deformes, y los fondillos brillantes del pantalón. Vio también una mano que salía del mirto y la invitaba a acercarse. Se arrodilló e introdujo el cuerpo por la misma abertura. Sin precauciones, claro, pero el brazo de José la detuvo. «¡Ay, Dios mío! ¿Qué es esto?» «El terremoto. No te asustes.» Julia se agarró bien a él. «¡Tengo miedo!» «¿Te atreverás a saltar?» Julia miró la brecha, y el césped de la Tierra de Nadie, que se alejaba. «¡Si no es más que esto…!» «Trae la maleta, a ver si puedes meterla por aquí.» Apartando un poco el mirto, hubo lugar para la maleta. «Ahora, salta.» «¡No, José! ¡Tú primero! Si esto sube un poco más, yo podré saltar lo mismo, pero si tú te quedas arriba, ¿qué voy a hacer sin ti?» Bastida le dio un beso, se acercó al borde y saltó. Rodó, sí, por el campo, pero se levantó en seguida: inclinado, frotaba una rodilla. «¡Ahora, la maleta!» La cogió por el aire, el peso lo derribó. Julia, allá arriba, reía. «¡Ahora voy yo! ¡Apártate!» Dio el salto, el aire le hinchó los bajos del camisón y del abrigo: la distancia no era mucha, pero, a la mitad —cosa, claro, de segundos— se le arremolinaron las ropas a la cintura. «¡Ay, que vergüenza, Joseíño!», decía, riendo, mientras intentaba levantarse y cubrirse. «No te vio nadie más que yo.» «No importa. También me da vergüenza.» Se abrazó a Bastida y le besó. «¿Tuviste miedo?» «No por ti, sino por los dos. Pero ya ha pasado todo.» La ciudad había ascendido un poco más y se balanceaba con suavidad. Julia miraba su envés abigarrado, la herida informe de la tierra, donde ya empezaba a entrar el agua de la mar. «Qué raro, ¿verdad? ¿Y, cuando caiga, adónde va tanta agua?» «A lo mejor, no cae.» Sentados en el suelo, Bastida la besaba detrás de las orejas. «Siempre me pareció que este pueblo no es como los otros, ya ves.» «Tienes razón. Los otros se hunden. Después, llega la mar y forma un lago en el que queda flotando una cuna con dos niños. Castroforte prefiere las alturas.» Además de besarla, la acariciaba. «José, que pueden vernos.» «Estamos solos, Julia, y el miedo que pasé me da ganas de morderte.» «¡José, que allí arriba hay un hombre!» Apuntaba al borde de la Rosaleda, al mismo lugar del seto por donde habían escapado. Era el Poncio, tan pincho, con su traje gris y su sombrero negro, con el junquillo en la mano, que les miraba, quizás sin verlos. Bastida agitó los brazos. «¡Tírese!», gritó. «¡Está muy alto!» «¡Si no se tira ahora, después no podrá hacerlo!» «Y, si me rompo una pierna, ¿cómo lo justifico?» «¡Más vale que se rompa las dos aunque no pueda justificarlo!» El Poncio arrojó el junquillo y, detrás, el sombrero, los contempló mientras caían y meneó la cabeza tristemente. «¡Vamos, anímese!» «Esto me pasa a mí por no haber dado cuenta a la Superioridad, con el debido respeto, de que aquí sucedían cosas raras.» Hablaba haciendo bocina con las manos, y Bastida reforzaba con las suyas la capacidad instrumental de sus orejas. «Usted es testigo de que hay más de quince metros, y de que arrojarse en estas condiciones es un verdadero suicidio.» Resultaba ya pequeño, como una persona asomada al balcón de un quinto piso. «Entonces, ¡suerte!», dijo Bastida; y ayudó a Julia a levantarse. Entre los dos cogieron la maleta, uno por cada asa. «¿Adónde vamos?» «Allí, detrás de aquellos árboles. Allí no nos verá nadie.» Dieron la espalda a Castroforte y al Poncio, que seguían ascendiendo —la ciudad, dignamente silenciosa; el Poncio, desgañitando quejas y proclamando la excelencia de su gestión, quizás con la esperanza de que los recogiese algún bronce o algún mármol vacantes—, y se metieron por un sembrado de girasoles que empezaban a abrirse. El aire estaba limpio, como lavado por la lluvia matinal. Bastida daba grandes zancadas de orangután, siempre un poco detrás de Julia, que parecía llevarlo a rastras. Al llegar a los árboles, dejó caer la maleta, puso cara de susto y se palpó los bolsillos. «¡Vaya, he vuelto a perder el libro!» Allá arriba, podía verse aún la figura desesperada del Poncio, pero demasiado alto para pedirle que buscase, en el suelo, un ejemplar rarísimo de la Gramática de Bello y Cuervo que por allí debía de haber quedado. Se encogió de hombros y, riendo, derribó a Julia en el césped. Losdila maila Juliaco vestí duleia, ascolia mirteia tespedulentes, vim, hospodaslin, lailós; postaquasbam dilós, verocistén macles. Burujulaios lescita languovolsentes, astas, astas, vistigar, delinquoslaia. Cuando se levantaron, riendo todavía, pero ya un poco serios, Castroforte parecía una nube lejana, donde quizás el Rey Artús empezase a proponer al pueblo la proclamación inmediata, definitiva, del Cantón Independiente, hasta que en el Reloj del Universo sonara la hora del regreso. En los Prados Cubillos, El Escorial, 3 de agosto de 1971Notas [*] El texto de las dos versiones de la historia, que en el libro original aparece en dos columnas, una para cada una de ellas, se incluye aquí en dos párrafos consecutivos por la imposibilidad de mostrar texto largo a dos columnas en un editor digital. (Nota del Ed. Dig.)<< [1] Recomiendo al lector apresurado saltarse unas cuantas páginas y reanudar la lectura aquí[2]. Pierde el resumen y parte del texto del discurso de Don Torcuato, pero no es una gran pérdida. [Nota de J(osé) B(astida).] << [2] Aquí puede continuarse la lectura. (Nota de J. B.)<<

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